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Luigino Bruni
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Città Nuova
(201 KB)
 del mes de junio de 2017
La dimensión religiosa del capitalismo no es nueva. Antes de que Max Weber o Carlos Marx nos lo dijeran claramente, cada uno a su manera, a principios del siglo XIX el francés Claude-Henri de Saint-Simon imaginó e hizo realidad una verdadera religión de los empresarios, de los capitalistas y de la ciencia, que tuvo notable éxito y adeptos en toda Europa. En una famosa carta escribía: «La pasada noche escuché estas palabras: “Roma renunciará a la pretensión de ser el centro de mi iglesia; el papa, los cardenales, los obispos y los curas dejarán de hablar en mi nombre… Que sepas que Yo hice que Newton se sentara a mi lado y le confié la dirección de la inteligencia humana y la guía de los habitantes de todos los planetas…
    [fulltext] => Cada consejo construirá un templo que albergará un mausoleo en honor de Newton… Cada fiel que resida a menos de un día de camino del tempo bajará una vez al año al mausoleo de Newton. … En los alrededores del templo se construirán laboratorios, talleres y un colegio. Todo lujo estará reservado al templo…”». (Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos, 1803). Saint-Simon fundó una verdadera y nueva religión universal y laica, donde los sumos sacerdotes eran los científicos, los ingenieros y los industriales. Marx lo incluyó entre los autores utópicos. Pero en realidad, si leemos bien sus ideas y su movimiento, deberíamos decir que más que de utopía se trataba de una especie de profecía, si tenemos en cuenta en qué se ha convertido hoy el capitalismo que el autor francés observaba en la primera fase de su desarrollo. Con algunas diferencias: la alianza entre técnica y capital, en tiempos de Saint-Simon todavía incipiente, hoy se ha potenciado y radicalizado, pero sus sacerdotes no han sido los ingenieros ni los productores. Su puesto lo han ocupado los financieros y sobre todo los ejecutivos. En el centro del templo no está el dios-productor sino el dios-consumidor.
Nada domina más nuestro tiempo que la ideología de los negocios. Una ideología producida y generada en las escuelas de negocios de todo el mundo, que tiene un enorme éxito porque no se presenta como una ideología o una religión (aunque lo sea), sino como una técnica y por consiguiente con alcance universal.
Los mismos instrumentos de dirección se aplican en Dallas y en Nairobi, en Milán y en Siberia, puesto que las técnicas no dependen de la cultura ni del carácter de los pueblos: un automóvil o un lavavajillas funcionan de la misma manera en todo el mundo, con alguna particularidad por lo que respecta a los neumáticos o al anticongelante. Lo mismo ocurre con las multinacionales capitalistas y las comunidades de monjas: se dice que todas son empresas y, si es así, todas son iguales. Bajo el universalismo de la técnica, se transmite una visión determinada del mundo, de la persona (individuo) y de las relaciones sociales. Una visión que, como todas las religiones, tiene sus dogmas. Los principales se llaman meritocracia e incentivos. Con la meritocracia se legitima la desigualdad, porque los talentos no son interpretados como don sino como mérito individual. De este dogma se deriva la idea, cada vez más extendida, de que los pobres carecen de méritos y por tanto son culpables, y si es así no tenemos ninguna obligación moral de socorrerles. Como mucho, podemos pagar a alguna ONG para que se encargue de ellos y no nos molesten. Después, el dogma del incentivo toma como punto de partida el presupuesto de que los seres humanos solo se comprometen si están adecuadamente incentivados con contratos y dinero, pues son incapaces de trabajar bien únicamente pro virtud o deber ético.
En nombre de la técnica, esta ideología-religión-idolatría está entrando en la política, en los colegios, en la sanidad, en las iglesias. Y con ella está ganando terreno una visión pobre y pequeña de la persona, mermada en virtudes y motivaciones intrínsecas. Los seres humanos tienen muchos méritos, muchos más de los que ven y recompensan las empresas.
Ciertamente responden a los incentivos, pero antes responden ante su propia conciencia; responden al honor, al respeto y a la dignidad, incluso en el mundo del trabajo. Mientras sigamos produciendo visiones reduccionistas de los hombres y de las mujeres, seguiremos generando lugares de trabajo y de vida demasiado pequeños para ese animal enfermo de infinito que se llama homo sapiens.
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La desigualdad es la condición natural de los seres humanos (y de muchos animales), puesto que cada uno, cuando viene a la tierra, recibe unos talentos distintos. El gran economista italiano Vilfredo Pareto, a finales del siglo XIX, demostró que la desigualdad de renta responde en todas las sociedades a una ley distributiva parecida, puesto que está vinculada a una inteligencia desigual. Y si es natural, deberíamos aceptar sencillamente la desigualdad como un dato de la naturaleza.
En nuestra tierra, algunos capitales están creciendo y otros se están deteriorando gravemente. El consumo de capitales medioambientales es cada vez más evidente y, aunque con gran retraso, estamos empezando a tomar conciencia colectiva de ello. Pero aún no nos hemos tomado en serio la destrucción en masa del capital espiritual de nuestra civilización. Nuestros hijos crecen más ricos en inglés, internet e información, pero se están empobreciendo drásticamente en vida interior, en capital espiritual. Existe un “efecto invernadero del alma” que nos está asfixiando y el aspecto más grave del mismo es la falta de conciencia pública. Nos estamos acostumbrando progresivamente a vivir dentro del invernadero, con el alma invernada, y ya confundimos las paredes de plástico azul con el cielo.
En 2016, La Utopía, de Tomás Moro ha cumplido 500 años. El libro fue escrito en un momento de gran crisis política y espiritual de Europa. El descubrimiento del nuevo mundo comenzaba a poner en crisis al viejo, que, en medio del esplendor del Renacimiento, mostraba ya los primeros signos de decadencia. Como siempre, la decadencia comienza en el momento álgido del éxito. No es raro que los tiempos de crisis den lugar a grandes esperanzas y a grandes deseos (de-sidera hace referencia a la falta de estrellas y al anhelo por volver a verlas cuando la noche se acerca al final).
No es fácil entender lo que está ocurriendo realmente con el pujante fenómeno de la economía colaborativa o sharing economy. Entre otras cosas, porque esta expresión ampara experiencias muy variadas, a veces incluso demasiado variadas.
Las grandes empresas de nuestro tiempo cada vez prestan más atención a la gestión de las emociones. Las organizaciones económicas están empezando a darse cuenta, instintivamente, de que estamos inmersos en una profunda transformación antropológica y tratan, como pueden, de encontrar la solución. El capitalismo, debido a su capacidad de anticipar necesidades y deseos, está comprendiendo que en nuestro tiempo hay un océano, de proporciones inéditas e inmensas, hecho de soledad, de escasez de atención y ternura, de carestía de estima y reconocimiento, de necesidad de ser vistos y amados. Y se está preparando para satisfacer también la “demanda” de estos nuevos mercados.
El campanario de la iglesia de Amatrice, que sigue marcando las 3.36, es una imagen fuerte que expresa lo ocurrido esta noche. Ese minuto ha sido el último minuto para muchas víctimas. Un minuto que se recordará para siempre porque quedará grabado en la carne y en el corazón de sus familiares y será recordado por nuestro país, cuya historia reciente es también una serie de relojes detenidos para siempre por la violencia de los hombres o de la tierra.
Han pasado 25 años desde que, en mayo de 1991, Chiara Lubich lanzara en Brasil la semilla de la Economía de Comunión (EdC). Entonces yo era un joven recién licenciado en economía y sentí que lo que estaba ocurriendo en Sao Paulo tenía que ver también conmigo. Aún no sabía cómo, pero intuía que yo formaría parte de aquella historia que estaba comenzando. Hoy sé que haber acompañado el desarrollo de aquel “sueño” ha sido un acontecimiento decisivo en mi vida. Mi vida habría sido muy distinta sin aquel encuentro profético entre una mirada de mujer y el pueblo brasileño.
La economía de mercado ha producido auténticos milagros, pero hoy debe cambiar si quiere salvarse. Ha permitido que personas desconocidas se encontraran de forma pacífica y constructiva, se conocieran y se “hablaran” intercambiando cosas. Ha llenado el mundo de colores, con una infinidad de bienes. Ha ampliado la biodiversidad cultural. Ha multiplicado la riqueza, potenciando al máximo la libertad y la creatividad de los individuos. Ha dado lugar a la mayor cooperación de la historia humana.
Una característica que marca el comienzo de este tercer milenio es la rápida y enérgica ampliación de la esfera económica. La economía, paso a paso, de sector en sector, está ocupando la política, la sanidad, la educación… y dentro de poco tal vez llegue incluso a ocupar las iglesias. De este modo, los valores y las virtudes de la economía se están convirtiendo, si no en los únicos, sí en los principales valores y virtudes de toda la vida social. La eficiencia, el mérito, la innovación y la lógica del coste-beneficio son ya las únicas palabras “serias” de nuestro mundo.
El mundo se está convirtiendo en un lugar poco seguro para que los niños y las niñas puedan vivir y crecer. Hace treinta años las fronteras políticas e ideológicas eran todavía muy altas y robustas. Para viajar “al extranjero” hacían falta visados y un montón de papeles. Pero, una vez que se llegaba al país extranjero, se percibía una seguridad que hoy ya no se conoce. Era posible ir a Oriente Medio, al Sinaí; visitar Damasco y Palmira; recorrer la ruta de la seda entera y después ir a Bagdag y revivir en la antigua Persia el encanto y la fascinación de los orígenes de nuestra civilización; pisar la tierra de Abraham y descender desde allí hacia el Jordán.
u fundación. El test de estrés que ha supuesto la crisis griega ha puesto de manifiesto no sólo la grave situación del pueblo griego y de su economía, sino también la fragilidad de una Europa que se construyó hace décadas sobre registros relacionales, sociales y simbólicos típicos del pacto y que ahora se está transformando progresivamente en un club de países que siguen juntos únicamente en base al registro del contrato.
, la civilización inventó la institución jurídica de la quiebra, que, no lo olvidemos, se creó sobre todo en garantía del deudor, para impedir precisamente que sus deudas le convirtieran en esclavo.
Subsidiariedad podría ser una palabra clave para los próximos años. Podría generar más bienestar y democracia en nuestra sociedad, si fuéramos capaces de aplicarla de verdad en el ámbito de la política (donde muchas veces se nombra pero rara vez se practica) y de extenderla a otras áreas que tienen una acuciante necesidad de ella. La profunda raíz ética de este principio se encuentra en una de las grandes conquistas de la modernidad: “la soberanía pertenece al pueblo, no a los gobernantes ni a los políticos”. Según este principio, cualquier decisión que tome un administrador y que produzca efectos sobre las personas implicadas, debe estar justificada en razones de bien común.