Editoriales Avvenire

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Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

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No sabemos cómo saldremos de este annus horribilis. Ciertamente saldremos sin buena parte de una generación que nació en un país muy pobre y ha muerto en un país acomodado; la de nuestros padres y abuelos que, con sus virtudes, su pietas y su fe popular, generaron familias, empresas y democracia. Estos labradores, campesinos y amas de casa supieron usar las piedras de los escombros de las guerras para edificar catedrales sociales y económicas. Todos hemos sufrido al verlos morir, demasiadas veces en soledad, porque sentíamos que lo que estaba ocurriendo era incorrecto y profundamente injusto. Su generación caminó en pos de una gran estrella ética: “La felicidad más importante no es la nuestra, sino la de los hijos”. Se sacrificaron porque, para ellos, el futuro tenía más valor que el presente.

Pero después de haber pasado su juventud cuidando hijos y padres, sobre todo las mujeres, y de haber renunciado demasiadas veces a su propio desarrollo profesional, han tenido que envejecer y morir fuera de casa. Así pues, la primera lección de este año se refiere a la cultura del envejecimiento que tanta falta nos hace. En unas cuantas décadas, hemos derrochado el buen arte de envejecer y morir que habíamos aprendido durante milenios. Y mientras esperamos encontrar otro nuevo, la cuenta, demasiado cara, la han tenido que pagar nuestras madres y abuelas, que han dejado esta tierra con un enorme e inestimable crédito de cuidados y atenciones. Esta es una de las raíces del dolor de este año: una deuda colectiva de la que hemos sido conscientes justo cuando se extinguía.

La historia ha conocido otros años horribles. En el 536 d.C. una misteriosa niebla (volcánica) sumergió a Europa y parte de Asia en una oscuridad casi total durante un año y medio. Así comenzó la década más fría de los últimos dos mil años, con nieve en verano, cosechas destruidas desde Europa hasta China y una carestía seva y muy larga. En el año 1347-48 llegó la peste negra, una enorme tragedia que redujo en un tercio la población europea. Florencia, una ciudad muy afectada, fue capaz de generar tres grandes novedades a partir de aquella desgracia. Leyendo las crónicas de Matteo Villani y otros escritores florentinos, el final del 1348 marcó el comienzo de una perversa concepción moral de la vida y un aumento de la corrupción. La vuelta a la vida después de toda aquella muerte generó una afanosa carrera hacia el lujo, para beber, hasta la última gota, la copa de la vida recuperada. Las grandes herencias que dejaron los muertos por la peste amplificaron el derroche y la corrupción. Buena parte de todo el dinero que afluyó a las cajas de los florentinos acabó en los bolsillos equivocados.

Pero también se produjeron efectos de signo contrario. Los Priores de la ciudad tomaron medidas para ayudar a los deudores que habían resultado insolventes como consecuencia de la peste. En 1352 se constituyó en Florencia una oficina para proteger los derechos de las artes y los oficios, en apoyo de los deudores insolventes. En el año 1349 Florencia experimentó un gran desarrollo de las bibliotecas y de las inversiones en libros y obras de arte. El gobierno de la ciudad refundó el Studium florentino. Las bibliotecas de Santa Cruz y Santa María Novella crecieron mucho, y recibieron varios incentivos para la adquisición de manuscritos. Estas inversiones culturales fueron decisivas para el comienzo del Humanismo civil, uno de los efectos colaterales más imprevistos y extraordinarios de la peste negra. Los ciudadanos, los dominicos y los franciscanos comprendieron que el camino para volver a empezar después de la gran catástrofe no era la carrera por el lujo, ni la búsqueda alocada de los placeres de la vida para olvidar la muerte. Intuyeron, por el contrario, que solo resucitarían si una nueva cultura escribía los códigos simbólicos para un Renacimiento.
En el 540, mientras Europa atravesaba la carestía más dura del primer milenio, en Montecassino, San Benito escribía su Regla, que marcó el despegue de la extraordinaria época del monacato occidental, esencial para el renacimiento posterior al imperio romano. En Florencia, la peste generó el “Decamerón”, uno de las obras maestras de la literatura mundial, que Boccaccio comenzó a escribir en 1349, con la peste todavía activa, con el fin de consolar a su pueblo: «Humana cosa es tener compasión de los afligidos» fueron sus primeras palabras.

No podemos salir de las grandes crisis sin artistas y sin profetas. Sus consuelos son los verdaderamente necesarios para la recuperación. Las ayudas económicas son importantes, sobre todo si van dirigidas a evitar la insolvencia de los deudores, pero no son suficientes, y pueden complicar el camino si, como ocurre a menudo, acaban en los lugares equivocados. Los artistas y los profetas de hoy son distintos de los que nos salvaron en siglos pasados. Pero, también en esta ocasión, saldremos mejores si somos capaces de generar artistas y profetas.

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Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

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Los buenos frutos de los grandes males

Los buenos frutos de los grandes males

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En la encíclica Fratelli tutti, Francisco ha explicado que su fraternidad es universal.

Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 06/10/2020

La palabra fraternidad no es sencilla. Hay muchas fraternidades, no todas buenas ni cristianas. Siempre ha habido personas y comunidades que, en nombre de la fraternidad entre ellas mismas, han descartado y humillado a mujeres y hombres que no cabían en ella. Para llamar hermanos a algunos, han ofendido y matado a otros, considerados no hermanos. El gran relato de Caín nos dice que la fraternidad de la sangre no garantiza la amistad, y que el primer asesino puede ser el hermano. Otras fraternidades no han visto ni querido a las mujeres, y las han eliminado en nombre de una fraternidad parcial y equivocada. Han sido muy raras las experiencias de inclusión de todos como hermanos, y aún más de todas como hermanas.

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Por eso, era importante que el papa Francisco, en Fratelli tutti, nos dijera claramente cuál era su fraternidad. Y nos lo ha dicho eligiendo la parábola del buen samaritano como la principal - y en cierto sentido única - base teológica y ética de su encíclica. La elección de esta parábola supone una opción fuerte y parcial. Con ella nos dice que la suya es una fraternidad universal centrada en la víctima. Ya nos lo había dicho con su primer viaje, cuando, bajando desde su Jerusalén (Roma), eligió Lampedusa como su Jericó. Su opción es parcial porque la ética del samaritano ciertamente representa una base sólida e inequívoca para una civilización de la proximidad y de la misericordia, pero no resulta tan evidente como fundamento de una ética de la fraternidad, ya que falta la dimensión decisiva de la reciprocidad. La razón de que sea menos evidente es que la fraternidad no es solo resultado de la acción del individuo, no es solo un mandamiento dirigido a cada uno de nosotros aisladamente considerado. La fraternidad es también, tal vez sobre todo, un mandamiento que se nos dirige en cuanto comunidad, iglesia, sociedad, humanidad; un verbo conjugado en plural: “amaos unos a otros…”

La parábola del samaritano no habla de hermanos de sangre (ni pródigos ni mayores). Tampoco está directamente interesada en forma alguna de acción recíproca: hay una víctima, dos individuos que pasan de largo por separado, y un tercero, el samaritano, que se inclina y se hace cargo de la víctima. Entre los distintos protagonistas no hay forma alguna de interacción recíproca – excepción hecha, paradójicamente, de la que se produce al final entre el samaritano y el posadero.

Entonces, ¿por qué el Papa la elige como piedra angular de su discurso sobre la fraternidad y la sitúa en un lugar tan central, descuidando otros pasajes bíblicos fundamentales sobre la fraternidad en el Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Dónde se encuentra la “perla” de este relato de Lucas, tan valiosa como para vender cualquier otro tesoro con tal de comprar el campo que la contiene? Fratelli tutti nos lo dice muy claramente: la elección de la parábola del buen samaritano es esencial para anunciar hoy una fraternidad centrada en el contraste entre proximidad y cercanía, que, además de clave de lectura de la parábola de Lucas, es la clave de lectura de toda la tercera carta encíclica del papa Francisco. Quien se inclinó a socorrer al hombre medio muerto atacado por los bandidos no fue ninguno de los dos personajes que objetivamente estaban más cerca de la víctima y sin embargo pasaron de largo – el levita y el sacerdote eran judíos, como la víctima, y además estaban dedicados al cuidado de la sociedad, eran funcionarios del templo; eran los más cercanos, pero no se hicieron próximos [prójimos].
El que se inclinó sobre la víctima fue el más lejano, desde todos los puntos de vista (religioso, étnico, geográfico), quizá el único que pasaba por la otra acera. Se hizo prójimo el que tenía menos motivos de cercanía, y además pertenecía a un pueblo “excomulgado”. Se hizo prójimo porque decidió hacerlo, porque, durante un santo viaje, se topó con un acontecimiento inesperado, reconoció una víctima y eligió la proximidad. Nacemos hermanos de sangre, pero solo nos convertimos en prójimos y hermanos en el espíritu cuando elegimos hacerlo, más allá de cualquier razonamiento sobre los lazos de cercanía.

Escribe Francisco: «Esta parábola es un icono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. … Ya no hay distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaría, no hay sacerdote ni comerciante; simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso» (FT 67 y 70). Este es su gran mensaje, la perla preciosa, la piedra angular de su fraternidad: el prójimo, el hermano y la hermana del Evangelio no es el cercano.

De este modo, la fraternidad de Francisco, que nace de la proximidad del Evangelio, se diferencia y se aleja de las demás fraternidades que la historia ha conocido y conoce. Por eso, estos hermanos (y hermanas) no son los compatriotas, no son los que forman parte de la misma comunidad, no son los semejantes. No es la fraternidad de los muchos “comunitarismos” y de los muchos “nosotros” que hoy ocupan con fuerza la escena de los pueblos y de la Iglesia. No es la fraternidad de los cercanos, sino la fraternidad de los lejanos. No es la fraternidad de los iguales, sino la fraternidad de los distintos. No es la fraternidad sencilla, sino la fraternidad improbable: «Los grupos cerrados y las parejas autorreferenciales, que se constituyen en un “nosotros” contra todo el mundo, suelen ser formas idealizadas de egoísmo» (89). Esta es la fraternidad de Francisco. Hasta ahora nos lo había dicho con mil gestos y muchas palabras. Ahora ha reunido las palabras en una carta dirigida al mundo entero.

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En la encíclica Fratelli tutti, Francisco ha explicado que su fraternidad es universal.

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Original italiano publicado en Avvenire el 06/10/2020

La palabra fraternidad no es sencilla. Hay muchas fraternidades, no todas buenas ni cristianas. Siempre ha habido personas y comunidades que, en nombre de la fraternidad entre ellas mismas, han descartado y humillado a mujeres y hombres que no cabían en ella. Para llamar hermanos a algunos, han ofendido y matado a otros, considerados no hermanos. El gran relato de Caín nos dice que la fraternidad de la sangre no garantiza la amistad, y que el primer asesino puede ser el hermano. Otras fraternidades no han visto ni querido a las mujeres, y las han eliminado en nombre de una fraternidad parcial y equivocada. Han sido muy raras las experiencias de inclusión de todos como hermanos, y aún más de todas como hermanas.

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Siempre de parte de la víctima, amando las diversidades humanas

Siempre de parte de la víctima, amando las diversidades humanas

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Nuevas formas de relación – El smart working y las clases a distancia han aumentado las oportunidades así como las desigualdades, pero han reducido la sociabilidad y la creatividad en el trabajo.

Original italiano publicado en Avvenire el 15/05/2020.

¿Qué hemos aprendido sobre el trabajo y la escuela en estos dos meses? Muchas cosas positivas, que están a la vista de todo el mundo. Descubrir que podemos hacer desde casa muchas de las cosas que antes hacíamos presencialmente, ha sido emocionante y alentador. El smart working ha aumentado nuestras oportunidades, ha enriquecido nuestra oferta laboral y ha reducido el tráfico y la contaminación, cosas que por supuesto no añoramos. Hemos hablado y colaborado con personas lejanas, a las que no habríamos conocido de no ser por estos nuevos instrumentos. 

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Sin embargo, se habla menos de las limitaciones y de los perjuicios que causan estas innovaciones. El primero de ellos tiene que ver con la relación entre la enseñanza a distancia y la desigualdad. Aquellos que, como yo, estén dando muchas clases online, incluso usando las plataformas más avanzadas, se habrán dado cuenta de que los alumnos más hábiles y motivados participan y aprenden, mientras que a los menos motivados les cuesta mucho, sobre todo si tienen algún problema anterior de aprendizaje. Es muy difícil saber desde casa qué sucede detrás de una pantalla con la cámara desactivada porque, según dicen, “no funciona”. Dentro del aula, un profesor atento mira, comprende, motiva, estimula. Hacer todo esto online, sobre todo con aulas numerosas, es muy, muy, difícil. Por no hablar de los niños y adolescentes hijos de los inmigrantes de primera generación, que, después de estos meses, corren un serio peligro de volver al conocimiento de la lengua que tenían en 2019. El virus dejará una escuela – no solo una economía – más desigual; y esta es una muy mala noticia, porque las desigualdades en la infancia y en la adolescencia se multiplican en la vida adulta.

Sobre los adolescentes en cuarentena habría mucho que decir. A todos nos ha sorprendido positivamente cómo han aguantado la clausura doméstica. Han sido más virtuosos de lo que casi todos esperábamos al principio, y tenemos que agradecérselo. Pero, si queremos ser honestos (y un poco políticamente incorrectos), sabemos que la medalla tiene otra cara menos luminosa. Los adolescentes han aguantado en casa porque buena parte de ellos ya estaban confinados en sus habitaciones mucho antes de la pandemia. Hace años que nuestros adolescentes (también los niños) han renunciado a muchas horas de aire libre y juegos comunitarios presenciales porque estaban demasiado seducidos y encantados con los smartphones y sus maravillosos pasatiempos solitarios. Ya estaban tan a gusto en sus habitaciones solitarias y por eso han sufrido menos la falta del juego con los amigos. Al salir del colegio ya jugaban muy poco juntos y ahora han seguido sin jugar. El “encuentro” se producía dentro de sus máquinas y así lo han seguido haciendo. Hace veinte años habrían sufrido mucho más por no salir de casa, porque lo atractivo estaba fuera y el sueño de los sueños era jugar con los amigos.

En el siglo XX generamos milagros económicos y civiles porque aprendimos a cooperar jugando juntos muchas horas todos los días, y después “seguimos jugando” juntos en el trabajo. La lucha diaria de los padres para intentar reducir el número de horas que pasan los hijos pegados al teléfono necesariamente se ha relajado mucho durante la pandemia. También por eso, el cierre de los colegios es grave, aunque sea necesario. Esta era la principal (a veces casi la única) actividad verdaderamente social y comunitaria de nuestros chavales; al cerrarla hemos perdido formación y aprendizaje, pero también habilidades relacionales y comunitarias. Cuando acabe la emergencia será aún más difícil sacarlos de sus habitaciones, como ya estamos viendo. La didáctica online, a pesar de los esfuerzos, está aumentando el confinamiento solitario de nuestros hijos.

Después está el smart working de los adultos. Tras el entusiasmo por los primeros webinars, en las últimas semanas estamos comprendiendo que estas plataformas de trabajo online funcionan bien para tareas individuales, funcionan más o menos bien para reuniones rutinarias, pero funcionan poco y mal para reuniones donde debemos encontrar soluciones nuevas para gestionar situaciones verdaderamente complejas y complicadas. En una palabra: funcionan poco y mal para activar las funciones más cualitativas de la inteligencia colectiva, que es indispensable para crear algo de valor juntos. La creatividad es el gran tema del trabajo online. Cuando la interacción se produce presencialmente, las expresiones de la cara, los matices, el tono de voz, el lenguaje facial y corporal y las palabras no dichas se convierten en inputs esenciales para que los demás miembros del equipo puedan relanzar, corregir, contradecir o desarrollar. A partir de ahí surgen las dinámicas maravillosas y raras de la acción generativa colectiva. Algunas dimensiones de la inteligencia colectiva se alimentan prevalentemente de cuerpo.

La corporeidad es el gran tema central de estos cambios. En el estancamiento forzoso hemos entendido que habíamos maltratado el cuerpo, que habíamos corrido demasiado, que habíamos respetado poco la necesaria alternancia entre la vida exterior y la vida doméstica. Al pasar mucho tiempo en casa nos hemos dado cuenta del poco tiempo que pasábamos antes. También hemos aprendido que la presencia del cuerpo es más compleja de lo que creíamos en 2019, y que en determinados encuentros podemos estar verdaderamente presentes aunque estemos físicamente distantes. Tal vez un día lleguemos a desarrollar máquinas tan complejas que nos permitan sentir, desde casa, casi como si estuviéramos presentes con el cuerpo. Pero también hemos aprendido que para determinadas interacciones creativas las palmadas en el hombro, el apretón de manos, la comida juntos o el abrazo son ingredientes insustituibles.

Lo hemos visto con las “misas online”, donde ninguna espléndida homilía ha podido sustituir la ausencia del “cuerpo” de la Eucaristía. Lo hemos visto, de otro modo pero análogamente, en las reuniones de las que, al faltar la res del cuerpo social, han salido decisiones desencarnadas, poco profundas, no suficientemente verdaderas. Nos hemos descubierto analfabetos en el arte de las relaciones online. Hemos necesitados milenios para dar vida a la gramática de las relaciones sociales y en dos meses nos hemos encontrado en un mundo distinto, sin ninguna preparación emocional, simbólica, relacional – ¿Cómo se evitan los conflictos en zoom? ¿Cómo se resuelven? ¿Cómo se comunican el alma y el espíritu? Hasta ahora hemos seguido el instinto, pero no siempre ha funcionado bien. No es difícil imaginar que, si después de la pandemia aumentan las reuniones en remoto (y aumentarán), nuestra capacidad creativa será la más penalizada.

Para terminar, en la vida social de las organizaciones, muchas cosas verdaderamente importantes ocurren como efecto colateral (by-product) de las reuniones oficiales. Todos tenemos experiencia de algunas ideas esenciales y decisiones geniales que han ocurrido durante los descansos, mientras tomábamos un café o volvíamos juntos de la oficina en el automóvil. Hay mucha vida de empresa que ocurre donde y cuando, según nuestra intencionalidad organizativa, no debería ocurrir. Toda esta “belleza colateral” no se ve por zoom. No lo olvidemos mientras mantenemos viva la memoria de cómo era el mundo antes del Covid.

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Nuevas formas de relación – El smart working y las clases a distancia han aumentado las oportunidades así como las desigualdades, pero han reducido la sociabilidad y la creatividad en el trabajo.

Original italiano publicado en Avvenire el 15/05/2020.

¿Qué hemos aprendido sobre el trabajo y la escuela en estos dos meses? Muchas cosas positivas, que están a la vista de todo el mundo. Descubrir que podemos hacer desde casa muchas de las cosas que antes hacíamos presencialmente, ha sido emocionante y alentador. El smart working ha aumentado nuestras oportunidades, ha enriquecido nuestra oferta laboral y ha reducido el tráfico y la contaminación, cosas que por supuesto no añoramos. Hemos hablado y colaborado con personas lejanas, a las que no habríamos conocido de no ser por estos nuevos instrumentos. 

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Lo que no se ve y tampoco ocurre en el teletrabajo y la teleconferencia

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Este tiempo y este Primero de Mayo

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/05/2020.

Cuando la vida, sin pedir permiso, frena nuestra carrera, nos permite hacer grandes descubrimientos. Nos permite entrar por fin en una nueva relación con los seres vivos que necesitan tiempos más lentos, profundos y dilatados para dejarse ver y “hablar”. Los ancianos, los enfermos, la naturaleza, las plantas y los ríos son portadores de una calidad de vida que permanece muda cuando está obligada a mantener el ritmo desenfrenado de los negocios.

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En estos meses de inmenso dolor, muchos han aprendido las primeras palabras del lenguaje de los tiempos lentos. Algunos incluso han aprendido a hablar con los ángeles, otros con los demonios, y algunos con ambos. Al recorrer cada día los mismos doscientos metros, finalmente hemos visto, conocido y reconocido el ambiente que rodea nuestra casa. Nos hemos dado cuenta de cuántas cosas hay allí, apenas tras la puerta, y cuánta vida nos rodea sin que lo apreciemos.

Al caer en esta enorme reducción colectiva de la velocidad también hemos visto mejor y de otra forma el trabajo. Al no poder trabajar muchos de nosotros – o al no poder hacerlo como sabíamos o como nos gustaría –, en este letargo del homo faber y del homo oeconomicus, se ha liberado espacio para otras dimensiones de la vida. La economía se ha visto obligada a retroceder – nunca lo habría hecho espontáneamente – y a convertirse en una palabra más de la vida (no ya la única ni la primera ni la última, sino simplemente una palabra entre muchas). Y en este espacio liberado nos hemos dado cuenta de cuánta vida hemos inmolado y sacrificado a una economía que había crecido demasiado rápidamente y de forma desequilibrada. No lo olvidemos.

Lo primero que hemos visto es cuánta economía hay dentro de casa, en nuestra familia.

En el eclipse de la economía política, ha renacido la economía doméstica, el Oikos-nomos: la administración de la casa. En este gran silencio de las fábricas, las oficinas y las plazas, la primera realidad que ha surgido con una fuerza extraordinaria es la casa. Todas las innovaciones que hemos experimentado, desde el smart work a los webinars, que han permitido que nuestro PIB y nuestras instituciones no hayan caído en un abismo demasiado profundo, han sido posibles gracias a la presencia de un cuerpo intermedio, fundamental y maravilloso, que se sitúa entre las organizaciones y los individuos: la familia, y dentro de ella especialmente las mujeres y las madres.

Si alguien ha visto trabajar desde casa a los padres, y sobre todo a las madres, coordinando una “administración” improvisamente mucho más compleja y complicada – acompañar las clases online, soportar colas larguísimas para hacer la compra, supervisar a distancia a los padres que están lejos o en una residencia – si se ha fijado bien habrá visto la contribución esencial de las familias, de las mujeres, a la gestión y a la superación de esta crisis inédita. No debemos olvidar lo que hemos visto. En este sentido, también al fin hemos entendido dónde se encuentra verdaderamente el corazón del sistema económico. Sin ese trabajo esencial e invisible para la contabilidad nacional, los productos de las fábricas y los servicios de la escuela serían incapaces de crear bienestar. Porque las mercancías se convierten bienes dentro de nuestras casas, donde un paquete de macarrones y un frasco de tomate sufren una alquimia y se convierten en alimento para el cuerpo, para los lazos que nos unen y para el alma.

La experiencia de las personas que han vivido solas estos meses tremendos ha sido muy distinta, demasiado, de la de quienes los han vivido en familia. El yugo del aislamiento se ha hecho más ligero y suave cuando el aislamiento externo ha estado compensado con una compañía interna. Estas cosas las sabíamos “de oídas” pero ahora, durante la lucha, las hemos visto “cara a cara” y ya no debemos olvidarlas. 

Además, en un momento determinado, hemos comprendido qué es el trabajo, qué es verdaderamente el trabajo. Todos juntos hemos comprendido mejor la profecía del artículo 1 de la Constitución Italiana. Nos hemos dado cuenta de que nuestro verdadero fundamento está en el trabajo. Al estar parados y asomarnos de vez en cuando a la ventana, hemos visto de otro modo el trabajo y los trabajadores. Nos hemos dado cuenta de que no habríamos sobrevivido dentro de casa sin camioneros, barrenderos, mantenedores de las líneas eléctricas y bomberos. A nuestros enfermos los han cuidado, junto a los médicos, enfermeros y trabajadores sociosanitarios, también cientos de miles de operarios, transportistas, dependientes, estibadores y fontaneros. Finalmente, la inteligencia de las manos ha tenido la misma dignidad que la inteligencia intelectual. Nunca había dado las gracias a un mensajero con la intensidad y la sinceridad con que lo hice ayer: en la mano que se extendía para entregarme el paquete había un valor y una sacralidad que no había visto antes, y no me pareció menos solemne que la que hace meses me ofrecía la comunión en la iglesia. Estos valores y esta sacralidad ya estaban ahí, pero nunca los había visto de este modo.

Parece que era necesario este dolor para entender, gracias al trabajo, que puede no haber diferencia entre el progreso material y el espiritual. La pandemia ha desvelado el trabajo y de este modo nos ha permitido ver su esencia, al desnudarlo de otras dimensiones que ocupaban el primer lugar en condiciones ordinarias. Y cuando hemos llegado a lo esencial del trabajo, no hemos encontrado incentivos ni explotación; hemos encontrado una palabra gastada, manoseada y ofendida: hemos encontrado la palabra amor. Y nos hemos quedado sin aliento. No pensábamos que el trabajo fuera, verdaderamente, eso que nos hace poco inferiores a los ángeles (Salmo 8). El trabajo es la forma más alta de amor mutuo y de reciprocidad que la civilización moderna haya realizado a vasta escala.

Esta revelación del trabajo será otra herencia de esta gran crisis. Un amor civil, no romántico, a veces anónimo, pero fiel a la antigua etimología económica de caridad – lo que cuesta, lo que es querido porque vale. En estos meses no ha habido nada más querido que el trabajo. Nos queremos de muchas maneras, pero en la esfera civil no hay amor más serio y grande que el trabajo, trabajar unos para otros, unos con otros. Pronto olvidaremos muchas cosas de este tiempo, tal vez casi todas. Pero no olvidemos el trabajo desvelado.

Feliz Primero de Mayo.

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Este tiempo y este Primero de Mayo

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/05/2020.

Cuando la vida, sin pedir permiso, frena nuestra carrera, nos permite hacer grandes descubrimientos. Nos permite entrar por fin en una nueva relación con los seres vivos que necesitan tiempos más lentos, profundos y dilatados para dejarse ver y “hablar”. Los ancianos, los enfermos, la naturaleza, las plantas y los ríos son portadores de una calidad de vida que permanece muda cuando está obligada a mantener el ritmo desenfrenado de los negocios.

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El trabajo, de verdad

El trabajo, de verdad

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Deuda y culpa, Europa y nuestro mañana

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2020.

 «Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, ¿se han imaginado, aunque sea remotamente, que, por ejemplo, el concepto moral básico de “culpa” procede del muy material concepto de “deuda”?». En esta famosa frase de la “Genealogía de la moral”, Friedrich Nietzsche enfatizaba la estrecha relación que existe en el idioma alemán entre “deuda” y “culpa”, hasta tal punto que son la misma palabra: Schuld. La misma equivalencia y la misma palabra se encuentra en el idioma holandés.

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Estos dos países están unidos por una fuerte influencia de la herencia de la Reforma Protestante, si bien Holanda es más calvinista y Alemania más luterana. Pero, en la Biblia en general, antes que un asunto económico, la deuda es un asunto moral y religioso. La frase “perdona nuestras deudas…” está en el centro de la primera oración cristiana.

En todo caso, es indudable que en el humanismo protestante se puso más de relieve que en los países católicos latinos, la equivalencia entre culpa y deuda. Esto afecta a todas las deudas, pero sobre todo a la deuda pública. La razón, entre otras, es que la “cultura de la culpa” es más típica de los países protestantes, mientras que en los países católicos y latinos doma la “cultura de la vergüenza”. Al sur de los Alpes nos avergonzamos de tener deudas ante quienes nos conocen y nos ven (por tanto es bueno que los demás no conozcan y no vean nuestras deudas), pero nos sentimos menos culpables. No es casualidad que, en Italia, los primeros préstamos con un tipo de interés lícito fueran los concedidos para financiar los gastos públicos de las ciudades medievales. Los gastos del soberano y de la Iglesia no solo no se veían como derroche sino como magnificencia y como fiesta (los Papas, a diferencia de la Ginebra de Calvino, nunca abolieron las fiestas ni sus costes).

Pero si la deuda es culpa, entonces el deudor (persona o estado) es culpable. Esta antigua ecuación también se encuentra detrás de la rigidez con la que, sobre todo Alemania, ha pensado, gestionado y custodiado la relación deuda-PIB en la eurozona. Y hoy se ve también en la desconfianza con respecto a la emisión de los llamados coronabonos, cuyo principal aliado es Holanda. Tampoco es casualidad que en el otro lado se encuentren las “católicas” Italia, España y Francia. Los políticos, de una y otra parte del debate, saben poco o casi nada de la Biblia, de Calvino y de Lutero, pero, como me recordaba siempre mi maestro de filosofía citando al psicólogo Burrhus F. Skinner, la cultura es lo que te queda dentro cuando has olvidado todos los libros que has leído. 

Han olvidado las 95 tesis de Wittenberg y el libro del Levítico, pero no han olvidado que la deuda es una culpa. El lenguaje es también guardián de la arqueología de los conceptos sepultados por las civilizaciones.

Si Europa no quiere ser la gran víctima del coronavirus, los países nórdicos deben ser más grandes que el peso de sus palabras. No sería la primera vez. Tras la segunda guerra mundial, después de los fascismos y nacismos, supimos olvidar palabras pésimas y envenenadas, que aún estaban muy frescas en la sangre del cuerpo de los pueblos europeos, y generamos la obra maestra de la Comunidad Europea; una comunidad que nunca habría nacido si no hubiéramos olvidado todas las palabras tremendas e inhumanas que nos dijimos unos a otros. Aquel gran dolor fue capaz de elaborar el luto de algunas palabras e inventó otras nuevas y mejores.

Desgraciadamente, uno de los dolores de estos días es la desaparición de muchos de los últimos testigos de aquella transformación de fratricidio en fraternidad, que sigue acortando nuestra ya corta memoria.

En estas mismas páginas hemos distinguido varias veces entre los pactos y los contratos. El contrato no es capaz de olvidar las palabras de ayer para generar otras nuevas; el pacto sí, y si no lo hace muere como pacto. Después de esta crisis epocal podríamos encontrarnos fácilmente con una Europa reducida definitivamente a puro contrato comercial.

Al mismo tiempo, los italianos somos conscientes de que alguna culpa tenemos en la enorme deuda pública acumulada en estas décadas. Lo sabemos nosotros y lo saben nuestros socios europeos, al igual que conocemos y conocen nuestra evasión fiscal, nuestra “cultura” cívica y nuestros derroches. Además, como si esto no fuera suficiente, Italia se ha cargado de años de señales ambiguas sobre Europa y el euro, por parte de políticos importantes que han pronunciado muchas palabras equivocadas e irresponsables. También estas palabras cuentan, y hoy se recuerdan. Las grandes crisis comportan una despiadada comprobación de la calidad moral de la vida política y civil de una sociedad, cuando la verdad del dolor de hoy desnuda todas las palabras de ayer. Las demasiadas víctimas de todo el continente pueden destruir el pacto europeo o regenerar una nueva Europa. Por eso, ahora todos debemos bajar el tono, hablar menos y con más humildad, llorar todos juntos a nuestros muertos, que pueden unirnos más que los vivos, y asumir todos juntos compromisos recíprocos claros y justos.

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Deuda y culpa, Europa y nuestro mañana

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2020.

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El gran peso de las palabras

El gran peso de las palabras

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Mecanismos y complejidad del mercado, interdependencia, fraternidad.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 13/03/2020

Economía significa gobierno de la casa. Esta es la primera definición que aprenden los estudiantes de economía el primer día de clase. Pero hasta estos días, nuestra generación no había entendido debidamente que entre gobierno, casa y economía existe una relación directa. El gobierno nos pide que nos quedemos en casa, mientras la economía hace todo lo posible para que alguien no se quede en casa y vaya a trabajar. La economía puede y debe cumplir con su deber, que consiste en que las palabras tranquilizadoras que el gobierno nos dirige para que nos quedemos en casa sean verdad: los supermercados no estarán desabastecidos. 

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La economía sabe que para que la fruta, la leche, la verdura y la carne llegue a las tiendas de alimentación, para que el gas, la energía e internet lleguen a nuestras casas, y para que las medicinas lleguen a las farmacias, es necesario que alguien trabaje. Si todos nos quedáramos en casa, nadie podría quedarse en casa. Después, si ahondamos en los detalles – este es el aspecto más difícil del oficio de la política – nos damos cuenta de que hemos desarrollado una economía de mercado tremendamente compleja e interdependiente, cuya enorme complejidad no vemos cuando todo funciona con normalidad.

Pero en cuanto algo se atasca y tenemos que echar mano del “mantenimiento del coche”, inmediatamente descubrimos que en realidad todo es muy difícil. Por una parte, (casi) todos estamos convencidos de que los trabajadores de las fábricas no deben estar expuestos a un mayor riesgo de contagio que los trabajadores que están en casa, pero cuando empezamos a señalar qué empresas deberían cerrar y cuáles no, nos encontramos con dos hechos-dilemas. 

Primero: reconstruir en pocas horas la morfología de la red económica de clientes, proveedores y subproveedores, y descomponer los productos finales en decenas o centenas de componentes es infinitamente arduo. El mercado contemporáneo es un mecanismo admirable precisamente porque agrega una cantidad infinita de operaciones y cálculos, dispersos entre millones de personas, que ningún robot hiperinteligente podría realizar. Antes que la división del trabajo, el mercado optimiza la división del conocimiento disperso y fragmentado, del que cada uno de nosotros posee solo una pequeñísima, pero insustituible, pizca.

Segundo: suponiendo que lográramos aproximar el cálculo de esta enmarañada red, es probable que las empresas ausentes de la cadena de suministro de cualquier bien esencial fueran menos de las que pensamos. Así pues, identificar qué empresas deberían cerrar es condenadamente difícil y, aunque fuéramos capaces de hacerlo, descubriríamos que muchos trabajadores deberían seguir trabajando igualmente, si queremos quedarnos en casa y seguir comiendo y viviendo. Los milagros económicos que este capitalismo ha producido en estas últimas décadas son la otra cara de la impotencia en la que nos encontramos hoy. Esta es la razón del inevitable conflicto entre quienes tienen que tomar las decisiones concretas y quienes invocan sacrosantos principios éticos de equidad. Intentar entender cada uno las razones del otro ya sería un paso esencial para una posible solución o tratamiento. 

Pero hay otro problema importante sobre el que se discute menos: ¿Cuáles son los bienes y servicios esenciales? Es difícil convencer a mucha gente de que los cigarrillos son esenciales, o, peor aún, los rasca-y-gana de los estancos abiertos (es más fácil convencernos de que son esenciales para los fumadores y para los ludópatas). Pero es posible que nadie crea que es esencial el peluquero.

Pero pensemos en los millones de personas (principalmente mujeres y mujeres ancianas) que pasarán semanas recluidas en casa y despeinadas, así como en los cientos de miles de cabezas que de repente se volverán blancas porque alguien ha decidido que los tintes no son bienes esenciales y ha detenido su producción y distribución. Es cierto que no serán muchos los que nos vean despeinados y canosos. Nos veremos nosotros mismos en el espejo cada mañana, incluso más que antes por falta de otras caras a las que mirar. Durante las crisis largas e importantes, el cuidado de uno mismo y de los demás es un bien esencial, casi tanto como comer y vestirse. Las personas cuidadas y peinadas soportan mejor las largas noches. Somos animales simbólicos, mucho antes que animales a los que hay que dar de comer y entretener.

Con esto no quiero decir si deben abrirse o no las peluquerías, sino entender qué es lo que se esconde detrás de un corte o un tinte. Hemos tenido que cerrar los negocios para entenderlo. Igualmente hemos tenido que cerrar las escuelas y quedarnos con las aulas vacías o delante de un ordenador para entender quiénes son y qué representan, verdaderamente, nuestros estudiantes. Entonces ¿qué podemos hacer? Ser más conscientes, en el diálogo político y social, de la complejidad de estas decisiones, y de la práctica imposibilidad de que todas las decisiones sean correctas y exactas. Cerremos las (pocas) empresas que podemos cerrar fácilmente, y hagamos más para que quien tiene que trabajar, para que nosotros podamos quedarnos cómodamente en casa, corra el menor riesgo posible. Y después, cuando el virus haya pasado, acordémonos de lo interdependientes que somos, de la cantidad de gente invisible que hay detrás de un litro de leche fresca o de un líquido para teñir el cabello. El mercado es también un maravilloso engranaje donde todos trabajamos para que todos podamos vivir mejor. En momentos como estos es cuando se comprende mejor en qué consiste el principio olvidado de la fraternidad.

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Mecanismos y complejidad del mercado, interdependencia, fraternidad.

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Coronavirus. Cerrar lo que se pueda cerrar. Comprender lo que hay que comprender

Coronavirus. Cerrar lo que se pueda cerrar. Comprender lo que hay que comprender

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El valor del trabajo y las relaciones, y el rey desnudo.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/03/2020.

La crisis del nuevo coronavirus está desvelando la naturaleza ambivalente de la economía. Ante las dificultades que experimentamos para ir a trabajar, nos estamos dando cuenta de que nos gusta nuestro trabajo, incluso más que el tiempo libre. 

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Estamos comprendiendo que nos gusta estar el domingo en casa porque después viene el lunes y podemos volver al trabajo. Sin los días laborales, los días festivos también se oscurecen. Por eso, entre otras cosas, nos resistimos a renunciar al trabajo, aunque haya evidentes motivos de seguridad para ello. Nos gustaría mantener abiertas las fábricas y las oficinas no solo para que no se reduzca demasiado el PIB, o para ganar el sueldo que necesitamos, sino también porque sentimos que, mientras podamos trabajar, y trabajar juntos, no somos aplastados. Nada mejor que una crisis, grande y grave como la que estamos viviendo, nos desvela esta dimensión y esta vocación del trabajo. En el fondo, si miramos bien dentro de nosotros mismos, cuando una forma de muerte nos amenaza, el trabajo se convierte en un potente antídoto. No existe solo el conflicto entre eros y thanatos, sino también entre el trabajo de los vivos y el no trabajo de la muerte.

Así pues, aunque en tiempos corrientes no caigamos mucho en la cuenta, en realidad también vamos a trabajar para vencer la muerte. Creando bienes y servicios mediante nuestra acción colectiva generativa estamos diciendo, cada día, que la vida es más grande. Y no es ciertamente casualidad que, en la Biblia, muchos de los episodios decisivos para la vida y para la muerte acontezcan mientras las personas están trabajando, desde Moisés que pastoreaba el rebaño hasta los apóstoles, que fueron llamados mientras trabajaban.

Tampoco es casualidad que en algunos idiomas el trabajo esté relacionado con los esfuerzos y los dolores del parto, pues se parecen al dolor que acompaña a todo trabajo verdadero, siempre que no sea simple hobby o juego.

Además, estamos entendiendo que los bienes relacionales, tan ridiculizados por los economistas y los políticos en tiempos ordinarios, son tan esenciales o más que las mercancías. De repente estamos comprendiendo que a veces la gente, sobre todo los ancianos, va a comprar el pan principalmente para “consumir” la charla con la gente del barrio, pues al mercado se va sobre todo a “intercambiar palabras”. Estamos comprendiendo que no poder recibir visitas de voluntarios y amigos en la cárcel es cuestión de vida o muerte. Las grandes crisis vuelven del revés las viejas “pirámides de necesidades”. Todas las civilizaciones han sabido siempre estas cosas. La capitalista lo había olvidado. Esperemos que vuelva a aprenderlo a partir del dolor de estos días. Del mismo modo que un “mal común” (virus) nos ha enseñado de improviso qué es el “bien común”, la soledad forzosa nos ha enseñado el valor y el precio de las relaciones humanas, y la distancia mayor de un metro nos ha desvelado la belleza y la nostalgia de las distancias cortas.

Pero, como vemos y veremos cada vez más, la economía está mostrando también otra cara. Es la de las bolsas y las especulaciones, la del miedo a las pérdidas de PIB, que parecen más importantes que las pérdidas de vidas. Hasta ahora, no se han detenido actividades comerciales y productivas que no son esenciales para la vida de la gente: despachos legales, asesorías, algunas fábricas, despachos de analistas financieros, muchos tipos de tiendas… Sabemos que estas actividades reúnen cada día a mucha gente. Hemos parado inmediatamente las escuelas, pero no así las empresas.

Sigo pensando y repitiendo desde hace días que una “cuaresma del capitalismo”, que no tuviera en cuenta el PIB, ni la prima de riesgo, ni la deuda pública, ni el pacto de estabilidad, sería una terapia eficaz para frenar el avance demasiado amenazador y rápido del virus.

Las razones de la economía son muy distintas de las primeras razones del trabajo-vida. Más aún, son enemigas. En el sistema social que hemos levantado, la última palabra parecen tenerla los negocios y no el bien común, y la política no tiene suficiente fuerza para hacer cosas obvias. Todo esto es evidente en Italia y en España, pero también en Europa, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, donde se está subestimando la entidad de la crisis sanitaria, con el fin de reducir o tal vez evitar sus consecuencias para la economía y en particular para las finanzas, que no siempre son aliadas de la economía.

Si estamos atentos, en esta crisis podemos leer también importantes mensajes sobre el capitalismo que hemos construido en estas últimas décadas. Hemos corrido demasiado en pos de las señales del mercado. Hemos pensado que éramos invencibles. No hemos aplicado el principio fundamental de la convivencia humana que la Doctrina Social de la Iglesia llama principio de precaución, que debería llevar a una comunidad a no esperar la llegada del “cisne negro” para prepararse a hacer frente a un caso excepcional pero devastador. Una comunidad sabia y no guiada por el capital invierte en tiempos ordinarios para prepararse para los tiempos excepcionales. Lo hacemos todos los días con los seguros individuales y empresariales. Pero no lo hacemos para la sociedad en su conjunto, que se encuentra totalmente al descubierto en cuestiones decisivas, a pesar de que en años pasados ya habían surgido serias alarmas.

Que el rey (capitalista) está desnudo, como en el cuento, nos lo había dicho una niña hace ya un año. Nosotros no le hicimos caso, y hemos seguido viviendo como si el rey llevara ropa de verdad, encantados por el bienestar y el delirio de omnipotencia. Este virus es un segundo mensaje, que podemos gestionar para seguir viviendo como antes, o podemos interpretar con sabiduría y cambiar, cambiar mucho.

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El valor del trabajo y las relaciones, y el rey desnudo.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/03/2020.

La crisis del nuevo coronavirus está desvelando la naturaleza ambivalente de la economía. Ante las dificultades que experimentamos para ir a trabajar, nos estamos dando cuenta de que nos gusta nuestro trabajo, incluso más que el tiempo libre. 

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La cuaresma del capitalismo

La cuaresma del capitalismo

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Epifanía de Jesús - Quien sabe dar no ocupa espacios, los libera. Es discreto. No se apropia del tiempo de la reciprocidad. Solo se lleva una “inmensa alegría”.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 05/01/2020.

 La fiesta de la Epifanía de Jesús nos dice muchas cosas importantes. Entre ellas, nos habla de la naturaleza del don, del significado de honrar y de la proximidad entre el don y la muerte.

El don es una de las formas más altas de libertad humana. Es por consiguiente una experiencia trágica. La visita de los magos, narrada en el evangelio de Mateo, contiene muchos elementos de la gramática del don. Mateo llama a estos sabios magoi, una expresión con la que probablemente se refería a unos sacerdotes del zoroastrismo. Se trataba de hombres sabios, astrónomos y astrólogos, venidos del este y de un mundo mítico del pasado pero que seguía muy presente en la cultura bíblica y por tanto en el evangelio. No eran pastores, sino expertos en las estrellas y en la ciencia. Es bonita esta presencia de la sabiduría y de la ciencia en el pesebre, una bendición necesaria en estos tiempos de crisis. También es bonito ver varones haciendo regalos: varón era Herodes y varones eran también los magos, ayer como hoy. 

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Eran sabios venidos de oriente, probablemente de Persia, la actual Irán, en la peregrinación más hermosa. No adoraban al mismo Dios que el evangelista. Alguien los llamaría sencillamente idólatras, demasiado cercanos a los magos y a los adivinos egipcios, asirios y babilonios contra los que combatía la Biblia. Sin embargo, Mateo, al comienzo de su evangelio, decidió los ojos en estos forasteros y amigos que venían de lejos trayendo una bendición y regalos para honrar al niño. Creer en otros dioses no es suficiente para ser enemigos de la fe bíblica. Los primeros adversarios de los profetas y del pueblo de Israel fueron los falsos profetas, que creían y adoraban al mismo YHWH, que conocían perfectamente la Ley y la citaban de memoria. La visita de los magos nos dice que Dios es verdadero y único aunque cada uno lo llame con un nombre distinto. No somos dueños del nombre de Dios, que siempre es más grande y plural que nuestros vanos intentos de aprisionarlo dentro de nuestra religión. Y nos recuerda, junto al samaritano, otro gran “viajero” de los evangelios, que el prójimo [próximo] no es el que está más cerca: los magos fueron próximos al niño aun siendo, por muchas razones, lejanos.

Estos hombres se pusieron en camino hacia occidente, siguiendo «una estrella», para «adorar» a un niño, que sabían que era «el rey de los judíos» (Mt 2,2).

He aquí los dos primeros elementos de esta gramática especial del don: un camino y una estrella. El camino implica compromiso y tiempo, ingredientes fundamentales de todo don verdadero. No nos gustan los regalos reciclados, no los aceptamos, precisamente porque les faltan compromiso y tiempo. Hay regalos que no exigen mucho tiempo; en pocas horas se pueden hacer muchos. Sin embargo, el don es distinto. No hay don sin un camino, sin un viaje material o espiritual. Nos levantamos y salimos al encuentro de la persona a la que hemos decidido honrar con nuestra visita y con nuestro regalo. Yendo a su encuentro ya le decimos casi todo lo que queremos decirle a esa persona. Las cosas más importantes las decimos con el cuerpo en movimiento. El objeto que puede acompañar al don es un signo, un sacramento que refuerza y hace explícito lo que decimos con nuestra visita, con nuestro caminar. El primer don de los magos consiste en ponerse en camino. Otras veces los viajes son solo espirituales, como cuando queremos (y debemos) escribir la tarjeta que acompaña a nuestro regalo y viajamos atrás y adelante en el tiempo buscando las palabras que solo nacen si les damos el tiempo de florecer en nuestra alma, viajando interiormente en compañía de la persona a la que vamos a honrar con nuestro don.

El otro elemento es la estrella. En los dones, al menos en los más importantes, el camino no comienza sin la aparición de una “estrella”, sin una voz, una señal, una convocatoria. Nos ponemos en camino porque alguien o algo nos llama interiormente. A veces es un grito. En la vida hemos recibido dones gracias a que alguien ha seguido, por nosotros, una estrella. Por eso sabemos reconocerlos. El primer don (la vida) llega casi siempre así, gracias a dos personas que han visto y seguido cada una la estrella de la otra. Lo que somos hoy depende de muchas cosas, pero sobre todo de los dones-estrella que hemos recibido. El evangelio nos dice que, una vez que los magos llegaron donde estaba el niño, «al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría» (2,10). La alegría es la reciprocidad típica de estos dones, una alegría especial e inmensa que solo conocemos cuando efectuamos algún don-estrella. Parecen dones unilaterales, pero no es así, porque esta “inmensa alegría” es una forma esencial de reciprocidad, incluso mayor que la narrada en el evangelio (apócrifo) árabe de la infancia de Jesús, según el cual «María les regaló algunas telas que usaba para fajar al niño Jesús».

En el relato de Mateo, el primer encuentro de los magos en Jerusalén fue con Herodes. El rey, consternado, quería informarse acerca de este hipotético nuevo rey-niño, llamó a los magos y les dijo: «Averiguad con precisión lo referente al niño. Cuando lo encontréis, informadme a mí, para que yo también vaya a rendirle homenaje» (2,8). Para que yo también vaya a rendirle homenaje. En la tierra sigue conviviendo el homenaje de los magos con el de Herodes, las visitas a los niños para celebrar la vida con las “visitas” para celebrar la muerte. Y la tierra sigue viviendo mientras las visitas de los magos sean más numerosas que las de Herodes.

El anuncio de los magos a Herodes produjo, de forma no intencionada, las primeras muertes del Nuevo Testamento: la masacre de los inocentes. Los magos son recordados por sus regalos, pero también por la matanza de Herodes. Esto inmediatamente nos hace ver una cosa decisiva que atraviesa todos los evangelios, Pablo y el humanismo cristiano: el don hace frontera con la muerte. Esta cercanía se expresa de muchos modos, no todos bonitos. Hay dones que producen muerte porque son venenosos (gift), cuando bajo un envoltorio brillante solo esconden voluntad de control y manifestación de fuerza y de poder. Son los regalos mortíferos de los mafiosos, los reyes y los faraones, que usan los regalos para marcar distancia, para decirnos que ellos son propietarios de sus regalos y de nosotros. Pero en el roce entre muerte y don, en la cercanía entre dóro y thánatos, hay también otras palabras. El don es ambivalente, porque si no lo fuera no sería una de las palabras más bellas y altas que podemos pensar y pronunciar bajo el sol.

Quien conoce el don bueno, el que nace de nuestra irrenunciable vocación a la gratuidad, sabe que el don lame las heridas y la muerte porque se coloca en el centro de la vida, que empieza con el primer don y termina con el último, cuando, al decir “aquí estoy”, el don y la muerte sean una palabra sola. El don nace y actúa en la frontera entre dos o más vidas, y por eso tiene la capacidad de incidir en la vida, de ser eficaz. Es como la palabra: crea, cambia, marca, enseña, hiere. ¿Qué nos hiere más que un don rechazado y pisoteado? La Biblia conoce bien la ambivalencia del don. Por eso habla poco de él y cuando lo hace (Isaías) casi siempre es para ponernos en guardia con respecto a los dones/regalos venenosos sin gratuidad. Pero sobre todo nos habla del don poniéndolo al comienzo del relato de la historia humana. El don de Caín no fue grato a Dios-Elohim, y este don rechazado produjo el primer homicidio-fratricidio del mundo. Herodes es el anti-don, el nuevo Caín, alguien que no sabe “honrar” y tampoco sabe dar. Los magos son como Abel, el hermano manso que sabía hacer regalos, que se puso en camino hacia los campos y cuya sangre riega la tierra de la Buena Noticia y eleva su olor hasta Dios.

Los regalos de los magos fueron «oro, incienso y mirra» (2,11), para expresar la realeza (oro), la divinidad (incienso) y la corporeidad (mirra). La gramática y la sintaxis del don se sigue desvelando. En cada encuentro que nace del don, te digo que tienes la dignidad de un rey, que eres sagrado como un dios y que eres un ser humano, y por tanto tu limitación y tu futura muerte no son una maldición ni una condena, sino una tarea y un destino. Estos son los accidentes que, solo juntos, conforman la sustancia del don, que consiste en honrar.

«Entraron en la casa, vieron al niño con su madre, María, y echándose por tierra le rindieron homenaje» (2,11). En el don de los magos también está María, una sorpresa y una alegría añadidas a su alegría ya inmensa. En María podemos ver a otra amiga bíblica de los magos: la reina de Saba, que viajó desde lejos, con muchos regalos, para conocer y honrar la sabiduría. El don de los magos es otro Magnificat de los evangelios, y la visita de María a Isabel es el episodio que más se le parece. María acogió con confianza a los magos en su casa, les dejó pasar, los reconoció como invitados buenos y aceptó el don.

Para terminar, también los magos, como María con Isabel, después de haber entregado sus regalos, emprendieron el camino de vuelta a casa. Esta es la última nota característica del arte del don, que no termina con la aceptación sino con la vuelta. Quien conoce este arte por haberlo practicado toda la vida, sabe que «volver a casa» es la obra maestra del don, porque significa castidad, una palabra esencial en todo don, hermana gemela de la gratuidad. Quien sabe dar no ocupa espacios, los libera. Es discreto. Sale deprisa, sabe estar sin prisa y vuelve aprisa. No se apropia del tiempo de la reciprocidad. Y se lleva solo una “inmensa alegría”.

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Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 05/01/2020.

 La fiesta de la Epifanía de Jesús nos dice muchas cosas importantes. Entre ellas, nos habla de la naturaleza del don, del significado de honrar y de la proximidad entre el don y la muerte.

El don es una de las formas más altas de libertad humana. Es por consiguiente una experiencia trágica. La visita de los magos, narrada en el evangelio de Mateo, contiene muchos elementos de la gramática del don. Mateo llama a estos sabios magoi, una expresión con la que probablemente se refería a unos sacerdotes del zoroastrismo. Se trataba de hombres sabios, astrónomos y astrólogos, venidos del este y de un mundo mítico del pasado pero que seguía muy presente en la cultura bíblica y por tanto en el evangelio. No eran pastores, sino expertos en las estrellas y en la ciencia. Es bonita esta presencia de la sabiduría y de la ciencia en el pesebre, una bendición necesaria en estos tiempos de crisis. También es bonito ver varones haciendo regalos: varón era Herodes y varones eran también los magos, ayer como hoy. 

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La gramática del don-estrella

La gramática del don-estrella

Epifanía de Jesús - Quien sabe dar no ocupa espacios, los libera. Es discreto. No se apropia del tiempo de la reciprocidad. Solo se lleva una “inmensa alegría”. Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 05/01/2020.  La fiesta de la Epifanía de Jesús nos dice muchas cosas importante...
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El humanismo de los jóvenes y el desafío para el año entrante de conjugar una ecología y una economía integrales

di Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2019.

50 años después del 68 y tras el fin de las ideologías, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de innovación social y política.

El año 2019 será recordado por dos novedades importantes, íntimamente conectadas: el nuevo protagonismo de los jóvenes y adolescentes y la toma de conciencia global acerca de la envergadura e irreversibilidad de la crisis ambiental. Cincuenta años después del 1968, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de verdadera innovación social y política. Han tenido que pasar unas cuantas décadas para que los jóvenes hayan encontrado su lugar en el “nuevo mundo”. Tras el fin de las ideologías, vivieron un eclipse civil y cultural. Se quedaron mudos y aplastados, como en un largo “sábado santo”, entre un mundo que terminaba y otro que tardaba demasiado en llegar. El luto de los padres y abuelos les dejó en la sombra, y se volcaron en las pequeñas cosas – videojuegos o smartphones – por la muerte de las grandes. Todos hemos salidos del siglo XX desorientados y decepcionados, pero los jóvenes más. Sufren más profundamente por el fin de las narraciones colectivas, de las utopías, de los sueños grandes. Los adultos podemos aguantar mucho tiempo sin soñar juntos, pero cuando somos jóvenes la resistencia es menor, porque la utopía es el primer alimento de la juventud. 

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No obstante, el final de la utopía – el no lugar – ha (re)generado un nuevo lugar, el lugar por excelencia, el lugar de todos: la Tierra. Después de un largo descentramiento, la Tierra se ha convertido en la nueva eu-topia – el buen lugar – para escribir de nuevo un gran relato colectivo. A la cabecera de la madre Tierra enferma, muchos han encontrado un nuevo vínculo, una nueva fraternidad e incluso una nueva religio, un nuevo sentido de lo sagrado. Lo sagrado nació en el alba de las civilizaciones, a partir de la experiencia del mysterium tremendum, junto al descubrimiento de la existencia de algo cuyo límite no se podía traspasar ni violar. Para muchos de estos jóvenes y adolescentes, la enfermedad de la Tierra ha sido un nuevo mysterium tremendum y un nuevo límite infranqueable. Por consiguiente, ha sido una nueva hierofanía (manifestación de lo sagrado), la epifanía de una experiencia originaria y fundante, un nuevo mito de los orígenes que les ha unido a la Tierra y entre sí. Hay mucho de religioso y de sagrado en estos movimientos ambientalistas, aunque a ellos (y a todos) les falten las categorías para comprenderlo. Cuando han sentido que les faltaba la “tierra ideológica” bajo sus pies, en lugar de hundirse, han encontrado una tierra nueva, que han sentido y vivido como la tierra prometida por la cual merece la pena seguir caminando en el desierto sin rendirse. Han descubierto la tierra prometida en la Tierra de todos. Todo nuevo comienzo es polivalente y ambiguo. 

Esta mañana, todavía informe, podría generar una nueva época de espiritualidad verdadera, heredera y continuadora de las grandes narrativas religiosas y del humanismo bíblico judeocristiano. Pero también podría conducir a una tierra llena de totems y tabús posmodernos, gestionados por chamanes y arúspices con ánimo de lucro. Ahora no podemos decirlo. Lo que es seguro es que el final de las ideologías no ha completado el proceso de “desencanto del mundo”. El mundo sigue encantado, si sabemos verlo con los ojos de los jóvenes. El sentido religioso de los años venideros dependerá, entre otras cosas, de la lectura que hagan las religiones tradicionales de esta nueva primavera espiritual: si prevalece el miedo o la confianza.

En este sentido, no debe sorprendernos la alianza que se ha creado entre estos jóvenes y un papa Francisco de ochenta y tres años, a quien la mayoría siente como amigo y punto de referencia ético. Mientras en el 68 la Iglesia formaba parte del mundo viejo que se pretendía derribar, hoy la iglesia de Francisco es parte esencial del nuevo mundo que está emergiendo. La Laudato si’ ha anticipado estos movimientos juveniles y ha proporcionado a muchos el marco cultural y espiritual de referencia para la novedad que está aconteciendo. En esta Tierra, desolada por el fin de las ideologías, muchos han pretendido llenar este vacío enorme ofreciendo a los jóvenes inglés, informática y empresa. Ellos nos han dicho que esos objetivos son demasiado pequeños y han inventado el humanismo de los FridaysForFuture

Este no es el único mensaje que nos están dejando los jóvenes del 2019. Es cierto que las señales que emiten son todavía débiles, pero no es menos cierto que las señales débiles son las más importantes. Lo que está aconteciendo en Chile, en Líbano, en Francia o en Italia nos dice, entre otras cosas, que la desigualdad es otra forma de CO2 que deja de ser tolerable cuando supera un determinado “grado”. Aunque se pone menos énfasis en la dimensión económica que en la ecológica de este variado movimiento juvenil, el gran desafío del siglo XXI consistirá en mantenerlas juntas. Aquí es donde se percibe mejor el sentido del evento The Economy of Francesco (La Economía de Francisco, a finales de marzo de 2020), un proceso puesto en marcha para ofrecer a los jóvenes una patria ideal (Asís) de la que partir para encontrar una relación integral con el oikos. Una nueva ecología solo es posible junto a una nueva economía. Si el oikos es uno solo, no resulta concebible ni realizable una ecología integral sin una economía integral.

La sostenibilidad del capitalismo es multidimensional. A la sostenibilidad más estrictamente ecológica hay que añadir inmediatamente la dimensión de la desigualdad y por tanto las distintas formas de pobreza que siguen clamando justicia. No podemos concentrarnos solo en el aspecto más urgente y visible de la insostenibilidad (la del medio ambiente natural) olvidando las otras, de las que en el fondo depende. Por ejemplo, a las organizaciones de la sociedad civil que nacieron en años y decenios pasados para hacer frente a los desafíos de la pobreza y la inclusión social, hoy les resulta más fácil sobrevivir y crecer accediendo a las subvenciones públicas para luchar contra el cambio climático, pero de este modo corren peligro de sufrir un mission shift (un cambio de objetivos), guiado por los incentivos públicos y privados. El clamor de la Tierra no puede ni debe tapar el clamor de los pobres, sino amplificarlo. Las insostenibilidades de nuestro mundo son muchas. Junto al CO2 de la desigualdad hay una creciente insostenibilidad de cierta cultura y praxis en la gestión de las grandes instituciones económicas y financieras. Mientras, por una parte, se anuncia, a menudo sinceramente, una política empresarial más respetuosa con el medio ambiente natural y, a veces, con la inclusión social, paralelamente los trabajadores se ven aplastados por un estilo de gestión que les pide cada vez más tiempo, energía y vida. Gracias, entre otras cosas, a las nuevas tecnologías, ha saltado por los aires los límites entre el tiempo de trabajo y el tiempo de no trabajo. Las empresas piden y a menudo obtienen el monopolio del alma de su gente. No tiene mucho futuro una generación que, por una parte, pide al sistema una nueva sostenibilidad y una reducción de la explotación de la Tierra para permitirle “respirar”, y por otra parte, cuando entra en los lugares de trabajo, se ve sometida a ritmos insostenibles y acelerados que no le dejan respirar.

Renunciar o atenuar la maximización del beneficio no basta para ser sostenible. Aunque la empresa decida maximizar otras variables, además del beneficio, mientras no libere espacio y tiempo para sus trabajadores, nunca será un ámbito de vida a medida de las personas, amigo de la gente y de la Tierra. El primer problema de la “maximización del beneficio” es la categoría de maximización, que sigue siendo un problema, aunque se maximicen otras cosas. Si las empresas no distienden las relaciones internas de trabajo, si no liberan y dan tiempo y vida a los trabajadores, si no se retiran de los territorios del alma que han ocupado durante estos años, es imposible que puedan exteriormente respetar y salvar el planeta. La sostenibilidad relacional, profundamente unida a la sostenibilidad espiritual de las personas (el espíritu solo vive si logra salvar lugares de libertad y de gratuidad “no maximizados”), será uno de los grandes temas del mundo del trabajo para los próximos años. Hay una frase del profeta Joel que el papa Francisco ha citado muchas veces durante este año que termina: «Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños» (3,1). Es una frase espléndida, que solo un profeta podía escribir. Hoy podemos leerla también de este modo: los jóvenes profetizarán si los ancianos sueñan sueños. No solo hemos dejado a nuestros hijos e hijas un planeta depredado, sobrecalentado y contaminado. También les hemos dejado un mundo empobrecido de sueños grandes y colectivos. El primer regalo que podemos hacer a nuestros jóvenes consiste en volver a soñar. Esta es la riqueza que verdaderamente necesitan.

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El humanismo de los jóvenes y el desafío para el año entrante de conjugar una ecología y una economía integrales

di Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2019.

50 años después del 68 y tras el fin de las ideologías, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de innovación social y política.

El año 2019 será recordado por dos novedades importantes, íntimamente conectadas: el nuevo protagonismo de los jóvenes y adolescentes y la toma de conciencia global acerca de la envergadura e irreversibilidad de la crisis ambiental. Cincuenta años después del 1968, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de verdadera innovación social y política. Han tenido que pasar unas cuantas décadas para que los jóvenes hayan encontrado su lugar en el “nuevo mundo”. Tras el fin de las ideologías, vivieron un eclipse civil y cultural. Se quedaron mudos y aplastados, como en un largo “sábado santo”, entre un mundo que terminaba y otro que tardaba demasiado en llegar. El luto de los padres y abuelos les dejó en la sombra, y se volcaron en las pequeñas cosas – videojuegos o smartphones – por la muerte de las grandes. Todos hemos salidos del siglo XX desorientados y decepcionados, pero los jóvenes más. Sufren más profundamente por el fin de las narraciones colectivas, de las utopías, de los sueños grandes. Los adultos podemos aguantar mucho tiempo sin soñar juntos, pero cuando somos jóvenes la resistencia es menor, porque la utopía es el primer alimento de la juventud. 

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El clamor de la Tierra y de los pobres requiere sueños y nueva profecía

El clamor de la Tierra y de los pobres requiere sueños y nueva profecía

El humanismo de los jóvenes y el desafío para el año entrante de conjugar una ecología y una economía integrales di Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2019. 50 años después del 68 y tras el fin de las ideologías, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambi...
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El autor del libro “Il capitalismo e il sacro” da la voz de alarma: la cultura dominante del beneficio y del consumismo ya se ha convertido en una forma de idolatría.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Agorà di Avvenire el 20/11/2019

Adelantamos una parte del primer capítulo del libro Il capitalismo e il sacro de Luigino Bruni, profesor de economía política en la Universidad Lumsa de Roma y uno de los editorialistas más leídos de Avvenire. En él propone un análisis original y provocador sobre los orígenes de la mentalidad actual. Echando mano del pensamiento de autores como Benjamin, Florenskij, Nietzsche, Marx, Agamben y Boltanski, Il capitalismo e il sacro invita a enfrentarse a la pretensión idolátrica de la economía contemporánea, en nombre de una renovada perspectiva basada en el compartir.

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Pocos años después de Marx, en 1905, Max Weber publica sus trabajos sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, una de cuyas ideas clave es la desacralización del mundo occidental. Pasan unos años y llega 1921, uno de los años decisivos para la llamada “teología económica”. Ese año el filósofo alemán Walter Benjamin escribe un breve pero densísimo texto, conocido hoy como El capitalismo como religión. El mismo año, el teólogo y filósofo ruso Pavel Florenskij, en un contexto cultural muy distinto, imparte entre agosto y octubre, un curso en la Academia Teológica de Moscú sobre la dimensión sagrada del capitalismo.

Weber anunciaba un mundo desacralizado. Benjamin y, a su manera, también Florenskij dicen lo contrario: el capitalismo no ha eliminado lo sagrado del mundo porque él mismo se ha convertido en un culto, en una religión. Se trata de dos autores cercanos también en la muerte: Benjamin se suicida en 1940, mientras intenta huir de los nazis en los Pirineos, y Florenskij es fusilado en 1937 en un gulag cerca de Stalingrado.

El trabajo de Benjamin ha permanecido largo tiempo en el olvido, a pesar de que contiene un análisis, que todavía no ha sido superado, acerca de la relación que existe entre la economía capitalista y la religión. Benjamin, debido entre otras cosas a su cultura hebrea, había puesto el tema del mesianismo en el centro de su reflexión filosófica. El capitalismo le parece una (falsa) respuesta a la demanda de salvación que fundó Europa, en el humanismo judeocristiano. Según Benjamin «en el capitalismo hay que reconocer una religión; es decir, el capitalismo sirve esencialmente para colmar las mismas preocupaciones, tormentos e inquietudes a las que en el pasado daban respuesta las llamadas religiones».

Este incipit de Benjamin es claro y potente: el capitalismo no nace solo, como decía Weber, de un espíritu religioso. Para Benjamin, el capitalismo es una religión: «no solo, como sostiene Weber, una construcción determinada en sentido religioso, sino un fenómeno esencialmente religioso».

Por tanto, resume: «En Occidente, el capitalismo – como debe demostrarse no solo en el caso del calvinismo, sino también de las restantes orientaciones cristianas ortodoxas – se ha desarrollado parasitariamente sobre el cristianismo, hasta tal punto que, al final, la historia de este último es sustancialmente la de su parásito, el capitalismo». Y poco después añade: «El cristianismo en la época de la Reforma no ha favorecido el surgimiento del capitalismo, sino que se ha transformado en capitalismo».

Es muy fuerte y muy eficaz la metáfora biológica del parásito: el capitalismo no ha tomado del cristianismo solo el espíritu, sino que ha adquirido su sustancia y ha crecido hasta el punto de absorberlo por entero. El capitalismo es un cristianismo fagocitado y transformado, una metamorfosis del gusano en mariposa – y las mariposas no recuerdan que han sido gusanos.

Además, Benjamin sigue corrigiendo a Weber cuando extiende la metamorfosis del protestantismo a todo el cristianismo, adelantándose algunos años a Amintore Fanfani y sus análisis sobre el espíritu “católico” y medieval del capitalismo, un tema desarrollado también por Giuseppe Toniolo, si bien exponiendo una tesis distinta a la de Fanfani. Esta es la gran y potente tesis de su pequeño opúsculo de 1921, donde además encontramos muchas otras intuiciones de gran valor. En él se contiene una especie de profecía: «En seguida tendremos de él una visión de conjunto».

Benjamin conocía demasiado bien a Marx como para usar la palabra “estructura” en sentido genérico. Para él la religión, el cristianismo en particular, es la estructura del capitalismo, y por tanto la economía capitalista, que debería ser la estructura de la sociedad capitalista, es a su vez una especie de superestructura de una estructura religiosa más radical. Nosotros vemos economía, pero debajo, escondida «por el envoltorio de las cosas», está la religión: ¿qué religión? y ¿cuáles son los rasgos característicos de la mariposa-capitalismo nacida del gusano-cristianismo?

Benjamin escribe: «En el presente podemos reconocer tres rasgos de esta estructura religiosa. En primer lugar, el capitalismo es una religión puramente de culto, probablemente la más extrema de todas. Todo en él tiene significado solamente en relación inmediata con el culto; no conoce ninguna dogmática particular, ninguna teología. Así es como el utilitarismo adquiere su coloración religiosa».

Se trata de tesis fuertes y densas que todavía están sin explorar, hoy aún más fuertes y densas que ayer. En primer lugar, el capitalismo es definido por el filósofo alemán como una «religión puramente de culto», de puro culto, sin teología, sin dogmas. Benjamin era judío, filósofo y alemán. La Alemania de su generación (Taubes, Buber, Bonhoeffer, Bloch y muchos otros) era un lugar extraordinario e inigualable para las reflexiones acerca del alma colectiva de Europa, y el destino y el “ocaso” de Occidente y del capitalismo.

Benjamin sabe que las religiones de puro culto, sin dogmas ni teología, tienen un nombre preciso en la Biblia: idolatrías. Son los cultos contra los que el pueblo hebreo en Canaán, en Babilonia y antes en Egipto, emprendió una batalla campal, la lucha más radical y extensa de toda la Biblia.

¿Qué significa una religión/idolatría de puro culto? El gran filósofo y teólogo ruso Pavel Florenskij escribe también cosas importantes sobre el capitalismo como religión/idolatría de puro culto. En 1921, Florenskij dedica su atención a la relación entre el capitalismo, lo sagrado y el culto. Su texto sigue teniendo un enorme interés por las intuiciones que contiene acerca de la naturaleza sagrada del capitalismo. El teólogo ortodoxo escribe: «La misma teoría de lo sagrado dice que el culto está en el origen tanto de la economía como de la ideología».

El culto, para Florenskij, es «una especie de prius. El culto viene antes de los instrumentos y los conceptos». Y añade: «El punto de partida de la cultura es el culto», jugando con la raíz común de las palabras cultura y culto: «En su favor se sitúa también el análisis filológico». Por eso añade: «Es equivocado pensar que la teoría de lo sagrado se haya perdido para siempre. Esta está unida a la conciencia medieval. En la vida histórica hay periodos de laicización y periodos en los que toda la vida es introducida en el seno del culto».

Así pues, para Benjamin y Florenskij el capitalismo es una religión de solo culto, de sola praxis. En realidad, hoy sabemos que en el siglo que ha transcurrido desde que Benjamin escribió estas cosas, la religión capitalista se ha sofisticado y ha producido algunos dogmas y una teología propia, en buena parte con la ayuda de la teoría económica y la teoría de la dirección de empresas. Debido a la necesidad de tener un culto para poder crear una cultura, el capitalismo se ha convertido en la verdadera cultura (o religión) popular de este siglo.

La fuerza cultural del capitalismo radica precisamente en el hecho de haberse convertido en una experiencia global, holística y omnicomprensiva, que todo lo envuelve. El primer populismo moderno lo ha inventado el capitalismo. El capitalismo, como un nuevo Anteo, encuentra su fuerza en su dimensión de sola praxis cotidiana.

El capitalismo crea y fortalece su cultura alimentándose en el culto diario de miles de millones de personas. Por eso se ha convertido en el culto universal y global, que en las próximas décadas solo puede crecer y fortalecerse – hasta que otros cultos y otras culturas ocupen su puesto: ¡esperemos que no sean las antiguas artes de la guerra! Pero de aquí se deriva también un corolario interesante: para superar la idolatría capitalista hacen falta nuevas praxis, nuevas experiencias.

Escribir teorías no basta, porque toda cultura nace del culto y del pan de cada día. Estamos inmersos en prácticas cotidianas, repetidas, reiteradas, de cultos de compra, venta e inversión. También dentro de las empresas, que en el siglo XX eran generalmente pensadas y vividas según el modelo de la comunidad, está creciendo la misma cultura comercial.

Del modelo comunitario típico del siglo XIX y XX hemos pasado progresivamente a la empresa-mercado, que hoy domina sin oposición la escena. Hasta hace pocas décadas, sobre todo en Europa (aunque no solo aquí), el registro relacional que fundaba empresas y/o cooperativas era el del pacto y no el del contrato. También el “contrato” de trabajo era sobre todo un pacto, donde el do-ut-des era solo uno de los componentes de la relación fundamental para el trabajador y su familia (el trabajo no era una mercancía porque ese contrato era esencialmente un pacto).

Hoy, sin embargo, la cultura que se respira en las empresas, en sus cultos y en sus liturgias, es la misma que se respira en los grandes centros comerciales, en los bancos y cada vez más en las redes sociales. La cultura-religión-idolatría del capitalismo se alimenta de estos cultos y de estas prácticas, más que de las escuelas de negocios y las universidades.

Siempre según Florenskij, «el contenido místico-religioso de los conceptos no se revela en el pensamiento abstracto sino en la experiencia». Así pues, para el pensador ruso, al principio está la praxis del culto y de esta praxis nacen los conceptos abstractos (la cultura): «Todas las concepciones científicas – económicas y similares – se desarrollan a través de la secularización: por una parte se definen los conceptos utilitaristas y por otra los científicos».

Por este mismo motivo, «el mito nace del culto… El mito es el intento teórico de explicar un determinado culto». Efectivamente, la «realidad originaria, en la religión, non son los dogmas y tanto menos los mitos, sino el culto, o sea una realidad concreta. Mito y dogma son abstracciones, teorías».

La analogía histórica más cercana a la cultura capitalista es, según Florenskij, la christianitas medieval: «Solo puede ser convincente para nosotros la idea medieval de la unidad eclesial, de la penetración de lo sagrado en toda la cultura … No hay fenómeno que no tenga un claro aspecto eclesial. Todos los fenómenos, positivos o negativos, están orientados a la eclesialidad».

El cristianismo premoderno en Europa era praxis, nuestro capitalismo es praxis: he aquí su fuerza y su cercanía. Estas palabras de Florenskij son importantes. Debido a esta naturaleza práctico-cultural, por ejemplo, a los filósofos y a los teólogos les cuesta mucho comprender el capitalismo de nuestro tiempo. 

El segundo rasgo del capitalismo, unido al primero (religión de puro culto), es para W. Benjamin «la duración permanente del culto». Hace cien años aún no existían las tiendas abiertas 24 horas, 7 días a la semana, ni el comercio online, pero el filósofo judío ya había intuido proféticamente (la gran filosofía tiene una dimensión profética intrínseca y a menudo no intencional) una dimensión que con el tiempo ha mostrado toda su fuerza: «El capitalismo es la celebración de un culto “sin tregua y sin piedad”. No hay “días de labor”; no hay día que no sea festivo, en el sentido espantoso del despliegue de toda la pompa sagrada, del esfuerzo extremo del venerador».

No hay que leer el conflicto entre el capitalismo y el domingo (posible día de tiendas cerradas) solo en el plano pragmático de los negocios sino en el religioso del choque entre cultos. Este es uno de los motivos por los que tiene sentido, si se entiende bien, reivindicar por parte de los cristianos el domingo como día del Señor y por tanto protegerlo del culto capitalista, aunque la batalla es demasiado desigual. El hebraísmo podrá salvarse de este capitalismo (que en parte es hijo suyo) si sigue siendo fiel al shabbat. 

Luego está el que Benjamin considera tercer rasgo del capitalismo-culto y que más ha llamado la atención de los estudiosos (Giorgio Agamben en particular): «Este culto culpabiliza. El capitalismo es presumiblemente el primer caso de un culto que no permite expiación, pero sí produce culpa». Se trata de una tesis fuerte y siempre sugerente, que abre reflexiones apasionantes y relevantes.

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El autor del libro “Il capitalismo e il sacro” da la voz de alarma: la cultura dominante del beneficio y del consumismo ya se ha convertido en una forma de idolatría.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Agorà di Avvenire el 20/11/2019

Adelantamos una parte del primer capítulo del libro Il capitalismo e il sacro de Luigino Bruni, profesor de economía política en la Universidad Lumsa de Roma y uno de los editorialistas más leídos de Avvenire. En él propone un análisis original y provocador sobre los orígenes de la mentalidad actual. Echando mano del pensamiento de autores como Benjamin, Florenskij, Nietzsche, Marx, Agamben y Boltanski, Il capitalismo e il sacro invita a enfrentarse a la pretensión idolátrica de la economía contemporánea, en nombre de una renovada perspectiva basada en el compartir.

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Detengamos el culto del capitalismo. Cuando el dinero sustituye a Dios

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Opinión - El Nobel de Economía.

Luigino Bruni y Luca Crivelli.

Original italiano publicado en Avvenire el 15/10/2019.

La concesión del Premio Nobel de Economía 2019 a Esther Duflo, Abhijit Banerjee y Michael Kremer es una excelente noticia por muchos motivos. El primero de ellos es que Esther Duflo (1972) es mujer y la persona más joven que ha obtenido el Nobel de Economía. 

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Es esposa de Abhijit Banerjee, que ha sido premiado junto a ella. Duflo nació y creció en París (Francia sigue siendo un país de referencia para la ciencia económica) y hoy enseña junto con su marido en el MIT, mientras que Kremer lo hace en Harvard. Duflo es la más conocida de los tres y ya era anteriormente candidata al Nobel por su extraordinaria y precoz carrera (ganó el “Nobel” de los jóvenes economistas, la Clark Medal). Desde hace años es un punto de referencia para quienes estudian la pobreza y el desarrollo. Es la segunda mujer que recibe el Nobel de Economía, diez años después de Elinor Ostrom, que fue premiada por sus trabajos pioneros sobre los bienes comunes. Estas dos economistas tienen mucho en común.

La pobreza (Duflo) y los bienes comunes (Ostrom) tienen que ver con personas concretas, con relaciones sociales y con la lucha contra distintas formas de pobreza (la destrucción de los bienes comunes, como el medio ambiente, es una forma elevada de pobreza). Ambas han comprendido que en la reducción de la pobreza y en la salvaguarda de los bienes comunes, los bienes cruciales son los bienes relacionales. La economía es un sustantivo femenino. La gestión de la casa (oikos nomos) es distinta cuando la ve un varón o cuando la ve una mujer. A menudo los varones ven cosas (rentas, bienes, inversiones…) mientras que las mujeres ven relaciones, detalles, pequeñas soluciones posibles aquí y ahora que son decisivas para el verdadero bienestar de la gente.

Más allá de las importantes innovaciones técnicas y científicas de los tres economistas premiados (entre las que se encuentra la aplicación al estudio de las políticas de lucha contra la pobreza y la promoción de la enseñanza a los niños en los países en vías de desarrollo del método experimental y del análisis contrafactual típico de los estudios sobre la salud, los llamados Randomized Controlled Trials), el trabajo de Duflo y sus compañeros nos ha enseñado muchas cosas sobre la pobreza que, por desgracia, todavía son en su mayor parte desconocidas por quienes se ocupan de las políticas públicas. En primer lugar, nos han dicho que para que la lucha contra la miseria y la exclusión tenga éxito es necesaria una política de pequeños pasos. Mientras las políticas tradicionales de desarrollo han estado concentradas estos años en la cooperación internacional, en los grandes capitales y en las inversiones en infraestructuras, Duflo y sus compañeros trataban, sobre el terreno y con paciencia, de convencer a las ONG y a los jefes de los poblados de la importancia de invertir dos euros en comprar una mosquitera. Esos dos euros podían salvar de la malaria ya (sobre todo a los niños) mientras los gobiernos no hacían el saneamiento y las empresas farmacéuticas seguían sin ofrecer soluciones económicamente accesibles.

La estrategia de los pequeños pasos es femenina, concreta, y tiene el sentido común de quien gestiona día a día una casa de verdad y no de papel. Además, nos han enseñado que las pobrezas no son cuestión de flujos sino de stocks; se manifiestan mediante una carencia de rentas, pero su verdadera naturaleza es una carencia de bienes capitales – sociales, educativos, sanitarios, familiares... Por consiguiente, curar las pobrezas trabajando sobre las rentas sin cuidar los capitales de las personas y de las comunidades (los capitales casi siempre son empresas colectivas) es ineficaz y muchas veces incluso aumenta la pobreza que intenta reducir. Finalmente, sobre todo Duflo, ha recordado varias veces en estos años que la pobreza es sobre todo una cuestión relativa a los niños (de ahí su atención a la escuela) y a las mujeres. La mayor parte de los pobres son niñas y mujeres.

Hoy no es posible ocuparse de la pobreza sin ocuparse, directa y prioritariamente, de las mujeres y más aún de las madres. Este Nobel, concedido a personas que trabajan para reducir la pobreza concreta de la gente concreta (que se conecta con el concedido en 1998 a otro economista indio: Amartya Sen), es también una esperanza para la profesión del economista. El trabajo del economista va encaminado sobre todo a reducir la pobreza y por tanto el dolor del mundo.

Esto lo sabían muy bien los economistas clásicos, que cuando ponían en el centro de su reflexión el trabajo, la riqueza y el desarrollo, lo hacían porque lo veían como el primer medio para reducir la pobreza y el sufrimiento de la gente. Escribía, por ejemplo, Alfred Marshall en 1890: «Es cierto que un hombre pobre puede alcanzar en la religión, en los afectos familiares y en amistad la felicidad más alta. Pero las condiciones que caracterizan la pobreza extrema tienden a matar esta felicidad». Hay que estudiar las leyes de la riqueza para reducir la pobreza y el sufrimiento.

Una última nota. Este Nobel de Economía concedido a una mujer, a una joven, a los estudios sobre la pobreza es un excelente auspicio para la iniciativa de Asís convocada por el Papa Francisco para marzo de 2020 “The Economy of Francesco”. La relación entre economía y pobreza no es un oxímoron, sino una llamada a recordar la raíz y la vocación de la economía. Asís ayudará a la economía y a los economistas a distinguir entre pobreza y miseria. Mientras que la miseria y la exclusión son palabras malas y siempre negativas, la pobreza es también una palabra del Evangelio y conoce una declinación positiva, que es la bienaventuranza reservada a aquellos que – como Francisco – la eligen para liberar a otros que no la han elegido sino que la padecen.

Como nos recordaba otro gran autor y maestro de pobreza, M. Rahnema, es necesario derrotar a la miseria para poner a las personas en condiciones de poder elegir libremente la pobreza; porque donde hay demasiada miseria no es posible elegir la pobreza. Y porque sin conocer y estimar los valores que algunas formas de pobreza conocen y viven, no es posible derrotar verdaderamente las pobrezas malas.

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El genio femenino lucha contra la pobreza con las relaciones

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Editorial – Nuestros muchachos, el futuro, el voto.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/10/2019.

La historia de la democracia es la historia de la progresiva ampliación de la participación. Al principio, en la Grecia antigua o en el Israel bíblico, la participación en la vida de la comunidad era un privilegio exclusivo de unos pocos varones adultos, libres (no esclavos), no pobres y no trabajadores manuales. Aquella democracia, que sigue siendo extraordinaria desde muchos puntos de vista, era una experiencia elitista reservada a una minoría bien delimitada, era una democracia oligárquica. Con el paso de los siglos, aquella primera élite fue incorporando nuevas categorías de sujetos, pero lo hizo muy lentamente y casi siempre después de alguna forma de conflicto o revolución. En la Europa cristiana, el voto estaba reservado a los aristócratas y a los hombres de buena posición. Se votaba por sexo, por censo y por instrucción. Los analfabetos estaban excluidos en casi todos los lugares. Solo en algunos brevísimos periodos durante las revoluciones (francesa o romana) se realizaron sufragios a los que podían acceder los pobres y las mujeres. Incluso en la segunda mitad del siglo XX, cuando en casi todos los países se reconocía el sufragio universal, en realidad el sufragio nunca ha sido verdaderamente universal. Había y sigue habiendo seres humanos que potencialmente tienen derecho al voto pero no votan; por no hablar de los animales, los ríos, los océanos, los insectos y las plantas que sufren las consecuencias de las decisiones votadas por los humanos. Me refiero, por ejemplo, a los residentes sin ciudadanía y a los menores: niños y adolescentes. 

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Cuando en el siglo XX comenzó a extenderse el derecho al voto a los pobres y después a las mujeres, las élites que detentaban el voto y el poder tenían muchas dudas y muchos temores. Muchos creían que conceder el derecho al voto a los pobres – que eran más numerosos que los ricos – comportaría el final de buena parte de su poder y de sus privilegios seculares. La solución a esta paradoja – si no dejamos votar a los pobres, hacen la revolución, pero si les damos el voto nos quitan el poder democráticamente – vino del nacimiento del estado del bienestar o estado social. Las élites, para mantener su posición, tuvieron que ofrecer – casi siempre de mala gana – parte de su riqueza a los más pobres: reconociendo derechos y creando la escuela pública, formas universales de asistencia y sanidad y sobre todo creando trabajo digno. Estas son las bases del pacto social del siglo XX y de las constituciones que todavía rigen (a duras penas) nuestra democracia.

Las ampliaciones del derecho al voto han sido fruto de fuertes cambios de paradigma socio-económico-político, que siempre han ido acompañados de grandes debates y tensiones entre los que estaban “dentro” y los que estaban “fuera” de la ciudadela de los votantes y del poder. Hoy estamos inmersos en un cambio de paradigma, y los “excluidos” que piden entrar en el club de los votantes son los niños y los adolescentes. Ya se habla del voto a los dieciséis años, que abre la cuestión de la representación política de los menores. Pero el verdadero reto no es tanto adelantar la mayoría de edad sino el derecho al voto de los niños de cualquier edad.

Entre finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, algunos filósofos y economistas, como el belga Philippe Van Parijs y el italiano Luigi Campiglio plantearon la cuestión del voto de los niños. El libro de Campiglio “Las mujeres y los niños primero” es de 2005. Sus propuestas han suscitado debate entre algunos especialistas pero que no han llegado al gran público y el voto de los niños no se ha hecho efectivo.

La urgencia de la cuestión medioambiental y la consiguiente entrada en la escena pública del pensamiento de los adolescentes gracias al movimiento Fridays For Future, que representa el acontecimiento político global más importante del nuevo milenio, están creando hoy las condiciones necesarias para retomar muy en serio la propuesta de extender el derecho al voto a los niños. Claramente se trataría de un voto expresado a través de un adulto que, para Campiglio, debería ser la madre. Yo personalmente comparto su propuesta, aunque hay otras posibles soluciones, como la alternancia de los padres en la representación de los menores.

Es evidente que lo que está aconteciendo en el mundo está mostrando que los adolescentes son sujetos políticos. No olvidemos que cuando Greta comenzó su protesta tenía 15 años y muchos activistas de su movimiento son preadolescentes. Los niños y los adolescentes nos están diciendo cosas nuevas sobre la política, sobre la economía y sobre todo sobre el presente y el futuro del planeta. Y a su vez están dando voz al planeta, a los animales y a las demás especies vivas. Podemos seguir tratándoles de forma paternalista como niños y dejar que todo siga como hasta ahora; o podemos tomarnos muy en serio este kairos de la historia, y ampliar la democracia, incluyéndoles como hicimos con los pobres, los analfabetos y las mujeres. Hoy nos avergonzamos cuando tenemos que decir a nuestros hijos que sus abuelas no podían votar. Mañana nos avergonzaremos cuando tengamos que decir a nuestros bisnietos que en el siglo XXI los niños y los adolescentes no tenían acceso al voto y por tanto a las decisiones que afectaban a su futuro.

Extender de algún modo el voto a los niños significa desplazar el eje de la política hacia el futuro, que es la verdadera y tal vez la única solución para los enormes problemas del planeta creados por unos adultos que nos hemos comportado como “niños”. Ciertamente, también hay muchas razones para evitar esta ampliación, algunas de ellas serias e importantes (como el dictado constitucional…). Si volvemos a leer las razones que muchos aducían contra la participación electoral de los analfabetos y de las mujeres, encontraremos argumentos que en su tiempo parecían convincentes e indiscutibles.  Sin embargo, alguien logró encontrar una razón distinta para ampliar el derecho al voto. Tal vez podamos hoy encontrar una buena razón para que los niños se conviertan en verdaderos ciudadanos.

La Biblia se toma muy en serio a los niños. David, Jeremías y Samuel recibieron su vocación de chicos. Jesús con doce años enseñaba a los doctores en el templo y ellos (quizá) entendían que un chico de doce años tenía cosas importantes y esenciales que decir. Nuestros muchachos nos están diciendo cosas esenciales, las cosas más importantes desde hace décadas. Estaremos a su altura si los incluimos plenamente en esa ciudadanía que se están ganando sobre el terreno.

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Editorial – Nuestros muchachos, el futuro, el voto.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/10/2019.

La historia de la democracia es la historia de la progresiva ampliación de la participación. Al principio, en la Grecia antigua o en el Israel bíblico, la participación en la vida de la comunidad era un privilegio exclusivo de unos pocos varones adultos, libres (no esclavos), no pobres y no trabajadores manuales. Aquella democracia, que sigue siendo extraordinaria desde muchos puntos de vista, era una experiencia elitista reservada a una minoría bien delimitada, era una democracia oligárquica. Con el paso de los siglos, aquella primera élite fue incorporando nuevas categorías de sujetos, pero lo hizo muy lentamente y casi siempre después de alguna forma de conflicto o revolución. En la Europa cristiana, el voto estaba reservado a los aristócratas y a los hombres de buena posición. Se votaba por sexo, por censo y por instrucción. Los analfabetos estaban excluidos en casi todos los lugares. Solo en algunos brevísimos periodos durante las revoluciones (francesa o romana) se realizaron sufragios a los que podían acceder los pobres y las mujeres. Incluso en la segunda mitad del siglo XX, cuando en casi todos los países se reconocía el sufragio universal, en realidad el sufragio nunca ha sido verdaderamente universal. Había y sigue habiendo seres humanos que potencialmente tienen derecho al voto pero no votan; por no hablar de los animales, los ríos, los océanos, los insectos y las plantas que sufren las consecuencias de las decisiones votadas por los humanos. Me refiero, por ejemplo, a los residentes sin ciudadanía y a los menores: niños y adolescentes. 

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Tomémoslos en serio

Tomémoslos en serio

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Editorial – Contra la reducción de la fe a ética y técnica.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/08/2019

La relación entre la salud física y la espiritualidad es compleja y ambivalente. Las religiones siempre se han ocupado de la persona entera. Mientras hablaban de la salvación del alma también se preocupaban por la del cuerpo. Los profetas y, después, Jesucristo anunciaban otro Reino, pero mientras lo hacían cuidaban a los enfermos, curaban a los leprosos, resucitaban a los muertos y daban de comer a los pobres. La piedad popular, sobre todo en los países latinos, es una historia maravillosa de santas y santos amadísimos por el pueblo, entre otras cosas, porque curaban, libraban de la peste, los terremotos y las enfermedades, y protegían a los niños y a los animales domésticos.

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Pedir gracias, curaciones y milagros es una actitud muy arraigada en la experiencia ordinaria de fe de muchas personas, que no puede ni debe clasificarse simplemente como un vestigio premoderno. Pocos actos humanos más verdaderos hay bajo el sol que la plegaria de una madre delante del tabernáculo o a los pies de la estatua de un santo implorando la curación de un hijo. Las religiones contienen la promesa de vencer la muerte – quizá solo “al final”, pero vencerla –. Así debe ser. Cada religión lo promete a su manera, pero la idea misma de religión exige un horizonte de vida más amplio que el ciclo natural de cada individuo. Hoy, además, los estudios muestran una amplia evidencia empírica de una mayor longevidad y un mayor bienestar psicofísico en las personas que profesan una fe y realizan prácticas religiosas.

Pero alrededor de esta evidencia se acumulan densos nubarrones. La religión judeocristiana ha generado una cultura de la vida porque ha aprendido a llamar por su nombre a la enfermedad y la muerte. Nos ha enseñado a vivir porque nos ha enseñado a morir. Yo he tenido el don de acompañar a mis abuelos en su muerte, y ese acompañamiento silencioso me ha enseñado a vivir mejor mi vida. Si tengo el don de acompañar también a mis padres, que son hijos de la misma cultura milenaria, sé que saldré del trance siendo mejor persona y amando más la vida. Sin embargo, mi generación ha olvidado el arte de morir y de envejecer. Y por este olvido inédito y extraordinario se están infiltrando los antiguos cultos de la inmortalidad y la eterna juventud.

Si la religión se reduce a una técnica o a una ética para vivir más y mejor, pierde su dimensión más profunda y más típica – la gratuidad – y regresa a los cultos paganos e idolátricos naturales de los que el humanismo bíblico ha intentado con todas sus fuerzas distinguirse y separarse. La religión puede mejorar la calidad (y tal vez la cantidad) de la vida si es gracia y don libre. En cambio, si se convierte primariamente en un instrumento para alejar la muerte y las enfermedades, puede que funcione, pero no nos hará entrega de su regalo más precioso: el sentido y el sabor de la vida. Cuando se abandona este horizonte de gratuidad, la fe vuelve a ser un asunto mercantil entre los hombres y un dios que se convierte en el primer homo oeconomicus de una religión transformada en cueva de ladrones.

La experiencia religiosa auténtica da profundidad espiritual a los años que vivimos ahora y que viviremos mañana. No nos ofrece garantía alguna de que vayamos a vivir más o con una salud mejor, pero sí que nos permite vivir días en los que podemos agujerear el techo de la casa y rozar el infinito. La fe auténtica alarga y ensancha la vida porque hace más profundos y anchos los días que vivimos, no porque aumente su número. La vida eterna está en la calidad de los días, no en su cantidad.

La fe judeocristiana nos dice que los hombres no son Dios porque son mortales. Pero, dado que la religión nos da acceso a una relación verdadera con el Dios inmortal, el deseo eterno del hombre es robar a Dios su inmortalidad.

Sabemos que en los deseos se esconden también las tentaciones; y cuanto mayores son los deseos, mayores son las tentaciones. La serpiente siempre se cuela por el hueco entre los deseos más verdaderos. Las falsas promesas de eterna juventud nos seducen porque en nosotros hay un deseo verdadero de eternidad: estamos hechos para la eternidad y por eso la buscamos incluso donde no está. En el relato del Edén del libro del Génesis se nombran dos árboles especiales: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Al hombre y a la mujer solo se les prohíbe que coman del segundo árbol, pero después de la transgresión Dios exclama: «Cuidado no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre» (Génesis 3,22). Y los expulsa del Edén. De este modo comienza la historia humana. La mortalidad es la condición humana, como nos narra también el antiquísimo mito sumerio de Gilgamesh: este héroe encuentra en el fondo del abismo la planta de la eterna juventud, y mientras la transporta para llevársela a los viejos de la ciudad, una serpiente se la come y la planta muere pero renueva la piel de la serpiente. El humanismo judeocristiano, al revelarnos un Dios vivo, el Dios de los vivos, nos dice que solo somos eternos en el momento presente, cuando en la oración verdadera vivimos el infinito dentro de la finitud de la vida ordinaria.

En cambio, si una fe, a través de sus representantes-gurús, comienza a prometernos elixires de eterna juventud, es que hemos vuelto a los ríos de Babilonia y a las alturas cananeas a celebrar los cultos a los dioses de la fertilidad y la juventud y pronto el sacrificio de vírgenes y niños. Esto ya está ocurriendo. Una nueva era de cultos paganos está floreciendo a nuestro alrededor. Decenas de miles de seguidores de nuevas sectas y comunidades se reúnen alrededor de curanderos y médicos “alternativos” que, como hace tres mil años, prometen nuevos “árboles de la vida” a aquellos que prueben sus plantas especiales e inmortales. Life 120 es solo una de estas nuevas “religiones” de la salud y la promesa de una vida (casi) eterna, que están destinadas a multiplicarse en un futuro inminente. No está lejos el escenario, temido por el futurólogo Yuval N. Harari (en su best seller Homo deus), de un mundo donde la verdadera y radical desigualdad ya no se jugará en el plano de los bienes materiales y la riqueza, sino en la diferente duración de la vida. Unos pocos supermillonarios tendrán la posibilidad de vivir 150 o 200 años, sustituyendo los órganos vitales varias veces en la vida. Tener una esperanza de vida de dos siglos al nacer puede ser un sucedáneo creíble de la vida eterna. Los ricos ya viven más que nosotros por término medio, y el dinero siempre ha sido una forma eficaz de vencer la muerte o alejarla.

Pero nunca antes la promesa de una vida (casi) eterna se había convertido en una nueva oportunidad para construir nuevas religiones sin dios; nuevas religiones ateas que alimentan y alimentarán negocios inmensos, porque ante la posibilidad de vencer la muerte no se repara en gastos. No olvidemos el antiguo mito de “vender el alma al diablo” por promesas parecidas a esta. Pero la planta de la eterna juventud solo renueva la piel de la serpiente, del dios dinero y de sus “sacerdotes”. Es impresionante la cifra de ventas de estas nuevas “sectas de la salud”, que realizan pingües negocios prometiendo el antiguo elixir a gente que ha perdido toda capacidad de distinguir las promesas de los timos. Pueblos que han perdido el sentido sencillo y verdadero de la fe creen a cualquier feriante de paso que simula y agita símbolos con ánimo de lucro o de votos. Esta es otra señal fuerte de la naturaleza idolátrica de nuestro capitalismo postmoderno, que engorda primero destruyendo la fe tradicional y luego sustituyéndola por una religión con ánimo de lucro. Son nuevas “destrucciones creadoras” que, a diferencia de las teorizadas por Schumpeter para los mercados, no desempeñan ninguna función positiva para la civilización, sino que nos devuelven a la cultura idolátrica arcaica de la que el humanismo bíblico nos había liberado. Es la idolatría y no el ateísmo la nota dominante del siglo XXI. Los ateos se parecen mucho más a los creyentes; los verdaderamente lejanos son los “crédulos”.

Occidente envejece. Vemos decaer nuestro cuerpo y el de los demás. Hemos olvidado llamar por su nombre al ángel de la muerte. De este modo, cada vez es más fuerte la tentación de creer en nuevos falsos profetas que nos prometen su tierra prometida. Hemos querido liberarnos a toda costa del Dios judeocristiano y hoy, en el crepúsculo de los dioses serios, nos encontramos con una tierra poblada de estúpidos fetiches, de los que día tras día nos hacemos perfectos devotos. Solo una nueva época de espiritualidad verdadera y seria nos podrá salvar.

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Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/08/2019

La relación entre la salud física y la espiritualidad es compleja y ambivalente. Las religiones siempre se han ocupado de la persona entera. Mientras hablaban de la salvación del alma también se preocupaban por la del cuerpo. Los profetas y, después, Jesucristo anunciaban otro Reino, pero mientras lo hacían cuidaban a los enfermos, curaban a los leprosos, resucitaban a los muertos y daban de comer a los pobres. La piedad popular, sobre todo en los países latinos, es una historia maravillosa de santas y santos amadísimos por el pueblo, entre otras cosas, porque curaban, libraban de la peste, los terremotos y las enfermedades, y protegían a los niños y a los animales domésticos.

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La piel de la serpiente, no.

La piel de la serpiente, no.

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Editorial – A la raíz del ataque a las redes de solidaridad

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 30/04/2019

Una de las mayores novedades morales que trajo consigo el humanismo cristiano y europeo fue la liberación de los pobres de la culpabilidad por su pobreza. El mundo antiguo nos había dejado en herencia la idea, muy radicada y extendida, de que la pobreza no era sino una maldición divina merecida por alguna culpa cometida por el pobre o por sus antepasados. De este modo, los pobres eran condenados dos veces: una por la vida y otra por la religión (el libro de Job es una de las cimas éticas de la antigüedad precisamente porque es una reacción contra la idea de la pobreza como culpa), y los ricos se sentían tranquilos, justificados y doblemente bendecidos.

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Sin embargo, en Europa no fueron las ciudades ni los estados, con sus instituciones políticas, las que liberaron a los pobres de su maldición. Es más, desde los tiempos del Imperio Romano hasta la Edad Moderna, pasando por la Edad Media, los estatutos y las leyes ciudadanas tuvieron mucho cuidado de señalar a los pobres y mendigos voluntarios y por tanto culpables, para expulsarlos fuera de los muros de la ciudad. No debemos olvidar que la historia política de las ciudades europeas es también (a veces sobre todo) una historia de exclusión de pobres, judíos, migrantes, heréticos y vagabundos, a los que no se les consideraba dignos de la “confianza” necesaria para entrar en el club de los mercados de las nuevas ciudades. Pero, gracias a Dios, las instituciones políticas de las ciudades burguesas y mercantiles no eran las únicas instituciones europeas. Estaban también las instituciones surgidas de la fe religiosa. El cristianismo aportó una gran innovación en el campo de la pobreza.

Era una religión fundada por un hombre no rico, al que seguían muchos apóstoles y discípulos pobres, que osaba llamar “bienaventurados” a los pobres, en un contexto religioso y cultural que descartaba y maldecía a los pobres; y que a lo largo de su vida hizo de todo para mostrar que los enfermos y los pobres no eran culpables de su enfermedad ni de su pobreza (como el ciego de nacimiento, el paralítico, los leprosos…). La Iglesia de los primeros tiempos continuó esta revolución ética y por eso San Ambrosio pudo escribir: «No es cierto que los pobres sean malditos» (La viña de Nabot). Debía decirlo con fuerza, porque era muy consciente de que iba en contra de la mentalidad corriente. Esta gran novedad religiosa y social dio paso, siglos después, a Francisco y a las órdenes mendicantes, que vivieron y mostraron una idea de la pobreza como camino de liberación y felicidad que irrigó todo el segundo milenio y los grandes carismas sociales de la modernidad, que vieron a los pobres no como malditos sino como imagen del Cristo pobre y sufriente.

Esta cancelación del estigma de maldición se encuentra en la raíz de muchos hospitales, escuelas y orfanatos que constituyeron el fundamento del estado europeo del bienestar. Mientras los políticos de ayer discutían, como los de hoy, acerca de las distintas categorías de pobres (voluntarios e involuntarios, merecedores o no merecedores…), aquellos carismas sociales nos decían que el pobre es solo pobre y que su condición objetiva de necesidad es la que lo hace prójimo y por tanto merecedor de ayuda. El samaritano no ayuda al hombre víctima de los bandidos porque fuera portador de ningún mérito, sino porque era una víctima y era un hombre (“Un hombre bajaba…”). La culpa no ha sido nunca una buena clave de lectura para entender y sanar la pobreza, porque cada vez que se empieza a analizar las culpas siempre se encuentra alguna para condenar a un débil.

Fueron los carismas y no las instituciones políticas de las ciudades y de los estados modernos, las que superaron la tremenda distinción entre pobres buenos y pobres malditos, las que cerraron los “hospitales” donde los pobres culpables eran encerrados y sometidos a verdaderos trabajos forzados de reinserción social, bien conocidos en muchas ciudades europeas de los siglos pasados. Sin la mirada distinta sobre la pobreza y sobre los pobres de cientos y miles de sacerdotes, laicos, monjas y frailes, Europa habría sido distinta y ciertamente peor para los pobres y por tanto para todos, porque la condición de los más pobres y su consideración social son los primeros indicadores de la moralidad de una civilización.

Hace algunos años que esta cultura europea distinta de la pobreza ha entrado en una crisis profunda. Hay muchas causas, pero ciertamente uno de los factores decisivos se encuentra en la cultura del business, que se está conviertiendo en la cultura dominante en todos los ámbitos de la vida en común. Una cultura económica de matriz prevalentemente anglosajona, que, en nombre de la meritocracia está volviendo a introducir en todas partes la arcaica tesis de la pobreza como maldición y culpa. ¿Por qué? La lógica económica está en el origen de las religiones antiguas, que nacen en torno a la idea mercantil del intercambio entre los hombres y sus divinidades.

El primer homo oeconomicus fue el homo religiosus, que interpretó la fe como un comercio, como un toma y daca con la divinidad, como un sistema de deudas y créditos a gestionar mediante ofrendas y sacrificios. La Biblia y después el cristianismo lucharon con todas sus fuerzas para liberar a los hombres de la idea económica de Dios. Hoy, con el debilitamiento cultural de la religión judeo-cristiana, por el horizonte secularizado vuelve a asomar la antigua idea del dios económico y por tanto de las culpas, los méritos y deméritos, los sacrificios y los nuevos ídolos. En el “crepúsculo de los dioses” nos hemos despertado encadenados por una religión-idolatría que lleva consigo la idea arcaica del pobre como culpable. Pero su mejor golpe, el más genial, es que ha conseguido presentárnoslo como una innovación moral, como una forma elevada de justicia, sencillamente llamándolo con un nombre evocador: meritocracia. La meritocracia se está convirtiendo en una legitimación ética de la condena moral al pobre, que primero interpreta la falta de (algunos tipos de) talento como culpa, después condena al pobre como carente de méritos y finalmente lo descarta junto con aquellos que cuidan de él.

 

 

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