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por Luigino Bruni
publicado en Citta Nuova N.15 el 10/08/2011
Se está consumando una gran injusticia de masa en relación con los ancianos. La estructura tradicional de las sociedades occidentales hasta hace pocas décadas se basaba en una regla de reciprocidad: los adultos asistían a los padres y cuando envejecían, eran cuidados por sus hijos (que a su vez habían sido cuidados por los padres durante su infancia y juventud). El balance entre “dar” y “recibir” cuidados se cerraba en equilibrio. Todo ello tenía además su representación política y social en el sistema de pensiones, donde la pensión que recibía un anciano no era lo que había ahorrado de joven, sino una especie de restitución agradecida de los jóvenes hacia ellos.
Hoy asistimos a un hecho inédito. Existe una generación que terminará su vida con un fuerte “crédito” de cuidados, pues después de haber cuidado a los padres, no recibe ni recibirá cuidados por parte de los hijos o, en todo caso, recibirá muchos menos por término medio.
[fulltext] => Tampoco puede esperar recibirlos del Estado, ya que el estado social que estamos construyendo es una reproducción fotográfica de esta nueva cultura. Es de desear que dentro de algunas décadas las sociedades encuentren un nuevo pacto social y un nuevo equilibrio, pero hoy asistimos inertes al hecho de que una generación que da dado sus mejores años para cuidar a los hijos y a los ancianos morirá sola.
La sensación de injusticia es aún mayor si pensamos que dentro de esta generación las más penalizadas son las mujeres, pues en décadas pasadas ellas tenían el monopolio del socorro en la fragilidad, sacrificando muchas veces su carrera profesional y su educación.
¿Qué podemos hacer? Por una parte la sociedad civil con sus “carismas” tiene hoy una gran responsabilidad para hacer que los últimos años de vida sean sostenibles y felices, con más innovación y creatividad. Por otra parte, los hijos adultos de hoy no deberíamos olvidar demasiado pronto el cuidado que hemos recibido (y el que hemos visto dar a nuestros abuelos) y deberíamos buscar soluciones más justas y con un mayor reconocimiento de la dificultad que entraña gestionar la edad otoñal de nuestros padres y mañana de nosotros mismos.
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En los últimos años, cada poco vuelve a salir a la palestra el debate sobre los límites del mercado. Volvemos a preguntarnos si es justo, oportuno y posible crear mercados oficiales y transparentes para el tráfico de órganos, legalizar la maternidad de alquiler, legalizar la prostitución, etc. Estos temas son causa de rechazo e indignación para muchos. Pero para otros, como para algunos estados de Norteamérica, la creación de estos nuevos mercados sería o bien fruto de la evolución de nuestros valores y costumbres o bien la consecuencia de sacar a la luz unos mercados que ya existen de forma ilegal.


Un adjunto de un hospital milanés ha tenido la idea de mejorar la higiene de los sanitarios premiando con 3.000 euros al año a los enfermeros que se laven bien y con frecuencia las manos.

La crisis financiera de Irlanda, que sigue a la de Grecia, nos hace presente que el mundo occidental se encuentra demasiado endeudado. El año pasado hubo que salvar de la crisis a muchos bancos y empresas, con lo que las deudas se han desplazado del sector privado al sector público.
Un impuesto del 0,05% sobre las transacciones financieras especulativas para financiar proyectos de microfinanzas en los países en vías de desarrollo. Es una de las propuestas que contiene el llamamiento que Luigino Bruni, profesor de la Universidad Bicocca de Milán y vicedirector de Econometica, Centro Universitario de Investigación sobre ética empresarial, está lanzando estos días junto a los economistas Leonardo Becchetti, Gustavo Piga, Lorenzo Sacconi, Francesco Silva y Stefano Zamagni. El FIT (Impuesto sobre las Transacciones Financieras) tendría una doble ventaja: dar un mínimo de regulación al mercado financiero y recoger fondos para alcanzar los objetivos del milenio definidos por la ONU, así como para financiar bienes públicos globales. Es un proyecto que cada vez suscita mayor consenso, incluso entre los líderes de las principales potencias económicas, como por ejemplo el presidente francés Nicolas Sarkozy.

