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por Luigino Bruni
publicado en cittànuova.it el 12/08/2011
A muchos nos ha impresionado y preocupado la visión en estos días de las plazas de Oriente Medio donde los jóvenes se han echado a la calle, dando la vida para pedir democracia y libertad, así como la de las plazas inglesas, donde los jóvenes rompían los escaparates para robar móviles y televisores de plasma, señales evidentes de que en Occidente serpentea un malestar profundo y serio.
[fulltext] => Pero la historia del siglo XX nos enseña que cuando los jóvenes se echan a la calle, sobre todo si lo hacen a miles, siempre hay que prestar mucha atención, incluso aunque lo hagan mal, destrozando y gritando, ya que detrás de una mala o incluso pésima respuesta puede haber preguntas importantes; como cuando un hijo adolescente grita y la emprende a puñetazos con los muebles de la casa, un padre inteligente sabe que detrás de ese lenguaje equivocado se esconden muchas veces cosas muy serias. Eso no quiere decir que los jóvenes siempre tengan razón, sino solamente que hay que entender lo que está ocurriendo en Inglaterra o también en Chile (donde los jóvenes piden una universidad que no sea solo para ricos) o, aunque a mayor distancia, en Oriente Medio.
Lo que está en juego es la gran “cuestión juvenil” mundial, muy evidente en el Occidente opulento, que por supuesto tiene que ver con la crisis y con los recortes, pero que es mucho más profunda, ya que remite a la injusta sociedad de mercado que estamos construyendo, sobre todo en los últimos años con el capitalismo turbo-financiero. Lo ha dicho con bastante claridad en varias entrevistas en sociólogo inglés Anthony Giddens, el teórico de la “tercera vía”, al recordarnos que detrás de estas destrucciones de los jóvenes ingleses hay también una reacción de quienes se sienten excluídos de los grandes lujos y consumos que aumentan descaradamente para el 5% más rico de la población.
En el mundo siempre ha habido ricos y pobres, pero hasta hace pocos años la cultura social y las religiones construían lazos sociales que funcionaban incluso aunque existiera cierta desigualdad. Las clases sociales estaban alejadas y no había una comunicación tan estrecha entre ellas, por lo que la envidia y la frustración podían gestionarse, al menos en los momentos normales. Hoy en cambio, la creciente desigualdad (recordemos que Inglaterra es uno de los países con una tasa más alta de desigualdad) no puede gestionarse con facilidad, porque mientras los medios de comunicación construyen aldeas globales y los estilos de vida y las aspiraciones son cada vez más uniformes, el poder de compra y las oportunidades son muy distintos.
Sobre todo, los jóvenes perciben, aunque sólo sea por las enormes deudas públicas que cargamos sobre sus espaldas y por el gran paro juvenil, que la movilidad social está disminuyendo y que su futuro puede que sea peor que el de sus padres. El peligro es que este malestar se haga global y difícilmente gobernable, salvo que demos vida inmediatamente a nuevos pactos entre generaciones, a un sistema económico más igualitario y fraterno, a “medida de los jóvenes”, que no son el futuro (como muchas veces se dice en tono paternalista) sino una forma distinta de vivir e interpretar el presente.
Si hubiéramos escuchado, además de las malas respuestas, las protestas y peticiones de los jóvenes en 2001 (en julio de 2001 en Génova), que pedían una globalización solidaria y el control de la especulación financiera (la “Tobin Tax”), tal vez hoy no conoceríamos esta crisis generada en buena parte por una década de distracción de los temas que os jóvenes habían identificado y gritado con fuerza.
Escuchemos a los jóvenes, escuchémosles siempre y hagamos que se sientan protagonistas de las decisiones de hoy y no sólo de las inciertas y vagas del mañana.
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A muchos nos ha impresionado y preocupado la visión en estos días de las plazas de Oriente Medio donde los jóvenes se han echado a la calle, dando la vida para pedir democracia y libertad, así como la de las plazas inglesas, donde los jóvenes rompían los escaparates para robar móviles y televisores de plasma, señales evidentes de que en Occidente serpentea un malestar profundo y serio.
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Se está consumando una gran injusticia de masa en relación con los ancianos. La estructura tradicional de las sociedades occidentales hasta hace pocas décadas se basaba en una regla de reciprocidad: los adultos asistían a los padres y cuando envejecían, eran cuidados por sus hijos (que a su vez habían sido cuidados por los padres durante su infancia y juventud). El balance entre “dar” y “recibir” cuidados se cerraba en equilibrio. Todo ello tenía además su representación política y social en el sistema de pensiones, donde la pensión que recibía un anciano no era lo que había ahorrado de joven, sino una especie de restitución agradecida de los jóvenes hacia ellos.
En los últimos años, cada poco vuelve a salir a la palestra el debate sobre los límites del mercado. Volvemos a preguntarnos si es justo, oportuno y posible crear mercados oficiales y transparentes para el tráfico de órganos, legalizar la maternidad de alquiler, legalizar la prostitución, etc. Estos temas son causa de rechazo e indignación para muchos. Pero para otros, como para algunos estados de Norteamérica, la creación de estos nuevos mercados sería o bien fruto de la evolución de nuestros valores y costumbres o bien la consecuencia de sacar a la luz unos mercados que ya existen de forma ilegal.


Un adjunto de un hospital milanés ha tenido la idea de mejorar la higiene de los sanitarios premiando con 3.000 euros al año a los enfermeros que se laven bien y con frecuencia las manos.

La crisis financiera de Irlanda, que sigue a la de Grecia, nos hace presente que el mundo occidental se encuentra demasiado endeudado. El año pasado hubo que salvar de la crisis a muchos bancos y empresas, con lo que las deudas se han desplazado del sector privado al sector público.
Un impuesto del 0,05% sobre las transacciones financieras especulativas para financiar proyectos de microfinanzas en los países en vías de desarrollo. Es una de las propuestas que contiene el llamamiento que Luigino Bruni, profesor de la Universidad Bicocca de Milán y vicedirector de Econometica, Centro Universitario de Investigación sobre ética empresarial, está lanzando estos días junto a los economistas Leonardo Becchetti, Gustavo Piga, Lorenzo Sacconi, Francesco Silva y Stefano Zamagni. El FIT (Impuesto sobre las Transacciones Financieras) tendría una doble ventaja: dar un mínimo de regulación al mercado financiero y recoger fondos para alcanzar los objetivos del milenio definidos por la ONU, así como para financiar bienes públicos globales. Es un proyecto que cada vez suscita mayor consenso, incluso entre los líderes de las principales potencias económicas, como por ejemplo el presidente francés Nicolas Sarkozy.
