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Las parteras de Egipto/21 – La vida de Moisés nos repite una gran palabra: gratuidad.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 28/12/2014
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Nadie conoce el lugar de su descanso. Para los hombres de las montañas, su tumba está en el valle; para los hombres del valle, está en la montaña. Está por doquier y en otra parte, siempre en otra parte. Nadie presenció el momento de su muerte. En cierto sentido, sigue viviendo en nosotros, en cada uno de nosotros. Porque mientras haya en algún lugar un hijo de Israel que proclame su Ley y su verdad, Moisés vive a través de él, en él, como vive la zarza ardiente, que consume el corazón de los hombres sin consumir su fe en el hombre y en sus desgarradoras llamadas.
(Elie Wiesel, Personaggi biblici attraverso il Midrash).
Hemos olvidado que para aprender a renacer debemos aprender a morir. La civilización del consumo es, antes que cualquier otra cosa, un gigantesco intento de exorcizar la muerte, la limitación, la vejez. Una enorme y sofisticada industria de perpetuo entretenimiento, que no debe dejarnos tiempo ni espacio para pensar que un día el gran juego del consumo se acabará y el tiovivo dará su última vuelta.
[fulltext] =>Así borramos el último día del horizonte de nuestro capitalismo y rendimos culto a sus ídolos, que se nutren de nuestras mercancías. Los ídolos prometen falsos e ineficaces exorcismos para la muerte y del dolor. El Génesis y el Éxodo son grandes, sublimes y eternos cantos a la vida, a toda la vida, y por eso son también grandes enseñanzas sobre la muerte. Abraham, Isaac, Jacob y José nos enseñaron a vivir y a morir ‘en la plenitud de los días’, en ‘una hermosa ancianidad’. La muerte de Moisés, misteriosa y totalmente distinta, es el culmen de su vida, el sentido último de las palabras que había oído a la ‘voz’, la plena revelación de su vocación y de la de todos los que tratan de responder a una llamada de liberación hacia la tierra prometida.
Con la construcción de la Morada, gracias a las benditas manos y a la mente de los trabajadores, termina el libro del Éxodo, pero no la aventura de Moisés, que continúa en los restantes libros de la Torah: “Moisés subió de las Estepas de Moab al monte Nebo, cumbre del Pisgá, frente a Jericó, y YHWH le mostró la tierra entera: Galaad hasta Dan, todo Neftalí, la tierra de Efraím y de Manasés, toda la tierra de Judá, hasta el mar Occidental, el Négueb, la vega del valle de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Soar. Y YHWH le dijo: «Esta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: «A tu descendencia se la daré». Te dejo verla con tus ojos, pero no pasarás a ella»” (Deuteronomio 34,1-4). Moisés, el libertador de la esclavitud, el que revela al pueblo el nombre de Elohim y su Ley, el único hombre que hablaba con Dios ‘boca a boca’ (Números 12,8), muere fuera de la tierra prometida. YHWH se la enseña desde lejos, pero no podrá alcanzarla: “Tú no pasarás este Jordán” (Dt 3, 27).
Los Patriarcas del Génesis murieron de otra manera, rodeados de esposas, hijos, hijas y nietos, de muchas ‘estrellas’ prometidas el día de la llamada. Murieron en casa y muchos de ellos fueron sepultados en la misma cueva de la Makpelá (Génesis 23), la única porción de tierra prometida que poseyó Abraham. Moisés muere solo, sin nadie que le acompañe en el último viaje, sin el consuelo de los afectos. Muere como había vivido, dentro de ese diálogo solitario y continuo con la voz, que le llamó desde la zarza cuando pastoreaba, solo, el rebaño de su suegro Jetró en el Horeb, y que después volvió a hablarle en el monte, en la tienda del encuentro, en soledad. No sabemos si en ese último viaje al monte Nebo la voz siguió hablándole, si le acompañó o si se retiró como les ha ocurrido a muchos profetas que han muerto en el silencio de la voz. Podemos imaginarlo en compañía de su Dios si retomamos las expresiones del libro del Éxodo que nos sugieren una relación de verdadera intimidad entre Moisés y YHWH: “amigo de Dios” (Éxodo 33,11), “has hallado gracia a mis ojos”, “te conozco por tu nombre” (33,17). Para la tradición midrásica, mientras Moisés exhala el último suspiro, YHWH le besa en la boca, continuando así hasta el final ese diálogo ‘boca a boca’ misterioso y único.
En esta muerte misteriosa y dolorosa se revela con toda su fuerza y plenitud la naturaleza de la vocación de Moisés, pero también la de los fundadores de comunidades y movimientos carismáticos, de grandes obras espirituales. Todos los profetas mueren fuera de la tierra prometida, porque la promesa no es para ellos sino para el ‘pueblo’ liberado. Moisés es el libertador de la esclavitud y el guía a través del desierto, no es el soberano del nuevo reino de Canaán. Los profetas son compañeros en los éxodos, en las travesías del desierto, habitantes de la tienda móvil del arameo errante. Su tarea es sacarnos de la esclavitud, protegernos de los ídolos, hacer que nos reconciliemos y volvamos a empezar después de las traiciones colectivas, llevarnos hasta el umbral de la nueva tierra y mostrárnosla. Sin entrar en ella. Su tierra es la que se encuentra entre los campos de trabajo y Canaán, entre el Nilo y el Jordán. Son los hombres y las mujeres del vado nocturno del río de la liberación, del paso, del umbral. Así, fuera de los libros del Pentateuco, Moisés desaparece casi por completo de la Biblia. No está en las genealogías de Jesús, ni en la liturgia de la Pascua judía. Está casi ausente en los Profetas, en los libros históricos y en los Salmos. Moisés es demasiado grande e Israel siente la necesidad de protegerse de su grandeza. Una necesidad que la Biblia no siente por otros grandes protagonistas de la salvación (desde Abraham hasta David). Pero Moisés es demasiado grande, el más grande de todos; es necesario que muera y casi desaparezca de la memoria después de la liberación. Moisés es el profeta que muere por orden de Dios. Sale de escena por mandato suyo, cuando todavía “no se había apagado su ojo ni se había perdido su vigor” (Dt 34,7). No muere de vejez, sino porque su tarea ha terminado, para dejar sitio a Josué, a quien Moisés había ‘impuesto las manos’ (34,9).
Hay un momento concreto en el que el profeta debe ‘morir’, debe hacerse a un lado, anularse y ser anulado, si no quiere convertirse en un ídolo y ocupar el puesto de la voz (este es el gran peligro de todos los profetas). Este es el último acto, grande y decisivo, que dice definitivamente que las palabras que el profeta ha escuchado y transmitido al pueblo no son palabras de su voz, sino que ha hablado en el lugar de otro (pro-phetés), que sus palabras son grandes porque no son suyas.
Todos los fundadores mueren antes del Jordán, y si lo cruzan se convierten en reyes de la nueva tierra prometida; o la tierra no es la de la promesa o son falsos profetas. La tierra alcanzada es la de la promesa si el profeta no la alcanza. Y no por un extraño castigo de Dios (Moisés siempre fue justo), sino por la naturaleza íntima de la vocación. Aquí Moisés supera a Noé, quien subió al arca que había construido. Moisés construye un arca que no es para él, y por eso es el profeta más grande de todos: “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien YHWH trataba cara a cara” (Dt 34,10).
En esta muerte de Moisés encontramos también un paradigma de la fe bíblica. A Dios no se le ve, no se le puede representar. Es una voz que nos llega a través de la voz de los profetas. Pero el límite entre la voz que escucha el profeta y la voz del profeta, con el paso del tiempo, se va haciendo cada vez menos nítido, se va difuminando, hasta casi desaparecer. Para el pueblo ambas terminan siendo la misma voz. El profeta se distingue del falso profeta en que un día sabe hacerse a un lado, desaparecer y anularse, diciendo de este modo: ‘yo no soy vuestro Elohim’. Si Moisés fue el más grande de todos, entonces la fe bíblica no es una posesión. La fe es saber habitar la ‘divergencia’ entre la promesa y el final del desierto, permanecer en el vado sin dejarse arrastrar por la corriente del río. Esta divergencia es la que permite que la fe no se convierta en idolatría, en adoración de los ídolos, de los demás o de nosotros mismos.
En la muerte de Moisés hay, finalmente, otra maravillosa enseñanza sobre la condición humana. No llegamos a ninguna tierra prometida, porque la vida es camino, peregrinación, éxodo. Hay un momento, casi siempre antes de la última vuelta del tiovivo, en el que nos damos cuenta de que las promesas de la vida no se han realizado. Aunque la vida haya sido estupenda, aunque hayamos visto a Dios ‘cara a cara’, aunque hayamos visto arder la zarza, bajar el maná del cielo o posarse la nube sobre nuestra tienda, sentimos que la promesa era otra, que se encontraba al otro lado del Jordán. Pero la historia y la muerte de Moisés nos dicen que la divergencia entre la tierra prometida y la tierra alcanzada no es un fracaso: es sencillamente la vida, es nuestra buena condición humana. El hecho de no llegar a vadear el río nos dice a todos, como a Israel, que la verdadera promesa no es una tierra firme sino un camino nómada a través de un desierto, detrás de una voz; para descubrir al final que la tierra prometida es precisamente ese desierto que atravesamos, porque ahí es donde se desarrolla nuestra historia de amor (Oseas). Allí hemos visto descender la columna de fuego, allí hemos escuchado la voz y recibido sus palabras, allí hemos liberado esclavos y los hemos protegido de los ídolos, allí hemos visto la tierra prometida a nuestro pueblo, allí hemos hablado con Dios ‘boca a boca’.
La conclusión de la vida de Moisés vuelve a repetirnos, definitivamente, la palabra que nos han acompañado durante toda la meditación del libro del Éxodo: gratuidad. La mayor gratuidad que vive el profeta es el desapego de la tierra prometida, verla sin poder alcanzarla. Porque el precio de la gratuidad del profeta es mantener viva para todos la divergencia entre toda tierra y toda promesa. En esa divergencia es donde se enciende la vida, allí es donde se alimentan los deseos y los grandes sueños (el gran engaño de nuestro tiempo es apagar con mercancías los deseos de los niños). Esta divergencia nos recuerda que toda tierra prometida es para ‘nuestra descendencia’, no para nosotros. El mundo seguirá vivo mientras sigamos liberando a alguien de la esclavitud, y mientras caminemos hacia una tierra prometida para dársela a los hijos y a los nietos, a los jóvenes de hoy y de mañana. La felicidad más importante no es la nuestra, sino la de los hijos de todos.
***
Comenzamos nuestro viaje con las parteras de Egipto, con esas manos de mujer amantes de la vida que salvaron a los niños y a Moisés, que, desobedeciendo al faraón, comenzaron la liberación de la esclavitud. Ahora lo terminamos en el tiempo de Navidad, con otro niño, con otra mujer y con otra exultación por otra vida que nace y salva.
Mi más profundo agradecimiento a los que me han seguido, con constancia y no sin dificultad, durante este ‘año bíblico’ en la búsqueda de palabras más grandes que nos ayuden a volver a empezar. Hemos encontrado algunas y las usaremos durante los próximos domingos para releer nuestra situación económica, moral y civil, que tiene una necesidad cada vez mayor de ser vista y amada por otras palabras. Seguiremos buscando otras (dentro de algunas semanas) en el camino de la Biblia, primero en compañía de Job y, después, de los profetas y sus palabras, que son siempre distintas y más verdaderas que las nuestras.
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Las parteras de Egipto/21 – La vida de Moisés nos repite una gran palabra: gratuidad.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 28/12/2014
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Nadie conoce el lugar de su descanso. Para los hombres de las montañas, su tumba está en el valle; para los hombres del valle, está en la montaña. Está por doquier y en otra parte, siempre en otra parte. Nadie presenció el momento de su muerte. En cierto sentido, sigue viviendo en nosotros, en cada uno de nosotros. Porque mientras haya en algún lugar un hijo de Israel que proclame su Ley y su verdad, Moisés vive a través de él, en él, como vive la zarza ardiente, que consume el corazón de los hombres sin consumir su fe en el hombre y en sus desgarradoras llamadas.
(Elie Wiesel, Personaggi biblici attraverso il Midrash).
Hemos olvidado que para aprender a renacer debemos aprender a morir. La civilización del consumo es, antes que cualquier otra cosa, un gigantesco intento de exorcizar la muerte, la limitación, la vejez. Una enorme y sofisticada industria de perpetuo entretenimiento, que no debe dejarnos tiempo ni espacio para pensar que un día el gran juego del consumo se acabará y el tiovivo dará su última vuelta.
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Las parteras de Egipto/20 El sentido de la comunidad y del perdón. La inteligencia y la oración de las manos.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 21/12/2014
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Es hermoso ver la reacción de un grupo de albañiles cuando un obstáculo detiene su trabajo: cada uno reflexiona por su cuenta, señala distintos medios de acción y, luego, todos aplican unánimemente el método concebido por uno de ellos, que no es siempre el que más autoridad oficial tiene sobre el resto. En momentos así, la imagen del colectivo aparece en toda su pureza.
(Simone Weil, en G. Borrello, El trabajo y la gracia).
Existe una relación profunda entre comunidad y perdón. No hay comunidades sin perdón, y el perdón es el gran generador y regenerador de comunidades. Cum-munus (don recíproco) y per-don. Las relaciones sociales funcionales, burocráticas, anónimas y contractuales no necesitan del perdón, puesto que no son encuentros in-mediatos. En ellas, perdón es una palabra inoportuna y extraña.
[fulltext] =>En este tipo de relaciones bastan la mediación del superior jerárquico, las compensaciones monetarias, los recursos y los litigios judiciales. Por el contrario, en las comunidades hablan y se encuentran sobre todo los cuerpos, por lo que se producen muchas heridas, más o menos intencionadas. Sólo el perdón puede curar de verdad las heridas de las relaciones comunitarias (en las familias y en muchas empresas). Las indemnizaciones monetarias, las órdenes judiciales de pago y los tribunales no son de ninguna ayuda para volver a empezar, no hacen sino decretar la muerte de las comunidades y muchas veces también la del alma de las personas. En las comunidades deberíamos, sencilla y dolorosamente, perdonarnos. El perdón es lo que transforma a un pueblo en una comunidad. Cada vez que, tras una loca guerra fratricida, nos hemos perdonado colectivamente, nos hemos reconciliado llorando juntos sobre las tumbas de todos los muertos y nos hemos alegrado, cantando y bailando, en las fiestas de todos, nos hemos convertido en comunidad. Así hemos hecho también ‘milagros económicos’. Sólo los pueblos–comunidad saben hacer grandes economías; los pueblos sin más viven (cuando viven) gracias a las rentas de los capitales generados ayer por otros pueblos-comunidades. Volveremos a ver nuevos milagros económicos y civiles cuando seamos capaces de volver a ser comunidades, ciertamente de una forma nueva y distinta, pero comunidades: cum-munus y per-don.
“Moisés reunió a toda la comunidad de los israelitas y les dijo: ‘Esto es lo que YHWH ha mandado hacer’” (Éxodo 35,1). Después del becerro de oro, después del perdón de YHWH a petición de Moisés y después de la nueva alianza, he aquí que aparece en el Libro del Éxodo la palabra comunidad. El pueblo (‘am) se convierte en ‘la comunidad (‘eda) de los israelitas’.
Moisés convoca a la comunidad y le transmite las instrucciones para la construcción de la morada de YHWH en medio de su pueblo, recibidas en el Sinaí. Entre ellas encontramos, como engarzadas inesperadamente, algunas palabras maravillosas sobre los artesanos, los artistas y el trabajo humano: “Moisés dijo a los israelitas: ‘Mirad, YHWH ha designado a Besalel, hijo de Urí, hijo de Jur, de la tribu de Judá’” (35,30).
Aquí encontramos la base más profunda del trabajo entendido y vivido como vocación. Para trabajar bien debemos ser ‘llamados por nuestro nombre’, como Besalel. Esta vocación es necesaria para poder realizar santuarios, catedrales, la capilla Baglioni o las sinfonías de Mahler, pero también para construir mesas e instalaciones eléctricas o para limpiar bien un baño. Al lado de Besalel, YHWH pone a otro trabajador, Oholiab, y le bendice también a él (35,34). El trabajo es actividad de ‘dos o más’. Ningún trabajo y ningún acto son exclusivamente individuales, porque siempre hay alguien al lado, antes y más allá de nuestro trabajo. YHWH llama a estos dos arquitectos-artistas-artesanos por su nombre y para ello “les ha llenado de habilidad para toda clase de labores en talla y bordado, en recamado de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino, y en labores de tejidos. Son capaces de ejecutar toda clase de trabajos y de idear proyectos” (35,35).
La bendición de Moisés es una bendición a la mente y a las manos del trabajo, que son dos momentos de la misma inteligencia y de la misma alma, uno al servicio del otro. El trabajo verdadero es uno solo: manos al servicio de la inteligencia e inteligencia al servicio de las manos. El cuerpo se convierte en obra; la mente, el alma y las manos dan forma al mundo, junto a las de los otros. Los artistas son los grandes maestros y testigos de este diálogo interminable y esencial entre la mente, el alma, las manos que se hacen alma, el alma que se hace manos y las manos que se convierten en obras.
La Biblia, cuando alaba y bendice el trabajo de las manos, está innovando con respecto a toda una cultura antigua que consideraba el trabajo manual como una actividad impura y digna sólo de esclavos y siervos. Así pues, el valor de este capítulo del Éxodo es grande, puesto que pone el trabajo de las manos en el centro de la nueva alianza, objeto de una bendición específica de Moisés. Como el tabernáculo, el arca y el santuario.
Moisés da su bendición a ‘toda clase de trabajos’: para ‘idear proyectos’ y para ‘labrar piedras de engaste’ o ‘tallar la madera’. Bendice a los artistas, a los arquitectos y a los artesanos. La bendición del trabajo es una sola. La dignidad es la misma. El trabajo del que idea proyectos y el trabajo del artista y del artesano que dan forma y ‘carne’ a esas ideas, reciben el mismo espíritu dentro de la única bendición del trabajo. Uno solo es el espíritu de la vida, de toda la vida. En el humanismo bíblico no existe un espíritu para el trabajo intelectual (idear) y otro distintos para el trabajo manual (tallar). Se da una fraternidad entre oficios distintos, todos ellos alcanzados por el mismo soplo. Los oficios de los hombres y los de las mujeres: “Todas las mujeres hábiles en el oficio hilaron con sus manos y llevaron la púrpura violeta y escarlata, el carmesí y lino fino que habían hilado. Todas las mujeres hábiles en hilar, hilaron pelo de cabra, movidas por su corazón” (35,25-26).
En una cultura que ya no entiende el cuerpo y por ello tampoco entiende el valor ético y espiritual de la manualidad, debemos recordar que el primer acto de inteligencia es el de las manos. Conocemos el mundo tocándolo, lo habitamos con las manos. Ellas son el primer lenguaje que da nombre a las cosas, plasmándolas y transformándolas, el primer instrumento con el que entramos en contacto con la existencia, con la vida, con los otros. De niños, de adultos, de viejos, de enfermos, siempre. Incluso cuando las manos dejan de moverse (o cuando nunca se han movido), seguimos imaginando la realidad como si las tuviéramos, la conocemos ‘tocando’. Incluso cuando estamos inmóviles en una cama y conseguimos escribir poesías y oraciones simplemente con el movimiento de las pupilas.
Hay todo un arte manual en la base de nuestra economía verdadera. Es más fácil descubrirlo en los trabajos cotidianos y humildes que conforman la gramática de nuestra cooperación civil. Hablamos, nos estimamos, nos servimos y nos encontramos, en primer lugar, trabajando y, después, hablando, estimando, sirviendo y encontrándonos sobre todo con las manos. Las manos de las enfermeras y enfermeros, de los médicos, de las amas de casa, de los camareros, de los arquitectos, de los electricistas, de los fontaneros, de los albañiles, de los hombres y mujeres que limpian nuestras oficinas y nuestras fábricas, las manos de las maestras, de los maestros carpinteros, de los escritores y periodistas (que siguen siendo ‘manos’ aun cuando estén aporreando un teclado o tocando un monitor) son las que nos hacen vivir a nosotros y hacen revivir a nuestra sociedad. Podemos licenciarnos, conseguir diplomas o hacer diez masters, pero mientras esos conocimientos abstractos no se conviertan en conocimiento de nuestras manos, todavía no habremos aprendido un oficio, seguiremos en la sala de espera del trabajo.
El libro del Éxodo y todo el humanismo de la biblia nos dicen que los artesanos, los artistas y los trabajadores, en la economía de la nueva alianza del Sinaí, tienen la tarea de ser constructores de la morada de YHWH en medio del pueblo. La construcción del santuario es la gran obra que encarna la alianza y hace cercana la promesa. Una construcción que es posible porque hay artesanos y artistas, porque existe el trabajo humano. Sin el trabajo de construcción del templo durante seis días, no sería posible la celebración del séptimo. Es necesario leer este pasaje del Éxodo junto con los versículos del Génesis que nos muestran al Adam trabajando y transformando el mundo con su trabajo. El trabajo nos hace co-creadores de la tierra y del templo. Aquí radica la verdadera laicidad del humanismo bíblico: la primera oración de los trabajadores es la construcción de los ‘santuarios’ y no la construcción de los ídolos. Nuestra primera oración es la de las manos. El espíritu llena el mundo gracias al trabajo humano. Bastaría esta verdad para ver de otra forma el trabajo y los trabajadores.
La gran ley del séptimo día nos dice además que el trabajo es sexto, penúltimo día, como penúltimo es también el santuario. Pero también nos recuerda que en los seis días de la historia, la bendición del trabajo está dentro de la alianza, es ya tierra prometida.
Pero no todo el trabajo humano es bendito y está lleno del espíritu de Dios. Hay también trabajo en la construcción de becerros de oro. Los mismos trabajadores, los mismos artesanos que ahora van a construir el santuario, son los que construyeron el becerro de oro en el campamento a las faldas del Sinaí. Con las mismas manos y con los mismos talentos. Pero ese trabajo obtuvo la maldición más grande. Los artistas, artesanos y trabajadores pueden edificar catedrales como pueden construir becerros de oro e ídolos. Las manos, la inteligencia y el trabajo de los artesanos pueden usarse (así ha sido y sigue siendo) también para construir minas anti-persona, no-lugares para los juegos de azar o deshumanizadas salas de bingo. Hoy hay manos e inteligencias al servicio de los becerros de oro y de los ídolos, y otras manos y mentes que siguen construyendo ‘catedrales’. Esta es la única diferencia en cuanto a la dignidad del trabajo que la Biblia nos pone delante, y que nuestra sociedad de consumo ha dejado de ver. La calidad y la dignidad moral de las sociedades se debería medir (si volviéramos al Éxodo) a partir de la reducción de los trabajos al servicio de los ídolos y de la creación, en su lugar, de trabajos que construyan el bien, que aún siguen siendo la inmensa mayoría.
El mundo del trabajo tiene hambre y sed de bendiciones. Bendición, es decir, decir-bien, decir ‘palabras buenas’. Bendecir el trabajo es decirnos, los unos a los otros, palabras buenas sobre el trabajo y sobre los trabajadores. El trabajo forma parte de la condición humana y por ello está siempre en el centro de nuestras palabras, palabras de ben-dición o de mal-dición (las palabras importantes no son nunca neutrales). El trabajo sufre porque lo hemos rodeado de palabras malas, de falta de estima y de desprecio. Volvamos a bendecir el trabajo: esta es la premisa de toda buena reforma del trabajo y de todo humanismo auténtico.
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Las parteras de Egipto/20 El sentido de la comunidad y del perdón. La inteligencia y la oración de las manos.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 21/12/2014
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Es hermoso ver la reacción de un grupo de albañiles cuando un obstáculo detiene su trabajo: cada uno reflexiona por su cuenta, señala distintos medios de acción y, luego, todos aplican unánimemente el método concebido por uno de ellos, que no es siempre el que más autoridad oficial tiene sobre el resto. En momentos así, la imagen del colectivo aparece en toda su pureza.
(Simone Weil, en G. Borrello, El trabajo y la gracia).
Existe una relación profunda entre comunidad y perdón. No hay comunidades sin perdón, y el perdón es el gran generador y regenerador de comunidades. Cum-munus (don recíproco) y per-don. Las relaciones sociales funcionales, burocráticas, anónimas y contractuales no necesitan del perdón, puesto que no son encuentros in-mediatos. En ellas, perdón es una palabra inoportuna y extraña.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 14/12/2014
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“Entre un mandamiento y otro, en las tablas fueron grabados todos los preceptos de la Torah, hasta sus mínimos detalles. Aunque eran de granito, las tablas se podían enrollar como una hoja. Cuando el Eterno las tomó para entregárselas a Moisés, cubrió con las manos su tercio superior, mientras él cubría el tercio inferior; del tercio que quedó libre salieron los destellos divinos que irradiaron el rostro de Moisés” (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos).
El perdón no hace retroceder el tiempo ni puede borrar los hechos o las palabras. Pero tiene la fuerza de hacernos renacer, de resucitarnos a una vida nueva, de recoger y acoger el cuerpo herido para hacer de él un cuerpo nuevo y distinto, convirtiendo los estigmas en un rostro radiante de luz.
[fulltext] =>La tierra vive gracias a que cada mañana hay personas que perdonan y, aceptando el perdón, son capaces de estipular nuevas alianzas tras las grandes traiciones; capaces de escribir nuevas promesas en nuevas tablas, tras la rotura de las primeras por nuestra maldad. La capacidad de perdonar y de volver a empezar de verdad es una de las cosas que hace inmenso al ser humano, ‘poco inferior a los Elohim’ (Salmo 8). Si hay un momento en que las mujeres y los hombres son verdaderamente dignos de su imagen divina es cuando perdonan. El perdón es el acto espiritual más cercano al acto creador divino, porque re-crea nuestras relaciones a partir de la nada en la que las hemos confinado y genera nuevas alianzas.
“Dijo YHWH a Moisés: ‘Labra dos tablas de piedra como las primeras, sube donde mí, al monte, y yo escribiré en las tablas las palabras que había en las primeras tablas que rompiste’” Éxodo 34,1). Las primeras tablas, las que YHWH había preparado y esculpido, ya no existen. Están rotas. El delito colectivo del becerro de oro las ha destruido para siempre. Estas nuevas tablas deberán ser ‘talladas’ por Moisés, con sus manos y con su trabajo.
El verbo ‘tallar’ (psl) tiene la misma raíz que el sustantivo ‘imagen’ (pesel). Así pues, hay un vínculo fuerte entre las tablas talladas y la prohibición absoluta de hacer imágenes de YHWH. La palabra es la única imagen posible de ese Dios distinto, una palabra que ahora se convierte también en palabra escrita, en escritura.
Para entender qué es la Escritura y qué lugar ocupa en el humanismo bíblico, debemos adquirir conciencia de que, cuando leemos la Biblia, repetimos la experiencia de la voz que se convierte en escritura. Volvemos al campamento y, turbados y heridos por la traición del becerro de oro, vemos, asombrados y emocionados, a Moisés descender radiante llevando en sus manos la palabra oída en el monte y escrita sobre dos tablas de piedra.
Ante la buena imagen de la palabra escrita y guardada, todos los poetas, escritores, compositores y periodistas deberían exultar de alegría y reconocimiento. El Éxodo, con el don de la voz invisible, plantea una clara oposición entre el becerro de oro (imagen equivocada) y la palabra escrita, enseñándonos que, para curar la tendencia idolátrica que existe en cada uno de nosotros, hay que escuchar la palabra dicha pero también leer la palabra escrita. Nos dice que toda lectura de la palabra escrita es escucha y diálogo, ejercicio primero del oído y después de la vista. Podemos salvarnos de los fetiches poniéndonos a la escucha, pero también podemos salvarnos de muchos tótems que ocupan nuestro tiempo volviendo tal vez a leer y a escribir las palabras.
Este capítulo del Éxodo nos regala también una intuición acerca de la razón por la cual los hombres y las mujeres se encuentran de algún modo con la verdadera salvación cuando ‘escuchan’ grandes novelas o cuando se ‘encuentran’ con la poesía. Cuando la palabra de la voz decidió convertirse en palabra escrita, elevó el estatuto ético y espiritual de toda palabra escrita. De forma análoga, la palabra (verbo) hecha hombre ha elevado el valor de todos y cada uno de los hombres. Y ha aumentado la responsabilidad de las palabras que decimos y escribimos, la responsabilidad de todas las palabras.
Al mismo tiempo, el Éxodo nos dice que ésta y todas las palabras escritas son segundas palabras, porque la primera palabra escrita, esculpida directamente por YHWH, fue rota por la rebelión del pueblo. La primera palabra escrita ya no existe, y nuestras palabras escritas después del becerro dorado en el campamento de la historia llevan impresa una profunda nostalgia de una primera palabra perdida para siempre. Aquí radica, tal vez, el dolor de parto que genera la verdadera escritura y la poesía que perdura. El Éxodo nos recuerda que también las segundas palabras son verdaderas y dictadas por YHWH, pero nosotros debemos hacer el trabajo de tallar las tablas de la palabra primero dictada y después escrita.
Los que escriben o componen versos saben que toda palabra verdadera que viene a su pensamiento es antes palabra dictada. El descubrimiento de que las palabras se reciben es la primera experiencia de todo escritor y poeta, un descubrimiento que le deja siempre boquiabierto. No es extraño que el trabajo de ‘tallar las tablas’ nos haga percibir el fuego y los olores de la teofanía del Sinaí.
Moisés prepara las nuevas tablas (“labró dos tablas de piedra como las primeras”; 34,4), sube de nuevo al Sinaí y le pide a YHWH perdón para el pueblo: “Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, oh Señor, dígnese mi Señor venir en medio de nosotros, aunque sea un pueblo de dura cerviz; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado” (34,9). Moisés usa la gracia que ha conquistado con su fidelidad para obtener el perdón del pueblo. Este es el primer ‘oficio’ de todo verdadero responsable de una comunidad. Y llegan el perdón, la nueva alianza y el don de las tablas: “Dijo YHWH a Moisés: ‘Consigna por escrito estas palabras, pues a tenor de ellas hago alianza contigo y con Israel’” (34,27).
Moisés baja del monte con las tablas ‘en sus manos’, pero “no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con él” (34,29). Es misterioso y maravilloso este esplendor del rostro del profeta. Moisés no es consciente de que su rostro brilla con una luz nueva y distinta. El esplendor del propio rostro, todo esplendor, es experiencia relacional. Son los otros quienes, al vernos, nos lo revelan: “Aarón y todos los israelitas miraron a Moisés, y al ver que la piel de su rostro irradiaba, temían acercarse a él” (34,30).
Moisés no ve el rostro de YHWH, sólo escucha una voz. Sin embargo, su rostro humano lleva la huella de ese encuentro y de ese diálogo. La experiencia espiritual y mística es siempre experiencia encarnada. El rostro y la mirada luminosa son el primer signo (sacramento) de que no nos hemos encontrado con un ídolo. Los ídolos, además de someternos, nos hacen más feos, y los demás lo ven. El diálogo con la voz nos embellece y los otros deben ver esta belleza distinta. El rostro de Dios no podemos verlo, pero podemos ver su luz en nuestros rostros.
El profeta también necesita a la comunidad para descubrir que su rostro es luminoso. La fe de todos es siempre una experiencia relacional. Moisés no ve la cara de la voz que le transforma el rostro, la ve con los ojos del pueblo. Es el cruce de miradas el que nos hace ver a Dios. La vida en soledad, que atraviesa todo el Éxodo, es típica del profeta, pero éste necesita de los demás para ver las señales de su vocación, que sólo florece plenamente gracias a la mirada confiada de sus compañeros de viaje. La imposibilidad de ver el esplendor del propio rostro es un sufrimiento típico de quien recibe una verdadera vocación profética, que así se hace humilde y siempre mendigo de reciprocidad. “Cuando Moisés acabó de hablar con ellos, se puso un velo sobre el rostro. Siempre que Moisés se presentaba delante de YHWH para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía” (34,33-34). Este misterioso velo que Moisés se pone al terminar de narrar al pueblo la palabra escuchada nos sugiere una dimensión importante de la vocación profética. Después del Sinaí hay ‘dos tipos de palabras’ de Moisés: las que pronuncia sin velo, cuando transmite al pueblo la voz escuchada en la ‘tienda del encuentro’, y las que Moisés dice con el velo, cuando, concluido su encuentro profético, vive su vida corriente y habla palabras distintas.
Saber distinguir las palabras distintas de los profetas y ver su velo es una operación fundamental para todas las comunidades religiosas, sobre todo para los movimientos y las comunidades carismáticas nacidas de un fundador (todo carisma es profecía). Una grave patología, tal vez la más grave, de las comunidades nacidas alrededor de un ‘profeta’, comienza cuando el profeta o sus compañeros y compañeras empiezan a pensar que las palabras de la ‘tienda del encuentro’ son de la misma naturaleza que las pronunciadas en la ‘tienda de casa’. Los profetas entonces se convierten en falsos profetas (o revelan su verdadera naturaleza). El profeta habla de forma distinta porque primero escucha una voz que no es suya, es guardián de bienes que no son suyos. El profeta sirve a una palabra que no es la suya. Una primera e inequívoca señal que indica la naturaleza de falso profeta es la no existencia de ningún ‘velo’, la falta de distinción entre sus palabras y las de la voz, la convicción de que toda palabra que sale de su boca es palabra de la voz. Y el profeta se transforma en un ídolo. Todo profeta verdadero sabe que la salvación más difícil, pero crucial, que debe dar a su pueblo es la suya propia. Su voz no debe ocupar el lugar de la voz de YHWH. Esta es la gran tentación de todo profeta, el peligro fatal de toda profecía.
No todas las palabras de los profetas son palabras de YHWH. La Biblia no es una ‘transcripción’ de todas las palabras pronunciadas por los profetas, sino sólo de aquellas escuchadas y dichas en el monte o bajo la tienda del encuentro: “Los israelitas veían entonces que el rostro de Moisés irradiaba y Moisés cubría de nuevo su rostro hasta que entraba a hablar con YHWH” (34,35).
La tierra está llena de personas que, incluso de buena fe, se construyen itinerarios y prácticas ‘espirituales’ a su medida, que conducen a un diálogo con un ‘tú’ que no tiene nada de YHWH ni de Elohim. Los profetas, con su rostro radiante y con su ‘velo’, nos garantizan que al final de la búsqueda de nuestra vida no nos encontremos con un fetiche, que la voz que escuchamos no sea un simple eco de la nuestra. Y así nos siguen salvando.
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Las parteras de Egipto/19 - El verdadero profeta siempre está al servicio de una palabra que no es la suya.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 14/12/2014
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“Entre un mandamiento y otro, en las tablas fueron grabados todos los preceptos de la Torah, hasta sus mínimos detalles. Aunque eran de granito, las tablas se podían enrollar como una hoja. Cuando el Eterno las tomó para entregárselas a Moisés, cubrió con las manos su tercio superior, mientras él cubría el tercio inferior; del tercio que quedó libre salieron los destellos divinos que irradiaron el rostro de Moisés” (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos).
El perdón no hace retroceder el tiempo ni puede borrar los hechos o las palabras. Pero tiene la fuerza de hacernos renacer, de resucitarnos a una vida nueva, de recoger y acoger el cuerpo herido para hacer de él un cuerpo nuevo y distinto, convirtiendo los estigmas en un rostro radiante de luz.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/12/2014
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La ‘gloria’ es una presencia demasiado violenta para los sentidos del hombre. Yod (YWHW) pasa por el rostro de Moisés con la brisa tal vez tolerable de otra emanación suya: la bondad. Aunque inmensa, ésta no es más que una caricia para el hombre (Erri de Luca, “Y dijo”).
La verdadera esperanza que nos permite volver a empezar, después de las grandes crisis, la encontramos echando mano de las palabras más auténticas que dijimos en los mejores momentos de nuestra vida, de los gestos más grandes y generosos que realizamos y de las promesas de las madres y los padres que nos engendraron.
[fulltext] =>Pero sin la presencia de los profetas este ’retorno’ no se produce, o se produce a un precio demasiado alto. En la cima del monte Sinaí, Moisés logra obtener incluso la ‘conversión’ de YHWH, recordándole sus palabras más grandes y la antigua y nunca negada promesa hecha a los padres: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo” (Éxodo 32,13). Si hoy todavía seguimos trabajando y viviendo en medio de un cierto bienestar, en gran medida se lo debemos a las promesas y a los pactos que nuestros padres y nuestras madres se hicieron unos a otros. Promesas y pactos de los que surgieron la república, las cooperativas, las empresas, las instituciones y las catedrales. Y, antes aún, sus promesas nupciales, que nos permitieron crecer cuidados y amados durante los primeros años de nuestra vida, que son los verdaderamente decisivos. Unos cuidados y un amor que nos han hecho también buenos trabajadores y buenos ciudadanos. Promesas mantenidas muchas veces a un precio muy alto, porque el ‘para siempre’ fiel se pronunciaba dentro de una cultura donde la felicidad de los hijos era más importante que la propia. Esta verdad, que ha fundado y alimentado nuestra civilización durante siglos, corre peligro de ser barrida por tres simples y pequeñas décadas de hedonismo individualista.
“Tomó Moisés la tienda y la plantó a cierta distancia fuera del campamento; la llamó Tienda del Encuentro … Cuando salía Moisés hacia la Tienda todo el pueblo se levantaba y se quedaba de pie a la puerta de su tienda, siguiendo con la vista a Moisés hasta que entraba en la Tienda. Y una vez entrado Moisés en la tienda, bajaba la columna de nube y se detenía a la puerta de la Tienda, mientras YHWH hablaba con Moisés” (33,7-9). El primer templo de YHWH en esta tierra es una tienda movible. Moisés recibe instrucciones muy detalladas para la construcción del arca y el gran templo, pero la primera casa de Dios es una humilde y sencilla tienda. Y si la primera casa de YHWH es una tienda, la última tampoco será un gran templo dorado y poderoso, sino algo pequeño y humilde como esa primera tienda. Las grandes catedrales y los grandes templos dorados son cosas secundarias y penúltimas, porque la primera y la última palabra sobre el ‘encuentro’ entre los hombres y Dios son las pronunciadas bajo una pequeña tienda portátil a cierta distancia del campamento. El Éxodo nos dice que la condición humana es nómada y peregrina, pero también que la casa de Dios es nómada y peregrina en esta tierra.
Sin embargo, dentro de esa pequeña, portátil y humilde tienda se produce el encuentro más impensable para los humanos: “YHWH hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (33,11). Esta idea de un Dios amigo nos llega como un inédito absoluto. La filosofía griega (Aristóteles) no admitía la amistad (philia) entre un hombre y Dios, precisamente para enfatizar y salvaguardar la asimetría de esta relación. En cambio, el Dios bíblico puede ser llamado ‘amigo’ por un hombre, Moisés, y por ello quedará para siempre expuesto al peligro del abuso más grande: la idolatría. Por este motivo, a la vez que nos anuncia este diálogo ‘cara a cara’, el Éxodo debe negar que Moisés pueda ver el rostro de Dios, ni siquiera en la intimidad y en el secreto de la tienda del encuentro. El único ‘rostro’ que Moisés verá en toda su vida será una voz (no olvidemos que también en el cristianismo, donde el Dios bíblico sí asume un rostro humano, para reconocerlo y no confundirlo con el jardinero del sepulcro, será necesario oír y reconocer una voz: “María”, (Jn 20,16).
¿Cómo y dónde nos situamos ante las palabras que estamos leyendo? Podemos acercarnos a estos textos con una mirada desencantada y moderna, despojándolos de la columna de nube, del diálogo entre Moisés y su Dios, y de todos los detalles que le acompañan. Pero también podemos leer hoy estos versículos poniéndonos a la puerta de una de las tiendas del campamento y, junto a las mujeres y a los hombres del pueblo, seguir con los ojos el camino de Moisés hacia el encuentro. Ver de verdad cómo la columna de nube se posa en la tienda, esperar en pie o postrados en tierra a que Moisés salga radiante del encuentro, creer con el pueblo que bajo esa tienda tiene lugar en verdadero encuentro de reciprocidad entre lo finito y lo infinito, y que se trata de un diálogo de amor (“has hallado gracia a mis ojos, y yo te conozco por tu nombre”, 33,17). Después, correr al encuentro de Moisés para que nos diga las palabras de la Voz y escucharlas como palabras de vida pronunciadas hoy para nosotros, para mí. Si no ponemos nuestros ojos al lado de los ojos de aquellos antiguos hombres y mujeres, no veremos ni a Moisés ni a su Dios, ni entendemos la tragedia del becerro de oro y seguiremos llamándolo YHWH.
En el culmen de este diálogo admirable, Moisés llega a pedir lo imposible: “Déjame ver, por favor, tu gloria”. Moisés sabe (desde luego el escritor del Éxodo lo sabe) que los vivos no pueden ver a su Dios distinto. Mientras estamos en la historia, estamos tan dentro de Dios que no conseguimos verle la cara. Somos como un niño en el seno de su madre, que puede ‘oír’ algunos sonidos de su voz, puede sentirla a su alrededor, pero para verle la cara tiene que nacer.
Pero Moisés impulsa su ‘amistad’ con Dios hasta el límite de lo posible y parece obtener también aquí una respuesta de reciprocidad: “YHWH respondió: ‘Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad’” (33,19). Moisés le pide ver su ‘gloria’ y YHWH sólo le concede ver pasar su ‘bondad’. Sólo durante un instante y de espaldas: “Tú te colocarás sobre la peña … te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver.” (33,21-23).
Un pasaje maravilloso, que dice muchas cosas, todas preciosas, que no nos decimos lo suficiente unos a otros. La presencia de Dios en el mundo está en su bondad, en los bienes que nos da, en la ‘leche y miel’ de su tierra que es la nuestra, en toda su creación-don. Así pues, el verdadero y único ejercicio de aquellos que buscan el ‘rostro’ y la presencia de Dios en el mundo es saber reconocerlo en sus bienes pero sin transformar esos bienes en dioses. Las idolatrías siempre están ante nosotros, porque en los bienes del mundo (personas, cosas) hay de verdad algo divino. La meditación encarnada de la Biblia es una gran ayuda para aquellos que no quieran cometer este error fatal. La idolatría es fácil, porque nos gustan más las grandes pirámides que las pequeñas y frágiles tiendas movibles, y nos gustan los dioses que podemos usar y poseer. En cambio, ese Dios distinto se nos muestra pasando veloz, poniéndonos una mano en los ojos, cruzando nuestra tienda a la carrera. Todas las ‘tiendas del encuentro’ dispersas por la tierra nos hablan de una presencia verdadera de Dios y no de un ídolo, cuando saben guardar en el dolor-deseo de la espera una ausencia sin querer llenarla con la presencia fácil de los ídolos. El acceso al buen misterio de la vida es un vacío de rostros en una abundancia de palabras.
Pero hay una última perla escondida en la tierra de este gran capítulo del Éxodo. Moisés, el profeta más grande, el amigo de Dios, el que puede hablarle ‘boca a boca’ (Números 12,8), cuando recibe el don extraordinario de verlo un instante sólo ve sus espaldas y no su cara. Entonces es posible que Dios pase entre nosotros y no nos demos cuenta sólo porque lo vemos por detrás. Y también es posible que la noche de nuestra cultura y muchas noches de nuestra alma sean tan solo una oscuridad creada por una mano buena. Pero cuando se levante la mano, si no creemos en la palabra de los profetas no veremos más que la parte de atrás de algo que huye. Los profetas y los carismas son el don que nos dice que la oscuridad que aparece ante nuestros ojos puede ser amor, que tras esas espaldas huidizas está el rostro de la vida.
En la tierra hay, sobre todo en nuestro tiempo empobrecido de miradas profundas, muchísimas personas que buscan honradamente el bien, la belleza y la verdad pero no creen en Dios porque al ver sólo sus espaldas no logran reconocer su rostro. Esta es la base de una verdadera y auténtica solidaridad y amistad entre los que buscan lo bueno, lo bello y lo verdadero esperando y creyendo, gracias a la fe, que esas espaldas son la parte de atrás del rostro de YHWH, y los que siguen esa misma realidad sin reconocerlo. Todos seguimos a la misma ‘persona’, sin ver más que las mismas espaldas, que antes o después, si el seguimiento es genuino, se convierten en amor por las espaldas del hombre humillado, doblado y herido por la vida y por los que no buscan lo bueno, bello y verdadero. No es imposible, sino muy probable.
Pero la posibilidad de seguir caminando unos al lado de otros radica en el encuentro entre dos actitudes éticas y espirituales. Los que sólo ven las espaldas no deben negar que en el otro lado pueda haber un rostro, y los que creen-esperan que esas espaldas escondan un rostro deben admitir la posibilidad de que alguien pueda ser justo y verdadero aunque no sienta la necesidad de ir más allá de esas ‘espaldas’, porque le basta caminar hacia una promesa.
Este seguimiento común, mutuamente respetuoso y abierto al misterio, es el que hermana a todos los justos en el campamento móvil de la vida.
La serie de comentarios al Libro del Éxodo, ecritos por Luigino Bruni y publicados en Avvenire seencuentran en el menú Las parteras de Egipto
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Las parteras de Egipto/18 – Las promesas y los pactos forman la esperanza, el seguimiento los realiza.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/12/2014
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La ‘gloria’ es una presencia demasiado violenta para los sentidos del hombre. Yod (YWHW) pasa por el rostro de Moisés con la brisa tal vez tolerable de otra emanación suya: la bondad. Aunque inmensa, ésta no es más que una caricia para el hombre (Erri de Luca, “Y dijo”).
La verdadera esperanza que nos permite volver a empezar, después de las grandes crisis, la encontramos echando mano de las palabras más auténticas que dijimos en los mejores momentos de nuestra vida, de los gestos más grandes y generosos que realizamos y de las promesas de las madres y los padres que nos engendraron.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 30//11/2014
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Del hebraísmo comparto el viaje, pero no la llegada. Mi lugar no está en la tierra prometida, sino al margen del campamento … Si pudiera elegir dónde y cómo nacer, me ratificaría en lo mismo: en el Sinaí, como extranjero” (Erri de Luca, "Y dijo").
Sin profetas, sin carismas y sin artistas siempre estaremos condenados a adorar a algún becerro de oro. Sin ellos las religiones se reducen a idolatría, las comunidades religiosas a consumismo espiritual, y las obras de arte a pura mercancía. Estos testigos de ‘gratuidad por vocación’ nos recuerdan con su sola existencia que la naturaleza de la vida es el don, porque nos obligan a elevar la mirada por encima de ellos para encontrar la fuente de los dones que en ellos viven.
[fulltext] =>El profeta sabe hablar en nombre de Otro y nos dice que quien nos libera del faraón de Egipto no es él mismo o ella misma. El artista sabe que no es dueño de la parte mejor de sí mismo, que el don que guarda no es de su propiedad (y cuando se apropia de él mueren tanto el don como el artista). Cuando faltan los profetas, los carismas y los artistas el mundo se llena necesariamente de ídolos. Los líderes, los empresarios, los políticos y los sacerdotes son convertidos en ‘dioses’ por sus seguidores, empleados, electores y fieles. A falta de un cielo más alto, el techo de sus casas se convierte en el horizonte último de la existencia de todos. Para evitar reducir a YHWH a un becerro no bastan los sacerdotes (Aarón) ni la sabiduría de los padres (los ancianos). Sin profetas, también ellos terminan construyendo con el pueblo un dios de oro al que adorar y en cuyo honor danzar y hacer fiesta.
Mientras el pueblo está inmerso en los festejos en honor de su nuevo YHWH, reducido por fin a un dios sencillo e intranscendente, Moisés sigue en el monte dialogando con su Dios distinto: “¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado” (Éxodo 32,7). YHWH le anuncia su decisión de castigar al pueblo: “Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore”. Y renueva su promesa sólo a Moisés: “De ti, en cambio, haré un gran pueblo” (32,10). Dentro de esta gran crisis de la historia de Israel comienza uno de los pasajes más bellos de la Biblia, que nos hace entender mejor cuál es la verdadera vocación profética, y nos abre otro claro donde ver el ‘rostro’ del Dios bíblico.
Pero Moisés ‘no le deja’ a YHWH, no acepta su decisión. Salvarse a sí mismo no le basta, quiere ser solidario con el pueblo traidor: “Moisés trató de aplacar a YHWH, su Dios, diciendo: ‘¿Por qué, oh YHWH, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte? … Abandona el ardor de tu cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel’” (32,11-13). La palabra de un hombre, Moisés, recordándole sus actos y su promesa, hace que YHWH se arrepienta. Y ocurre lo impensable, algo imposible para el dios de la filosofía pero no para el Dios de la Biblia: “YHWH renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo” (32,14).
Al profeta no le interesa su salvación individual, porque el sentido mismo de su existencia es la salvación de un pueblo. Moisés no había salido hacia Egipto desde la zarza ardiente del Horeb para buscar su felicidad personal. Los profetas son así, sólo se salvan salvando a otros, a ellos no les interesa su propia realización. Y no les interesa por vocación y por naturaleza, no por altruismo ni por filantropía. El sentido de su vida es otro. La búsqueda de la felicidad individual, puesta en el centro del humanismo moderno, no es lo que mueve a los profetas. Ellos están para desempeñar una tarea.
Esta característica de la vocación profética también se da en los carismas y, en cierto sentido, también en los artistas. El que recibe el don de un carisma (civil, espiritual, político…) siente que este carisma es un talento con el que negociar a la espera del ‘regreso’ del dueño de los dones, que sólo preguntará si el talento se ha multiplicado. No preguntará si ha sido más o menos feliz durante su vida, sino si ese talento ha dado fruto. El don no es para su propio ‘consumo’ sino para multiplicarlo y ‘producir’ otros dones para los demás. También el artista vive algo parecido. Recibe una vocación que es toda gratuidad, un don que alberga dentro de sí y al que debe cuidar y servir.
El profeta sin su pueblo no se salva, el carismático sin su comunidad y sin los pobres se pierde, al igual que el artista sin su arte y sin sus obras. La gratuidad no podría convertirse en experiencia social, política y económica si no hubiera profetas, carismas y artistas que desvelaran su naturaleza. Pero el momento crucial de su vida es la prueba del ‘becerro de oro’, cuando el sentido último y único de la propia vocación se pervierte. El mundo no muere y sigue adelante porque los profetas, los carismas y los artistas consiguen ser solidarios con el pueblo aunque éste se corrompa, aunque las comunidades se pierdan y el talento se apague y enmudezca.
El Éxodo nos dice que la presencia y la acción de los profetas puede lograr que se arrepienta el mismo Dios, que se aplaquen y extingan los efectos de nuestras palabras y nuestros gestos perversos. Pero también nos dice otra cosa: que ni siquiera los profetas pueden evitar que nuestras palabras y nuestros gestos sean realidades vivas y tengan consecuencias. El día en que el pueblo decidió, a los pies del Sinaí, negar y romper la alianza reduciendo a YHWH a una obra de metal fundido, aparecieron en la escena del mundo el becerro, las danzas y las fiestas desviadas. Nadie puede negar su existencia, nadie puede borrar las consecuencias de los actos realizados y de las palabras pronunciadas en los días del toro dorado. Tampoco YHWH. Porque, si consiguiéramos negarlas, empequeñeceríamos demasiado nuestra dignidad y nuestra libertad y negaríamos nuestra vocación. La imagen impresa por Elohim en el Adam se expresa también en su capacidad para traicionar y traicionarse, sufriendo después las consecuencias. También en su deber ético de responder por los gestos que realiza y por las palabras que dice; de ser responsable.
La palabra es eficaz (este es un gran principio de la Biblia) incluso cuando esa palabra es equivocada, idolátrica o desleal. Entre todas las palabras, las que pronunciamos juntos tienen un estatuto especial y fuerte. Las alianzas y los pactos son, por naturaleza, actos sociales eficaces, acontecimientos que cambian nuestra vida para siempre. El matrimonio o la fundación de una comunidad dejan huella en nuestras carnes individuales y colectivas, inciden en ellas y las transforman. Los pactos pueden deshacerse y las alianzas romperse, pero las señales que dejan duran para siempre. Si las palabras y los gestos de los pactos nos cambian, independientemente de nuestra fidelidad, también la traición y la ruptura de esos pactos produce efectos en nosotros y a nuestro alrededor. Tienen vida propia.
Los grandes perdones pueden curar incluso las heridas relacionales más profundas, pero los efectos de la traición siguen vivos, porque la historia es verdad y no engaño. El precio que hay que pagar para que un encuentro de dos ‘síes’ pronunciados cree una nueva realidad, para que unas palabras dichas sobre el pan y el vino los transformen en alimento y bebida de vida eterna, es la verdad de los efectos de nuestros ‘noes’. Un precio justo y bueno, porque la única alternativa posible al mundo de las palabras eficaces y de nuestra responsabilidad es el reino del becerro de oro y de todos los ídolos, un mundo donde todos los ‘síes’ y todos los ‘noes’ se los lleva el viento, porque todas las palabras son falsas. Una gran tentación de nuestro tiempo idolátrico es vaciar de verdad las palabras. Ya no tenemos virtudes que nos hagan capaces de asumir todas las consecuencias de las palabras que decimos, y en lugar de convertirnos y tratar de hacernos responsables, preferimos reducir las palabras a charlatanería, a un soplo de aire que podamos negar, retirar o borrar, porque han perdido todo contacto con la realidad y nosotros con ellas.
Únicamente dentro de esta cultura de la palabra y de las palabras eficaces se puede entender la escena que tiene lugar a los pies del monte, cuando Moisés baja del Sinaí y ve el espectáculo que se está desarrollando alrededor del becerro: “Cuando Moisés llegó cerca del campamento y vio el becerro y las danzas, ardió en ira, arrojó de su mano las tablas y las hizo añicos al pie del monte. Luego tomó al becerro que habían hecho, lo quemó y lo molió hasta reducirlo a polvo, que esparció en el agua, y se lo dio a beber a los israelitas” (32,19-20). Y así “cumplieron los hijos de Leví la orden de Moisés; y cayeron aquel día unos tres mil hombres del pueblo” (32,26).
Moisés había obtenido el arrepentimiento de YHWH, pero para esperar una ‘nueva alianza’ debe corregir y eliminar los efectos producidos por la traición del pueblo. El perdón y el arrepentimiento de YHWH no son suficientes para poder empezar de nuevo. Moisés debe hacer otros gestos y decir otras palabras, porque si no lo hace estaría negando la diferencia entre el becerro de metal y su Dios, que no es un ídolo, entre otras cosas, porque se toma en serio nuestras palabras y nuestros gestos, llenándolos así de realidad y de verdad. Los ídolos no nos castigan, no se arrepienten, pero tampoco hacen alianza con nosotros, porque no son más que fantoches.
La inevitable eficacia de las consecuencias de nuestros actos nos dice que nuestra historia y la de los demás no es un engaño, y que el mundo es verdadero. Los profetas, que saben aplacar a Dios, curan las alianzas que nosotros rompemos y nos dan la posibilidad de volver a empezar, incluso después de construir becerros de oro. La belleza y el amor de la vida y del mundo están también aquí.
Los comentarios de la serie "Las parteras de Egipto", escritos por Luigino Bruni y publicados en Avvenire se encuentran en el menú Las parteras de Egipto
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 30//11/2014
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Del hebraísmo comparto el viaje, pero no la llegada. Mi lugar no está en la tierra prometida, sino al margen del campamento … Si pudiera elegir dónde y cómo nacer, me ratificaría en lo mismo: en el Sinaí, como extranjero” (Erri de Luca, "Y dijo").
Sin profetas, sin carismas y sin artistas siempre estaremos condenados a adorar a algún becerro de oro. Sin ellos las religiones se reducen a idolatría, las comunidades religiosas a consumismo espiritual, y las obras de arte a pura mercancía. Estos testigos de ‘gratuidad por vocación’ nos recuerdan con su sola existencia que la naturaleza de la vida es el don, porque nos obligan a elevar la mirada por encima de ellos para encontrar la fuente de los dones que en ellos viven.
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Las parteras de Egipto/16 - La superficialidad de los ídolos triunfa cuando los profetas están ausentes.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/11/2014
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El rey Jeroboam hizo dos becerros de oro y dijo al pueblo: «Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo salir de la tierra de Egipto». Colocó uno en Betel y otro en Dan. Este proceder condujo al pecado, pues el pueblo iba hasta Dan para postrarse ante uno de los becerros.
Primer libro de los Reyes, 12
Los hombres necesitan la fe bíblica, pero a YWHW también le sirve para no ser transformado en un ídolo, para no volver a ser un Elohim más sin nombre.
[fulltext] =>En el Sinaí tuvo lugar una revolución antropológica, cultural y social de enormes proporciones. Allí la humanidad alcanzó un nuevo estadio en su proceso de humanización, gracias a una experiencia religiosa radicalmente distinta de la de otros pueblos de dioses sencillos o ídolos mudos de madera. Pero en las faldas de ese mismo monte, el pueblo que salió de Egipto camino de la tierra prometida vivió también su mayor crisis, una crisis que contiene una extraordinaria enseñanza sobre la enfermedad más grave que amenaza a toda experiencia religiosa o ideal: su reducción a idolatría. La transformación de YHWH en un toro dorado es un mensaje fuerte, dirigido a todas las personas, comunidades e instituciones surgidas de algún “carisma”, alcanzadas o habitadas por una voz que les ha llamado a una tarea y les ha anunciado una promesa distinta y más grande. En estas experiencias y en estas personas siempre hay una fuerte atracción por redimensionar y normalizar la llamada y la promesa y por reducir el misterio a vulgar evidencia. Una atracción-tentación que está presente toda la vida, pero que se hace especialmente tenaz en su última fase.
El Dios que se reveló a Moisés no se podía ver ni tocar, no aplacaba los sentidos. Ni siquiera Moisés lo veía (sólo lo verá un instante, y de espaldas), tan sólo escuchaba sus palabras. YHWH era, y sigue siendo, una voz. Todos los demás pueblos tenían dioses con imágenes claras, naturales, inmediatas. Todos menos el pueblo de Israel, que recibió el don de la Alianza de un Dios completamente distinto y completamente nuevo. Para “verlo” y para “oírlo” hacía falta una doble fe: en Moisés y en la voz que le hablaba. La lucha religiosa más difícil de Israel no fue la que libró para no abandonar a YWHW y darse a los dioses (Baal o Astarte). YHWH estaba en las raíces del pueblo, conservaba su identidad; incluso después de traicionarle, el pueblo conseguía volver a su único Dios. Su gran tentación fue otra: perder la novedad de su fe, reducir ese Dios distinto y nuevo a un dios más fácil, más comprensible, más gestionable con en el sentido común y más sencillo de contar a los demás y a uno mismo.
Tal vez sea este el mensaje principal del episodio del “becerro de oro”, uno de los relatos más extraordinarios y centrales de toda la Biblia. Ese becerro construido por Aarón y por el pueblo en las faldas del Sinaí no es otro dios, ni tampoco un ídolo; el nombre del becerro fabricado es YHWH: “Entonces exclamaron: «Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto». Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: «Mañana habrá fiesta en honor de YHWH»” (32,4-5).
Después de recibir los dones del decálogo, el código de la Alianza y el séptimo día, Moisés descendió del monte para recibir el “sí” solemne del pueblo a la alianza: "Cumpliremos todas las palabras que ha dicho YHWH” (24, 3). Y "levantándose de mañana" (24,4), volvió a subir al monte llamado por la misma voz, como hizo Abraham cuando subió al monte Moria con Isaac, o como cuando se levantó "de mañana” para preparar a Ismael antes de abandonarlo, con su madre Agar, en el desierto de Sur: "Moisés entró dentro de la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches" (24,18). Moisés se quedó mucho tiempo en el Sinaí, recibiendo de YHWH instrucciones muy detalladas acerca de la construcción del arca, el templo, el altar, el candelabro y las vestimentas de los sacerdotes (cap. 25-31), indicaciones que acabaron con el don de las tablas de piedra (31,18). El becerro es construido durante la ausencia de Moisés, que “tardaba en regresar”.
Nosotros, lectores de la Biblia, sabemos que Moisés permanecerá en el monte durante cuarenta días y después bajará. Pero el pueblo no sabía cuándo volvería ni si volvería. Si queremos repetir de verdad la experiencia del pueblo, si queremos sentir la atracción, equivocada pero fuerte, de un dios sencillo y visible para después retomar, heridos, el camino a casa, también esta vez debemos leer estas páginas como si fuera la primera vez. No debemos saber si el Dios de Israel se quedará para siempre encerrado en el becerro de oro, ni cuándo volverá Moisés, ni tan siquiera si volverá.
Así, mientras en la cima del monte se desarrollaba el diálogo sobre la construcción del arca y el santuario, abajo el pueblo hizo exactamente lo contrario de lo que había prometido solemnemente a Moisés-YHWH pocos días antes ("Cumpliremos todas las palabras que ha dicho YHWH"). Ante la ausencia de su profeta y ante la incertidumbre de su regreso, el pueblo que había visto las señales y la nube sobre el monte, junto con Aarón y los setenta ancianos que incluso habían “visto” a Dios, decidieron dar una imagen a su Dios: "Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba en bajar del monte, se reunió en torno a Aarón y le dijeron: “Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, ya que no sabemos qué ha sido de Moisés, el hombre que nos sacó de la tierra de Egipto”. … Todo el pueblo se quitó los pendientes de oro que llevaban en las orejas y los entregó a Aarón. Los tomó el de sus manos, hizo un molde y fundió un becerro" (32,1-4).
El libertador, el Dios de la voz, el Dios distinto, es transformado en un estúpido becerro construido con el oro con el que debían construir el Arca (25,3). Si grave es la adoración del becerro-ídolo, más grave todavía es la adoración del becerro-YHWH.
Al pueblo de Israel siempre le ha costado mucho salvar su religión-fe distinta. Su Dios es el Dios de la vida, pero no puede ser representado con los símbolos de la vida y la fertilidad (toros, mujeres). Es el Dios de la voz, pero sólo Moisés le puede escuchar. Es el Dios que revela su nombre, pero es un nombre impronunciable. Es demasiado distinto, demasiado nuevo.
El principal afán y el mayor esfuerzo de aquellos (ya sean personas o comunidades) que han recibido una vocación (artística, civil, científica, religiosa…) no es vencer la tentación de imitar la vocación de los demás (esta, aunque existe, no es la más peligrosa cuando la vocación es verdadera), sino la de reducir o eliminar el alcance concreto de la llamada-carisma recibida. Porque durante las crisis (y durante la ausencia de los profetas) siempre es fuerte la seducción por simplificar y normalizar la propia tarea y la propia vocación. La posibilidad de perder la fe en el don recibido, la confianza en ese don que tiene nombre y voz. La fe, esta fe, es también una experiencia totalmente antropológica: es seguir creyendo en la parte mejor de uno mismo, de nosotros, sin rebajarla a gusto del “consumidor” y del “cliente”, manteniéndola toda ella dentro del horizonte de nuestras limitaciones. Por eso, entre otras cosas, ninguna cultura sin fe logra florecer.
Aquellos que han recibido una vocación saben y sienten que esa vocación-carisma está inscrita en su propio ser. No se sale de este tipo de vocación “identitaria”. La verdadera tentación, la más solapada, consiste en reducir la vocación a otra cosa, en mantener su “nombre” y cambiar su contenido. Uno puede salir de una alianza, de una llamada, de un carisma, marchándose, pero hay una salida sin retorno, que es cuando uno se queda en algo a lo que sigue llamando con el antiguo nombre de la juventud pero es otra cosa. En estas salidas-sin-salida nunca se vuelve “a casa”. Mientras YHWH siga siendo YHWH y el becerro un ídolo, la conversión siempre es posible, incluso tras largos períodos de lejanía. Pero cuando YWHW queda reducido a un becerro, la posibilidad de la conversión se pierde para siempre, no hay conversión ni re-conversión. Podemos mantener la esperanza de volver a casa mientras no perdamos la capacidad de distinguir las bellotas de los cerdos de la comida de la mesa paterna. Desde el camino al que nos lleva la seducción de nuestros ídolos siempre se puede volver atrás, a casa, porque el camino de regreso está vivo en las carnes de nuestra nostalgia de verdad. Pero desde la vocación-carisma reducida a nuestra imagen y semejanza no hay camino de regreso, porque ya no hay ningún lugar verdadero al que regresar. Podremos volver a amar la verdad mientras la distingamos de la mentira, nuestra y de los demás. Para conservar una vocación, hay que esforzarse en no llamar con el nombre de la primera voz a las cómodas e inocuas manufacturas que hemos fabricado mientras tanto, incluso aunque esas obras con el tiempo se conviertan en los únicos compañeros para no morir de soledad.
Los becerros de oro llegan casi siempre durante la ausencia de los profetas. Este es otro mensaje fuerte de este gran capítulo del Éxodo. La idea justa y verdadera de Dios y de nosotros mismos está vinculada al rostro radiante de los profetas que alumbran nuestros días y nuestras almas. Mientras ellos y ellas están en medio de nosotros, conseguimos entrever, sin llegar a ver, el verdadero rostro de Elohim y nuestro, a percibir algún sonido de su voz buena y verdadera fuera y dentro de nosotros, a reconocer las señales de vida y fecundidad en todos lados. En cambio, cuando faltan, llegan los becerros de oro a llenar un vacío que se hace demasiado grande. Tal vez hoy tendríamos menos ídolos y menos servidumbres si los “profetas” hubieran estado más presentes en la política, en la economía y en los lugares ordinarios de la vida.La Biblia nos ha salvado de la inevitabilidad de la idolatría guardando para nosotros una idea de Dios no reducida a la medida de nuestras obras. Pero sin el rostro y la presencia de los profetas, acabamos transformando la fe en idolatría, las vocaciones en simples oficios y perdemos el camino a casa.
Volved, profetas, bajad del monte. No os quedéis en los templos y en los santuarios. Bajad a nuestras plazas y a nuestras escuelas. Llegad hasta nuestras empresas heridas. Volved a hablarnos de vuestro Elohim distinto, a liberarnos de nuestros cultos demasiado superficiales para ser buenos, verdaderos y liberadores..
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Las parteras de Egipto/16 - La superficialidad de los ídolos triunfa cuando los profetas están ausentes.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/11/2014
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Las parteras de Egipto/15 - La tierra y el tiempo son un regalo. No dejemos que nos lo roben.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/11/2014
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En una pequeña iglesia baptista de Montgomery, Alabama, escuché el sermón más extraordinario de toda mi vida. El tema era el libro del Éxodo y la lucha política de los negros del Sur. Desde el púlpito, el predicador imitó con gestos la salida de Egipto y expuso las semejanzas con el presente; se dobló bajo el látigo, retó al Faraón, dudó tembloroso ante el mar, y aceptó la alianza y la ley al pie de la montaña.
M. Walzer, “Éxodo y revolución”
Los humanismos que han mostrado una mayor capacidad de futuro son los que han mantenido una relación no predatoria con el tiempo y con la tierra. El tiempo y la tierra no los producimos nosotros. Únicamente podemos recibirlos, guardarlos, cuidarlos y administrarlos como don y como promesa. Y cuando no lo hacemos así, porque usamos el tiempo y la tierra con ánimo de lucro, el horizonte futuro de todos se nubla y se empequeñece.
[fulltext] =>El humanismo bíblico tradujo esta dimensión de radical gratuidad del tiempo y de la tierra en la gran ley del sábado y del jubileo, en la cultura del barbecho: “Seis años sembrarás tu tierra y recogerás su producto; al séptimo la dejarás descansar y en barbecho, para que coman los pobres de tu pueblo, y lo que quede lo comerán los animales del campo. … Seis días harás tus trabajos, y el séptimo descansarás, para que reposen tu buey y tu asno, y tengan un respiro el hijo de tu sierva y el forastero” (23,10-12).
Nosotros no somos los dueños del mundo. Lo habitamos, nos ama, nos alimenta y nos hace vivir, pero somos huéspedes, peregrinos, habitantes y poseedores de una tierra que es a la vez totalmente nuestra y totalmente extraña, donde nos sentimos en casa y caminantes. La tierra siempre es tierra prometida, meta no alcanzada que se presenta delante de nosotros. También la tierra sobre la que hemos construido nuestra casa, nuestro barrio y el campo que nos da trigo.
En la raíz de la cultura bíblica del barbecho no hay sólo una inteligente y sostenible técnica de cultivo de la tierra. En el Éxodo, el barbecho aparece unido al sábado y al jubileo. Por eso, es expresión de una ley más profunda y general, que tiene que ver con la naturaleza, el tiempo, los animales y las relaciones sociales. Es profecía radical de fraternidad humana y cósmica. Puedes usar la tierra seis días, pero no el séptimo. Puedes y debes trabajar, pero no siempre, porque cuando trabajabas siempre eras esclavo en Egipto. El animal doméstico trabaja seis días para ti, pero el séptimo no es para ti. El forastero no es forastero todos los días, el séptimo es uno más, es de casa. Hay una parte de tu tierra y de tus cosas que no es tuya, y debes dejársela al animal salvaje, al extranjero o al pobre. Todo lo que tienes no es sólo para ti. También pertenece al otro, que nunca es tan ‘otro’ como para salir del horizonte del ‘nosotros’. Los verdaderos bienes son bienes comunes.
Pero si las cosas y las relaciones humanas llevan impreso un estigma de gratuidad, entonces toda propiedad es imperfecta, todo dominio es secundario, ningún extranjero es solo y verdadero extranjero, ningún pobre es pobre para siempre. El cristianismo, proféticamente, puso en crisis la ‘letra’ de la ley del sábado, pero no para hacer que el séptimo día fuera como los otros seis. En el ‘reino de los cielos’, donde a los pobres se les llama felices y a los siervos amigos, los primeros seis días están llamados a convertirse a la profecía de gratuidad y de fraternidad universal que encierra el último.
La ley del séptimo día nos dice que los animales, la tierra y la naturaleza no tienen valor sólo en relación a nosotros, los seres humanos. Tienen valor por sí mismos. Hay que respetar la tierra y el lago, y dejarlos descansar libres de nuestro imperio y de nuestro instinto comprador, no sólo para que sus frutos sean mejores y más sanos para nosotros. Hay que respetarlos por su valor intrínseco y por su dignidad, que deberíamos reconocer y no ultrajar, incluso cuando una tierra no se cultiva o un lago no contiene peces para pescar. Porque los campos, los lagos y los bosques son creación; son un regalo, como los seres humanos, los animales y el mundo. La fraternidad de la tierra es la ley que inspira el barbecho, el sábado y el jubileo.
La diversidad radical del séptimo día nos recuerda, además, que las leyes de los seis días restantes, las de las asimetrías y las desigualdades, no son ni las únicas ni las más verdaderas, porque el séptimo día es el juicio sobre la justicia y la humanidad de los otros seis. El grado de humanidad y de auténtica civilización de toda sociedad se mide por la desviación entre el sexto y el séptimo día. El último día se convierte en la perspectiva desde la que ver y juzgar la calidad ética, espiritual y humana de los otros seis. Cuando el séptimo día no es distinto, el trabajo se convierte en esclavitud para quien trabaja, en servidumbre y falta descanso para la tierra y para los animales; el forastero nunca se convierte en hermano, y el pobre no deja de ser excluido sin posibilidad de redimirse. Los imperios siempre han intentado eliminar la idea misma del séptimo día y la utopía concreta que en él se contiene, pensando que así eliminarían el juicio sobre las injusticias perpetradas por ellos en el sexto. Es bonito pensar que mientras los sacerdotes hebreos escribían el libro del Éxodo, o al menos algunos de sus pasajes, se encontraban esclavos en Babilonia, sin sábado. Por eso amaban el sábado y lo anhelaban como una gran esperanza, como una promesa de liberación de todos los ídolos y de todos los imperios, como un juicio sobre su tiempo. La profecía de un ‘día’ distinto renace siempre en los sufrimientos y en las esclavitudes y puede seguir renaciendo.
Mientras salvamos la profecía del séptimo día, mantengamos viva la esperanza de los humildes y oprimidos, y de todos aquellos que se conforman con las esclavitudes y las humillaciones de los seis días de la historia. Digamos que no queremos que esas injusticias duren para siempre.
La ley del séptimo día cuestiona todas las dimensiones de la vida. Como personas individuales, nos invita a no consumirnos y a no poseernos del todo, a dejar en nuestra alma un espacio no ocupado por nuestros proyectos, para que puedan florecer semillas que no sabemos que poseemos. Sin esta dimensión de gratuidad y de respeto al misterio que somos, a la vida le falta el espacio de libertad y de generosidad donde vive el humus espiritual que hace madurar el ‘ya’ en el ‘todavía no’. Es el lugar íntimo y precioso donde anida la capacidad más fecunda de generar. Allí, en la tierra libre, porque no la hemos ‘puesto a producir’, es donde nace la verdadera creatividad. Desde esa parte de tierra no cultivada y no explotada del jardín se puede ver la línea más alta del horizonte entre el cielo y la tierra, donde nuestros ojos, enfermos de infinito, se ensanchan y encuentran por fin descanso.
Pero la lógica del barbecho tiene cosas importantes que decir también a las comunidades y a las instituciones. Una comunidad sin barbecho no tiene tiempo para la fiesta, no es acogedora, se apodera de las personas y de los bienes, no conoce la fraternidad y por ello no siente el soplo del ‘aliento’ del espíritu. En cambio, donde hay barbecho, los indicadores son claros y fuertes: las jerarquías y el poder sólo duran seis días, la gratuidad de la fiesta y la eficiencia del trabajo tienen la misma dignidad, y los niños y los pobres se siente siempre como en casa, porque hay zonas de la casa que no se ocupan y se dejan libres para ellos.
La cultura del barbecho no es la cultura del capitalismo que experimentamos. Éste, por su naturaleza idolátrica, vive de un culto perenne y total que necesita consumidores-trabajadores siete días a la semana: “Guardad todo lo que os he dicho. No invocarás el nombre de otros dioses” (23,13). Tal vez la mayor indigencia de nuestra generación sea la muerte del séptimo día, que ha sido borrado de nuestro código simbólico colectivo. Porque el valor del séptimo día no es un séptimo del total: es la levadura y la sal de todos los demás, que, sin él, siempre se quedan ácimos y sosos. Sólo el no-yugo del séptimo día hace sostenible, e incluso ligero y suave, el yugo de los demás días.
Nos hemos dejado robar el séptimo día, lo hemos malvendido a cambio de la cultura del ‘fin de semana’ (donde los pobres son aún más pobres, los animales están aún más subyugados y los extranjeros son aún más extranjeros). Y la noche del séptimo día está inexorablemente oscureciendo las otras seis. La tierra ya no respira y a nosotros nos falta su aire. Tenemos el deber de devolverle y devolvernos el descanso. Y también de dárselo a nuestros hijos, que tienen derecho a vivir en un mundo con un día diferente, y a experimentar de nuevo el tiempo y la tierra como un regalo.
Pero aún hay esperanza. La profecía del séptimo día no ha muerto, la Biblia la ha conservado para nosotros. Junto con ella nos ha hecho llegar su juicio sobre nuestros seis días, que se han convertido en siete, todos idénticos. Y ha mantenido, también para nosotros, su promesa. La palabra está viva y es capaz de generar y regenerarnos siempre. Vuelve a darnos tiempo y tierra, a ampliar el horizonte y a hacer que sintamos y veamos cielos más puros: “Moisés subió con Aarón, Nadab y Abihú y setenta de los ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel. Bajo sus pies había como un pavimento de zafiro tan puro como el mismo cielo” (24,9-11).
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Las parteras de Egipto/15 - La tierra y el tiempo son un regalo. No dejemos que nos lo roben.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/11/2014
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En una pequeña iglesia baptista de Montgomery, Alabama, escuché el sermón más extraordinario de toda mi vida. El tema era el libro del Éxodo y la lucha política de los negros del Sur. Desde el púlpito, el predicador imitó con gestos la salida de Egipto y expuso las semejanzas con el presente; se dobló bajo el látigo, retó al Faraón, dudó tembloroso ante el mar, y aceptó la alianza y la ley al pie de la montaña.
M. Walzer, “Éxodo y revolución”
Los humanismos que han mostrado una mayor capacidad de futuro son los que han mantenido una relación no predatoria con el tiempo y con la tierra. El tiempo y la tierra no los producimos nosotros. Únicamente podemos recibirlos, guardarlos, cuidarlos y administrarlos como don y como promesa. Y cuando no lo hacemos así, porque usamos el tiempo y la tierra con ánimo de lucro, el horizonte futuro de todos se nubla y se empequeñece.
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Las parteras de Egipto/14 - La "ley del manto del pobre", fundamento de una economía distinta.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/11/2014
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“Si un hombre contrae una deuda y da en pago a su mujer y a sus hijos e hijas, o si los entrega en servidumbre, éstos trabajarán durante tres años en casa del comprador o de aquel que los tenga a su servicio; pero al cuarto año recobrarán su libertad” (Código de Hammurabi).
Para entender el gran mensaje de las ‘diez palabras’, don de Elohim-YHWH, y volverlo a vivir aquí y ahora, nos haría falta una cultura de la alianza, una civilización de las promesas fieles, capaz de establecer pactos y de reconocer el valor del ‘para siempre’. En cambio, nuestro tiempo se caracteriza por la transformación de todos los pactos en contratos. Una característica que ha ido creciendo en intensidad, hasta cubrir los restantes sonidos del concierto de la vida en común. Lo vemos con enorme claridad en las relaciones familiares, pero también en el mundo de trabajo, donde las relaciones laborales, que en Siglo XX se concebían y se describían recurriendo al registro relacional del pacto, hoy tienden a ceñirse exclusivamente al contrato.
[fulltext] =>Es como si la moneda pudiera compensar los sueños, los proyectos, las esperanzas y el desarrollo personal, sobre todo de los jóvenes. Estamos perdiendo el principio básico de toda civilización capaz de futuro: dar crédito a los jóvenes, darles confianza cuando todavía no la merecen porque no han tenido oportunidad de merecerla. El crédito y la confianza entregados hoy, mañana serán devueltos a otra generación de jóvenes. El trabajo crece y vive en esta amistad y solidaridad a través del tiempo, se alimenta de esta reciprocidad inter-temporal. Sin este generoso relevo generacional no se crea trabajo, o se crea mal, porque falta el humus de la gratuidad y de los pactos. Pero esto ya no lo entendemos. Nos estamos perdiendo y tal vez necesitemos volver a ver la nube y el fuego, y a oír el trueno del Horeb. Necesitamos profetas, necesitamos sus ojos y su voz.
Mientras Moisés escucha las diez palabras dentro de la nube del Sinaí, el pueblo ‘ve’ los signos de la presencia de Dios, y siente miedo: “Dijeron a Moisés: ‘Habla tú con nosotros, que podamos entenderte, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos’.” (Ex 20,19). Moisés responde: “No temáis” (20,20). Aquí, en las faldas del monte, repite las mismas palabras – “no temáis” - que había pronunciado al lado del mar, cuando el pueblo se sentía acorralado entre los egipcios y el muro de las aguas (14,13). Los profetas son siempre necesarios, pero cuando el miedo es colectivo son indispensables. Fuera de Egipto, el pueblo se va haciendo poco a poco a la idea de un Elohim distinto, que le ha liberado de la esclavitud, que le ama y es misericordioso con él. Pero el proceso es largo y difícil, porque la experiencia religiosa del hombre antiguo, incluida la de los pueblos que rodean a Israel, está hecha primordialmente de miedo, temor y culpa. Hay que sacrificar a los dioses los mejores animales y ofrecerles las primicias para que aplaquen su ira y sean benignos. YHWH ofrece a su pueblo otra experiencia religiosa, otro ‘temor de Dios’ (20,20) que no es miedo a la divinidad sino ‘temor a salir de la alianza con YHWH’. Esta revelación de un rostro distinto de Dios es un proceso lento y accidentado, que se desarrolla en un espacio y un tiempo concretos.
Esta dimensión histórica y geográfica de la Torah se ve con enorme fuerza y claridad en el llamado ‘Código de la Alianza’, una larga y admirable colección de normas, recomendaciones y leyes, una especie de comentario, aplicación y concreción del decálogo. En estos capítulos del Éxodo se advierte el eco (muy nítido a veces) de las leyes de los pueblos semitas, del código de Hammurabi, y de la gran sabiduría popular madurada en el dolor y el amor de la gente durante siglos y milenios. El pueblo, que tiene un Dios distinto, un Elohim que habla pero a quien no se ve, quiere poner esas palabras de sabiduría, dolor y amor, como contorno de las diez palabras de YWHW, dándoles una dignidad altísima. Con esas palabras terrenas quiere responder al don de las palabras celestes. Es la dote de la tierra, el regalo por las bodas de la Alianza, la respuesta al don de la Ley. La Alianza es reciprocidad porque, entre otras cosas, es un diálogo entre el cielo y la tierra, donde las palabras inéditas y nuevas que desgarran la nube se encuentran con las palabras terrenas florecidas en las heridas amadas de la historia del Adam, creado a imagen de la voz que pronuncia las diez palabras. Así, el Éxodo nos dice que el asno reventado por el peso, el buey que cocea y mata, el feto de la mujer esclava y la fiesta de la cosecha pueden estar al lado del ‘No matarás’ y ‘No te harás ídolos’. Todo es palabra que salva y libera. Aquí, en esta amalgama de palabras del cielo y palabras de la tierra, está el corazón del humanismo bíblico.
Engarzadas en este gran ‘Código de la Alianza’, se encuentran auténticas perlas eternas de civilización, que deben llegar hasta nuestros días, para cambiarlos o al menos darles una sacudida, para poner en crisis nuestras certezas. “Cuando compres un esclavo hebreo, servirá seis años, y el séptimo quedará libre sin pagar rescate” (21,2). También en Israel había esclavos (aunque de forma relevante sólo después de la monarquía). También en el pueblo de un Dios que se presenta en el Sinaí como libertador de la esclavitud, había esclavos. Es una de las paradojas de la encarnación de la palabra en la historia, que, sin embargo, nos dice muchas cosas. Estos esclavos eran personas ‘compradas’ (qnh es el verbo que se usa para comprar con moneda), deudores insolventes que perdían la libertad porque no conseguían devolver los préstamos recibidos. Y junto con ellos muchas veces acababan en la esclavitud sus mujeres, sus hijos y, sobre todo, sus hijas (21,3-5).
Esta forma de esclavitud por las deudas sigue bien presente en nuestro capitalismo, donde muchos empresarios y ciudadanos, casi siempre pobres, caen en la esclavitud sólo porque no consiguen pagar sus deudas. Y así pierden, también hoy, su libertad, su casa, sus bienes, su dignidad y no pocas veces incluso su vida. Entre los esclavos por deudas también hay, hoy como ayer, incautos, especuladores inexpertos y pardillos; pero también hay empresarios, trabajadores y ciudadanos honrados que simplemente han caído en desgracia. La Biblia nos recuerda (como en el caso de Job) que también el justo puede caer en desgracia, sin ninguna culpa. No todos los deudores insolventes son culpables. Algunos son personas que han quedado reducidas a una situación de esclavitud no sólo por los mafiosos y usureros, sino también por las sociedades financieras y los bancos protegidos por nuestras ‘leyes’, que con demasiada frecuencia son escritas por los poderosos contra los débiles. Pero nosotros, a diferencia del pueblo del Sinaí, no logramos llamar por su nombre (‘esclavos’) a estos desventurados y no hay ninguna ley que los ponga en libertad al terminar el séptimo año. Sin embargo esa antigua Ley lleva milenios repitiéndonos que ninguna esclavitud debe ser para siempre, porque antes que deudores somos habitantes de la misma tierra e hijos del mismo cielo, y por ello verdaderos hermanos y hermanas. Porque la riqueza que poseemos y que prestamos a otros, antes que propiedad privada nuestra, es don recibido, providencia, porque ‘mía es toda la tierra’ (19,5). El reconocimiento de que la riqueza y la tierra que poseemos no son un dominio absoluto, puesto que antes son don, inspira toda la legislación bíblica sobre el dinero y sobre los bienes. Por el contrario, cuando nosotros hoy pensamos que nuestra riqueza es una conquista individual y un mérito, las deudas nunca se perdonan, los esclavos nunca se liberan, y la justicia se convierte en filantropía. El dominio absoluto del individuo sobre las cosas es un invento típico de nuestra civilización, pero no es la lógica del Sinaí, no es la verdadera ley de la vida.
Dentro de este gran marco hay que leer también las palabras del Código de la Alianza acerca de los deberes para con el enemigo, la prohibición de pedir interés por el dinero prestado al indigente, la ley del manto: “Si ves caído bajo la carga el asno del que te aborrece, no rehúses tu ayuda. Acude a ayudarle” (23,5). No basta con levantar al asno desfallecido por piedad hacia el animal, sino que ese incidente debe convertirse en ocasión de reconciliación con el hermano-enemigo que te aborrece. Ningún enemigo deja por eso de ser hermano, y el dolor del humilde asno debe convertirse en camino para recomponer la fraternidad rota.
“Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que habita contigo, no serás con él un usurero; no le exigirás interés” (22,24). Al indigente no se le presta con ánimo de lucro, no se especula con la pobreza. En cambio, en el sistema económico que hemos construido fuera de la Alianza, los que son reducidos a esclavitud por unos intereses abusivos e insostenibles son sobre todo los pobres y no los ricos ni los poderos. Y los pobres siguen gritando. “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás al ponerse el sol, porque con él se abriga; es el vestido de su cuerpo. ¿Sobre qué va a dormir, si no? Clamará a mí, y yo le oiré, porque soy compasivo” (22,26).
Deberíamos intentar escribir una nueva economía a partir de la ‘ley del manto del pobre’. O, al menos, imaginarla, soñarla y desearla, si queremos ser dignos de la voz del Sinaí. Deberíamos imprimir estas palabras del Éxodo y pegarlas en las jambas de nuestros bancos, en las puertas de las agencias tributarias, en las salas de los tribunales, en los atrios de nuestras iglesias. Demasiados pobres son abandonados en la noche ‘desnudos y sin manto’ y mueren de frío en nuestras opulentas ciudades. Pero no faltan personas, animadas por carismas, que oyen su grito y cada noche cubren con sus mantos a muchos pobres en las estaciones del mundo. No son suficientes para cubrir todas las pieles desnudas de día y de noche, que son demasiadas. Pero su presencia da vida y verdad a las antiguas palabras de vida, que así pueden hablarnos con más fuerza, sacudirnos y no dejarnos dormir tan tranquilos al calor de nuestros muchos mantos.
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Las parteras de Egipto/14 - La "ley del manto del pobre", fundamento de una economía distinta.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/11/2014
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“Si un hombre contrae una deuda y da en pago a su mujer y a sus hijos e hijas, o si los entrega en servidumbre, éstos trabajarán durante tres años en casa del comprador o de aquel que los tenga a su servicio; pero al cuarto año recobrarán su libertad” (Código de Hammurabi).
Para entender el gran mensaje de las ‘diez palabras’, don de Elohim-YHWH, y volverlo a vivir aquí y ahora, nos haría falta una cultura de la alianza, una civilización de las promesas fieles, capaz de establecer pactos y de reconocer el valor del ‘para siempre’. En cambio, nuestro tiempo se caracteriza por la transformación de todos los pactos en contratos. Una característica que ha ido creciendo en intensidad, hasta cubrir los restantes sonidos del concierto de la vida en común. Lo vemos con enorme claridad en las relaciones familiares, pero también en el mundo de trabajo, donde las relaciones laborales, que en Siglo XX se concebían y se describían recurriendo al registro relacional del pacto, hoy tienden a ceñirse exclusivamente al contrato.
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Las parteras de Egipto/13 – Dios nos habla y nos recuerda nuestra libertad. Los ídolos nos someten a servidumbre.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 02/11/2014
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“YHWH os habló de en medio del fuego; vosotros oíais rumor de palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz” (Deuteronomio, 4,12).)
La historia humana no es una línea recta, uniforme y monótona. Algunos acontecimientos son tan fuertes que pueden curvar el tiempo y doblar, e incluso quebrar, su trayectoria, abriendo nuevas dimensiones de humanidad. La voz del Sinaí es uno de esos acontecimientos. Las palabras pronunciadas y entregadas a un pueblo de ex esclavos liberados y peregrinos por el desierto, hicieron entrar a la humanidad en una nueva época moral y religiosa. Una era que todavía no ha alcanzado su cumplimiento. Una era que seguirá siempre inconclusa y siempre se presentará delante de nosotros, esperándonos y llamándonos.
[fulltext] =>En las faldas del Sinaí, toda la tierra y todo el cielo hablan, dialogando entre ellos. El Adam, el árbol de la vida, Abel, Caín y Lamek, Noé, Abraham, Agar, Jacob, el Yabboq, las ropas de José, las parteras, las mujeres, las plagas, el mar abierto, Miriam, el maná, Jetró. Todos están allí, con el pueblo, delante del Sinaí. Las palabras del Sinaí no son la legislación de un pueblo (Israel). Son la ley ética de todos, las primeras palabras de todo aquel que quiera seguir siendo humano, libre y en camino hacia una promesa: “Entonces pronunció Elohim todas estas palabras diciendo: Yo, YHWH, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre” (Ex 20,1-2). Dios ya había revelado su nombre cuando habló desde la zarza ardiente, pero ahora lo hace de una forma más solemne y definitiva ante el pueblo: el nombre de la voz es YHWH. Hay (siempre las ha habido) experiencias religiosas que llegan hasta el Elohim, hasta la ‘fe’ en la existencia de un Dios que está por alguna parte. Pero hasta que no llega el día en el que esa divinidad genérica nos revela su nombre, la fe no puede cambiar nuestra vida y mucho menos la de los demás. La fe bíblica es fe-confianza-fidelidad en una voz que tiene nombre, que llama a los profetas por su nombre y a la que el hombre puede llamar por su nombre. Fuera de este ‘encuentro de nombres pronunciados’ lo que queda es la fe intelectual de los filósofos o la no-fe en los ídolos.
YHWH se presenta como el libertador de la esclavitud. Podría haber dicho muchas otras cosas (‘soy el Dios de Abraham, el creador del mundo, el que te daba el maná en el desierto’…); en cambio sólo dice ‘Yo soy el que te ha sacado del país de Egipto’. Esta breve introducción basta para dar contenido al nombre de Elohim. Las palabras del Sinaí, la Torah (Ley) e incluso la Biblia entera, no se pueden entender si no se leen desde la perspectiva de los campos de trabajo en Egipto y la liberación: “No te harás escultura ni imagen alguna … No te postrarás ante ellas ni les servirás” (20,4-5). No ‘servirás’ a los ídolos porque has sido liberado de la condición ‘de siervo’. La liberación, si es verdadera, es una sola.
Este mandamiento anti-idolátrico es una gran revolución religiosa y antropológica, y un don inmenso en defensa de la libertad. La Biblia, con el primer mandamiento, no quiere únicamente separar a YHWH de los demás dioses adorados por los pueblos cananeos (“no habrá para ti otros dioses delante de mí” (20,3)). Quiere también hacer todo lo posible para evitar que su Dios sea transformado por el pueblo en un ídolo, aunque nunca lo conseguirá del todo. La prohibición de representar a Dios es inédita, no se encuentra en ningún otro culto cercano, irrumpe desde el Sinaí en la historia de la humanidad. Y es maravilloso, porque dice que el único ojo capaz de dar forma visible a la voz que habla es el de la fe. Un Dios que se ve no necesita fe y por eso es un ídolo. El Dios bíblico desaparece cuando se le ve, o el hombre muere si le ve, porque en el momento en que es visto se convierte en manufactura, en neurosis o en ambas cosas. El mandamiento anti-idolatría es el más transcendente, pero es también el que se encuentra en el mismo centro de la experiencia humana. El hombre es un animal espiritual y religioso, porque para vivir no le basta la tierra con sus cosas visibles. Quiere también lo invisible. Y por ello está expuesto por naturaleza a la idolatría, dentro y fuera de las religiones, porque el ídolo es al mismo tiempo patología y sustitución de la experiencia religiosa.
El Dios bíblico es una voz que habla y revela su nombre. Más no podía hacer para ayudarnos a no convertirnos en esclavos de los ídolos. Pero tampoco menos, porque YHWH es un Dios cercano que, por su naturaleza, comunica y habla. Pero al hablar y revelar su nombre se expone a los abusos y se hace vulnerable. De ahí la tercera palabra-mandamiento: “No pronunciarás en vano el nombre de YHWH” (20,7). La Biblia no es uno de tantos libros de cultos mistéricos, cuyo objetivo es encerrar a la divinidad en un espacio sagrado inaccesible o accesible sólo para los profesionales del culto. La Biblia es una re-velación, que consiste en quitar el velo a Elohim, quien pasa de ser una divinidad muda y lejana a ser alguien cercano, que habla e incluso dice su nombre, su realidad íntima. El conocimiento del nombre también puede producir idolatría. YWHW puede ser reducido a un ídolo también a través del uso manipulador de su nombre. Todas las formas de magia usan los nombres para tratar de gestionar las divinidades. También el nombre es un rostro y, usándolo de ese modo, podemos construir imágenes suyas para invocarlo ‘en vano’. La violación del tercer mandamiento del nombre es una forma de idolatría típica del hombre religioso, que sabe el nombre de Elohim. La auténtica experiencia religiosa siempre es sobria en el uso del nombre de Dios. La sobriedad en el léxico religioso es señal de autenticidad bíblica. El ‘uso’ excesivo y vano de Dios y de su nombre suele terminar en ‘abuso’. La experiencia religiosa se transforma poco a poco en idolatría. Detrás de la prohibición del abuso del nombre de Dios se esconde, una vez más, el gran tema de la gratuidad (que es la anti-magia). El Dios bíblico no es un ídolo porque es todo gratuidad. Si queremos encontrarnos de verdad con él y no con un estúpido ídolo, debemos movernos dentro de las coordenadas de la no-idolatría y de la gratuidad.
También el sábado hay que entenderlo dentro de estas coordenadas: “Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para YHWH, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad” (20,8-11).
Si la prohibición de reproducir imágenes era inédita, no menos inédito y sorprendente es el mandamiento del sábado. Tal vez sólo un pueblo con una memoria tan viva de la esclavitud en Egipto y, después, del Exilio babilonio, podía comprender el valor del sábado, ponerlo como corazón del Decálogo y erigirlo como muro de carga de su civilización. La esclavitud, la servidumbre y los trabajos forzados son negación del hombre, entre otras cosas, porque niegan el descanso, la fiesta y el valor del no-trabajo. El desconocimiento del valor del sábado es lo que mejor expresa hoy la naturaleza idolátrica del capitalismo que estamos experimentando. La lógica del beneficio no conoce descanso y por eso no reconoce la verdadera humanidad, y así llega a pedir a las mujeres que congelen sus óvulos a cambio de unas monedas. La experiencia del no-descanso del trabajo en Egipto fue tan fuerte y fundamental que introdujo en el corazón de la teofanía del Sinaí y en la nueva ley del mundo un mandamiento sobe el ‘no-trabajo’ y sobre el descanso. Fue tan fuerte y fundamental que quiso extenderla a todos los seres humanos, a los animales y a toda la creación, superando las asimetrías de los seis días. La fraternidad entre los habitantes de la tierra sólo es posible en un mundo liberado de los ídolos.
El Adam liberado y la tierra liberada con él son la nota característica de la primera parte del Decálogo. Los ‘celos’ (20,5) por esta obra maestra, culmen de la creación, inspiran sus primeras palabras: has sido liberado de Egipto, no vuelvas a ser esclavo de los ídolos. Los ídolos no conocen ni reconocen el sábado y, mucho menos, del domingo. Su culto es perenne, y nuestra esclavitud con él.
Para terminar, hay una conexión explícita y fuerte entre el Sinaí y los primeros capítulos del Génesis. No sólo “porque en seis días hizo YHWH el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó” (20,11). Sino porque la raíz más profunda de la prohibición de hacer imágenes de Dios es la naturaleza del Adam: la imagen de Dios es el ser humano, ese es el único lugar donde vislumbrar un reflejo verdadero de YHWH. Si quieres encontrar una imagen verdadera del Dios bíblico, búscala en Andrés, mientras trabaja en la oficina, o en Fátima, que ha perdido el trabajo, o en la sala de partos del hospital de tu ciudad, o en Juana, enferma terminal de Alzheimer que descansa en otra planta del mismo hospital. Y en todos los crucifijos. No encontrarás imagen mejor en todo el universo.
La segunda parte del Decálogo se debe leer a partir del Adam, imagen y semejanza de Elohim revelado como YHWH, liberado de los ídolos del trabajo forzado y amado celosamente: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que YHWH, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni … nada que sea de tu prójimo” (20,12-17). Si el hombre es la única imagen posible de Dios, porque es la única verdadera, entonces debes honrarlo, no debes matarlo, debes respetarlo y no debes traicionarlo en sus relaciones fundamentales.
Las ‘diez palabras’ del Sinaí siguen estando delante de nosotros. Cada día son pisoteadas. Los ídolos se multiplican y con ellos se reduce nuestra libertad. Pero la imagen de Dios no se ha apagado, la alianza del Sinaí no ha sido revocada. La esperanza en la era de la fraternidad no puede ser vana.
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Las parteras de Egipto/13 – Dios nos habla y nos recuerda nuestra libertad. Los ídolos nos someten a servidumbre.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 02/11/2014
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“YHWH os habló de en medio del fuego; vosotros oíais rumor de palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz” (Deuteronomio, 4,12).)
La historia humana no es una línea recta, uniforme y monótona. Algunos acontecimientos son tan fuertes que pueden curvar el tiempo y doblar, e incluso quebrar, su trayectoria, abriendo nuevas dimensiones de humanidad. La voz del Sinaí es uno de esos acontecimientos. Las palabras pronunciadas y entregadas a un pueblo de ex esclavos liberados y peregrinos por el desierto, hicieron entrar a la humanidad en una nueva época moral y religiosa. Una era que todavía no ha alcanzado su cumplimiento. Una era que seguirá siempre inconclusa y siempre se presentará delante de nosotros, esperándonos y llamándonos.
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Las parteras de Egipto/12 – Sólo una sinfonía de voces es adecuada para el diálogo con Dios
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 26/10/2014
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Las montañas discutían para ver cuál de ellas tendría el honor de ser elegida como lugar de la revelación. “En mí morará la presencia divina, mía será la gloria”, exclamó una, y otra respondió con las mismas palabras. El monte Tabor dijo al Hermón: “Sobre mí se posará la Šekinah, mío será ese honor…”. La verdad es que el Sinaí fue elegido no sólo por su humildad, sino porque nunca había sido sede de cultos idolátricos, a diferencia de otras montañas que, por su altura, fueron elegidas para santuarios paganos.
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, IV
La primera reforma social y organizativa del pueblo de Israel llega de un consejo de Jetró, el suegro de Moisés, un extranjero de otra fe. Entre la salida de los ídolos de Egipto y el don de la Torah en el Sinaí, el Éxodo introduce la figura buena de un creyente no idolátrico, poniéndolo en el corazón de un acontecimiento crucial para la vida del pueblo. Es un mensaje de gran apertura y esperanza, que nos alcanza también hoy, cuando los creyentes en el Dios de la vida deberíamos estar más unidos y querernos más, para liberar y proteger a todos de los mil cultos idolátricos de nuestro tiempo.
[fulltext] =>No hay duda de que los ancianos, Aarón y los sabios de Israel verían el cansancio de Moisés y sus dificultades para gestionar él solo un pueblo numeroso y complejo. Pero, para hacer realidad la nueva organización que preparará al pueblo para la gran teofanía del Sinaí, hacía falta la mirada distinta de un extranjero, alguien de otro pueblo y otra fe que, sin embargo, respetaba a YHWH, aunque no fuera su Dios.
Moisés no considera a su suegro como un idólatra. Sabe que no cree en YHWH, pero, a pesar de ello, le escucha y le obedece, porque reconoce una verdad en él. Moisés nunca habría escuchado y amado a un idólatra, y mucho menos le habría obedecido. Lo que nos hace idólatras no es tener una fe distinta. Jetró no es idólatra, entre otras cosas, porque respeta al Dios de Moisés. La primera señal que nos dice que estamos ante una idolatría y no ante una fe distinta, es el desprecio de la fe ajena. Hoy también podemos dialogar, encontrarnos e incluso rezar entre miembros de distintas religiones y fes, siempre que nadie crea que el Tú al que reza el de al lado es un ídolo; siempre que cada uno crea o espere que la fe del otro sea un reflejo auténtico del único Dios de todos, que es demasiado ‘otro’ como para que sólo ‘mi’ fe pueda expresarlo o poseerlo. La pobreza espiritual de nuestro tiempo no depende de la multiplicidad de fes que hay en nuestras ciudades, sino del impresionante crecimiento de los ídolos en el espacio que han dejado vacío las religiones y las ideologías. Hemos querido luchar contra la piedad popular y la fe sencilla de nuestros abuelos, pero, al despertar del ‘sueño de la razón’, nos hemos encontrado en un mundo poblado de nuevos tótems y no en la tierra de la libertad. La variedad de fes hace que el mundo sea más hermoso y colorido, y lo protege de la idolatría.
La reforma organizativa en el desierto de Refidim es un acontecimiento crucial para Israel. En ella se esconden muchos mensajes y muchas verdades. De su importancia da testimonio también la pluralidad de versiones que encontramos en los libros del Pentateuco. En el relato de la reforma que aparece en el libro de los Números, hay un elemento que nos descubre buena parte del significado profundo de aquella descentralización organizativa: “Salió Moisés y transmitió al pueblo las palabras de YHWH. Luego reunió a setenta ancianos del pueblo y los puso alrededor de la Tienda. Bajó YHWH en la Nube y le habló. Luego tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Y en cuanto reposó sobre ellos el espíritu se pusieron a profetizar” (Numeri 11,24-25).
Aquí hay algo de gran importancia para cualquier proceso de descentralización y delegación. Los que tendrán que desempeñar funciones de gobierno del pueblo reciben un mismo Espíritu. El principio del poder y de la sabiduría no se encuentra en el talento del profeta, sino el espíritu que se le ha dado con antelación y que ahora se comparte con otros. Esta descentralización y esta delegación requieren que el ‘profeta’ (fundador, responsable) no se sienta el detentor ni mucho menos la fuente del espíritu, sino el beneficiario de un don que no considera como una celosa posesión. El profeta reconoce que otros, llamados a gobernar con él/ella, tienen su misma luz y sabiduría, porque todos la han recibido de la misma fuente (el espíritu).
Así pues, la delegación y la corresponsabilidad, lejos de ser algo puramente técnico o pragmático, son una cosa seria, un acontecimiento espiritual. Lo son siempre, pero sobre todo en las organizaciones con motivaciones ideales y en las realidades carismáticas. Cuando la delegación no consiste en compartir o participar del mismo don-carisma, la descentralización no hace sino fortalecer las jerarquías dentro de la comunidad, porque la delegación aumenta la asimetría entre el que delega y el pueblo. Cuando se delega sin don y sin espíritu, la creación de muchos mandos intermedios sólo aumenta la distancia entre el jefe y la base. El número de castas y rangos en una sociedad o en una organización siempre es proporcional al grado de jerarquía. En las comunidades humanas, la creación de niveles intermedios de poder no es garantía de una mayor democracia y participación en el gobierno. Si los que delegan están convencidos (o han sido convencidos) de que su ‘espíritu’ es distinto y más puro que el que recibirán los elegidos para colaborar con ellos, el proceso de descentralización sólo creará nuevas castas y nuevos chamanes, que se convertirán en simples peldaños para aumentar la altura del trono del soberano supremo. El aumento de colaboradores al lado de los jefes muchas veces acaba por hacer a los jefes más poderosos y más distantes de la gente, aumentando los velos entre ellos y sus súbditos. Hay muchos responsables de comunidades que crean órdenes intermedias de gobierno con el único fin de aumentar la altura de su pirámide, en cuyo vértice siempre se encuentra el único y verdadero faraón.
Tras el episodio de Jetró, el espíritu compartido y la reforma, el pueblo llega por fin a las faldas del Sinaí: “Partieron de Refidim, y al llegar al desierto de Sinaí acamparon en el desierto. Allí acampó Israel frente al monte. Moisés subió hacia Dios. YHWH le llamó desde el monte” (Ex 19,2-3). YHWH habla de nuevo con Moisés en el mismo monte donde le había llamado por primera vez y donde le había revelado su vocación de libertador del pueblo oprimido en Egipto. La Biblia sabe que todos los lugares no son iguales para escuchar y comprender bien las voces. Ahora, después de las plagas, la liberación, el mar abierto, los himnos, el hambre, la sed y la guerra, Moisés vuelve al mismo monte y una vez más la Voz le habla: “Dijo YHWH a Moisés: «Mira: voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo, y así te de crédito para siempre»” (19, 9). Y le habla haciendo partícipe de su discurso también a la naturaleza. YWHW siempre había hablado recurriendo al lenguaje de la naturaleza: la zarza, las ranas, el granizo y, después, el mar abierto y el madero en Mará. Ahora, antes del gran acontecimiento de la Alianza, con la voz de YWHW llegan también la nube, los truenos, los rayos, el humo, el fuego y el sonido fuerte del cuerno. Sonidos naturales que se convierten en palabras, tonalidades de la misma voz que le había llamado por su nombre, le siguió hablando durante la liberación y el Éxodo, y le sigue respondiendo hoy: “Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. … El monte Sinaí humeaba, porque YHWH había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia. El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno” (19,16-19).
Al hombre bíblico, al Adam hijo del cielo (Elohim) y de la tierra (Adamah), no le bastan las voces humanas para poder hablar y vivir. En su diálogo quiere involucrar a todo el universo con sus múltiples voces. En las grandes teofanías (y la del Sinaí es ciertamente una de las más grandes teofanías de la humanidad), sólo una sinfonía de voces resulta adecuada para dialogar con el Dios de la voz. Para contar lo que está ocurriendo en ese monte, las palabras humanas no son suficientes. Ni siquiera las de YHWH son suficientes. Son también necesarias las palabras de la tierra.
La naturaleza participa en los acontecimientos de los hombres. No tenemos otro ambiente en el que dar vida a nuestras historias. Pero está presente de un modo especial durante la celebración de las alianzas (Moisés y el pueblo están aquí para renovar la alianza con YWHW), que son acontecimientos demasiado grandes como para poder ser expresados sólo con nuestras palabras. El discurso de la vida es un encuentro entre las palabras del cielo, las palabras de los hombres y las palabras de la tierra.
Un matrimonio, un pacto recompuesto después de años de dolor, llaman a la naturaleza, a la tierra y al cielo. Y todo habla y nos habla, y todo entra en las fotos y en los recuerdos. Y recordamos todo, detalles humanos y naturales. El arco iris posterior a la lluvia que mojó a la novia es un lenguaje tan fuerte como las palabras y las lágrimas que intercambiamos aquel día. La fraternidad en el mundo es más grande que la fraternidad entre los hombres: hermano sol, hermana luna.
Si la naturaleza es creación, entonces está viva, viva como nosotros. Y si está viva, comunica, habla, participa y acompaña todas las aventuras humanas. Pero necesitamos ojos capaces de ver las señales y oídos capaces de reconocer estos otros sonidos, demasiado sencillos y verdaderos como para ser comprendidos por nuestra cultura virtual y consumista. Aprendamos de nuevo a ver la naturaleza con los ojos de los niños, de los poetas, de los profetas y de los místicos, que saben ver y oír más cosas y cosas distintas. Porque la tierra y el cielo nunca han dejado de hablarnos, sólo esperan encontrar de nuevo nuestras palabras.
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Las parteras de Egipto/12 – Sólo una sinfonía de voces es adecuada para el diálogo con Dios
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 26/10/2014
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Las montañas discutían para ver cuál de ellas tendría el honor de ser elegida como lugar de la revelación. “En mí morará la presencia divina, mía será la gloria”, exclamó una, y otra respondió con las mismas palabras. El monte Tabor dijo al Hermón: “Sobre mí se posará la Šekinah, mío será ese honor…”. La verdad es que el Sinaí fue elegido no sólo por su humildad, sino porque nunca había sido sede de cultos idolátricos, a diferencia de otras montañas que, por su altura, fueron elegidas para santuarios paganos.
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, IV
La primera reforma social y organizativa del pueblo de Israel llega de un consejo de Jetró, el suegro de Moisés, un extranjero de otra fe. Entre la salida de los ídolos de Egipto y el don de la Torah en el Sinaí, el Éxodo introduce la figura buena de un creyente no idolátrico, poniéndolo en el corazón de un acontecimiento crucial para la vida del pueblo. Es un mensaje de gran apertura y esperanza, que nos alcanza también hoy, cuando los creyentes en el Dios de la vida deberíamos estar más unidos y querernos más, para liberar y proteger a todos de los mil cultos idolátricos de nuestro tiempo.
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Las parteras de Egipto/11 – Moisés sigue el consejo de un padre: es el don de la reciprocidad
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 19/10/2014
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Cuando el Santo bendito le dijo en Madián: ‘Vuelve a Egipto’, Moisés tomó a su mujer y a sus hijos. Aarón le salió al encuentro cerca del monte de Dios y le preguntó: ‘¿Quiénes son estos?’. Moisés respondió: ‘Estos son mi mujer, a la que he tomado por esposa en Madián, y mis hijos’. ‘¿Y a dónde los llevas?’, añadió Aarón. ‘A Egipto’, respondió. ‘O sea que nosotros sufrimos por los hebreos que están en Egipto y ¿tú quieres llevarlos allí?’ Entonces Moisés dijo a su mujer: ‘Ve a la casa de tu padre’, y ella tomó a sus dos hijos y se fue.
Rashi, Comentario del Éxodo.
En la tierra, mezclados en un mar de providencia y de bien, también están los enemigos de los débiles y de los pobres que cruzan el desierto hacia la tierra prometida. Estos enemigos atacan de improviso, a veces sin motivo. Muchos pobres de ayer y de hoy se salvan gracias a que alguien ‘mantiene las manos levantadas’, rezando, invocando y gritando con ellos, por ellos, en lugar de ellos. Y también gracias a otros que, cuando los profetas se cansan por la lentitud y la dureza de la batalla y sus brazos empiezan a caer, se ponen a su lado y los sostienen.
[fulltext] =>El humanismo bíblico contiene un gran mensaje: El mal, a pesar de ser potente y astuto, es menos profundo y verdadero que el bien; la vida es más grande y fuerte que la muerte. Gracias a esta palabra, los que luchan por el bien y por la vida pueden seguir esperando, y su esperanza puede no resultar vana.
Después del hambre, en Massá y Meribá vuelve la sed y con ella vuelven las protestas (17,1-7). En el desierto de Refidim se produce también el ataque de Amalec, y el pueblo liberado de Egipto conoce la primera guerra, que Israel vence porque Moisés consigue mantener las manos levantadas durante toda la batalla. Lo consigue con la ayuda de Aarón y Jur, que “le sostenían las manos, uno a un lado y otro al otro” (17,4). Cuando llegan determinados enemigos, para seguir viviendo no basta la fortaleza de Moisés. Hacen falta también los brazos de Aarón y de Jur, otros ‘carismas’ co-esenciales para que el pueblo no muera. Los profetas pueden y deben rezar y a veces gritar, pero si no hay personas e instituciones que crean en su oración y actúen, no se logra ganar la batalla, porque los brazos del profeta solos no lo consiguen. Hoy siguen muriendo demasiados pobres no sólo por la falta de Moisés; sino también por la falta de Aarón y Jur, o porque, si están, no son demasiado fuertes y resilientes como para llegar hasta la puesta del sol. Y así, a pesar de los gritos de los profetas, seguimos muriendo en las mil Lampedusas del mundo.
“Jetró, sacerdote de Madián, suegro de Moisés, se enteró de lo que había hecho Dios a favor de Moisés y de Israel, su pueblo” (18,1). Con su suegro, llegan al campamento también su mujer Seforá (con la que Moisés se había casado durante su exilio en Madián), y sus dos hijos. E inmediatamente en este escenario de desierto, hambre, sed y guerra, se abre un claro de cielo, uno de esos instantes de paraíso que sólo se puede ver y vivir en familia: “Moisés salió al encuentro de su suegro, se postró y le besó. Se saludaron ambos y entraron en la tienda” (18,7). Se besan y en la tienda se cuenta la liberación, el milagro del mar, la fiesta y la pandereta de Miriam. Y “Jetró se alegró” (18,9).
Aunque él también era descendiente de Abrahám (por Queturá, su segunda mujer; Génesis 25,1-4), Jetró pertenecía a otro pueblo y adoraba a otros dioses. Pero acogió a un Moisés desterrado y fugitivo, le dio por esposa a su hija, trabajaron juntos (Moisés pastoreaba su rebaño) y ciertamente le quiso. Sobre todo vio y conoció la llamada de Moisés en el Horeb y le dijo: “Vete en paz” (3,18). No podía conocer la voz que llamaba a su yerno, pero sintió que era una voz verdadera.
Muchas veces, casi siempre, los familiares de los profetas tienen el don de entender que la voz que llama a un hijo, a un hermano o a una madre, es una voz buena y verdadera. Tal vez no la conozcan, tal vez tengan otra cultura y otros cultos, pero el amor y la gracia natural de la familia les permite, muchas veces en el dolor, intuir que esa voz ha entrado en su familia para una salvación.
El encuentro de Moisés con su familia nos revela también la ausencia de Seforá y de sus hijos durante la liberación del pueblo del faraón. Les dejamos en el camino entre el Horeb y Egipto, cuando Moisés fue salvado por una acción misteriosa de Seforá del ataque de Dios que quería matarlo (3,24-26). Pero durante su misión en Egipto, Moisés estaba sin mujer y sin hijos.
Hay un misterio de soledad en el corazón de la profecía bíblica. No olvidemos que la vocación profética no es una llamada a una vida personal feliz, sino un envío para desempeñar una tarea de liberación y de felicidad para otros. También hay una cierta felicidad en seguir la voz, pero es una felicidad distinta y misteriosa, a la que deberíamos llamar ‘verdad’. Cuando una persona recibe este tipo de vocación, sabe que si responde ‘heme aquí’ no tiene asegurada la presencia de sus afectos y de su típica y sublime felicidad. En la llamada del profeta no hay promesas de compañía durante las plagas ni en el camino del éxodo. Hay una certeza de estar siguiendo una voz buena y verdadera para uno mismo y para todos, y también hay sorpresas, como ver abrirse el mar, ver una columna de fuego que señala el camino u oír hablar a las nubes. Esta forma de soledad, acompañada y llena de una voz que no se ve pero se oye, es una parte esencial de la vocación profética, incluso sin salir de casa y estando rodeado de familiares.C’è un mistero di solitudine al cuore della profezia biblica. La vocazione profetica non è – non dimentichiamolo – una chiamata ad una vita personale felice, ma un invio per svolgere un compito di liberazione e di felicità per altri.
Jetró, que se queda en la tienda de Moisés al día siguiente, puede verle en el ejercicio diario de su ministerio (y misterio). Y le pregunta: “‘¿Cómo haces eso con el pueblo? ¿Por qué te sientas tú solo haciendo que todo el pueblo tenga que permanecer delante de ti desde la mañana hasta la noche?’” (18,14). Moisés le responde: “Es que el pueblo viene a mí para consultar a Dios. Cuando tienen un pleito, vienen a mí; yo dicto sentencia entre unos y otros” (18,15-16). Jetró replica: “’No está bien lo que estás haciendo. Acabarás agotándote tú y ese pueblo que está contigo, porque este trabajo es superior a tus fuerzas; no podrás hacerlo tú solo” (18,17-18).
Es importante la mirada típica de los familiares y de los amigos de los profetas, y su misteriosa pero real autoridad (‘no está bien lo que estás haciendo’). El pueblo y los ancianos tenían otra visión de Moisés: él era su libertador y su guía, el intérprete de la voluntad de Dios para ellos, el sabio que administraba justicia. Jetró viene de fuera, quiere a Moisés, le conoce desde joven, ha visto brotar sus afectos y su vocación. Por eso puede ver que la vida concreta de Moisés no es sostenible. Sin una mujer, un hijo o un padre que nos vean de otro modo y nos digan: “si sigues así acabarás agotándote”, no conseguimos entender que nuestro trabajo y nuestro deber están empeorando nuestra vida. No son nuestros compañeros ni los clientes los que pueden decirnos estas palabras distintas, y mucho menos las personas que nos ven como sus guías. Pero sin estas ‘otras’ palabras no alcanzamos la tierra prometida, nos perdemos en el desierto y perdemos el camino. Estas miradas son esenciales no sólo para los profetas. Lo son también para los responsables de comunidades religiosas y civiles, para los fundadores de movimientos y asociaciones, para todos los que tienen responsabilidades morales y espirituales sobre otros. Sin la mirada distinta de los familiares y amigos, al menos de algunos de ellos, nos perdemos y no llevamos a cumplimiento nuestra tarea.
Los familiares y los amigos de verdad, también los que vienen de culturas distintas a las nuestras, también los que no creen en nuestro Dios pero nos quieren de verdad, tiene para nosotros una gracia de tipo profético. Pueden hablarnos y nos hablan en nombre de Dios, y si les escuchamos nos ayudan mucho a desempeñar nuestra misión. Por eso las comunidades que no tienen más miradas que las de los ‘internos’, raramente son lugares de salvación.
La presencia de miradas externas de amor natural permite al ‘profeta’ experimentar la reciprocidad entre iguales, que puede faltar, y muchas veces falta, con los miembros de la comunidad a la que guía. Un padre, una mujer o un suegro le pueden dar la experiencia de cruzar la mirada ‘de igual a igual’, que el Génesis puso como ley humana fundamental (2,18). El profeta es primero Adán y luego Moisés. También los profetas más grandes necesitan vivir la filiación, gracias a alguien que con otra autoridad puede darles consejos eficaces. También los profetas deben obedecer a los hombres.
“Ahora escúchame” – añade Jetró - “Elige de entre el pueblo hombres capaces, temerosos de Dios, con fieles e incorruptibles, y ponlos al frente del pueblo como jefes de mil, jefes de ciento, jefes de cincuenta y jefes de diez”. Moisés “hizo todo lo que le había dicho” (18,24).
Después Jetró “se volvió a su tierra” (18,27), y Seforá vuelve al segundo plano de la Biblia. Forma parte de la función y de la gracia de los familiares y amigos de los profetas saber cuándo es el momento de volver a marchar. Pero antes, con su paso, pueden verles de otra manera y ayudarles a llevar a término su tarea.
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Las parteras de Egipto/11 – Moisés sigue el consejo de un padre: es el don de la reciprocidad
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 19/10/2014
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Cuando el Santo bendito le dijo en Madián: ‘Vuelve a Egipto’, Moisés tomó a su mujer y a sus hijos. Aarón le salió al encuentro cerca del monte de Dios y le preguntó: ‘¿Quiénes son estos?’. Moisés respondió: ‘Estos son mi mujer, a la que he tomado por esposa en Madián, y mis hijos’. ‘¿Y a dónde los llevas?’, añadió Aarón. ‘A Egipto’, respondió. ‘O sea que nosotros sufrimos por los hebreos que están en Egipto y ¿tú quieres llevarlos allí?’ Entonces Moisés dijo a su mujer: ‘Ve a la casa de tu padre’, y ella tomó a sus dos hijos y se fue.
Rashi, Comentario del Éxodo.
En la tierra, mezclados en un mar de providencia y de bien, también están los enemigos de los débiles y de los pobres que cruzan el desierto hacia la tierra prometida. Estos enemigos atacan de improviso, a veces sin motivo. Muchos pobres de ayer y de hoy se salvan gracias a que alguien ‘mantiene las manos levantadas’, rezando, invocando y gritando con ellos, por ellos, en lugar de ellos. Y también gracias a otros que, cuando los profetas se cansan por la lentitud y la dureza de la batalla y sus brazos empiezan a caer, se ponen a su lado y los sostienen.
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Las parteras de Egipto/10 – Hay bienes de los que debemos disfrutar todos, en los “desiertos” de ayer y de hoy.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/10/2014
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Moisés enseñó a elevar una bendición después de comer el maná: ‘Bendito seas tú, Señor Dios nuestro, soberano del mundo, que en tu magnanimidad provees al mundo entero, que en tu gracia y piedad concedes el alimento a todas las criaturas, porque eterno es tu favor. Gracias a tu generosidad, nunca nos ha faltado el alimento y nunca nos faltará’ (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, IV).
La gratuidad más grande es la que desciende cada mañana del cielo junto con el rocío. El mundo está inmerso en la gratuidad. Hay más gratuidad que maldad, que tampoco falta. Y es más verdadera. Vive entre nosotros, la podemos encontrar en los árboles, dentro de nuestras familias, en los matorrales, bajo nuestras naves y oficinas, en los mercados, en las plazas, en los hospitales, en las escuelas, en el fondo del corazón de nuestra gente. La gratuidad que nos salva se encuentra ahí, en el estupor del trabajo diario. Nos resultaría más fácil cruzar el desierto si supiéramos reconocer, con ayuda de la mirada de los profetas, la providencia que nos envuelve y nos alimenta.
[fulltext] =>Dejando tras de sí el desierto de Sur, el pueblo saciado emprende el camino hacia el Sinaí, a través del desierto. Y las pruebas continúan: “Toda la comunidad de los israelitas empezó a murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ‘¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de YHWH en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos! Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea’” (16,2-3). Los pueblos siempre han gritado en las carestías de pan y de agua, y siguen haciéndolo. De nuestros hijos aprendemos que son estos los primeros gritos de la vida. Pero no es menos cierto que los Salmos y todas las oraciones del mundo recurren al vocabulario del hambre y la sed para expresar los sentimientos y las pasiones más profundas del alma humana.
El que ha conocido de verdad el hambre y la sed, ha podido alcanzar, en la tragedia, dimensiones de la condición humana que han enriquecido su repertorio antropológico y espiritual, proporcionándole palabras más grandes. Por eso sabe hablar mejor que el hombre saciado, sabe rezar y cantar más. Esta es otra de las paradojas de la tierra: el sufrimiento nos revela nuevos horizontes de humanidad. Pero no debemos quedarnos tranquilos hasta que todos los sufrimientos que son suprimibles no desaparezcan de nuestra sociedad. Siempre quedarán los sufrimientos que no son eliminables. Para transformar al menos algunos de ellos en cantos y en salmos necesitaríamos una cultura que no tenemos.
El sufrimiento, el hambre y la sed conducen de forma natural a la murmuración, que es uno de los últimos recursos de los pobres (las murmuraciones bíblicas no son como las habladurías o los cotilleos, que siempre son malos). Las personas que se encuentran mal se quejan, echan de menos incluso el peor de los pasados. El dolor, sobre todo cuando se alarga en el tiempo, hace que olvidemos los dones recibidos, el mar abierto, los más grandes milagros, y transforma en bien incluso el recuerdo de la esclavitud. Toda murmuración esconde un mensaje, a veces mal expresado a causa del dolor. Pésimo es el responsable que no quiere o no sabe escuchar la murmuración del pueblo que tiene sed de agua y hambre de pan y de trabajo, porque se priva de una de las principales fuentes de verdad acerca de la vida y las personas. Así no puede tomar decisiones justas a favor de la vida y el maná no llega a nuestras carestías.
Moisés y Aarón aprenden en el desierto a escuchar el lenguaje de su pueblo, que habla con la pandereta y la danza de las mujeres, pero también con la murmuración de todos. Y YHWH está allí, en medio de ellos, escuchando sus protestas y sus nostalgias: “YHWH habló a Moisés, diciendo: ‘He oído las murmuraciones de los israelitas. Diles: al atardecer comeréis carne y por la mañana os hartaréis de pan”’ (16,11-12). Y así, “aquella misma tarde vinieron las codornices y cubrieron el campamento; y por la mañana había una capa de rocío en torno al campamento. Y al evaporarse la capa de rocío apareció sobre el suelo del desierto una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha de la tierra. Cuando los israelitas la vieron se decían unos a otros: ‘¿Qué es esto?’ Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: ‘Este es el pan que YHWH os da por alimento’” (16,13-15).
Es normal que las codornices se posaran y se sigan posando en ese desierto durante las migraciones estacionales, y el fenómeno del ‘maná’ es una resina olorosa y dulce producida por dos parásitos de una planta (tamarix mammifera) en la zona central del Sinaí. Al venir de Egipto, el pueblo no podía conocer el maná, y se pregunta: ‘¿qué es?’. Y Moisés responde: ‘Es el pan que YHWH os da por alimento’ (16,13-15). Sin los ojos y las palabras de los profetas, nuestras preguntas (‘¿qué es?’) se quedan sin respuesta o simplemente buscamos y encontramos otras respuestas baratas que nos dejan con hambre. Los profetas nos dan respuestas mejores y más verdaderas a nuestras preguntas más profundas. Nos hacen sentir y entender que todo lo que ocurre a nuestro alrededor ocurre para nosotros, que el maná no es sólo la resina secretada por los parásitos. El estupor de la existencia está en saber ver el maná dentro de la resina, el infinito en el rocío. Descubrir que la realidad es más grande que nuestros ojos y que los ojos de los profetas.
En el Éxodo, junto con el maná llega un mandamiento: “He aquí lo que manda YHWH: ‘Que cada uno recoja lo que necesite para comer, un gomor por cabeza, según el número de los miembros de vuestra familia; cada uno recogerá para la gente de su tienda’. … Moisés les dijo: ‘Que nadie guarde nada para el día siguiente’” (16,16-19). Es probable que en el código simbólico de la cultura occidental no haya nada mejor que el maná para expresar la gratuidad. Viene del cielo, no está vinculado a ningún mérito nuestro, y volveremos a encontrarlo en los evangelios cuando la Gratuidad hecha carne se convierta también en pan. Y sin embargo, el maná llega junto con las reglas, la gratuidad (donum) junto con la obligación (munus). La gratuidad sin reglas de comunión y sin obligaciones degenera en gadgets de supermercado, en una experiencia completamente individual y por ello pequeña e inútil. La gratuidad más importante es la del deber, porque es la que se encuentra en la base de nuestras instituciones, de la política, de la familia, de las empresas, del pacto social y fiscal, de los contratos de trabajo. La Biblia sabe que una gratuidad que no vaya acompañada de reglas comunitarias y sociales no construye sino que destruye el bien de cada uno y el bien de todos.
La gestión del don del maná sigue una ley muy precisa. Todos tienen derecho a la misma cantidad de maná, que se reparte en base al número de miembros de cada familia, es decir, de acuerdo con las necesidades: “Unos recogieron mucho y otros poco. Pero cuando lo midieron con el gomor, ni los que recogieron poco tenían de menos. Cada uno había recogido lo que necesitaba para su sustento” (16,18). Para el pan, para los bienes primarios de la existencia, somos y debemos ser todos iguales. Y la comunión es lo que hace que no se pudra el maná, el pan de cada día. En aquel campamento unos serían más hábiles que otros a la hora de recoger el maná antes de que saliera el sol y lo derritiera. Pero en el momento de su consumo no cuentan ni los méritos, ni la fuerza, ni la edad ni el rango social. Moisés, Aarón, Miriam, el joven Leví, el pastor José y su mujer Lea, todos tienen la misma porción de maná, porque todos son seres humanos.
Debe haber algo que nos hace iguales antes de tantas diferencias. Debe haber bienes de los que podemos disfrutar aunque no podamos comprarlos, ayer en el desierto camino del Sinaí, hoy en los desiertos del capitalismo financiero. El maná es el símbolo de este tipo de bien primario, que sólo apaga el hambre individual si apaga la de todos. Cada vez que alguien muere porque no tiene poder de compra para conseguir el pan y otros bienes primarios de la existencia, estamos renegando de la ley fundamental del maná. Muchos han soñado con una sociedad en la que cada ser humano pueda gozar de bienes no en cuanto consumidor y cliente sino porque es un ser humano ¿Cuándo lo haremos realidad? No nos falta el pan. Sólo nos falta, cada vez más, respetar la ley del maná.
El maná, además, no se puede acumular y por ello no se puede convertir en objeto de comercio: “No obedecieron a Moisés y algunos guardaron algo para el día siguiente; pero se llenó de gusanos y se pudrió” (16,20). Sólo el pan fresco es el pan de cada día. La gratuidad-maná sólo vive, sin morir ni desvanecerse al sol, mientras siga siendo gratuidad. El maná alimenta si es acogido como un don y no transformado en mercancía. La ley del maná nos recuerda que no todos los bienes son bienes económicos, y que los bienes económicos no se convierten en ‘males’ mientras haya otros bienes que sigan siendo no económicos.
Muchos bienes son también mercancías, y es bueno que así sea. Pero hay bienes que dejan de ser bienes (cosas buenas) cuando se convierten en mercancías. La amistad no será un negocio, ni la oración magia, ni una persona un recurso humano, mientras sigan siendo gratuidad. El maná-gratuidad tiene su ley intrínseca y muy fuerte: no se deja usar con fines de lucro y se pudre en las manos de quien quiere abusar de él. Así es como se ha salvado incluso bajo los peores imperios, como ha resistido en todos los lugares humanos y como sigue alimentando a los pobres de la tierra: “Los israelitas comieron el maná por espacio de cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada. Lo estuvieron comiendo hasta que llegaron a los confines del país de Canaán” (16,35).
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Las parteras de Egipto/10 – Hay bienes de los que debemos disfrutar todos, en los “desiertos” de ayer y de hoy.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/10/2014
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Moisés enseñó a elevar una bendición después de comer el maná: ‘Bendito seas tú, Señor Dios nuestro, soberano del mundo, que en tu magnanimidad provees al mundo entero, que en tu gracia y piedad concedes el alimento a todas las criaturas, porque eterno es tu favor. Gracias a tu generosidad, nunca nos ha faltado el alimento y nunca nos faltará’ (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, IV).
La gratuidad más grande es la que desciende cada mañana del cielo junto con el rocío. El mundo está inmerso en la gratuidad. Hay más gratuidad que maldad, que tampoco falta. Y es más verdadera. Vive entre nosotros, la podemos encontrar en los árboles, dentro de nuestras familias, en los matorrales, bajo nuestras naves y oficinas, en los mercados, en las plazas, en los hospitales, en las escuelas, en el fondo del corazón de nuestra gente. La gratuidad que nos salva se encuentra ahí, en el estupor del trabajo diario. Nos resultaría más fácil cruzar el desierto si supiéramos reconocer, con ayuda de la mirada de los profetas, la providencia que nos envuelve y nos alimenta.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 05/10/2014
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"El libro del Éxodo está lleno de kolot (voces). … Kalot es una palabra que indica el sonido producido tanto por el cuerno de un carnero como por las campanillas de las vestiduras sacerdotales o por el trueno. … Pero en la pobreza de una palabra sola hay algo de mucho valor: la lengua sagrada reconoce que la creación habla sin cesar, desde el estallido de un rayo hasta el tintineo de la campanilla. Si usa una palabra sola, es por humildad y por nostalgia: admite que no sabe entender esas voces y se engancha al tiempo en el que el Adam entendía la creación a la letra" (Erri de Luca, Éxodo/Nombres).
La liberación del pueblo oprimido en Egipto había comenzado con el látigo de los capataces sobre los trabajadores y ahora concluye con la pandereta de la bailarina Miriam. Donde no queda espacio para el ritmo de la danza, antes o después el ritmo lo marca el látigo. La pandereta, con su belleza humilde y mansa, celebra la libertad y nos salva.
[fulltext] =>Tras el milagro de las aguas llega el gran Canto del Mar: “Entonces Moisés y los israelitas cantaron este cántico a YHWH. Dijeron: ‘Canto a YHWH pues se cubrió de gloria’” (15,1). Este grandioso himno por la liberación experimentada termina con el canto de Miriam, profetisa y hermana de Aarón. Las mujeres vuelven una vez más a ser protagonistas de la aventura de Moisés. Ya lo fueron en la primera salvación de las aguas del Nilo (las parteras, la madre y la hermana de Moisés, la hija del faraón) y ahora volvemos a encontrarlas al final de la liberación de la esclavitud, al otro lado del mar, viendo y viviendo otra salvación de las aguas: “Miriam, la profetisa, hermana de Aarón tomó en sus manos un tímpano y todas las mujeres la seguían con tímpanos y danzando en coro. Y Miriam les entonaba el estribillo: «Cantad a YHWH pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro»”. (15,20-21).
Esta imagen de las mujeres haciendo fiesta es espléndida. ¡Cuántas veces las hemos visto también nosotros bailar, llorar y cantar al final de las guerras y las carestías! Después de los grandes dolores de todos, ellas han sabido recurrir a su especial amistad con la vida para volver a empezar, para hacernos recobrar la esperanza. El ritmo y el canto los llevamos grabados en el alma, porque danzábamos en el líquido amniótico y después entre sus brazos y en la cuna. Danzando y escuchando cantos de mujer nos quedamos dormidos y aprendimos a caminar. Y cuando dejemos esta tierra, tal vez lo hagamos con una última danza del alma.
Miriam es la primera bailarina y cantante de la Biblia, y es una mujer mayor. Es probable que el pueblo judío hiciera fiesta, bailando y cantando, en los últimos años de Egipto, durante la esclavitud y los trabajos forzados (no se puede sobrevivir a ningún trabajo sin hacer fiesta de vez en cuando, sin bailar y cantar). Es probable que las nueras de Noé bailaran y cantaran en la tierra firme después del diluvio. Seguro que en las bodas de Jacob y Raquel no faltó el baile, como tampoco una gran fiesta con baile y cantos en Egipto para celebrar la fraternidad recuperada entre José y sus hermanos. Pero la Biblia ha querido preservar y guardar la palabra ‘danza’ hasta el desierto de Sur, al otro lado del mar. La usa por vez primera con Miriam, para describir los sentimientos y las alabanzas de mujeres en fiesta.
Existe una afinidad natural entre la danza, el canto, la música y las mujeres. Son muchas las mujeres que entonan himnos en la Biblia (Deborah, Ana y otra Miriam-María) y muchas las que bailan (entre ellas la hija de Herodías [Mt 14,6], que baila una danza ‘distinta’ que nos recuerda la ambivalencia de muchas o tal vez todas las realidades humanas verdaderamente grandes). Esto también forma parte del talento de las mujeres.
Miriam no era joven. Era la hermana de Aarón, a quien el Éxodo nos presenta como un hombre de 83 años (7,7). No sólo bailan los jóvenes. En aquel campamento había muchas jóvenes, pero fue Miriam quien tomó la pandereta, entonó el canto y comenzó la danza. Ver a alguien que baila y canta alabando siempre es hermoso. Pero es aún más hermoso si quien danza y alaba es una mujer. Uno de los recuerdos más vivos y fuertes que conservo es un ofertorio durante una misa en Kenia, donde el pan y el vino de los pobres iba al altar acompañado por los coros y las danzas de decenas de muchachas africanas. Pero todavía es más hermoso ver a una mujer mayor danzar y cantar a la vida. No hay canto más bello y lleno de esperanza que el que sube desde el ocaso de la existencia, porque proclama que la vida es un don en todas sus etapas y que el último himno es el más bello de todos. El baile de Miriam es la danza de la gratuidad, la danza de un cuerpo que, en su esencialidad, consigue expresar palabras de belleza que los años juveniles, con otras danzas distintas y fuertes, no saben ni pueden expresar. Si hoy Miriam no baila y no entona el estribillo es porque nuestra cultura no le deja bailar, porque no ama su cuerpo, que ya no resulta atractivo a unos sentidos que han dejado de ver otras bellezas distintas y más grandes. Así nos perdemos la danza más pura, la que sólo un cuerpo frágil y herido puede dar, dejando espacio al retraerse.
Después del Canto del Mar, “Moisés hizo partir a los israelitas del mar de Suf y se dirigieron hacia el desierto de Sur” (15,22). La historia del desierto comienza en un lugar que evoca, al lector atento de la Biblia, la historia de otra mujer: Agar. En el desierto de Sur es donde aquella madre-sierva vagó fugitiva con su hijo (Ismael). Allí la consoló el primer ángel enviado por YHWH a la tierra (Gen 16,6-7), y allí apagó su sed en una fuente. Pero, a diferencia de Agar, la sierva egipcia (16,3) de la casa de Abraham, que encontró agua y consuelo en el desierto, la estirpe de Abraham liberada por los egipcios no la encuentra: “Llegaron a Mará, pero no podían beber agua porque era amarga. Por eso se llama aquel lugar Mará. El pueblo murmuró contra Moisés, diciendo: «¿Qué vamos a beber?».” (15,23-24).
Unas veces la protesta viene antes de los milagros y otras veces después. La experiencia, natural y muy real, de la sed, pone en crisis el extraordinario milagro del mar. Ya podemos ver cómo se abre el mar ante nuestros ojos, que si la fe-confianza en la salvación no renace cada mañana, en la sed y el hambre de cada día, el milagro no pasa de ser un recuerdo verdadero pero incapaz de cambiarnos la vida aquí y ahora. Los milagros pueden hacernos partir, pueden ser la aurora de nuestras liberaciones, pero ni siquiera los más grandes milagros son suficientes para hacernos alcanzar la tierra prometida. Para atravesar el desierto debemos ser capaces de transformar las aguas amargas del día a día en aguas que apaguen la sed en las mesas de los comedores de casa y del trabajo. En el camino humano concreto, los milagros del agua humilde de casa no son menos importantes que la apertura del Mar Rojo.
El signo de Mará es un humilde madero: “Moisés invocó a YHWH, y YHWH le mostró un madero que Moisés echó al agua, y el agua se volvió dulce” (15,25). En el episodio de las aguas amargas y dulces, YWHW, el Dios de la voz, no habla. El pueblo murmura contra Moisés, el profeta grita (¡cuántos gritos hay en el libro del Éxodo y en los éxodos de hoy!), pero YHWH sencillamente le señala un madero. Quizás ese madero ya estaba a la vista de todo el pueblo, pero sólo ahora los ojos del profeta lo ‘ven’. Todo profeta tiene una gran relación con la palabra, es casi sólo palabra. Habla, dice palabras distintas y más grandes precisamente porque esas palabras no son propiedad privada o hechura suya, sino don recibido y entregado al pueblo. En la gratuidad de la palabra radica la diferencia entre Moisés y los muchos falsos profetas de todos los tiempos, que usan las técnicas de la palabra en su provecho.
Esta primera prueba en Mará nos revela algo importante acerca de la mirada del profeta. El profeta ve más y de forma distinta. El profeta también habla viendo las cosas de otra forma. Muchas personas, más de las que imaginamos, siguen salvando su mundo sencillamente porque lo ven de otra forma y transforman con su mirada maderos desechados en instrumentos de salvación. Salvan porque son capaces de ‘ver’ y de reconocer su vocación y su belleza, haciendo que se conviertan en bienes de todos. Nos daríamos cuenta de toda la belleza que hay en las personas que están a nuestro alrededor si simplemente fuéramos capaces de verlas. Hay muchos maderos de salvación abandonados en las orillas de nuestras ciudades y dentro de nuestras escuelas, a los que nadie ve ni transforma amándolos con la mirada. No hay pobreza más grande que no ser visto por nadie; que no haya nadie, ni siquiera uno, que nos vea, nos conozca y nos reconozca.
Salvaremos nuestras empresas si aprendemos a verlas de otro modo y si empezamos a ver y a mirar de otra forma a los trabajadores. Pero en nuestros lugares de trabajo hacen falta más profetas, más artistas, más poetas y escritores (y menos expertos en ‘recursos humanos’). Así seremos más capaces de transformar las aguas amargas de nuestras crisis en aguas dulces que salven el trabajo que ya existe y creen trabajo nuevo. Así podremos vislumbrar un oasis al fondo del desierto y creer que ningún desierto es infinito: “Después llegaron a Elìm, donde hay doce fuentes de agua y setenta palmeras, y acamparon allí junto a las aguas” (15,27).
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 05/10/2014
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"El libro del Éxodo está lleno de kolot (voces). … Kalot es una palabra que indica el sonido producido tanto por el cuerno de un carnero como por las campanillas de las vestiduras sacerdotales o por el trueno. … Pero en la pobreza de una palabra sola hay algo de mucho valor: la lengua sagrada reconoce que la creación habla sin cesar, desde el estallido de un rayo hasta el tintineo de la campanilla. Si usa una palabra sola, es por humildad y por nostalgia: admite que no sabe entender esas voces y se engancha al tiempo en el que el Adam entendía la creación a la letra" (Erri de Luca, Éxodo/Nombres).
La liberación del pueblo oprimido en Egipto había comenzado con el látigo de los capataces sobre los trabajadores y ahora concluye con la pandereta de la bailarina Miriam. Donde no queda espacio para el ritmo de la danza, antes o después el ritmo lo marca el látigo. La pandereta, con su belleza humilde y mansa, celebra la libertad y nos salva.
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Las parteras de Egipto/8 - El Dios bíblico invita a caminar por el desierto sin miedo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 28/09/2014
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"Guardarse de la idolatría implica no eludir la pregunta de los hijos e hijas que quieren saber: ‘¿por qué este rito? ¿por qué este mandamiento ético? ¿por qué amar al único Dios? E implica no esquivar las respuestas”
(Jean-Pierre Sonnet, Engendrar es narrar).
Bastó una sola noche para que el faraón olvidara el gran dolor de las plagas y para que las únicas preocupaciones del imperio volvieran a ser los ladrillos y el ‘servicio’ de los israelitas: “Cuando anunciaron al rey de Egipto que había huido el pueblo, se mudó el corazón de Faraón y de sus servidores respeto del pueblo, y dijeron: «¿Qué es lo que hemos hecho dejando que Israel salga de nuestro servicio?». Faraón hizo enganchar su carro y llevó consigo tropas” (14,5-6). El alba del nuevo día puso de manifiesto que en aquella liberación no había gratuidad alguna.
[fulltext] =>La primera característica básica de todos los regímenes idolátricos es precisamente la falta de gratuidad, que, por el contrario, es la primera dimensión de la fe bíblica. La creación es don, la alianza es don, la promesa es don, la lucha contra la idolatría es don. Gratuidad es el otro nombre de YHWH. La cultura del ídolo odia el don. Es su mayor enemigo en la tierra, porque el ídolo ‘sabe’ que el contacto con el espíritu de gratuidad le mataría, extrayendo su poder encantador. Para crear reinos idolátricos, la primera operación de los faraones es intentar eliminar cualquier resto de don auténtico de su espacio ‘sagrado’, y llenarlo todo únicamente de objetos y mercancías. Para ello, en nuestro tiempo se intenta trivializar y ridiculizar la gratuidad, considerándola como una nostalgia infantil de adultos malcriados. Después se intenta dejarla reducida a los gadgets (artículos superfluos) del faraón, o a descuentos, tarjetas de fidelización y regalos inocuos permitidos únicamente en sus ‘fiestas’. Pero la forma más solapada de expulsar la gratuidad es confinándola dentro del ámbito ‘no lucrativo’ y dejando su monopolio en manos de las instituciones filantrópicas o de los patrocinadores que, como el chivo expiatorio, tienen el objetivo de hacerse cargo de todo el don-gratuidad de la aldea, sacarlo fuera y dejar que muera en el desierto.
Así la aldea queda en silencio. El ídolo no puede hablar. Así también sus adoradores acaban por perder el don de la palabra. Resulta siempre lacerante el ensordecedor silencio que reina en las salas de máquinas tragaperras que están ocupando nuestras ciudades, o en las mesas de los estancos, cafeterías, bares y oficinas de correos, donde hay hombres, muchas mujeres y demasiadas ancianas que ‘rascan’ en religioso silencio y en desesperada soledad, sometidos a trabajos forzados por nuevos faraones sin piedad: “Ellos [los ídolos], por muy dorados y plateados que estén, son falsos y no pueden hablar” (Baruc, 6,7). Por eso es infinito el valor de la palabra de YHWH, que no es ídolo precisamente porque habla, porque no es una imagen sino una voz que puede escuchar nuestra voz y nuestro grito.
El imperio idolátrico/separador alcanzará su plenitud el día en que toda la gratuidad esté en manos de sus profesionales, separada de la vida ordinaria de las ciudades y de las empresas. Cuando cada banco haya constituido su fundación, cuando las multinacionales de los juegos de azar y de las armas haya financiado la cura de sus víctimas, el veneno (regalo) inyectado como vacuna en el cuerpo capitalista habrá alcanzado su objetivo y finalmente la gratuidad nos salvará. El nuevo culto será total, durante todas las horas de todos los días. Pero no lo conseguirán, porque la gratuidad tiene una gran resiliencia, ya que anida en la parte más profunda y verdadera del corazón humano. La invencibilidad de nuestra vocación a la gratuidad es la que hace que, más tarde o más pronto, los imperios caigan. En ella radica nuestra esperanza de poderlo lograr también hoy.
La visión de los caballos y de los carros egipcios originó la primera prueba de los hebreos fuera de Egipto: “Temieron mucho los israelitas y clamaron a YHWH. Y dijeron a Moisés: «¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto? ¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto? No te dijimos claramente en Egipto: «Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios? Porque mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto»" (14,10-13).
Así comienzan las ‘lamentaciones’ y las ‘murmuraciones’. El pueblo liberado de la esclavitud de Egipto necesitará mucho tiempo para liberarse del recuerdo de Egipto y de las ventajas de la esclavitud. De inmediato comprende que el peligro de morir aumenta (“¿no había sepulturas en Egipto?”) cuando se es libre. Con la libertad, la posibilidad de la muerte se hace más cercana. Fuera de los campos de trabajo se experimenta, paradójicamente, una mayor vulnerabilidad, puesto que en todas las esclavitudes se crea una forma de alianza entre opresor y oprimidos: al esclavo se le mantiene con vida porque debe producir ladrillos. Ningún patrón racional (los imperios lo son) mata al instrumento de sus beneficios, quiere mantenerlo con vida para explotarlo hasta el final. Por eso si tenemos miedo de arriesgar la vida, no podemos liberar a nadie, como bien saben los mártires de ayer y de hoy.
La libertad es un ‘bien’ muy delicado y complejo. La buscamos, la deseamos, la anhelamos durante la esclavitud, pero en cuanto somos liberados nos damos cuenta de que también la nueva condición tiene sus típicos costes, sufrimientos y dificultades. Así pues, casi siempre terminamos añorando la esclavitud y sus ‘bienes’ (que durante las pruebas de la libertad se amplifican e idealizan).
La principal dificultad que experimentan quienes viven o acompañan procesos de liberación es la de seguir siendo libres después de haber sido liberados, porque el tiempo de la esclavitud no prepara para la difícil gestión de la libertad real. Si es difícil liberarse de una relación patológica con un hombre violento, más difícil aún es resistir y no volver con él durante las solitarias noches pasadas entre lágrimas (“mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto”). Si es difícil desligarse de los empresarios que garantizaban contratos y trabajos para la empresa heredada de la familia, más difícil aún es no volver a llamar a esas antiguas y seguras puertas hoy, cuando la crisis económica arrecia, no hay trabajo, y los egipcios están a punto de alcanzarnos (“¿No te dijimos claramente en Egipto: Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios?”). Los procesos de verdadera liberación son muy largos, y la salida de la tierra de la esclavitud es tan solo el comienzo del camino. Sin un ‘Moisés’ (un amigo, una asociación, una institución pública, una madre, un hijo…) que sigan creyendo en la promesa y en el valor de la liberación, creyendo también por nosotros, muchas veces acabamos volviendo a la esclavitud.
El libro del Éxodo es un gran ejercicio espiritual y ético no sólo para quienes comienzan la liberación, sino para todos aquellos que deben resistir en la libertad, en el largo camino después de la salida de Egipto. También por esta razón, el Dios bíblico no es el dios del espacio (el espacio está ocupado por los ídolos), sino el Dios del tiempo, que nos llama a salir, a caminar a través del desierto hacia una promesa que siempre está más allá de los límites de nuestras certezas y nuestros miedos.
Esta primera prueba del pueblo y de Moisés cerca del mar, contiene otra enseñanza que va dirigida de manera muy especial a los fundadores (y a los continuadores) de comunidades, obras, movimientos, organizaciones con motivación ideal. Han respondido a la llamada, han iniciado un gran proceso de liberación para ellos mismos y para muchos, han salido y han emprendido el camino del mar. Pero al final de la noche de la liberación no se ve una vía de salvación sino un muro que parece infranqueable. El faraón viene por detrás, el mar cierra el paso, y el pueblo rescatado protesta como queriendo volver atrás, anulando el sentido y el dolor de esta historia de salvación. Estas soledades fieles son las pruebas típicas de los fundadores, de las que salen si son capaces de imitar a Moisés: “Contestó Moisés: «No temáis»” (14,10-13). También Moisés sentiría miedo, tal vez más que ningún otro, pero consigue animar y alentar: “No temáis”. Estas pruebas involucran a toda la comunidad (todos tienen miedo) pero el fundador/responsable vive una doble prueba: el miedo de todos ante una posible muerte inminente y el abandono por parte de la comunidad. Para cruzar el mar y no morir hace falta al menos un “Moisés” que siga creyendo, esperando, resistiendo, sintiendo y actuando en la dirección opuesta a la que tomaría la comunidad atemorizada.
Hay momentos decisivos en la vida de las comunidades y de las instituciones en los que la salvación sólo llega si en sus responsables tienen la capacidad-virtud de no ceder ni secundar los miedos colectivos, de remar contra corriente, resistiendo el desaliento del pueblo, y de seguir creyendo en la promesa que un miedo inminente y muy real está apagando. Aquellos que gobiernan buscando siempre el consenso de todos, o de la mayoría del pueblo, pueden ser buenos líderes en la vida ordinaria de los ‘campos de trabajo’, pero no salvan a nadie en los momentos de las grandes pruebas colectivas, cuando hace falta la sabiduría de resistir, con dificultad y en soledad, moviéndose en dirección distinta a la que desearía la comunidad atemorizada y murmurante. Esta capacidad-sabiduría de seguir moviéndose obstinadamente en dirección contraria es especialmente valiosa también para el arte de la política en tiempos de grandes crisis, un arte que es todo gratuidad y por eso es tan raro en el tiempo de la idolatría.
Pero aquellos que consigan resistir, aplastados entre los egipcios y el pueblo, tal vez asistan al milagro de la transformación del mar, de muro infranqueable en puerta abierta hacia la tierra de la promesa: “Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda” (14,21-22).
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Las parteras de Egipto/8 - El Dios bíblico invita a caminar por el desierto sin miedo
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