stdClass Object ( [id] => 16835 [title] => La economía de la pequeñez [alias] => l-economia-della-piccolezza-2 [introtext] =>Profecía e historia / 29 – En la derrota, cuando una historia termina, se descubre la verdad y la fuerza de Dios
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 22/12/2019
«¿Por qué te has llevado a mis hijos, por qué los has hecho morir a espada y los has dejado a merced de los enemigos? Entonces, el Dios supremo sintió compasión y dijo: Por ti, Raquel, por ti devolveré a los hijos de Israel a su tierra».
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos
Con la destrucción de Jerusalén y el exilio, el comentario a los libros de los Reyes llega a su fin. Pero incluso el exilio puede esconder una paradójica
. «El día primero del quinto mes – era el año diecinueve del reinado de Nabucodonosor en Babilonia – llegó a Jerusalén Nabusardán, jefe de la guardia, funcionario del rey de Babilonia. Incendió el templo, el palacio real y las casas de Jerusalén, y puso fuego a todos los palacios. El ejército caldeo, a las órdenes del jefe de la guardia, derribó las murallas que rodeaban a Jerusalén. Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó cautivos al resto del pueblo que había quedado en la ciudad, a los que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de la plebe» (2 Re 25,8-11). Con el final de la historia de Jerusalén, con la ciudad ocupada, destruida y pasto de las llamas, y con parte del pueblo deportado a Babilonia, termina nuestro comentario al segundo libro de los Reyes. Concluye también la historia que había comenzado con el Génesis, en el caos informe, vivificado y ordenado por el Espíritu. Allí es donde aparece el Adam, el centro de la creación que culmina con el shabat, el acto/no-acto con el que Elohim, en el séptimo día, “detiene” (shabat) su creación y se separa de ella. Esta detención y esta separación suponen, a su vez, el comienzo de la historia, es decir ese entramado de vida y muerte, de virtud y pecado, de palabras de Dios y palabras de hombres y mujeres que conforman la Biblia. El shabat (no el hombre) es el culmen de la creación, así como su destino y su eskaton. La creación termina con el shabat para decirnos que la historia terminará cuando todo sea shabat, cuando la misma ley valga para todos los hombres y mujeres sin las distinciones de los estatus de los seis días restantes, y cuando la fraternidad humana abrace la tierra y el cosmos. Nunca encontraremos una relación posible y capaz de futuro con la creación sin una nueva cultura del shabat, sin aprender a “parar”.
[fulltext] =>Hoy termina la “historia” de Adán, Eva, Caín, Abel, Noé, Abraham, los patriarcas, Egipto, Moisés y la liberación de la esclavitud, la tierra prometida y, después, Samuel, Saúl, David y la monarquía, hasta el último rey de Judá, Jeconías, con el que se cierra el segundo libro de los Reyes: «El año treinta y siete del destierro de Jeconías de Judá, el día veinticuatro del mes doce, Evil Merodac, rey de Babilonia, en el año de su subida al trono, concedió gracia a Jeconías de Judá y lo sacó de la cárcel. Le prometió su favor y colocó su trono más alto que los de los otros reyes que había con él en Babilonia… Y mientras vivió se le pasaba una pensión diaria de parte del rey» (2 Re 25,27-30). Han pasado treinta y siete años desde la deportación (en el 561). Ahora encontramos una nota de esperanza: Jeconías, el rey considerado por una parte del pueblo (y por el redactor) como legítimo heredero de David, es liberado y se le asigna un puesto de relieve en la corte del nuevo rey de Babilonia, hijo de Nabucodonosor. Este dato se encuentra también en Jeremías (52,31-34) y es confirmado por algunos textos encontrados en Babilonia. La historia de Israel se cierra con el auspicio de que el exilio no tenga la última palabra. Tal vez este final sea un eco de la grande y constante enseñanza del profeta Jeremías: se ha acabado una historia, pero no la historia, porque un resto volverá. El redactor de estos últimos y tremendos capítulos ve en la rehabilitación del último rey de Judá una señal y un anuncio de que la historia que comenzó en el gran silencio de la creación tendrá continuidad. En la tela bíblica que va desde el Génesis hasta el último rey davídico, las palabras y las acciones de los profetas se entrelazan con la trama de los hechos históricos. Tanto las palabras y las acciones de los profetas que aparecen en los libros históricos (Elías, Eliseo, Isaías, la profetisa Julda, Samuel y muchos otros, con nombre o sin él, que hemos conocido estos meses), como las de otros profetas que han contribuido directamente a la interpretación de la historia que se nos narra.
La historia sería distinta, así como el sentido de los hechos y de la salvación, sin Ezequiel, Jeremías y el segundo Isaías, y sin otros profetas no falsos, casi siempre desconocidos y sin nombre. Estos profetas vieron, profetizaron y experimentaron la caída de Jerusalén y el exilio a Babilonia, y proporcionaron las primeras palabras esenciales para comprender la enorme tragedia que estaba aconteciendo ante sus ojos. A pesar del inmenso dolor, el exilio fue también un tiempo favorable de bendición para el pueblo de Judá, entre otras cosas, por la presencia de profetas en medio de la gran shoah (tempestad destructora). Mientras haya a nuestro lado un profeta compartiendo nuestro mismo infierno, siempre podremos ver desde ese infierno un retazo de paraíso. Los oráculos y los gestos de Ezequiel, las palabras enardecidas de Jeremías y los cantos del siervo de YHWH del segundo Isaías fueron la hendidura que se abría desde el infierno hacia el cielo. Por ella vieron que también en el exilio era posible una shalom. Gracias a ella, no olvidaron el pacto y la promesa y siguieron soñando con un Dios distinto, sin confundirlo con los atractivos dioses babilónicos. Podemos tener la esperanza de volver a casa si en el exilio no dejamos de soñar con ella. Los maravillosos e inmensos profetas, a los que hemos podido conocer un poco durante estos años de comentarios dominicales, mantuvieron vivo el sueño de YHWH a pesar de haber sido derrotado (la fe sigue viva en nuestras crisis si decidimos dejar que viva y resucite, y no la olvidamos por el dolor excesivo de las derrotas y las desilusiones). De este modo, después del exilio, YHWH “el señor de los ejércitos” se convirtió en YHWH “el señor de los habitantes del cielo”. La derrota política fue esencial para comprender que el reino de Dios y su oikonomía no eran los de la potencia sino los de la debilidad, que Dios vivía en el “cielo” y por eso se le podía rezar a orillas de los canales de Babilonia, incluso sin el maravilloso templo saqueado, destruido y quemado. La muerte de la antigua idea de YHWH generó en el exilio otra idea más alta, espiritual y universal, que el humanismo y la historia de la Biblia nos han dejado en herencia como un gran don teológico y ético.
En el tiempo del exilio se escribieron algunos de los libros más bellos e importantes de la Biblia. Muchos salmos florecieron a partir de aquellas lágrimas. Allí se generaron los inmensos textos proféticos y los escritos y relatos fundacionales del Génesis y del Éxodo, hijos del dolor colectivo más grande. Mientras todo caía, mientras la destrucción era radical, mientras la ciudad santa de David y el templo de Salomón eran destruidos e incendiados, esa misma tierra herida produjo algunas de las obras maestras más importantes de la literatura de todos los tiempos. En el exilio, sin templo y sin patria, aquellos escritores fueron capaces de “ver” renacer el templo de la sabiduría de Salomón, bello y puro como el primer día, cuando todo era luminoso e incontaminado. Vieron de nuevo la fe de Abraham y, mientras nos la contaban, volvieron a creer en la promesa de una tierra convertida en un amasijo de escombros. Supieron comprender y narrar con palabras espléndidas la alianza con YHWH, mientras el pacto y la elección eran barridos por Nabucodonosor y su imperio. Creyeron, vieron y escribieron palabras maravillosas acerca de Dios, porque primero fueron capaces de creérselas en la noche de la fe. De aquella oscuridad generativa nacieron la zarza ardiente, el combate de Jacob, el canto de Miriam y su danza con la pandereta, las grandes palabras del Sinaí… En medio de aquella destrucción, mientras eran conducidos a la esclavitud babilónica, nos contaron la liberación de la esclavitud egipcia. Y esa esclavitud hizo maravillosa la narración del mar abierto.
¿Y si el tiempo de hoy, en medio de la destrucción de nuestros templos, cuando una historia claramente ha terminado, fuera el tiempo de escribir los libros más bellos? Eso no sería posible sin los profetas, que fueron, como Moisés, capaces de indicar una tierra resucitada en el tiempo del sábado santo: «Llegarán días – oráculo del Señor – en que ya no se dirá: Vive el Señor, que sacó a los israelitas de Egipto, sino más bien: Vive el Señor, que nos sacó del país del norte, de todos los países por donde nos dispersó» (Jeremías 16,14-15). Una nueva promesa, una nueva alianza y una nueva tierra. Eso solo lo saben hacer los profetas. Algunas veces sabemos hacerlo, un poco, también nosotros. Cuando somos capaces de decir a un amigo palabras sublimes sobre el amor y el matrimonio desde el montón de escombros de nuestra historia de amor. O cuando decimos sinceramente palabras hermosas y verdaderas sobre la fe y sobre un Dios que dejó de hablarnos hace muchos años y nos dejó abandonados en un exilio que parece no tener fin. O cuando deseamos que exista el paraíso, aunque estamos convencidos de que no será para nosotros. Este es el significado de una de las palabras humano-divinas más hermosas: gratuidad. La Biblia es muchas cosas a la vez, pero sobre todo es un gran canto a la gratuidad. Todo es gracia, La gratuidad es también otro nombre del shabat. Si en una tierra sin templo, en Babilonia, el shabat se convirtió en el templo del tiempo, el exilio fue el shabat de la historia, el tiempo en el que todo “se detuvo”. Se detuvo el culto, se detuvieron los sacrificios, se detuvo la religión, se detuvo la elección, se detuvo la promesa e incluso se detuvo Dios. Después de esta detención colectiva y extraordinaria, nada fue como antes. En los exilios es donde se aprende el tiempo.
Una vez más hemos llegado al final. También en esta ocasión, como en todas las anteriores, nos queda la alegría del camino, de los encuentros y sobre todo de las sorpresas. Nos queda también un poco de morriña por algo que termina, que la misma Biblia se encarga de curar (en parte): «Más vale el fin de un asunto que el principio» (Qohelet 7,8). Y nos queda la sensación de haber escrito muchas palabras, pero no las debidas: ¿Será esta conciencia impotente la gratuidad de este oficio? Una vez más, gracias a Avvenire y a su director Marco Tarquinio, que desde la Navidad de hace seis años sigue creyendo en el trabajo de un economista que se obstina en comentar la Biblia. Y como siempre, gracias a vosotros, lectores, por las cartas y por vuestra benevolente amistad. Para terminar, después de estos seis meses transcurridos en compañía de los libros de los Reyes, nos queda la «oikonomia de la pequeñez»: la de David, el hijo más pequeño, elegido no por méritos sino por gracia; la de Belén, la más pequeña entre las ciudades de Judá. Nos queda la esperanza y el deseo de soñar con Dios, para no olvidarlo en el largo tiempo del exilio.
Feliz Navidad.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 15/12/2019
«Entre la última palabra dicha y la primera palabra nueva por decir, habitamos nosotros».
Pierluigi Cappello, Assetto di volo
La reciprocidad de los pactos es muy importante, e incluye las consecuencias de la reciprocidad rota. El relato de la caída de Jerusalén nos lo recuerda con inusitada eficacia y belleza.
No basta ser una minoría para ser minoría profética. Formar parte de un resto de supervivientes no es lo mismo que ser el resto de la Biblia. En la conquista babilónica, algunos hebreos fueron deportados y otros se quedaron en la patria. En cada una de estas dos comunidades – la del exilio y la de la patria – no faltaban quienes se atribuían el estatus del “resto” anunciado por Isaías. Ezequiel y Jeremías nos hablan, en páginas preciosas, de los “límites entre restos”, de las polémicas entre los hijos por la herencia ideal de los padres. Las crisis, sobre todo las grandes y decisivas, generan muchos “restos”, grupos que pretenden ser los verdaderos guardianes del primer pacto, los garantes de la primera alianza, los herederos del primer testamento. En estos conflictos identitarios, es probable que cada grupo posea algunos elementos auténticos del verdadero “resto”. Pero tan pronto como una minoría comienza a reivindicar la primogenitura en contra de los demás grupos, las buenas semillas comienzan a estropearse.
[fulltext] =>Durante las crisis, y después de ellas, es fundamental no pretender tener el monopolio de la herencia, ser capaces de convivir con otros que se reconocen en el mismo patrimonio. Una virtud importante para aquellos que se sienten honradamente parte del “resto” fiel consiste en saber convivir con otros que dicen cosas muy distintas en nombre de la misma herencia – incluidos los estafadores y falsos profetas que siempre acompañan a los verdaderos profetas. Cuando un solo grupo se siente legítimo propietario de la promesa y con derecho a ser reconocido como tal por todos los demás, es casi seguro que se trata del grupo equivocado. El espíritu ama la excedencia y el derroche. La herencia espiritual, como la verdad, es sinfónica. Solo el tiempo y la historia saben separar el trigo de la cizaña, y ningún trigo puede estar seguro, antes del último instante, de que no es cizaña. Vivimos entre palabras dichas y palabras por decir, sin ser dueños de la verdad de unas y otras. Las dudas sobre la autenticidad de la propia vocación y de la propia elección son, paradójicamente, la primera señal de autenticidad. En el repertorio humano no falta esta ignorancia buena.
Hemos llegado al culmen de los libros de los Reyes y de la historia bíblica. Aparece un nombre que por sí solo dice muchas cosas, casi todo: Nabucodonosor. «Durante su reinado, Nabucodonosor, rey de Babilonia, hizo una expedición militar, y Joaquín le quedó sometido por tres años. Pero se le rebeló. Entonces el Señor mandó contra él guerrillas de caldeos y sirios, moabitas y amonitas; los envió contra Judá para aniquilarla, conforme a la palabra que había pronunciado por sus siervos los profetas» (2 Re 24,1-2). Los envió contra Judá para aniquilarla… La interpretación de lo que el texto está narrando es inmediata. El asedio de Jerusalén, la destrucción del templo, el exilio a Babilonia y el final del reino de Judá, son queridos por Dios, porque son consecuencia de la violación de la Alianza. Ya lo había dicho antes por medio de los profetas. Ahora esa palabra se cumple, para expresar la seriedad de la palabra, el valor absoluto de una promesa, la verdad radical de la alianza. Si un pacto es verdadero, si la palabra que lo crea cuando lo pronuncia no es humo ni vanitas, entonces también debe ser verdadero todo lo que esa reciprocidad esencial implica. Un pacto es un bien relacional, por tanto está hecho de reciprocidad, y muere cuando esa reciprocidad falta. La destrucción del templo y el final del reino son inherentes a la verdad de la alianza con Abraham y Moisés. Esto es verdaderamente importante.
Los libros de los Reyes nos dicen que el final comenzó cuando Salomón importó a Jerusalén dioses extranjeros. La escena de la devastación del templo es fuerte y sugerente: «En aquel tiempo, los oficiales de Nabucodonosor, rey de Babilonia, subieron contra Jerusalén y la cercaron. Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó a Jerusalén cuando sus oficiales la tenían cercada. Jeconías de Judá se rindió al rey de Babilonia… El rey de Babilonia los apresó el año octavo de su reinado. Se llevó los tesoros del templo y de palacio, y destrozó todos los utensilios de oro que Salomón, rey de Israel, había hecho para el templo según las órdenes del Señor» (24,10-13). Según las órdenes del Señor: de nuevo la misma tesis. Con el saqueo de los tesoros del templo y del palacio (posiblemente un dato anacrónico, pues este episodio aconteció probablemente diez años más tarde, con la segunda deportación durante la destrucción de Jerusalén y del templo), se cierra un larguísimo ciclo de siglos de duración. La corrupción del corazón de Salomón y de muchos reyes que se sucedieron después de él, llega ahora a su culmen, con la substracción del tesoro y la destrucción de los objetos.
La palabra que conduce a Nabucodonosor hasta Jerusalén es la misma palabra de la bendición, engañada pero irrevocable, de Isaac a Jacob, la misma palabra que creó la luz y el Adam. Si el Adam es verdadero, si las diez palabras son verdaderas, si Belén es verdadero, entonces también Nabucodonosor debe ser verdadero. Esta es la verdad tremenda, dramática y estupenda de la palabra bíblica, una palabra que es verdadera porque es fiel hasta sus últimas consecuencias: «el Señor no quiso perdonar» (24,4). También esta es palabra bíblica, también aquí está su unicidad, también este es su mensaje dirigido a nuestras palabras.
Los escribas que compusieron estos capítulos querían decirnos que esa destrucción contenía la misma verdad que la Alianza y el Sinaí. En la Biblia, la alianza y los pactos son algo inmenso, tienen un valor infinito que los lectores del siglo XXI hemos dejado de entender. En el humanismo bíblico los pactos humanos tienen su fundamento en un maravilloso e impensable pacto con Dios. Una religión de la alianza ha podido fundar una cultura de la alianza que todavía, aunque con dificultades, sigue sosteniendo la cultura occidental. Gracias, entre otras cosas, al valor de este pacto fundacional, hemos sabido dar vida a los matrimonios, a las empresas, a las cooperativas, a las ciudades y después a los estados nacionales y a la Unión Europea. La religión de la alianza es la posibilidad de que nuestros “para siempre” puedan ser verdaderos, aunque los pronunciemos en medio de la ignorancia del futuro. Pero esta alianza es también la fuente del valor infinito de la reciprocidad en los pactos. Cuando salgo por última vez por la puerta de casa, te digo que el pacto de reciprocidad que hicimos años antes era verdadero, que no era humo ni viento. Mientras me marcho, me digo a mí mismo y a ti la verdad del primer pacto y del tiempo que he pasado. Ciertamente, también puedo perdonarte y quedarme en casa – muchas personas lo hacen cada día, y así resucitan muchos pactos de sus sepulcros –, pero eso no quita verdad a la marcha; aunque después la misma Biblia nos diga que esa marcha, si bien es verdadera, no tiene la última palabra, porque “un resto volverá”.
La interpolación que la comunidad de redactores hizo de la destrucción de Jerusalén es extraordinaria y esencial. Frente a la tragedia, los escribas habrían podido gritar el abandono, quejarse a YHWH por haber renegado de la alianza. En cambio, eligieron leer la terrible realidad desde la fe, aferrados a la cuerda-fides que les mantenía unidos al cielo, a su pasado, al futuro posible y al “resto” que continuaría la historia. Esta lectura fue la única capaz de salvar su fe y a su pueblo distinto, porque la verdadera alternativa que tenían era afirmar que su Dios era tan solo un ídolo, una vanitas como cualquier otra. Sin embargo, salvaron la fe, salvaron la palabra y la alianza, y salvaron a Dios. Como Job.
Por eso la destrucción de Jerusalén es verdaderamente el corazón de la Biblia, el centro gravitacional de su fe y de su humanismo. Con toda probabilidad, no tendríamos Biblia, o sería totalmente distinta, si la comunidad de escribas, sacerdotes y profetas, destrozados por el exilio, hubiera elegido salvarse a sí misma condenando a Dios. El “resto” puede volver y continuar la historia si mantenemos viva la verdad del primer pacto asumiendo todas las consecuencias.
El exilio babilónico produjo una de las mayores revoluciones religiosas y éticas de la historia de la humanidad. Allí, en tierra extranjera e idólatra, nació el culto sin templo, Dios dejó de ser prisionero de su territorio. Y, sobre todo, terminó la era de la identificación de la verdad con la victoria, porque se comprendió que YHWH podía seguir siendo verdadero aunque fuera derrotado, que nuestras verdades pueden ser verdaderas aunque no triunfen, que una vida puede ser verdadera aunque muera. Esta innovación antropológica y teológica decisiva fue posible porque aquella comunidad de escritores-intérpretes eligió su propia condena religiosa para salvar la verdad del Dios de la alianza y de la promesa, para dárnosla en herencia.
Junto al oro del templo y del palacio, en esta primera deportación (del 598-597), los babilonios se llevaron a las élites militares, técnicas e intelectuales: «Deportó a todo Jerusalén, los generales, los ricos – diez mil deportados –, los herreros y cerrajeros; solo quedaron los pobres. Nabucodonosor deportó a Jeconías a Babilonia» (24,14-15). Solo quedaron los pobres... En este relato trágico surge de nuevo la polémica de los “restos”. La mano que escribió o completó este versículo pertenecía al grupo (golá) de deportados a Babilonia que se consideraba el verdadero resto fiel. Llama “pobres” a los que se quedaron en la patria, que en cuanto pobres no podían pretender tener el estatus de herederos de la promesa. Como si ser pobres no fuera compatible con habitar el Reino, con ser llamados “bienaventurados”.
Para terminar, dentro de estas páginas trágicas hay un detalle que puede pasar inadvertido: «El rey de Babilonia nombró rey en lugar de Jeconías a su tío Matanías, y le cambió el nombre en Sedecías» (24,17). El nuevo soberano cambia el nombre al rey nombrado por él. La misma operación la realizaron unos años antes los egipcios con el padre del rey Jeconías: «El faraón Necó nombró rey a Eliacín, hijo de Josías, como sucesor de su padre, Josías, y le cambió el nombre por el de Joaquín» (23,34). Una costumbre antigua y siempre actual de los señores consiste en cambiar el nombre a sus súbditos. Cuando un hombre o una mujer nos cambia el nombre, el nuevo nombre es un sello de propiedad privada. El Dios bíblico no nos cambia el nombre. Nos deja el nuestro, lo ama, lee en él nuestra vocación y sabe llamarnos con el primer nombre: Samuel, Agar, María. Las pocas veces que lo cambia (con Abraham, Sara, Jacob o Simón) es para indicarnos un horizonte o una vocación aún más libres y amplias.
Es difícil cruzar el mundo y terminar el viaje con el mismo nombre con el que vinimos. Los encuentros y las heridas, al mismo tiempo que nos en-señan el nombre del otro, intentan hasta el final no solo herir nuestro nombre (algo necesario y generalmente bueno), sino cambiarlo, ponernos el sello y transformarnos de hijos en esclavos. Que podamos conservar el nombre del primer día para que podamos oírlo pronunciar el último día.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 15/12/2019
«Entre la última palabra dicha y la primera palabra nueva por decir, habitamos nosotros».
Pierluigi Cappello, Assetto di volo
La reciprocidad de los pactos es muy importante, e incluye las consecuencias de la reciprocidad rota. El relato de la caída de Jerusalén nos lo recuerda con inusitada eficacia y belleza.
No basta ser una minoría para ser minoría profética. Formar parte de un resto de supervivientes no es lo mismo que ser el resto de la Biblia. En la conquista babilónica, algunos hebreos fueron deportados y otros se quedaron en la patria. En cada una de estas dos comunidades – la del exilio y la de la patria – no faltaban quienes se atribuían el estatus del “resto” anunciado por Isaías. Ezequiel y Jeremías nos hablan, en páginas preciosas, de los “límites entre restos”, de las polémicas entre los hijos por la herencia ideal de los padres. Las crisis, sobre todo las grandes y decisivas, generan muchos “restos”, grupos que pretenden ser los verdaderos guardianes del primer pacto, los garantes de la primera alianza, los herederos del primer testamento. En estos conflictos identitarios, es probable que cada grupo posea algunos elementos auténticos del verdadero “resto”. Pero tan pronto como una minoría comienza a reivindicar la primogenitura en contra de los demás grupos, las buenas semillas comienzan a estropearse.
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di Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 08/12/2019
«¿Cómo pudo el mismo Josías pasar por alto a Jeremías y mandar a los emisarios a Julda? Los sabios respondieron: Porque las mujeres son más compasivas que los hombres, y por eso él confiaba en que sus palabras no serían excesiva-mente duras».
Talmud, Meguilá 14b
El hallazgo de un libro en el templo se convierte en el fundamento para una gran reforma religiosa. Ahí encontramos a la profetisa Julda, que nos recuerda el significado de las mujeres y de la profecía.
Un padre justo y un gran milagro no son garantía de que los hijos vayan a seguir escribiendo una historia justa y buena. Después de Ezequías, el rey bueno y fiel que salvó a Jerusalén por su fe en Dios, en Judá reinaron dos reyes malos, Manasés y Amón (2 Re 21), que volvieron a edificar altares a los dioses extranjeros, recuperando y reactivando los antiguos cultos populares cananeos que no habían llegado a extinguirse entre la gente. Tras el espléndido paréntesis de Ezequías, retorna la idolatría, la antigua enfermedad de Israel y de todos los hombres, constructores infatigables de ídolos a los que adorar. Somos consumidores de muchas cosas, pero, en primer lugar y por encima de todo, somos consumidores de ídolos.
[fulltext] =>En el ciclo de la alternancia entre el bien y el mal, después de Amón viene Josías, el nuevo David, tan amado por la Biblia al menos como su antepasado Ezequías: «Cuando Josías subió al trono tenía dieciocho años, y reinó treinta y un años en Jerusalén… Hizo lo que el Señor aprueba» (2 Re 22, 1-2).
Josías se nos presenta como un restaurador del templo. El texto describe sus trabajos con palabras muy parecidas a las que utilizó en el capítulo 12 para las obras de restauración del rey Joás. Nuevamente se funde la plata, recogida por los “guardianes del umbral”, se transforma en monedas y se entrega a los carpinteros y albañiles. La descripción de la obra del templo se cierra con las mismas palabas usadas para la restauración de Joás: «Que no les pidan cuentas del dinero que les entregan, porque se portan con honradez» (22, 7). Las palabras buenas sobre la honradez y la lealtad de los trabajadores no deben callarse nunca, sobre todo si están en la Biblia. Hoy más que nunca necesitamos palabras buenas sobre los trabajadores, bendiciones sobre el trabajo, antes incluso que puestos de trabajo, ya que sin ellas los puestos de trabajo no existen o son malos.
Los trabajos de restauración dan lugar a uno de los acontecimientos más importantes de la Biblia: entre las obras se encuentra un libro. «El sumo sacerdote Jelcías dijo al cronista Safán: He encontrado en el templo el libro de la ley (Sefer ha-Torah)» (22, 8). Se trata de un hallazgo excepcional. No sabemos cuánto hay de histórico en este descubrimiento, puesto que en la literatura de la época era frecuente sustentar una reforma religiosa en el hallazgo de un texto, real o imaginario, que se convertía en mito fundacional de una nueva era. Mucho se ha escrito acerca de este hallazgo. Para algunos historiadores el libro era una primera versión del que hoy conocemos con el nombre de Deuteronomio, o al menos la parte que contiene la Ley de Moisés (Torah). Un albañil, o tal vez un grupo de teólogos, encontró, en el templo o en el mito, un fundamento más antiguo para su fe, y sobre él, un grupo de reformadores, en tiempos de corrupción religiosa, fundó su reforma.
No es raro que una minoría profética, si quiere una reforma radical, base su acción en un elemento más antiguo, ya que en ese elemento antiguo ve algo puro y genuino que con el tiempo se ha contaminado y ha decaído. Unas veces se trata de una tradición olvidada o de palabras del fundador borradas por el tiempo; otras veces es un texto, un libro, una carta o un “evangelio” perdido o considerado apócrifo por la mayoría pero que para los reformadores contiene un mensaje auténtico. En el mundo antiguo, incluida la Biblia, lo más antiguo era también lo más verdadero. En aquella cultura se tenía la convicción de que el comienzo contenía el principio ideal, que en él se encontraba la promesa antes de nuestros compromisos y el pacto antes de nuestras infidelidades. Se tenía la certeza de que, para salir de la crisis del presente, el principal y tal vez único recurso era un pasado distinto, una tierra incontaminada y todavía fértil para generar futuro: «al principio no era así». Es como cuando caemos dentro de un horizonte empequeñecido y oscurecido y sentimos que, para dar nueva vida a nuestra relación, debemos regresar a los días del primer amor, a las palabras distintas capaces de pronunciar una esperanza infinita. Comprendemos que debemos intentar ver el corazón del otro y el nuestro tal y como los conocimos en el primer pacto, y después hacer que el pasado resucite al presente, que parece muerto. No es nostalgia, sino todo lo contrario: en la Biblia se llama memoria. En estos casos no se mira hacia atrás, solo hacia delante. Como Moisés, que desde el monte Nebo no vio Egipto, sino el Jordán. A veces, ese texto antiguo es encontrado verdaderamente dentro de la “restauración” de una obra, emerge como un regalo a partir de un trabajo sobre los fundamentos. Otras veces el libro se “crea”, nace de la escucha del dolor de la gente. La historia puede ser “producida” en el presente por un amor más grande, porque el libro puede ser generado por la carne y la sangre de aquellos que creen que el origen no está perdido para siempre y puede resucitar. Las identidades, individuales y colectivas, siempre son creaciones del presente, incluso cuando parten del pasado.
El rey justo Josías partió del hallazgo de un libro antiguo y reformó el culto: destruyó los altares paganos que poblaban su región, eliminó del templo a los prostitutos sagrados, expulsó a los sacerdotes cananeos y destruyó también el antiguo altar sagrado de Betel (23, 4-14). Además, «Josías profanó el Tofet, en el valle de Ben-Hinón, para que nadie quemase a su hijo o a su hija en honor de Moloc» (23, 10). Toda reforma buena comienza dejando de matar a los niños, dejando de pasarlos por el fuego y de ofrecérselos a los distintos Moloc.
La reforma de Josías fue un momento esencial en la historia de la salvación. Marcó el paso del templo al libro, que se convirtió en centro y “lugar” de la fe. La operación se reveló decisiva para el tiempo del exilio, que pronto llegaría. Israel consiguió sobrevivir setenta años sin templo, porque Josías y su escuela de escribas y sacerdotes trasladaron el eje del templo al libro. La Torah se convirtió en un templo móvil, en una nueva Arca de la Alianza que siguió a la caravana por el mundo y por el tiempo, durante mil diásporas y destrucciones. La destrucción de Josías se convirtió en la posibilidad de conservar la fe en medio de otras destrucciones devastadoras y totales.
Llama la atención en estos versículos la fuerza de la destrucción creadora de Josías: «El rey mandó… que sacaran del templo todos los utensilios fabricados para Baal, Astarté y todo el ejército del cielo… Suprimió a los sacerdotes establecidos por los reyes de Judá para quemar incienso en los altozanos… y a los que ofrecían incienso a Baal, al sol y a la luna, a los signos del zodiaco y al ejército del cielo» (23, 4-5). Sin el valor de la destrucción no se puede llevar a término ninguna reforma seria, porque la corrupción consiste casi siempre en la acumulación – progresiva, continua y no intencionada – de cosas, ideas-ideologías-ídolos, prácticas y tradiciones que van ocupando poco a poco el “templo” de la ciudad y del alma. Así es como el lugar en el que al principio había “solo una voz”, la desnudez parlante de infinito donde un día tocamos el cielo, se va llenando de cosas, hasta que el sonido de la primera voz se hace imperceptible. Pero el desescombro de los locales cuesta mucho – nosotros y nuestros amigos nos encariñamos demasiado con las cosas sagradas – y por eso fracasan casi todas las reformas, por la incapacidad de sostener el dolor de la destrucción. La reforma es una operación de vaciado para volver al templo desnudo y después suplicar esperando que la voz vuelva a hablar. La voz no siempre vuelve, porque el tiempo de las voces muchas veces es el de la juventud; pero es preferible un templo vacío y mudo a un templo lleno de voces falsas, porque mientras el espacio esté deshabitado siempre podemos tener la esperanza de oír en el silencio una voz distinta, aunque sea la voz del último ángel.
También es importante, en este capítulo fundamental, la entrada en escena de una de las profetisas nombradas expresamente en la Biblia: Julda. A Josías le impresionan las palabras del libro hallado (que anuncian desventuras para el pueblo a causa de sus infidelidades), y quiere una prueba de su autenticidad. En la Biblia, los “certificadores” de la palabra verdadera de YHWH son los profetas: «El sacerdote Jelcías, Ajicán, Acbor, Safán y Asasías fueron a ver a la profetisa Julda, esposa de Salún… Le expusieron el caso» (22, 14). La profetisa Julda convalida la palabra como palabra de YHWH, pero profetiza que Josías no verá la destrucción de Jerusalén. Julda profetiza con palabras muy parecidas a las de Jeremías, que aquí no es nombrado, si bien por aquel entonces (alrededor del 620-622) ya estaba activo en la ciudad.
¿Por qué se consulta a una profetisa, a una mujer, para una opinión de suma importancia? Es una pregunta que se han hecho muchos, desde tiempos antiguos, aventurando varias respuestas. La Biblia no nos da muchos elementos sobre Julda. Por Ezequiel sabemos que en Jerusalén había profetisas activas, que él condena por haber «profanado al Señor» (Ez 13, 19). Según algunos expertos, es posible que en el tiempo difícil del pre-exilio y, después, del exilio, se produjera un conflicto entre profetas que determinó la exclusión de Julda de la narración oficial, por haber sido derrotada por otros profetas más poderosos y famosos. Sin embargo, según un reciente y controvertido estudio de Preston Kavanagh (Huldah: The Prophet Who Wrote Hebrew Scripture, 2012), Julda fue una figura fundamental en la Biblia (que escribió o tuvo influencia en un tercio de las escrituras hebreas). Según Kavanagh, el anagrama de su nombre aparece 1.773 veces en la Biblia, ya que los «escritores bíblicos usaban el anagrama como los escritores modernos usan la cursiva, para poner de relieve algún punto» (p.12). Es una tesis extrema, difícilmente defendible (los nombres bíblicos que se pueden formar con el anagrama de Julda son muchos), que, en todo caso, nos recuerda la importancia de las profetisas y de las mujeres en el humanismo bíblico; una importancia incluso mayor que la que la Biblia atestigua, que ya es notable. Todos sabemos que entre mujer y profecía existe una gran afinidad.
Julda en hebreo significa comadreja (o marta), nombre que, según el Talmud, mereció por haberse atrevido a llamar al rey simplemente “hombre” («Decidle al hombre que os ha enviado»; 22, 15). Las profetisas llaman al rey por su nombre. Las mujeres, más que los varones, saben que los poderosos son hombres, como todos. Se lo recuerdan a ellos y nos lo recuerdan a nosotros, empezando por la propia casa. Este es un don inmenso para los poderosos y para todos. Don de mujeres, don de profetisas, don de profecía. Sin profecía, los jefes se comportan siempre como reyes. No experimentan la reciprocidad entre iguales y por tanto no conocen la felicidad. Viven tristes en su soledad dorada, rodeados de aduladores serviles. Y a la larga, no pudiendo ser hombres como todos, se vuelven inhumanos. Por esto, entre otras cosas, la profecía es un recurso esencial de la tierra.
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Credits foto: @majacalfi
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di Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 08/12/2019
«¿Cómo pudo el mismo Josías pasar por alto a Jeremías y mandar a los emisarios a Julda? Los sabios respondieron: Porque las mujeres son más compasivas que los hombres, y por eso él confiaba en que sus palabras no serían excesiva-mente duras».
Talmud, Meguilá 14b
El hallazgo de un libro en el templo se convierte en el fundamento para una gran reforma religiosa. Ahí encontramos a la profetisa Julda, que nos recuerda el significado de las mujeres y de la profecía.
Un padre justo y un gran milagro no son garantía de que los hijos vayan a seguir escribiendo una historia justa y buena. Después de Ezequías, el rey bueno y fiel que salvó a Jerusalén por su fe en Dios, en Judá reinaron dos reyes malos, Manasés y Amón (2 Re 21), que volvieron a edificar altares a los dioses extranjeros, recuperando y reactivando los antiguos cultos populares cananeos que no habían llegado a extinguirse entre la gente. Tras el espléndido paréntesis de Ezequías, retorna la idolatría, la antigua enfermedad de Israel y de todos los hombres, constructores infatigables de ídolos a los que adorar. Somos consumidores de muchas cosas, pero, en primer lugar y por encima de todo, somos consumidores de ídolos.
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di Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 01/12/2019
«Abraham encontró a su antagonista en una figura torpe, aislada y áspera de la Biblia: Job. Si Abraham era la gracia no fundada en el mérito, Job era la desgracia no fundada en la culpa».
Roberto Calasso, Il libro di tutti i libri
La decadencia del final incluso de las historias más nobles, es el lenguaje con el que la Biblia nos dice que todo es gracia y que la elección no está unida a nuestros méritos.
Los días más luminosos de nuestra vida, que siempre son demasiado escasos, son aquellos en los que nos hemos sentido comprendidos y estimados, no por nuestros méritos o deméritos, sino por alguien – una esposa, un hermano, una madre o un amigo – que nos ha amado en nuestras imperfecciones, en nuestras limitaciones y en nuestras ambivalencias y ambigüedades. Un día distinto, una persona ha visto nuestro corazón y su sinceridad, y nos ha apreciado y amado, no a pesar de nuestras limitaciones e imperfecciones, sino gracias a ellas. Estas pocas relaciones distintas que nos acompañan toda la vida son encuentros entre dos corazones sinceros que han podido verse de este modo, al menos una vez. Son pactos nacidos de una alquimia entre dos almas que se han encontrado en su desnudez, antes y más allá de los méritos y los deméritos. Después podemos alegrarnos por los méritos y sufrir y enfadarnos por los deméritos propios y ajenos, siempre dentro de esas relaciones distintas. Pero sabemos que estas cosas son poco importantes, porque es mucho más importante el corazón que hemos visto, comprendido y sobre todo amado, al menos una vez, en un día especial. Aunque no lo sepamos, esta es la mirada que buscamos desde el día en que venimos a la luz, y la seguimos buscando tenazmente hasta el final. Sin esta mirada distinta, sin al menos una persona que nos vea de este modo (estas miradas duran para siempre), la existencia se hace demasiado difícil, a veces imposible. Si algo en la vida me sigue fascinando y seduciendo cada mañana, no es la búsqueda de ninguna forma de perfección moral, sino el entusiasmo de seguir caminando en busca de sorpresas, en compañía de los vicios y las virtudes propias y ajenas, viviendo una vida en la que las heridas que inevitablemente causamos a los demás, en el cuerpo y en el alma, y las que recibimos de ellos en la lucha cuerpo a cuerpo, sean también ventanas desde las que ver un pedazo de cielo.
[fulltext] =>Uno de los mensajes más hermosos de la Biblia, tal vez su mejor carta de amor para nosotros, nos dice que, si aún no hemos encontrado entre los seres humanos a nadie que consiga llegar hasta la sinceridad más sincera de nuestra intimidad, hay una mirada de última instancia, la de Aquel que “ve el corazón” más allá de los méritos y las culpas. Es un mensaje dicho y repetido mil veces y de muchos modos, una cuerda hecha de muchos hilos que une las primeras páginas con las últimas. Cuando no conseguimos ver la sinceridad de nuestro corazón ni la de otros corazones, podemos tomar prestados los ojos de la Biblia para descubrir, un día, que esos ojos se han convertido en los nuestros. El milagro más estupendo de la Biblia quizá consiste en vernos con el tiempo transformados en alguno de sus personajes más amados, leídos y releídos: en salir a las calles con las mismas vísceras emocionadas del samaritano, en regresar de las pocilgas sin méritos y sentir el abrazo misericordioso, en dejar de maldecir por nuestros montones de estiércol y comenzar a llamar solo a Dios. La Biblia, aunque está atravesada por una línea meritocrática arcaica y en parte heredada de las culturas de los pueblos con los que entró en contacto a lo largo de su historia, en su alma más profunda no asocia la elección (del pueblo ni de las personas individuales) con los méritos y las virtudes, y no descarta a nadie solo ni en primer lugar por sus pecados. Nos presenta a Abraham, Jacob, Moisés, David y Salomón como personas que no son más merecedoras que los demás hombres. Muchos de los mejores personajes de los libros bíblicos cometen pecados muy graves (como David) y a veces terminan su vida con una decadencia moral (como Salomón). De este modo, la Biblia nos recuerda que la elección es solo gracia, total gratuidad. Cuando la Biblia llama “justo” a alguien, no lo hace para justificar su elección, sino para indicar una tarea de salvación (Noé) o para refutar la tesis de una desventura unida a la culpa (Job). Además, con respecto a los profetas, la Biblia no nos habla en absoluto de sus méritos y deméritos, porque en esta economía estas cosas son absolutamente secundarias, puesto que los profetas solo tienen que transmitir una palabra que no es suya y que se revela más fuerte y eficaz que sus vicios y virtudes. Y si la palabra de Dios es más fuerte incluso que los pecados, siempre puede llevar a nuestros abismos desesperados una palabra de salvación. La esperanza bíblica es siempre esperanza de la palabra.
Después de destruir los ídolos, entre ellos la serpiente de bronce de Moisés, Ezequías solo cree en YHWH y obtiene, junto al profeta Isaías, el gran milagro de una victoria inesperada sobre la superpotencia asiria: «Por eso así dice el Señor acerca del rey de Asiria: No entrará en esta ciudad, no disparará contra ella su flecha … Aquella misma noche salió el ángel del Señor e hirió en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres … Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento, se volvió a Nínive y se quedó allí» (2 Re 19, 32-36). Ezequías recibe después un segundo “milagro”: la curación, por medio del profeta Isaías, de una enfermedad mortal, y otros quince años de vida regalados por Dios, que escucha su oración sincera y de este modo rectifica la palabra de Isaías con la que le había anunciado la muerte inminente (20, 1-11). Pero después de estas grandes empresas, los libros de los Reyes nos muestran a un Ezequías que, al envejecer, pierde algo de la belleza y la justicia de la primera parte de su reinado. En un momento determinado de su recorrido histórico, aparece Babilonia: «En aquel tiempo, Merodac Baladán, hijo de Baladán, rey de Babilonia, envió cartas y regalos al rey Ezequías» (20,12). Ezequías recibe a los embajadores babilónicos y les muestra todo el oro y las riquezas del palacio y de Jerusalén. Falta más de un siglo para la llegada de Nabucodonosor, pero Isaías ya ve y profetiza la gran desgracia de la deportación: «Entonces Isaías dijo a Ezequías: Escucha la palabra del Señor: Mira, llegarán días en que se llevarán a Babilonia todo lo que hay en tu palacio, cuanto atesoraron tus abuelos hasta hoy. No quedará nada, dice el Señor. Y a los hijos que salieron de ti, que tú engendraste, se los llevarán a Babilonia para que sirvan como palaciegos del rey» (20,16-18).
Por el libro del profeta Jeremías, nosotros sabemos que el recuerdo del milagro de Ezequías-Isaías sobre los asirios no ayudó al pueblo durante el asedio de Nabucodonosor. La victoria obtenida en este contexto se convirtió en motivo de ilusión para la gente de Jerusalén, proporcionando a los falsos profetas un material eficacísimo para cultivar las ilusiones del pueblo en la llegada de un nuevo milagro. Y efectivamente, en nombre del gran milagro obtenido contra los asirios, el pueblo no creyó a otro gran profeta, Jeremías, que indicaba el único camino bueno: la rendición ante las tropas de Nabucodonosor. No es raro que el recuerdo de un episodio similar de ayer nos conduzca a un camino equivocado hoy. El ejercicio de la memoria es uno de los más difíciles en las historias espirituales y carismáticas, porque una elección (por ejemplo, la resistencia de Ezequías hasta el final) que se ha revelado justa y bendecida en un contexto determinado, puede resultar equivocada y pésima en otro contexto. Estamos ante uno de los casos más importantes en la Biblia de un uso equivocado del pasado: el pueblo de Israel no hizo un buen uso del recuerdo del milagro con los asirios, y cuando se encontró en una gran crisis, parecida a la de Ezequías, Jeremías tuvo que combatir contra el embotamiento del presente reforzado por el recuerdo del pasado, y fue derrotado. Evocar de nuevo el milagro con los asirios de los tiempos de Isaías fue una desgracia en tiempos de Jeremías, puesto que el pueblo no se rindió a los babilonios y fue destruido y deportado. Dos grandes profetas pueden decir cosas opuestas en circunstancias parecidas, y usar las palabras de un profeta del pasado para un discernimiento concreto puede conducir a realizar una acción equivocada. La sabiduría de una comunidad que tiene que enfrentarse a una crisis parecida a otra del pasado, no consiste en recordar las decisiones concretas y empíricas, ni tampoco en releer las palabras que dijo en ese contexto un gran profeta. La única sabiduría frente a la crisis de hoy consiste en escuchar las palabras que un verdadero profeta nos dice hoy, y seguirlas.
En la historia personal de Ezequías, es importante la respuesta que da a la profecía de Isaías: «Ezequías dijo: Es auspiciosa la palabra del Señor que has pronunciado, porque se decía a sí mismo: Mientras yo viva, habrá paz y seguridad» (20,19). Es una respuesta cuanto menos extravagante, que deja traslucir cierto cinismo y sobre todo falta de interés por la suerte de los hijos y “por los días” de las futuras generaciones, una dimensión moral decisiva para el humanismo bíblico. El libro de las Crónicas – estos hechos de Ezequías son narrados por tres libros bíblicos: Reyes, Crónicas e Isaías –, expresa un juicio más claro sobre la conclusión de la vida de Ezequías: «Ezequías no correspondió a este beneficio; al contrario, se llenó de orgullo» (2 Crónicas 32,25). La historia nos dice que en los reinados largos (Ezequías reinó 29 años: 18,2) hasta los mejores reyes se corrompen, e incluso los más justos tienden a transformarse en tiranos.
La historia de Ezequías también conoce la decadencia del final. Nunca resulta fácil conservar de adultos la belleza de la juventud. Incluso las personas más nobles y justas están expuestas al peligro muy real del declive moral en el tramo final de su vida. Esta suerte iguala a las personas y a las instituciones, porque tampoco las empresas, las organizaciones y las comunidades generalmente consiguen mantener por la tarde las promesas del alba. Ezequías fue un rey justo, a pesar de su final. Es la ley de la vida. En la infancia se siembran más semillas que las que florecerán en la juventud y muchas más que las que darán fruto en la madurez. Y aunque los frutos adultos sean muchos y sabrosos, nunca podrán igualar la pureza y la inocencia iniciales de la semilla antes de marchitarse y morir en la tierra de la historia. Por eso, una tentación muy frecuente en la fase adulta de las historias nacidas de semillas raras y puras es la nostalgia de la primera semilla, de su bella entereza; nostalgia del uno antes de perderse y contaminarse en el múltiple. Olvidamos que, bajo el sol, los frutos solo pueden nacer de la muerte del uno, y que la excedencia de la primera siembra es necesaria para la bondad de los frutos, aunque sean pocos o solo haya uno. La eficiencia no es una categoría del espíritu. Muchas decadencias de la vida adulta ya están inscritas en la infancia. Muchas, pero no todas, porque hay decadencias evitables, que no son necesarias. Pero solo nos daremos cuenta al final, cuando la única sabiduría posible sea pronunciar, dócilmente, el último “amén”. Y, en esa última mirada, no faltará nada.
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Roberto Calasso, Il libro di tutti i libri
La decadencia del final incluso de las historias más nobles, es el lenguaje con el que la Biblia nos dice que todo es gracia y que la elección no está unida a nuestros méritos.
Los días más luminosos de nuestra vida, que siempre son demasiado escasos, son aquellos en los que nos hemos sentido comprendidos y estimados, no por nuestros méritos o deméritos, sino por alguien – una esposa, un hermano, una madre o un amigo – que nos ha amado en nuestras imperfecciones, en nuestras limitaciones y en nuestras ambivalencias y ambigüedades. Un día distinto, una persona ha visto nuestro corazón y su sinceridad, y nos ha apreciado y amado, no a pesar de nuestras limitaciones e imperfecciones, sino gracias a ellas. Estas pocas relaciones distintas que nos acompañan toda la vida son encuentros entre dos corazones sinceros que han podido verse de este modo, al menos una vez. Son pactos nacidos de una alquimia entre dos almas que se han encontrado en su desnudez, antes y más allá de los méritos y los deméritos. Después podemos alegrarnos por los méritos y sufrir y enfadarnos por los deméritos propios y ajenos, siempre dentro de esas relaciones distintas. Pero sabemos que estas cosas son poco importantes, porque es mucho más importante el corazón que hemos visto, comprendido y sobre todo amado, al menos una vez, en un día especial. Aunque no lo sepamos, esta es la mirada que buscamos desde el día en que venimos a la luz, y la seguimos buscando tenazmente hasta el final. Sin esta mirada distinta, sin al menos una persona que nos vea de este modo (estas miradas duran para siempre), la existencia se hace demasiado difícil, a veces imposible. Si algo en la vida me sigue fascinando y seduciendo cada mañana, no es la búsqueda de ninguna forma de perfección moral, sino el entusiasmo de seguir caminando en busca de sorpresas, en compañía de los vicios y las virtudes propias y ajenas, viviendo una vida en la que las heridas que inevitablemente causamos a los demás, en el cuerpo y en el alma, y las que recibimos de ellos en la lucha cuerpo a cuerpo, sean también ventanas desde las que ver un pedazo de cielo.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 24/11/2019
«En tiempos de Ezequías, la serpiente de bronce ya no curaba; es más: hacía daño. Eso es lo que puede ocurrir con los valores del pasado, porque Dios no da garantía alguna a las cosas de las que ha querido servirse en algún momento».
Paolo De Benedetti, Ezechia e il serpente di bronzo.
El arte de toda reforma está en saber qué elementos de los orígenes hay que salvar y cuáles hay que destruir, como hizo el rey Ezequías con el arca y con la serpiente de bronce.
El pasado, los orígenes, las raíces de una historia y de una vida, a menudo son recursos esenciales para saber cómo y por dónde continuar en el presente esa historia y esa vida. Pero a veces, en algunas fases raras y cruciales de las comunidades e instituciones, la referencia a los orígenes puede convertirse en una trampa mortal. Necesitamos discernir los espíritus del pasado a la luz de la experiencia presente, como ocurre a veces en las familias, cuando el sentido de un acontecimiento doloroso vivido por el abuelo se revela, tres generaciones después, en la historia luminosa de un nieto. El pasado está vivo y es vivificante si sabe cambiar, morir y resucitar en el presente. En los acontecimientos humanos, a veces son los frutos los que regeneran las raíces. Por ejemplo, durante los procesos de reforma de las comunidades, instituciones y organizaciones, el origen de una tradición, una regla o un principio no es suficiente para entender su sentido presente y futuro. Hay que mirar al hoy, al uso corriente que se hace de ellos. Cuando en las comunidades y en las instituciones se necesita una reforma ética, hay que saber reconocer qué tradiciones de los orígenes hay que conservar y cuáles hay que olvidar.
[fulltext] =>El Reino del Norte ha sido conquistado por los asirios. La superpotencia es ahora una amenaza para el Reino del Sur, Judá, y su capital Jerusalén. Mientras tanto, ha ascendido al trono Ezequías: «Hizo lo que el Señor aprueba, igual que su antepasado David» (2 Re 18,3). Finalmente, tras una larga serie de reyes más o menos corruptos e idólatras, llega un rey justo. Su rectitud se manifiesta en la lucha idolátrica y en la afirmación del mono-culto a YHWH, un tema muy querido por el autor de estos libros históricos. «Suprimió las ermitas de los altozanos, destrozó los cipos, rompió las estelas» (18,4). Destruye las ermitas de los altozanos, es decir los altares dedicados a los dioses extranjeros ubicados en lugares altos (las tristemente célebres bamot, odiadas por todos los profetas), que sus predecesores, incluso los mejores, no habían conseguido eliminar, evidentemente porque a la gente le gustaban y los frecuentaba (a los pueblos del Mediterráneo y del Medio Oriente siempre les han gustado los altares, también ahora). Junto con los altares elimina las estelas rituales (massebot) y los cipos sagrados (asere), símbolos de fertilidad asociados a la divinidad femenina Asera/Istar/Astarté, diosa muy venerada y popular en la zona. Sin embargo, el elemento más original de la reforma religiosa de Ezequías es otro: «Trituró la serpiente de bronce que había hecho Moisés» (18,4). El celo religioso de este rey le lleva a destruir una reliquia, un objeto sagrado que se remonta nada menos que hasta Moisés, el icono de la Ley y de la Alianza con YHWH. Posiblemente no haya otro nombre mejor que el de Moisés para evocar sobre la tierra el nombre de YHWH; ningún otro nombre es, como él, símbolo de pureza cultural, de lucha anti-idolátrica (el becerro de oro) y del Dios único, verdadero y distinto. Entonces ¿por qué Ezequías destruye un objeto-documento que evoca directamente la memoria de Moisés y además está relacionado con un episodio importante del Éxodo, que forma parte de la tradición y de la historia de la liberación de Egipto?
La serpiente de bronce hace su aparición durante una crisis de fe del pueblo, que empieza a murmurar y a añorar la buena comida de la esclavitud. Dios les castiga («El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas»). El pueblo pide a Moisés que interceda para obtener el perdón. Moisés lo hace y «el Señor le responde: Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla … Cuando una serpiente mordía a uno, si éste miraba a la serpiente de bronce quedaba sano» (Números 21,6-9). Así pues, Moisés construye la serpiente de bronce obedeciendo una palabra concreta de Dios. La serpiente es “sacramento” de una teofanía y memoria de una etapa importante en la historia de la salvación. Este episodio permanece vivo durante siglos en la tradición hebrea y lo encontramos incluso en el Nuevo Testamento, como una imagen del crucificado: «Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna» (Juan 3,14-15). Y sin embargo Ezequías, rey justo y fiel, decide destruir la serpiente de Moisés, extendiendo su “destrucción creadora” de ídolos a ese objeto bendito, recuerdo y memoria de un episodio de una historia bendita, construido por el profeta más grande y plasmado con sus manos santas. Podemos imaginar el amor y la veneración que sentiría el pueblo hacia ese objeto, cuántas oraciones recitaría la gente sencilla a sus pies en busca de ayuda y de gracias. En efecto, el texto añade: «Los israelitas seguían todavía quemándole incienso; la llamaban Nejustán» (18,4). Es precisamente esa veneración, el hecho de quemarle incienso y darle un nombre, lo que explica su eliminación por parte de Ezequías. Cuando a un objeto se le quema incienso y, sobre todo, cuando se le da un nombre, el objeto deja de ser un símbolo, un memorial, un icono, para convertirse en un ídolo. Con el paso del tiempo, la serpiente de bronce aleja de su significado original y su uso se convierte, de hecho, en idolátrico.
En el origen mismo de la serpiente pueden verse elementos arcaicos, limítrofes con las prácticas chamánicas y mágicas. Curar – o intentar curar – un mal utilizando como medium la imagen del mismo mal (el mordisco de la serpiente con la visión de la serpiente) es una expresión de una técnica mágica muy antigua, llamada homeopática (lo parecido se cura con lo parecido). Así pues, la serpiente tiene un origen complicado y en parte híbrido, tal vez aprendido en Egipto, donde estaba muy extendida la práctica de la magia y la adivinación. Sabemos que en la historia antigua de Israel los profetas (Samuel, Ezequiel) seguían conservando restos del profetismo arcaico; la novedad de la profecía bíblica se mezclaba con las prácticas de los adivinos y de los arúspices cananeos, asirios y babilónicos. Por consiguiente, este objeto de Moisés, la serpiente, con el paso del tiempo había sufrido una evolución, y había pasado de ser una reliquia de la liberación, el Sinaí y el Éxodo, a tener vida propia. El vínculo con Moisés, fuerte al principio, había dejado paso a la contaminación con los cultos cananeos. Cuando en el siglo VIII llega Ezequías, la transmutación en ídolo ya se había completado. Este rey fue grande porque tuvo el valor de asociar la serpiente de Moisés con las estelas de Astarté y los altares de los demás dioses paganos. En su pueblo ciertamente encontraría resistencias fuertes, pero si el texto ha querido dejar huella de ese dato incómodo para los redactores (un rey que destruye una reliquia de Moisés) es porque este episodio esconde algo importante para la economía de la historia bíblica, y para nuestra “economía”.
Moisés también había mandado construir el Arca de la Alianza, que en tiempos de Ezequías todavía se guardaba en el templo de Jerusalén. La serpiente de Moisés fue destruida, pero el arca no. Podemos deducir que el arca había mantenido su significado y su uso iniciales, y seguía siendo memoria y sacramento de la Alianza. Según la tradición, contenía las Tablas de la Ley, pero este objeto, a diferencia de la serpiente, no se había convertido en un ídolo. Por tanto, en la reforma religiosa de Ezequías, el arca debía ser conservada para mantener viva la memoria. El arca era un símbolo capaz de hablar de las cosas apropiadas, que unía (sym-ballo) correctamente el presente y el pasado; era una señal que indicaba el camino recto en un tiempo de grandes cambios éticos y espirituales. La serpiente no. Aunque su origen fuera el mismo, su presente no lograba asociarse a un rostro bueno del pasado. En el siglo VIII, el Moisés de la serpiente era distinto del Moisés del arca. Ezequías tuvo suficiente sabiduría e inteligencia para comprenderlo. Estamos ante un acto fundamental, que puede decir muchas cosas en los momentos de reforma y de renovación de las comunidades. En estas fases cruciales, todo depende de saber distinguir la serpiente del arca. Es una operación muy difícil, porque tanto el arca que hay que conservar como la serpiente que hay que destruir han sido creadas por el mismo Moisés; sus orígenes están escritos en los mismos libros sagrados, ambos forman parte de la historia y de las palabras de los profetas. Las comunidades comienzan un lento pero inexorable declive cuando se apegan al origen y no miran al significado corriente de sus propias realidades y personas. No hay que salvar una tradición solo porque haya sido creada por el fundador o por un profeta. Si el origen es óptimo pero el uso se ha convertido en perverso, la única reforma posible pasa por tener el valor de destruir esas tradiciones, objetos, reglas y valores de origen santo, y apartar a las personas que en el origen eran buenas pero después se han perdido por el camino.
La historia de las comunidades y movimientos nos muestra, a este respecto, escenarios generalmente sombríos. Los casos más frecuentes son aquellos en los cuales, absolutizando el origen, las comunidades conservan tanto el arca como la serpiente, y de este modo, con el tiempo, la serpiente devora el arca. Este final es muy frecuente, porque el origen de la serpiente se ha conservado, junto con el arca, en la historia íntima de las comunidades, y su destrucción es interpretada por la mayoría como una traición a la herencia recibida. Probablemente cuando Ezequías comunicó su decisión de destruir la serpiente, no pocos escribas y doctores le recordarían y le leerían el pasaje de las escrituras que narra el milagro de Moisés en el desierto. El rey fue justo porque impidió que el pasado matara el futuro. Sin embargo, otras veces se destruye tanto la serpiente como el arca. Se advierte el peligro de la idolatría, pero no sabiendo o no pudiendo establecer una distinción, se destruye todo el pasado. De este modo, se pierde el contacto con el origen bueno (el arca) y se entra en una muerte lenta, como la de una planta sin raíces. Pero la muerte más infeliz es la que se produce cuando las comunidades, en las reformas, conservan la serpiente y destruyen el arca. En este caso, la muerte se produce mientras se cree seguir con vida, porque la comunidad no se extingue, sino que se transforma en una comunidad de adoradores de la serpiente Nejustán, que cree, a menudo de buena fe, que sigue adorando al mismo Dios de los orígenes. La Biblia, cuando nos narra la historia de Ezequías, nos dice que otro final es posible: salvar el carca y destruir la serpiente. Este es el arte más valioso en todo proceso de reforma, el talento crucial de todo verdadero reformador. Ezequías fue un rey muy amado: «Puso su confianza en el Señor, Dios de Israel, y no tuvo comparación con ninguno de los reyes que hubo en Judá, antes o después de él … Cumplió los mandamientos que el Señor había dado a Moisés» (2 Re 18,5-7). “Cumplió los mandamientos dados a Moisés”, entre otras cosas, porque tuvo la fuerza de destruir su serpiente de bronce mientras conservaba su arca.
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El arte de toda reforma está en saber qué elementos de los orígenes hay que salvar y cuáles hay que destruir, como hizo el rey Ezequías con el arca y con la serpiente de bronce.
El pasado, los orígenes, las raíces de una historia y de una vida, a menudo son recursos esenciales para saber cómo y por dónde continuar en el presente esa historia y esa vida. Pero a veces, en algunas fases raras y cruciales de las comunidades e instituciones, la referencia a los orígenes puede convertirse en una trampa mortal. Necesitamos discernir los espíritus del pasado a la luz de la experiencia presente, como ocurre a veces en las familias, cuando el sentido de un acontecimiento doloroso vivido por el abuelo se revela, tres generaciones después, en la historia luminosa de un nieto. El pasado está vivo y es vivificante si sabe cambiar, morir y resucitar en el presente. En los acontecimientos humanos, a veces son los frutos los que regeneran las raíces. Por ejemplo, durante los procesos de reforma de las comunidades, instituciones y organizaciones, el origen de una tradición, una regla o un principio no es suficiente para entender su sentido presente y futuro. Hay que mirar al hoy, al uso corriente que se hace de ellos. Cuando en las comunidades y en las instituciones se necesita una reforma ética, hay que saber reconocer qué tradiciones de los orígenes hay que conservar y cuáles hay que olvidar.
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 17/11/2019.
«Bien sé que la palabra aldeano, tan corriente en el lenguaje de mi pueblo, es ahora un término ofensivo o humillante; pero yo lo uso en este libro con la certeza de que, cuando el dolor en mi pueblo deje de ser vergüenza, el término aldeano será sinónimo de respeto e incluso de honor».
Ignazio Silone, Fontamara.
La esperanza de los verdaderos profetas es lo contrario de la esperanza falsa y consolatoria de los falsos profetas, y es verdadera y fuerte como un hijo.
Muchos justifican los actos injustos de las instituciones, en nombre de alguna cosa buena que realizan (puestos de trabajo, PIB…) a la vez que niegan la justicia y los derechos. Es demasiado débil el grito de los profetas que dicen que estas cosas “buenas” nunca serán del todo buenas si no hay justicia, sobre todo una justicia concebida y medida desde la perspectiva de los más pobres. Las razones de la economía, la política y las finanzas son profundamente distintas cuando se ven desde la parte de abajo de la mesa del rico epulón, al lado de Lázaro.
[fulltext] =>«Jeroboán [II] restableció la frontera de Israel desde el Paso de Hamat hasta el Mar Muerto, como el Señor, Dios de Israel, había dicho por su siervo el profeta Jonás» (2 Re 14, 23-25). Una de las constantes que hemos encontrado estos años comentando la Biblia es la pluralidad de lecturas de los datos históricos. Esta diversidad puede ser de varios tipos, alguno de ellos muy importante, como la diferencia que existe, en cuanto a la interpretación de los hechos, entre los profetas de corte y los grandes profetas bíblicos. Ayer como hoy, el objetivo principal de los profetas de palacio, casi siempre falsos profetas, es alentar y confirmar a los reyes y a los poderosos en sus certezas y sobre todo en sus ilusiones. En cambio, los profetas verdaderos no tienen agenda propia; solo tienen la libertad-obligación de decir las palabras que reciben. Por eso son imposibles de dirigir, imprevisibles, indomesticables e insobornables.
En este capítulo encontramos un ejemplo de esta diversidad característica. Según los libros de los Reyes, un tal Jonás, probablemente un profeta de corte - difícilmente podría ser el autor del libro bíblico que lleva su nombre -, parece que ha expresado una valoración positiva acerca de ciertos acontecimientos militares. Pero otro profeta, el gran Amós, contemporáneo de Jeroboán II, da a los mismos hechos la interpretación opuesta: «Vosotros convertís en veneno el derecho, la justicia en acíbar. Os gloriáis de haber conquistado con vuestro esfuerzo Qarnaym. Pues yo, casa de Israel, suscitaré contra vosotros un pueblo que os oprimirá desde el Paso de Hamat hasta el torrente de Arabá» (Amos 6,12-14). Amós no es un profeta de corte y lee estas conquistas como actos de guerra de un rey injusto que, al no respetar la justicia y el derecho de los pobres, ciertamente no puede actuar según el corazón de YHWH. Dos siglos más tarde, el grupo de escribas que redactó los Libros de los Reyes hará de la acción militar de Jeroboán una lectura distinta y de algún modo providencial: «El Señor no había decidido borrar el nombre de Israel bajo el cielo, y lo salvó por medio de Jeroboán» (14,27). El juicio sobre Jeroboán II no deja de ser, en su conjunto, negativo también para el libro de los Reyes («hizo lo que el Señor reprueba»: 14,23); pero mientras que para estos redactores un rey malvado puede realizar una acción buena, para Amós y para muchos profetas la presencia o la ausencia de la justicia se convierte en el elemento decisivo para valorar todas las acciones de un rey. Para los profetas, el derecho y la justicia son el juicio absoluto sobre la política de un pueblo, al que solo se aproxima otro juicio absoluto: el de la idolatría. Por esa misma lógica, Isaías, al comienzo de su libro, se dirige a Jerusalén con estas palabras: «¿De qué me sirve la multitud de vuestros sacrificios? – dice el Señor –. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones. [...] No me traigáis más dones vacíos… Aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre» (Isaías 1,11-15).
Seguramente, los sacrificios y ofrendas que ofrecían los reyes en tiempos de Isaías eran formalmente válidos y lícitos según la Ley. Pero para el profeta, las “manos llenas de sangre” anulan el valor incluso de los actos más religiosos. La injusticia y la falta de derecho vacían de verdad cualquier otra acción, porque estos pecados no pueden ser compensados ni condonados. Los profetas son parciales, partisanos, desequilibrados y excesivos, y por eso nos gustan, porque así nos salvan mientras hacemos cálculos y compromisos y tratamos de mantener el sentido común y la prudencia. El siglo VIII, políticamente tumultuoso e idólatra, está poblado de grandes profetas. Es el tiempo de Amós, Oseas, Miqueas, y también de Isaías. Deberíamos leer sus profecías junto con las vicisitudes históricas narradas en los libros de los Reyes, y recorrer estos acontecimientos en compañía de las palabras de los profetas. Descubriríamos muchas cosas importantes. Veríamos, por ejemplo, que el Acaz de Isaías no se cruza con el Acaz del libro de los Reyes, que en el capítulo 16, dedicado a él, ni siquiera menciona a Isaías. Es cierto que se trata de tradiciones y fuentes distintas, pero no deja de ser misterioso que no se cite aquí el nombre de Isaías junto al de Acaz. En el libro de Isaías, este rey es protagonista (en negativo) del gran milagro de YHWH, que aleja a los asirios de Jerusalén. Pero es también es causante de uno de los versos más bellos y poderosos de Isaías. Acaz, a pesar de recibir una palabra concreta («El Señor volvió a hablar a Acaz: Pide una señal»: 7,11), desobedece y no pide ninguna señal. Pero su rechazo produce una profecía maravillosa, que nos deja sin aliento cada vez que la leemos: «El Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la joven está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel» (Isaías 7,14). El Emanuel, el sueño de los sueños; un niño, la señal de las señales.
Es cierto que no podemos conocer a Acaz sin leer el segundo libro de los Reyes y el libro de las Crónicas. Pero no es menos cierto que para tener una idea correcta de lo que supone Acaz para la Biblia, es esencial la descripción que nos da Isaías. No para comprobar cuál es la imagen más verdadera de Acaz, sino para reconocer que las dos son coesenciales. La verdad de la Biblia es sinfónica, y esa sinfonía la mantiene viva y generativa a lo largo de milenios. Si hoy quisiéramos entender o imaginar cómo juzgaría el humanismo bíblico nuestra economía, nuestra política y nuestra religión, necesitaríamos los análisis y las crónicas que nos cuentan las guerras, las conquistas, las intrigas cortesanas y las razones de estado. Pero también necesitaríamos, sobre todo, las palabras proféticas de quien sabe leer la intimidad de las mujeres y de los hombres de la historia, las palabras de quien, entre los pliegues y las llagas de las crónicas, las actas de los consejos de administración y los papeles de los jueces, sabe leer cosas esenciales para comprender el sentido de lo que vivimos. Deberíamos buscar también las páginas sobre el Emanuel. Si no lo hacemos, siempre nos faltará la página más importante de nuestros relatos personales y colectivos. Estos capítulos del segundo libro de los Reyes son una espiral que culmina con la caída de Samaría, la capital del Reino del Norte, a manos de los asirios, y la consiguiente doble deportación (la de los habitantes de Samaría a varias regiones lejanas, y la de muchos pueblos y tribus deportadas a Samaría para sustituir a los hebreos: cap. 17). No se trata de una deportación en masa (un documento asirio habla de 27.290 deportados sobre una población probablemente de 800.000), pero sí de un acontecimiento social y "religiosamente" devastador, el hecho histórico más dramático después de la destrucción de Jerusalén y de su templo (en el 587). La Biblia lee la caída del Reino del Norte y después la del Sur como consecuencia de la misma infidelidad a YHWH y de la idolatría del pueblo. Los profetas están sustancialmente de acuerdo con esta lectura histórica, si bien enfatizan aún más el peso de la infidelidad “económica y social”.
Hay una frase que encierra, con toda su fuerza profético-teológica, el sentido profundo de este final: «Se fueron tras vaciedades y se quedaron vacíos» (17,16). La palabra hebrea que el texto usa para esta “vaciedad” es muy querida y preciosa para la Biblia: hevel. Es la gran palabra del Qohélet: todo es hevel, todo es vanidad de vanidades. Todo es una infinita nada. Pero hevel es también una de las palabras que los profetas (Jeremías) usan para definir a los ídolos: los ídolos son vanidad, nada, una vaciedad (hevel) que vacía a sus adoradores. Siguiendo la nada, nos convertimos en nada: es la eterna lucha entre la fe y el nihilismo que hoy está llenando de nada el mundo tras haberlo vaciado (los humanos no aguantamos mucho tiempo en templos vacíos). Pero, también en este caso, los profetas saben decir otras palabras, más allá de la nada. La ven y la comprenden mejor que nadie; pero, una vez que la han visto y comprendido, saben ir más allá. La nada de los profetas es la penúltima palabra. Mientras anuncian la caída y condenan la infidelidad, son capaces de ver el alba en medio de esta negra noche, y anunciar una salvación. Amós, Isaías y Miqueas son los profetas del “resto de Israel”, de la pequeña esperanza cierta que dice que lo que está muriendo no morirá para siempre, que algo vivo continuará la historia: «A ver si el Señor se apiada del resto de José» (Amós 5,15). Miqueas: «Voy a reunir a Jacob todo entero, voy a recoger al resto de Israel» (Miqueas 2,12). Y Oseas: «¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel? … Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas» (Oseas 11,8). Pocas cosas hay en la Biblia (y en la vida) más maravillosas que la “profecía del resto”.
Estos profetas dijeron a coro la frase que está en el corazón de la profecía de Jeremías, el cantor de la destrucción de Jerusalén: una historia termina, pero la historia no se ha acabado. Son despiadados cuando anuncian el fin de lo que debe terminar, son radicales cuando denuncian los errores y las causas profundas; pero sus obras maestras son el Emanuel, la esposa que vuelve, las vísceras que se estremecen, el resto que volverá. Lo son porque sin impiedad y radicalidad no pasarían de ser pobres páginas consolatorias. Sin profetas no hay retorno de los exilios a casa; no somos capaces de ver el resto que vuelve, cuando todo nos habla de desesperación y muerte. Los profetas no pueden ver el resto, porque todavía no existe, pero lo anuncian. La profecía es también el don de generar esperanzas no vanas, viéndolas cuando aún son invisibles. Por eso es un bien común necesario. Isaías se presentó a la cita con Acaz junto con su hijo, llevándole como primer mensaje su nombre. El hijo de Isaías se llamaba Sear Yasub, que significa: "Un resto volverá" (Isaías 7,3). El profeta escribió su profecía del resto con el nombre del hijo. Para decir algo más grande que Isaías, la palabra tenía que convertirse en carne de su carne. El resto que vuelve y salva nuestra historia es el hijo. El hijo dice que la vida es más grande que cualquier muerte. En cada niño que nace, la esperanza vence al hevel. La Biblia lo sabe muy bien, y nosotros deberíamos aprenderlo pronto.
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 17/11/2019.
«Bien sé que la palabra aldeano, tan corriente en el lenguaje de mi pueblo, es ahora un término ofensivo o humillante; pero yo lo uso en este libro con la certeza de que, cuando el dolor en mi pueblo deje de ser vergüenza, el término aldeano será sinónimo de respeto e incluso de honor».
Ignazio Silone, Fontamara.
La esperanza de los verdaderos profetas es lo contrario de la esperanza falsa y consolatoria de los falsos profetas, y es verdadera y fuerte como un hijo.
Muchos justifican los actos injustos de las instituciones, en nombre de alguna cosa buena que realizan (puestos de trabajo, PIB…) a la vez que niegan la justicia y los derechos. Es demasiado débil el grito de los profetas que dicen que estas cosas “buenas” nunca serán del todo buenas si no hay justicia, sobre todo una justicia concebida y medida desde la perspectiva de los más pobres. Las razones de la economía, la política y las finanzas son profundamente distintas cuando se ven desde la parte de abajo de la mesa del rico epulón, al lado de Lázaro.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 10/11/2019
«Rabí Schmelke dijo: El pobre da al rico más que el rico al pobre. Y el rico tiene necesidad del pobre más que el pobre del rico».
Martin Buber, Cuentos jasídicos.
Don y contrato no son términos contrapuestos. El dinero invertido, ganado y gastado honradamente no es menos noble que las ofrendas para el templo. Solo juntos, los dones y los contratos nos pueden salvar.
La confianza en la honradez de la gente que nos rodea es un recurso esencial para cualquier economía y para cualquier sociedad. Cuando nuestras relaciones se inspiran en la hipótesis de que los otros son honrados – lo que los juristas llaman buena fe –, la economía mejora y también nuestro bienestar. Sin esta premisa de honradez, la desconfianza y el pesimismo antropológico invaden nuestros lugares de trabajo y de vida. Ninguna empresa puede tener una dirección subsidiaria – es decir confiando la responsabilidad de las decisiones a quienes están más cerca del trabajo a realizar – si no es capaz de pensar bien de otros, salvo evidente (y reiterada) prueba en contrario. La benevolencia, pensar bien de los demás, es la raíz de la confianza. Esta permite que los trabajadores se sientan valorados y estimados, fortalece la confianza en las organizaciones y, por consiguiente, mejora la eficacia y la eficiencia en la gestión.
[fulltext] =>Al morir Atalía, Joás se convierte en rey, y reina en Jerusalén durante cuarenta años. Para la Biblia, Joás es un rey justo y reformador. Nos lo presenta como restaurador y reconstructor del templo de Salomón: «Joás dijo a los sacerdotes: Todo el dinero de las colectas del templo … que lo recojan los sacerdotes a través de sus ayudantes, para reparar los desperfectos del templo» (2 Re 12,5-6). Pasan los años y, a pesar de las indicaciones de Joás, el templo sigue sin ser reparado: «Joás convocó al sacerdote Yehoyadá y a los otros sacerdotes, y les dijo: ¿Por qué no habéis reparado todavía los desperfectos del templo? En adelante, no os quedéis con el dinero recibido a través de vuestros ayudantes; tenéis que entregarlo para los desperfectos del templo» (12, 8). Al constatar el fracaso de su política, el rey cambia de actitud y quita a los sacerdotes la gestión de los trabajos: «Los sacerdotes aceptaron no recibir dinero de la gente ni encargarse de reparar los desperfectos del templo» (12,8).
Las organizaciones dotadas de un buen gobierno comprenden, preferentemente antes de que sea tarde, cuándo existe un conflicto de intereses en los trabajadores y cuándo los incentivos individuales no son compatibles con los objetivos comunes. Los sacerdotes del templo, por su mentalidad y por su oficio (administrar el culto), se encuentran objetivamente en unas condiciones que no les facilitan el buen uso del dinero que recogen. El rey, que aquí demuestra ser sabio, no sigue insistiendo en el plano moral, pidiendo a los sacerdotes que se conviertan. Lo que hace es cambiar la organización. Revisa la estructura objetiva y formal de la financiación y la dirección de los trabajos del templo. Cuando hay una incompatibilidad objetiva entre la responsabilidad y el incentivo, seguir insistiendo en la dimensión moral no es eficaz y solo crea frustración y conflicto. Es necesario cambiar inmediatamente la estructura organizativa objetiva y apartar a las personas de las funciones y tareas no adecuadas.
Así pues, en el templo se crea una caja para recoger las ofrendas, y se encomienda la recogida y la administración de los fondos de forma concertada al rey y al sumo sacerdote: «El sacerdote Yehoyadá tomó un cofre, hizo una ranura en la tapa y lo puso junto al altar, a mano derecha según se entra en el templo» (12,10). Es interesante señalar que cuando el secretario del rey y el sumo sacerdote recogían la plata depositada en el cofre (cuando estaba llena), «fundían el dinero que había en el templo» (12,11). Aquí encontramos una referencia a la función económica de los templos de la antigüedad. El templo no era solo el centro del sistema fiscal y del “bienestar”. En determinados periodos históricos, en el templo se fundían metales para acuñar monedas y por tanto desempeñaba una función de proto-banco.
En este pasaje asistimos en directo al nacimiento de una cierta laicización de la “obra del templo” de Jerusalén. Lo que antes era responsabilidad directa de los sacerdotes («que lo recojan los sacerdotes»), pasa ahora a ser responsabilidad de aquellos que realizan directamente los trabajos: el secretario del rey y el sumo sacerdote «entregaban el dinero a los maestros de obras» (12,12). El fracaso de la primera solución de responsabilidad directa – los sacerdotes utilizaban las ofrendas de la gente para sus urgencias y para la gestión del culto y los sacrificios – produce una reforma “laica” donde los trabajadores y los técnicos gestionan los trabajos del templo. Es una primera aplicación del principio de subsidiariedad económica y administrativa: «Los maestros de obras pagaban a los carpinteros y albañiles que trabajaban allí, y a los tapiadores y canteros, para comprar madera y piedra de cantería, para reparar los desperfectos del templo y para todos los gastos de conservación del edificio» (12,12-13). De este modo se evita que los ingresos “fiscales” sean usados para fines no apropiados: «Con el dinero que se traía al templo no se hacían bandejas de plata, cuchillos, aspersorios, trompetas, ni ningún utensilio de oro o de plata para el templo, entregaban el dinero a los maestros de obras y con él reparaban el edificio» (12,14-15).
Es interesante señalar la valoración ética que hace el texto de este cambio: «No se pedían cuentas a aquellos a quienes se entregaba el dinero, porque procedían con honradez» (12,16). Es muy hermosa esta honradez. Delegar y acercar la gestión del dinero a quienes lo usan para su fin específico reduce los costos de control («no se pedían cuentas...») y por tanto mejora la eficiencia global de ese dinero. Pero antes el rey tiene que realizar un cambio importante en la estructura organizativa. Para que la confianza y la honradez puedan surgir y durar, tienen que ser posibles y sostenibles. Demasiada confianza se malogra por falta de reformas organizativas.
También resulta significativo que la palabra ’aron que usa el texto para indicar el cofre colocado en el templo para recoger las ofrendas sea la misma palabra usada para el arca (de la alianza), la manufactura más valiosa, que contenía las tablas de la Ley de Moisés y era custodiada en la zona más íntima y sagrada del templo, como símbolo del pacto con su Dios distinto. El cofre que contiene la plata es colocado dentro del templo. Esta plata, hecha de impuestos y de dones (también hay ofrendas libres) no es impuro, puede entrar en el templo. La Biblia sabe que hay un dinero que es “mammona”, no porque sea un ídolo en sí mismo (sería demasiado trivial), sino porque da a quien lo posee la ilusión de ser dios (toda idolatría es una ilusión): nuestro yo es el ídolo más tremendo. Este dinero no debe entrar en los templos, porque no es amigo de Dios puesto que no es amigo de los hombres ni de los pobres.
Pero hay otro tipo de dinero. Me refiero al dinero donado, pero también a la plata ganada con honradez. La plata del don es amiga de la plata de muchos comerciantes, porque el contrato no mata necesariamente el don. Muchas veces el don y el contrato son compañeros. Cuando el samaritano entregó dos denarios al posadero para que se “hiciera cargo” de un hombre medio muerto, estaba realizando un acto no menos noble y espiritual que donar plata en el templo. Y el dinero que hoy damos en filantropía tampoco es más noble y espiritual que el dinero entregado por un empresario a un trabajador en un contrato de trabajo justo. Las civilizaciones florecen cuando el don es aliado del contrato y se marchitan cuando el donante ve con rencor y rivalidad a quienes trabajan y producen riqueza. El arca de la alianza no es la cámara acorazada de un banco. Sus nombres son distintos, pero se acercan mucho si la plata ha nacido de la honradez y es administrada e invertida éticamente. Aquí están la laicidad de la fe y la espiritualidad de la economía.
La última parte del reinado de Joás está marcada por la amenaza asiria sobre Jerusalén. Joás, nuevo Salomón, había puesto la restauración y el cuidado del templo en el centro de su misión; ahora se ve obligado a realizar un gesto que parece negar el sentido de toda su vida: «Joás de Judá recogió todas las ofrendas votivas de los reyes de Judá predecesores suyos, Josafat, Jorán y Ocozías, sus propias ofrendas, más todo el oro que había en el tesoro del templo y del palacio real y se lo envió a Jazael de Siria, que se alejó de Jerusalén» (12,20).
El templo es vaciado de todos los tesoros acumulados por él y por sus predecesores. La Biblia nos habla de Joás casi exclusivamente en relación con el templo – lo ha arreglado, de niño fue allí consagrado rey y allí ha sido protegido y educado. Pero toda su vida, volcada en el templo, culmina en un templo vacío. Este es otro mensaje sobre la gratuidad y la falta de plenitud de la vida que encontramos en muchas páginas de la Biblia. Podemos pasarnos la vida entera al servicio de una obra que, por vocación y por deber, se convierte en el sentido de nuestra existencia, y después, un día, ese tesoro guardado y acumulado debe ser entregado, y la vida parece perder sentido. Es una gran metáfora de la existencia humana, donde los tesoros acumulados y cuidados deberán ser, poco a poco, devueltos para poder ser de nuevo libres y pobres. Es también una metáfora de todo fundador o responsable de una comunidad, que pasa una primera y larga parte de su vida reparando y aumentado en tesoro de la comunidad, hasta que un día debe devolverlo todo para vivir finalmente la castidad.
Pero el relato nos dice otra cosa más: ese tesoro salvó a Jerusalén de los sirios, que, satisfechos con él, se alejaron. Tal vez los tesoros que guardamos y cuidamos desempeñen verdaderamente su función no cuando son acumulados y conservados sino cuando son usado para salvar a alguien. Si Joás no hubiera conservado esos tesoros, no habría podido salvar a su ciudad en un momento decisivo para su reino. Nosotros vemos cómo desaparecen en poco tiempo capitales acumulados con grandes sacrificios, devorados por abogados, bancos y acreedores. Pero, desde otro punto de vista distinto y verdadero, es posible que esos capitales nos estén salvando mientras desaparecen.
Mientras se desarrollan los acontecimientos de Joás, rey de Judá, en el reino del Norte vuelve a escena por última vez el profeta Eliseo: «Eliseo murió, y lo enterraron» (13,20). Lo conocimos cuando era joven y guiaba doce parejas de bueyes. Era un joven rico. Fue llamado por Elías, quien le echó encima su manto. Se convirtió primero en discípulo de profeta y después en profeta. Siguió su vocación hasta el final. A diferencia de Elías, Eliseo no es llevado al cielo, sino que muere como nosotros, como todos. Pero la Biblia nos presenta una última escena para decirnos que los profetas nunca mueren del todo: «Una vez, mientras estaban unos enterrando a un muerto, al ver las bandas de guerrilleros echaron el cadáver en la tumba de Eliseo y se marcharon. Al tocar el muerto los huesos de Eliseo, revivió y se puso en pie» (13,21). Los huesos de los profetas saben hacernos resucitar. No siempre, no todos, tenemos a nuestro lado profetas vivos que nos salven de nuestras muertes. Pero la Biblia ha conservado las palabras distintas y los “huesos” vivos de los profetas. Están ahí para nosotros, para todos. Basta tocarlos para volver a vivir.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 10/11/2019
«Rabí Schmelke dijo: El pobre da al rico más que el rico al pobre. Y el rico tiene necesidad del pobre más que el pobre del rico».
Martin Buber, Cuentos jasídicos.
Don y contrato no son términos contrapuestos. El dinero invertido, ganado y gastado honradamente no es menos noble que las ofrendas para el templo. Solo juntos, los dones y los contratos nos pueden salvar.
La confianza en la honradez de la gente que nos rodea es un recurso esencial para cualquier economía y para cualquier sociedad. Cuando nuestras relaciones se inspiran en la hipótesis de que los otros son honrados – lo que los juristas llaman buena fe –, la economía mejora y también nuestro bienestar. Sin esta premisa de honradez, la desconfianza y el pesimismo antropológico invaden nuestros lugares de trabajo y de vida. Ninguna empresa puede tener una dirección subsidiaria – es decir confiando la responsabilidad de las decisiones a quienes están más cerca del trabajo a realizar – si no es capaz de pensar bien de otros, salvo evidente (y reiterada) prueba en contrario. La benevolencia, pensar bien de los demás, es la raíz de la confianza. Esta permite que los trabajadores se sientan valorados y estimados, fortalece la confianza en las organizaciones y, por consiguiente, mejora la eficacia y la eficiencia en la gestión.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 03/11/2019.
«Pues está escrito en su Ley: pondrás sobre ti un rey (Deut. 17.15) y no una reina»
David Franco-Mendes, El castigo de Atalía.
La triste historia de la reina Atalía nos da la oportunidad de reflexionar sobre muchas páginas que no han sido escritas por las víctimas, y sobre la necesidad de salvar en primer lugar a quienes no tienen voz.
A menudo las comunidades ideales nacen de la obra y la palabra de los profetas. Los movimientos carismáticos, las congregaciones religiosas y también los movimientos políticos y culturales y las asociaciones nacen porque una o varias personas, con dones proféticos, las generan y las hacen crecer. Alrededor de estas personas “especiales” se reúnen otras, llamadas por la misma voz, que reconocen el papel distinto y único de los fundadores y tienden a ajustarse a su personalidad carismática. Pero estas comunidades fundadas por profetas no son las únicas comunidades ideales o espirituales. Otras nacen en torno a un pacto y a una regla. Estas realidades colectivas no son generadas por profetas sino por una regla vivida y transmitida de generación en generación.
[fulltext] =>En el movimiento espiritual de la segunda mitad del siglo XX ha habido casi exclusivamente comunidades fundadas por profetas, mientras que en siglos pasados eran más comunes las comunidades espirituales constituidas alrededor de reglas. En ellas, la personalidad y el carisma del fundador eran importantes, pero la regla lo era más, porque permitía pasar de la individualidad del fundador al equilibrio y a la sostenibilidad de la vida comunitaria, hasta tal punto que muchas veces las reglas comunitarias se tomaban de entre las ya existentes (benedictina, agustiniana...). En estas comunidades-regla el modelo, la ejemplaridad, no estaba en la persona del profeta, sino en la regla, que no coincidía con la vida de nadie y sin embargo inspiraba y modelaba la de todos. Cuando llegaba un nuevo miembro a estas comunidades, el pacto y la promesa consistían en conformar su vida de acuerdo con la regla comunitaria, no en imitar al fundador o al líder carismático, que es lo que de hecho ocurre en las comunidades-profeta. La historia nos dice que las comunidades-regla son más resilientes y longevas que las comunidades-profeta.
«Cuando Atalía, madre de Ocozías, vio que su hijo había muerto, empezó a exterminar a toda la familia real. Pero cuando los hijos del rey estaban siendo asesinados, Josebá, hija del rey Jorán y hermana de Ocozías, raptó a Joás, hijo de Ocozías, y lo escondió con su nodriza en el dormitorio; así, se lo ocultó a Atalía y lo libró de la muerte. El niño estuvo escondido con ella en el templo seis años mientras en el país reinaba Atalía» (2 Re 11,1-3). El segundo libro de los Reyes, tras el ciclo del sanguinario rey Jehú, se desplaza al reino del Sur (Judá) y nos muestra a una reina, tan sanguinaria como Jezabel, a la que el texto hebreo (masorético) presenta como su madre (8,18). Atalía, mujer de la dinastía del Norte, interrumpe la sucesión davídica en Judá. Esta es restaurada gracias a un niño salvado de la muerte por otra mujer. La gran historia de la salvación cuelga del fragilísimo hilo de un niño, como en el caso de Moisés, el Emmanuel o Jesús. Este niño se convierte en objeto y sujeto de una insurrección contra la reina Atalía, orquestada por Yehoyadá, un sacerdote del templo de Jerusalén.
La reina Atalía se da cuenta de que en el templo está ocurriendo algo importante. Se acerca y lo descubre: «Atalía se rasgó las vestiduras y gritó: ¡Traición! ¡Traición!» (11,14). El sacerdote Yehoyadá inmediatamente revela sus intenciones. Hace que uno de sus hombres la siga hasta su casa: «La fueron empujando con las manos, y cuando llegaba a palacio por la puerta de las caballerizas, allí la mataron» (11,16).
Para la teología y la economía del relato, la historia de la sanguinaria Atalía termina aquí. El orden ha sido restablecido. Joás, un (presunto) sucesor de David, reina de nuevo en Jerusalén. La escuela sacerdotal, redactora de la última versión del Libro de los Reyes, alcanza así su objetivo teológico y narrativo. Pero nosotros no podemos detenernos aquí. Si queremos tener una visión menos ideológica de estos tristes siglos, demasiado lejanos, debemos excavar más en el interior del texto.
Las víctimas no son las que cuentan sus historias. Los descartados, los aplastados, los expulsados no logran dar su visión de los hechos. En el mundo antiguo las mujeres no escribían los relatos de los que eran protagonistas o comparsas. Si esos relatos los hubieran escrito ellas, contarían cosas muy distintas de las que leemos. Cuando los varones cuentan historias de poder protagonizadas por mujeres, casi siempre proyectan sobre ellas sus mismas dinámicas, enfermedades y palabras, que las mujeres reales no aprecian ni desean, salvo que se hayan visto obligadas a ser como los varones. Las mujeres que han tenido o tienen puestos de poder y de responsabilidad en organizaciones esencialmente masculinas conocen esta resistencia y este sufrimiento característicos, que a veces son tan intensos y largos que tienen que dejar el puesto de mando. Hoy sigue habiendo pocas mujeres en las instituciones y en las empresas, pero no solo porque las mujeres no consiguen llegar a los puestos de mando administrados y gestionados por varones, sino porque algunas, que podrían llegar a esos lugares extranjeros y hostiles, no quieren hacerlo y otras lo dejan por el excesivo dolor. Las buenas batallas del feminismo de hoy y de mañana deberán concentrarse no solo en las cuotas de mujeres en las estancias del poder, sino en la transformación antropológica y relacional de esos puestos, pensados y habitados solo por hombres, en lugares vivibles y posibles también para las mujeres. Este trabajo, que exige una gran inversión cultural y teórica por parte de las ciencias económicas y administrativas, es cada día más urgente.
En primer lugar, fijémonos en el nombre: Atalía significa “YHWH es exaltado”. A diferencia de Jezabel, Atalía no es idólatra. No es difícil comprobar que la estructura narrativa de la historia de Atalía está construida artificialmente para hacerla muy semejante a la de su “madre” Jezabel. Es un relato en forma de espejo. Del mismo modo que Jezabel exterminó a los profetas de YHWH, Atalía extermina a la familia real. Allí, un profeta. Obadías, escondió y salvó a cien profetas del exterminio de Jezabel (1 Re 18,13); aquí, una mujer, Josebá, esconde y salva a un niño de la matanza de Atalía. Jezabel se asomó a la ventana para ver al nuevo rey usurpador (Jehú) y la mataron; Atalía se asoma al templo y también a ella le dan muerte. No estamos forzando demasiado el sentido del texto bíblico si decimos que la crueldad de Atalía es esencialmente “teológica”. Su maldad es una construcción literaria de alguien cuya intención principal es restablecer la continuidad davídica, borrando el paréntesis representado por una reina extranjera del Norte, de la familia enemiga de Omrí. Atalía es una mujer del Norte, que reina como consecuencia de alianzas políticas. Es la única mujer reina en la historia de Israel. Es viuda, y su hijo ha sido asesinado por un rey usurpador del Norte. Nosotros ya no podemos imaginar cómo sería la vida de una mujer, reina y viuda, en un mundo de hombres, ni cuántas presiones y amenazas, cuántas miradas violentas, cuántos chantajes recibiría. Si estas páginas de los Libros de los Reyes las hubiera escrito Atalía o alguna hermana suya, tal vez nos habrían contado que Atalía no mató a ningún niño, porque las matanzas de inocentes son una especialidad típicamente masculina y de sus fantasías literarias.
La Biblia, como sabemos y como hemos repetido muchas veces, tiene páginas espléndidas sobre las mujeres, pero la historia de Atalía no es una de ellas. Esta reina del Norte fue, con toda probabilidad, eliminada por una conjura de los sacerdotes del templo, y no hay que excluir que su grito de «¡traición! ¡traición!» sea una de las pocas palabras originales conservadas en el texto. Atalía era una persona incómoda en Judá, porque era originaria del Norte y todavía más porque era mujer. También es posible que Atalía cambiara y se dejara pervertir por el poder hasta el punto de hacerse como los reyes varones y ordenar la matanza de los inocentes. Yo no lo creo. Pienso, por el contrario, que debemos leer esta historia de Atalía con la misma pietas con que leemos la historia de una víctima, no con la indignación con que leemos las vicisitudes de los verdugos. La Biblia no es un libro de crónica histórica. Es un texto que nos exige entrar dentro de las historias que leemos y elegir de parte de quién queremos estar. Generalmente, casi todos se ponen de parte de los redactores del texto y por tanto del sacerdote Yehoyadá, y junto a él condenan a Atalía, la sanguinaria. Casi todos.
Jean Racine, en su espléndida tragedia Athalie (1691), hace que el niño Joás se aparezca en sueños a la reina y la atraviese con una espada. Un consejero, al conocer el sueño, aconseja a Atalía que mate al niño. Pero ella llama al pequeño, habla con él e, impresionada por su inteligencia, no lo mata. Esa clemencia con el niño, esa pietas de madre, decretará más tarde su muerte. A veces son los artistas, sobre todo los más grandes, quienes dan a la Biblia y a sus personajes la humanidad que sus redactores no siempre tienen. Si queremos salvar a la Biblia de sus páginas menos luminosas, a veces oscurísimas, debemos leerla en compañía de los artistas, que, sin moralismos, la ayudan a ser mejor.
Antes y después de la muerte de Atalía, el sacerdote Yehoyadá celebra la alianza restablecida, y lo hace en dos fases. Antes del asesinato de Atalía «Yehoyadá sacó al hijo del rey, le entregó la diadema y el testimonio, lo ungió rey, y todos aplaudieron, aclamando: ¡Viva el rey!» (11,12). Al niño, consagrado rey, se le hace entrega del “testimonio” (edut), probablemente una copia de la Ley de Moisés, sacramento de la alianza y de la promesa. En la escena no hay profetas. Eliseo no está. Todo acontece en el templo, caracterizado por la alianza. En la Biblia, los momentos de fundación muchas veces están marcados por la acción de los profetas. Sin embargo, otras veces, como en este caso, es un pacto el que consagra momentos decisivos de la vida del pueblo y de las comunidades, empezando por la Alianza con YHWH celebrada por Abraham y por Moisés. A continuación, después de haber asesinado a Atalía, «Yehoyadá selló la alianza entre el Señor, el rey y el pueblo … y entre el rey y el pueblo» (11,17). El nuevo pacto está sellado. Y este pacto, para el escritor, es más importante que la sangre de Atalía, es más importante que cualquier otra cosa.
«Toda la población hizo fiesta, y la ciudad quedó tranquila. A Atalía la habían matado a espada en el palacio» (11,20). La ciudad «quedó tranquila». Pero nosotros no podemos “quedarnos tranquilos” frente a una mujer a la que «habían matado a espada en el palacio». La teología y la economía del relato no son suficientes. Tenemos el deber de intentar salvar a Atalía. Porque si no hacemos este ejercicio espiritual mientras leemos estas páginas, difícilmente intentaremos salvar a las muchas Atalías que hoy siguen siendo condenadas simplemente por ser mujeres, por ser víctimas.
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A menudo las comunidades ideales nacen de la obra y la palabra de los profetas. Los movimientos carismáticos, las congregaciones religiosas y también los movimientos políticos y culturales y las asociaciones nacen porque una o varias personas, con dones proféticos, las generan y las hacen crecer. Alrededor de estas personas “especiales” se reúnen otras, llamadas por la misma voz, que reconocen el papel distinto y único de los fundadores y tienden a ajustarse a su personalidad carismática. Pero estas comunidades fundadas por profetas no son las únicas comunidades ideales o espirituales. Otras nacen en torno a un pacto y a una regla. Estas realidades colectivas no son generadas por profetas sino por una regla vivida y transmitida de generación en generación.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/10/2019
«Una teoría puramente sacrificial de los evangelios debería basarse en la epístola a los hebreos. Pero creo que esta epístola no logra captar la verdadera singularidad de la pasión de Cristo, y deja en la sombra la absoluta especificidad del cristianismo».
René Girard, El chivo expiatorio.
La relación entre religión y violencia es uno de los grandes temas de la Biblia y de la vida, que toca temas de enorme actualidad como la meritocracia y la teología de la expiación.
La ideología del mérito es también ideología del demérito. Los sistemas que premian a los merecedores necesariamente deben castigar a los no merecedores. Toda meritocracia es a la vez demeritofobia. Sin castigar a aquellos que son merecedores de castigos no es posible premiar a aquellos que son merecedores de premios. Pero, dado que somos mucho más capaces de encontrar culpas (en los demás) que méritos, en los sistemas meritocráticos sobreabundan las penas, porque en la base de todo sistema meritocrático hay un profundo pesimismo antropológico, aunque vaya disfrazado de bonitas palabras acerca de las virtudes y los premios. Premiando solo a los “ganadores” y a aquellos que alcanzan la cima del “monte refulgente” (la meritocracia es necesariamente jerárquica y posicional), olvida que todos somos merecedores de maneras distintas, que en cada persona puede haber y hay un camino de excelencia que no puede ni debe ser comparado jerárquicamente con el de otras personas ni ser medido con indicadores únicos e iguales para todos.
[fulltext] =>Ciertamente no es casualidad que el crecimiento de la cultura empresarial, que es el primer vehículo de la meritocracia, coincida hoy con una fase de justicialismo y endurecimiento de las penas. «El profeta Eliseo llamó a uno de la comunidad de profetas y le ordenó: Átate el cinturón, toma en la mano esta aceitera y vete a Ramot de Galaad. Cuando llegues, busca a Jehú. (…) Toma la aceitera y derrámasela sobre la cabeza, diciendo: Así dice el Señor: te unjo rey de Israel» (2 Re 9,1-3).
En Israel reina Jorán. Eliseo reconoce y legitima una insurrección, consagra y alienta lo que hoy consideraríamos un golpe de estado, que el texto nos presenta como una reforma yahvista y anti-idolátrica. La saga de Jehú, marcada por escenas de violencia atroz, nos obliga a reflexionar sobre un gran tema que atraviesa la Biblia entera: la relación entre religión y violencia; la paradoja de un Dios que parece servirse de la violencia de los hombres para realizar su diseño de salvación. Eliseo, para cumplir una profecía de Elías (1 Re 19,16), manda a un discípulo a consagrar a uno de los reyes más cínicos y sanguinarios de Israel. Da su bendición a un hombre que, para restituir la pureza del culto de YHWH, se manchará de crímenes monstruosos “en nombre del Señor”. La necesidad radical de justicia divina que marca toda la Biblia – YHWH es un Dios distinto y verdadero porque es justo – conlleva una ley simétrica del talión, donde cada uno recibe su merecido, para bien o para mal. Dios es justo porque premia a los buenos y castiga a los malos.
Así es como los hombres comenzaron a formar su sentido de la justicia con el que después escribieron códigos y constituciones que superaron en humanidad a muchas de las justicias escritas en la Biblia y en otros libros sagrados. Muchas veces se ha usado la Biblia para justificar las guerras santas y los genocidios de los infieles e idólatras, porque hay muchas páginas bíblicas que se prestan perfectamente para ello. Así, al final de la saga de Jehú, leemos: «El Señor dijo a Jehú: Por haber hecho bien lo que yo quería, (...) tus hijos, hasta la cuarta generación, se sentarán en el trono de Israel» (2 Re 10,30). Por haber hecho bien lo que yo quería: es decir el asesinato de Jorán, de Ocozías rey de Judá, de la reina Jezabel y de los setenta hijos decapitados de Ajab, así como el exterminio de todos los familiares de Ocozías, de todos los fieles a Jorán en Samaría y de todos los fieles de Baal.
Otros dos temas se entrecruzan en estos dos capítulos tremendos: la expresión shalom y la lealtad equivocada. En el capítulo nueve, la palabra shalom aparece muchas veces. Jehú va a visitar al rey Jorán, que está en Israel curándose de sus heridas. Este, en cuanto le ve, le pregunta: «¿Buenas noticias, Jehú?», es decir: Jehú, ¿traes shalom? «Jehú respondió: ¿Cómo va a haber shalom mientras Jezabel, tu madre, siga con sus ídolos y brujerías?» (9,22). ¿Cuál es el significado de shalom en la cultura bíblica? Shalom es una palabra muy rica en significados. El significado más inmediato es paz, bienestar, prosperidad, bien. Pero la palabra remite a la idea de equilibrio, de restablecimiento de un orden roto, hasta tal punto que algunas variantes (shulam y meshulam) se refieren a la acción de pagar. Paz y pagar tienen la misma raíz. Pagar viene de pacare, hacer paz, quietud (el finiquito, la carta de pago que se da al deudor cuando paga, se llama también quitanza). Shalom incorpora la idea de justicia como reparación, como extinción de la deuda y restablecimiento del equilibrio. No hay paz mientras una de las dos partes perciba un desequilibrio en su contra. Por eso los contratos de extinción de deudas se sellan con un apretón de manos en señal de paz, de shalom.
En esta línea se desarrolla el acontecimiento sanguinario de Jehú. Jehú es elegido por YHWH y por sus profetas para dar equilibrio a Israel, para hacer que los reyes idólatras y sus familias “paguen” por sus culpas y de este modo tener shalom. Jehú, ante esta petición de shalom, tiene que responder: ¿Cómo va a haber shalom mientras Jezabel, la madre del rey, siga con sus idolatrías? Para tener shalom es necesario restablecer el equilibrio roto por la corrupción religiosa. Este shalom de la religión económica-retributiva es característico de muchas páginas bíblicas: débitos y créditos, pagos y cobros, partidas abiertas y cerradas por un Dios contable que todo lo registra, hasta mil generaciones después. El episodio cruel del asesinato de la reina Jezabel debe ser leído dentro de esta lógica. A Jezabel ya la hemos conocido antes por su persecución de los profetas de YHWH y por la viña de Nabot. No es casualidad que Jehú, tras matar con una flecha a Jorán, ordene a su soldado: «Agárralo y tíralo a la heredad de Nabot, el de Yezrael» (9,25). De este modo se hace justicia a Nabot, se restablece el shalom. Para que Nabot tenga justicia hay que pagar un precio, y este solo puede ser la sangre que corre en dirección inversa. Lo mismo por lo que se refiere a la ejecución de la reina Jezabel, la verdadera autora del delito: «Jehú llegó a Yezrael. Jezabel, que se había enterado, se sombreó los ojos, se arregló el pelo y se asomó al balcón (...) Jehú levantó la vista al balcón y preguntó: ¿Quién se pone de mi parte? ¿Quién? Se asomaron dos o tres eunucos, y Jehú ordenó: ¡Tiradla abajo! La tiraron; su sangre salpicó la pared y a los caballos, que la pisotearon» (9,30-33). La sangre de Nabot es pacificada (shalom) por la sangre de la reina que le hizo morir injustamente. Como si la sangre de un injusto pudiera lavar la derramada por un inocente. Ayer igual que hoy.
En este episodio, triste y lleno de pietas, llama la atención el detalle de la reina, que ya no es joven, maquillándose para prepararse a un encuentro que sabe decisivo. Es como si quisiera llegar hermosa y atractiva a la cita con la muerte. Lo vemos muchas veces en las casas y en los hospitales, y estas visiones son siempre muy humanas. Con este episodio entramos, aunque sea rápidamente, en el otro tema de este ciclo narrativo: la falsa lealtad. Esos dos o tres cortesanos comprenden que el viento político ha cambiado. Son imagen de los colaboradores pelotas que no dudan en tirar a la reina por la ventana y dejar que los caballos pisen a la persona a la que habían adulado hasta un segundo antes. El mismo tema retorna en el otro gesto tremendo de Jehú. Ajab, el marido de Jezabel, «tenía setenta hijos en Samaría. Jehú escribió cartas y las envió a Samaría, a los notables de la ciudad, los ancianos y los preceptores de los príncipes» (10,1). En la segunda carta, Jehú escribe: «Si estáis de mi parte y queréis obedecerme, mañana a estas horas venid a verme a Yezrael, trayéndome las cabezas de los hijos de vuestro señor» (10,6). “Cabeza” en hebreo indica tanto la parte superior del cuerpo humano como el propio individuo. Ante la duda, los notables de Samaría en lugar de interpretar la palabra en el sentido más humano y llevar a los setenta niños príncipes ante el nuevo rey, «cuando les llegó la carta, prendieron a los setenta hijos del rey, los degollaron, pusieron las cabezas en unos canastos y se las mandaron a Jehú a Yezrael» (10,7). Otro ejemplo de lealtad aduladora: para contentar al nuevo soberano cruel, se interpretan sus palabras en el sentido más cruel. Es el exceso de maldad como señal de lealtad y devoción, con la esperanza de crear una deuda de reconocimiento en el jefe para poder usarla en provecho propio. El adulador, aunque parezca actuar en beneficio del jefe, siempre actúa por su propio interés. Pero Jehú no comprende ese gesto excesivo y extremo: «¿Quién ha matado a todos estos?» (10,9). Los aduladores no son apreciados ni siquiera por sus jefes adulados; los usan, los utilizan, pero no los aman ni los estiman.
Los hombres siempre han intentado asociar a Dios a sus cálculos económicos, a su shalom de precios y compensaciones. Lo han llamado “Señor de los ejércitos”. Hoy seguimos llamándolo así, aunque ese dios no viva en el cielo sino solamente en una persona o en una idea. Tenemos una necesidad insuperable de simetrías, de penas que recreen el orden roto. Es una necesidad nuestra. Pero esa necesidad nuestra ha producido teologías y religiones que han obligado a Dios a hacerse menos humano que las mejores mujeres y hombres. Pero un día, ese mismo humanismo bíblico generó un hombre distinto, que nos enseñó otro shalom, que ya no está ligado a los pagos ni a los precios; un reino donde la paz no nace de los equilibrios sino de los desequilibrios, donde quien recibe una ofensa no clama venganza sino que perdona setenta veces siete, donde el amor no compensa débitos con créditos sino que crea siempre otros nuevos: otro shalom, otro reino, otro amor-agape. Pero nosotros hemos hecho todo lo posible para hacerlo caber dentro de las reglas de nuestros equilibrios y nuestros pagos. Hemos llegado a contar que su muerte fue el precio pagado por un Hijo distinto a un Padre que solo era posible satisfacer mediante la sangre de un hijo. Estas teologías de la expiación olvidan que en la tierra ningún padre quiere la sangre de sus hijos, y para que el cielo pueda ser un lugar al menos tan hermoso como la tierra, el padre del cielo no puede ser menos bueno que nosotros. Cuando Jesús nos permitió llamar a Dios “Padre nuestro”, nos dijo que para entender y conocer a Dios tenemos que mirar a las madres y a los padres.
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Original italiano publicado en Avvenire el 27/10/2019
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 20/10/2019.
«Si "la inteligencia de las escrituras" es un carisma, ¿qué tipo de carisma es? y ¿dónde se coloca dentro de la jerarquía de los carismas? La inteligencia de las escrituras está entre los carismas mayores. Está incluso más arriba que el carisma de los profetas».
Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia.
Existe una relación muy fuerte e íntima entre la guerra y la economía. Generalmente las razones de los negocios se contraponen a las de las guerras. Muchos comerciantes prefieren la paz y el orden, que les permiten obtener mayores beneficios. La economía tiene una vocación de paz: el “dulce comercio” de los ilustrados. Pero si es cierto que ha habido y sigue habiendo comerciantes amantes de la paz, no faltan quienes se han enriquecido mucho con las guerras, quienes incluso las inducen con fines de lucro y quienes convierten los conflictos en un negocio. En el origen de las guerras hay grandes intereses económicos mezclados con el poder y con la locura de los hombres. Una economía y unas empresas justas son el primer antídoto, la primera cura preventiva, para las guerras. Cada vez que alguien construye una economía de paz, firma contratos de trabajo justos, se comporta correctamente con un empleado o reconoce los derechos de las personas y de la tierra, aleja la guerra con sus infinitos dolores.
[fulltext] =>También en la Biblia la economía y la guerra están profundamente entrelazadas. Las vemos juntas en las mismas historias, en las mismas profecías y en los episodios más espléndidos y tremendos: «Ben-Adad, rey de Siria, movilizó todo su ejército y cercó Samaría. Hubo un hambre terrible en Samaría. El asedio fue tan duro que un asno llegó a valer ochocientos gramos de plata, y treinta gramos de excrementos de paloma, cincuenta gramos de plata» (2 Re 6,24-25).
Samaría es asediada por los sirios. El primer lenguaje que usa la Biblia para expresar la gravedad del asedio y del hambre es el de los precios y las mercancías: un asno (el asno era un alimento corriente) y el estiércol de paloma usado como sal durante las carestías y el hambre. Aquí está el significado y el valor antropológico y ético de la economía y de sus palabras. Antes de la economía de mercado y del capitalismo, incluso cuando la economía solo ocupaba un día o unas horas a la semana (y no todas las horas de todos los días, como hoy), los hombres y las mujeres sabían expresar las cosas más importantes con los precios, las monedas y las mercancías; hablaban de economía para hablar de la vida y de la muerte. Durante los periodos de abundancia las palabras aumentan y se multiplican. Pero en tiempos de vacas flacas también las palabras adelgazan, se quedan en los huesos, y en los huesos queda lo esencial. La Biblia nos recuerda que lo esencial incluye la vida económica, los precios y las monedas. En la Biblia la economía está presente en las escenas más extremas y opuestas: en el hambre y también en la proximidad del samaritano que con “dos denarios” asocia un comerciante a su acción. Ayer, hoy y siempre.
Para entender el verdadero valor de la economía y de las monedas es necesario ir a los lugares donde hay asedios y hambrunas y entender sobre el terreno que los bienes y las monedas son verdaderamente útiles para los pobres y sus pobrezas. Podemos y debemos estudiar las “paradojas de la felicidad” para descubrir, con datos en la mano, que la riqueza económica no tiene tanto que ver con la felicidad como habitualmente creemos. Pero inmediatamente después debemos recordar que, si la riqueza es poco útil para los ricos, a los pobres les hace mucha falta, y que esa riqueza, superflua e inútil para quien la posee en abundancia, puede convertirse en un pan esencial en las hambrunas y en los asedios.
Poco después de hablarnos del exorbitante precio de la comida y de la sal durante el asedio, el libro de los Reyes nos narra un episodio tremendo, desesperado y poco conocido que nos habla de la economía a contraluz, al estar situado a continuación de los precios y las mercancías. Quizá con ello nos quiera decir que existe un lenguaje aún más fuerte y radical que la economía para hablar de los efectos de las guerras y el hambre en la vida de las personas: el lenguaje de la vida y de la muerte, de la carne y de los hijos: «El rey de Israel pasaba por la muralla, y una mujer le gritó: ¡Sálvanos majestad! Respondió el rey: Si no te salva Dios, ¿de dónde saco yo para salvarte? ¿De la panera o de la bodega? ¿Qué te pasa? Ella respondió: Esta mujer me dijo: Trae a tu hijo, que nos lo comamos hoy, el mío nos lo comeremos mañana. Cocimos a mi hijo y nos lo comimos; pero al otro día, cuando le pedí a su hijo para comérnoslo, lo escondió» (6,26-29). No hace falta añadir muchas más palabras. Se trata de un conflicto entre dos mujeres atormentadas a las que la desesperación del hambre ha vuelto locas, de un contrato demencial entre dos madres, de un caso parecido al que resolvió Salomón en su primer ejercicio de sabiduría (1Re 3). “¡Sálvanos!”: el SOS lanzado por esta madre no tiene anda que ver con la comida y las cosas, como piensa al principio el rey (“no tengo pan en la panera ni vino en la bodega”). No, su grito es de carne y de sangre. Es un grito de muerte. Antes de la economía están los hijos, la carne, la muerte. Estas palabras son anteriores a las de la economía. En la antigüedad estas escenas no eran tan raras. A veces, en las grandes carestías, las familias intercambiaban los hijos a “cocer” para evitar al menos el dolor más absurdo: devorar la carne de la propia carne.
Hoy ya no se cuece a los hijos para no morir de hambre. Pero sigue habiendo hijos e hijas devorados en las pobrezas y en los asedios. Son vendidos a nuevos ejércitos de hombres que llegan en avión a las periferias de Sudamérica o Asia, se acercan a las familias asediadas por la miseria y el hambre y compran hijas, niñas y niños para cocerlos en las oscuras habitaciones de sus hoteles. Algunas madres, en el último momento, no respetan el contrato e intentan esconderlos. La mayoría no lo consigue. Las primeras víctimas del hambre y de la guerra son los niños, las niñas y las mujeres, como nos recuerdan los premiados con el Nobel de Economía 2019. Luchar contra la guerra y el hambre significa salvar sobre todo a las madres, a los niños y a las niñas. Si ayuda a reducir las guerras y la miseria en el mundo, la economía será amiga de las madres y de los niños, y todos nosotros estaremos agradecidos y la consideraremos “bendita economía”. Si hace lo contrario, la criticaremos y maldeciremos, y lo haremos en nombre y con las palabras de las mujeres, de los niños y de las niñas. No es casualidad que la crítica más radical a la economía del siglo XXI venga de una muchacha.
«Cuando el rey oyó lo que decía la mujer, se rasgó las vestiduras; pasaba por la muralla y la gente vio que llevaba un sayal pegado al cuerpo» (6,30). La Biblia, ante estos relatos indecibles, “se rasga las vestiduras” y nos deja entrever el sayal penitencial. Sin embargo nosotros, antes las mismas escenas, no lo hacemos, pasamos de largo porque estamos demasiado ocupados y preocupados por nuestros asuntos.
El profeta Eliseo, con gestos y palabras, acompaña estos capítulos de guerra, hambre, muerte y economía. Su profecía también se incluye dentro de este ambiente y toma prestadas sus palabras: «Eliseo respondió: Escucha la Palabra del Señor. Así dice el Señor: Mañana a estas horas siete litros de flor de harina valdrán diez gramos, y catorce litros de cebada diez gramos en el mercado de Samaría» (7,1). La profecía también habla de economía. Para profetizar el final del asedio, la guerra y el hambre, Eliseo no encuentra palabras mejores que las de la economía y los precios de las cosas. Es lo mismo que hacemos nosotros cuando queremos desear felicidad a un hijo: le deseamos que tenga un trabajo digno y verdadero, que no se convierta en un indigente, que no pase hambre y que tenga “shalom” (bienestar). Estas son las esperanzas y las plegarias de todos, pero sobre todo son las esperanzas y las plegarias de los pobres, que sienten en su carne y en la de sus hijos lo que representa pagar por un asno ochocientos gramos de plata, y se sienten comprendidos por el profeta que anuncia una era donde la cebada y la harina costarán ochenta veces menos. Solo los pobres son verdaderamente competentes en los precios y en el valor de los bienes, porque son expertos en su escasez. Por eso entienden a los profetas y su lenguaje.
Esta es la extraordinaria laicidad de la Biblia, a la que no termino de acostumbrarme. La profecía es cielo, querubines, voz sutil de silencio, fuego, nube y trono, pero también harina, cebada y monedas. Si las palabras de la profecía son capaces de cambiar la historia y de salvarnos es porque mantienen unidos la cebada con los querubines, y YHWH con las monedas. Para que las palabras del cielo no se conviertan en “zona de confort” y puro consumismo espiritual deben ser pronunciadas junto a la cebada y las monedas. Cuando las religiones y las iglesias dejan de usar las palabras de la economía para hablarnos de Dios y del cielo, es porque están usando mal la cebada, la harina y la moneda, y por consiguiente dejan de hablar. La ausencia del tema económico del discurso religioso no es señal de una religión más espiritual, sino de una fe que ha olvidado los verdaderos rostros y las palabras de la pobreza, de los pobres y de las víctimas de la historia.
Este breve ciclo de guerras, carestías, profecía, mujeres, niños y economía se cierra con otra mujer, otro niño y otra economía.
Eliseo le había dicho a la mujer cuyo hijo había resucitado (2 Re, 4) que fuera a tierra extranjera, entre los filisteos, porque una hambruna estaba a punto de cernirse sobre el país. Cuando esta mujer vuelve a casa siete años después, no encuentra los bienes que, en su ausencia, han sido ocupados por otras personas. Mientras Guejazí, el criado de Eliseo, está narrando al rey el milagro de Eliseo, la mujer regresa: «Guejazí dijo al rey: Majestad, esa es la mujer, y ese es el niño resucitado por Eliseo. El rey preguntó a la mujer, y ella le contó todo. Entonces el rey puso a su disposición un funcionario, al que ordenó: Haz que entreguen a esta mujer todas sus posesiones y la renta de las tierras desde el día que se marchó hasta hoy» (8,5-6).
El milagro del niño muerto y resucitado se completa ahora con un acto de justicia económica. Los milagros no están completos si no cambian las condiciones materiales de la existencia, si son desencarnados, si no se convierten en rentas y campos. No todos, y no siempre, podemos resucitar a los hijos. Pero muchos, quizá todos, podemos resucitar a un pobre, hacer justicia a una víctima o cancelar una deuda. Si vemos estos milagros económicos, tal vez podamos ver también a Dios y a los ángeles.
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La fe no puede olvidar los verdaderos rostros y las palabras de los pobres.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 20/10/2019.
«Si "la inteligencia de las escrituras" es un carisma, ¿qué tipo de carisma es? y ¿dónde se coloca dentro de la jerarquía de los carismas? La inteligencia de las escrituras está entre los carismas mayores. Está incluso más arriba que el carisma de los profetas».
Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia.
Existe una relación muy fuerte e íntima entre la guerra y la economía. Generalmente las razones de los negocios se contraponen a las de las guerras. Muchos comerciantes prefieren la paz y el orden, que les permiten obtener mayores beneficios. La economía tiene una vocación de paz: el “dulce comercio” de los ilustrados. Pero si es cierto que ha habido y sigue habiendo comerciantes amantes de la paz, no faltan quienes se han enriquecido mucho con las guerras, quienes incluso las inducen con fines de lucro y quienes convierten los conflictos en un negocio. En el origen de las guerras hay grandes intereses económicos mezclados con el poder y con la locura de los hombres. Una economía y unas empresas justas son el primer antídoto, la primera cura preventiva, para las guerras. Cada vez que alguien construye una economía de paz, firma contratos de trabajo justos, se comporta correctamente con un empleado o reconoce los derechos de las personas y de la tierra, aleja la guerra con sus infinitos dolores.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 13/10/2019
«Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno fue sanado, sino Naamán el sirio»
Evangelio según Lucas 4, 27
Siervo. Servus, o sea esclavo. En la Biblia también hay muchos siervos. Para el escritor antiguo esta palabra eran corriente, ya que en su vida era normal la presencia de siervos y esclavos. Pero para nosotros no. Nosotros no podemos encontrarnos con estas palabras y pasar de largo. Al igual que el samaritano, debemos detenernos, sentir misericordia y después inclinarnos. Nosotros somos testigos y herederos de milenios de amor y dolor; por eso podemos intentar eliminar estas palabras de nuestro vocabulario y de nuestro corazón, aunque aún no lo hayamos logrado del todo ni en todos los lugares. La Biblia nos ayuda a borrar las palabras que ella misma ha escrito: «Naamán, general del ejército del rey sirio, era un hombre que gozaba de la estima y del favor de su señor, porque por su medio el Señor había dado la salvación a Siria; pero estaba enfermo de lepra» (2 Re 5,1). Con la historia de Naamán, una figura relevante en el pueblo sirio, entramos en uno de los pasajes donde la Biblia se supera a sí misma. YHWH ha concedido la salvación a los sirios, un pueblo distinto y enemigo de Israel. En un periodo histórico dominado todavía por la idea de los dioses nacionales y la religión étnica, en Israel se escriben páginas que anuncian una religión universal e inclusiva. El pueblo comienza a entender que las plegarias de su gente solo pueden ser verdaderas si son también las plegarias de los demás; que su Dios solo puede ser “padre nuestro” si el “nuestro” incluye a todos.
[fulltext] =>Naamán es un hombre enfermo, un leproso. Cuando en la Biblia aparece un leproso, el corazón se nos va corriendo a los evangelios y de ahí a Rivotorto de Asís. Allí se encuentra con Francisco y su beso al leproso, que marca una etapa decisiva en su vida y en la historia espiritual de Europa. Así es la Biblia: un viaje ético y espiritual en el tiempo y hacia el interior del hombre, que empieza una y otra vez en cada página. «En una incursión, una banda de sirios llevó de Israel a una muchacha, que quedó como criada de la mujer de Naamán. Entonces ella dijo a su señora: Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaría; el lo libraría de su enfermedad» (5,2-3). Naamán cree a su sierva, habla con su rey y le escribe una carta de presentación para el rey de Israel. Naamán se pone en camino llevando la carta en su mano: «El rey de Israel se rasgó las vestiduras exclamando: ¿Acaso soy yo un dios capaz de dar muerte o vida...? Veréis cómo está buscando un pretexto contra mí» (5, 6-7). Ambos reyes no se entienden. El discurso entre una joven criada, un enfermo y un profeta no entra en la lógica de los poderosos. ¡Cuántas guerras y cuánto dolor habríamos ahorrado si hubiéramos razonado como las muchachas, como los enfermos o como los profetas!
Pero Eliseo manda decir al rey: «¿Por qué te has rasgado las vestiduras? Que venga a mí y verá que hay un profeta en Israel» (5,8). Naamán el siro va a ver a Eliseo y este le envía un asistente que le dice: «Ve a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia» (5,10). Pero a Naamán esta solución le parece demasiado fácil. ¿Ha hecho todo ese viaje solo para sumergirse en un río? ¿Dónde están los ritos, los gestos, las palabras y las manos del sanador? Naamán protesta contra esta solución demasiado sencilla. En base a su experiencia con los sanadores de su país, tiene su propia idea acerca del protocolo de su curación, y rechaza el que le ofrece Eliseo porque le parece demasiado corriente. No es raro que rechacemos la solución a un problema porque nos parece demasiado sencilla. Muchas veces no vemos la solución porque la buscamos en los efectos especiales y en los fenómenos extraordinarios (5,11). Pero también en este caso, la bendición viene de la mano de los siervos: «Sus siervos se le acercaron y le dijeron: Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías. Cuánto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes» (5,12-13). Es el sentido común de los sencillos, que sabe ver soluciones fáciles mientras los “grandes” buscan soluciones complicadas e inexistentes. Naamán se cura: «Entonces Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, y su carne quedó limpia, como la de un niño» (5,14). A partir de esta curación comienza su conversión religiosa: «Volvió con su comitiva y se presentó al hombre de Dios, diciendo: Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo [berajá] de tu servidor» (5,15).
Naamán, un hombre rico, quiere hacer un regalo a Eliseo como signo de gratitud y bendición: «Eliseo contestó: ¡Vive el Señor, a quien sirvo! No aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó» (5,16). En otro río (el Yaboq), la herida (no curada) generó una bendición (berajá). Aquí la herida se cura, pero el sanador no acepta la bendición. ¿Por qué este rechazo? Eliseo marca el comienzo de una nueva forma de profecía, la espiritual, en un contexto medio-oriental donde el profetismo era un oficio en el que se mezclaban ganancias y comercios. Aquí Eliseo quiere distinguirse claramente de la profecía comercial de los “hijos de los profetas”. Toda su profecía es gracia, charis, gratuidad. No cura por interés, sino por vocación. La profecía, como todos los dones, vive también dentro de relaciones de reciprocidad. Pero a veces la reciprocidad, necesaria en las relaciones ordinarias, puede ser un obstáculo, sobre todo al comienzo, cuando hay que marcar una discontinuidad (cuando comienza una vocación, nace una nueva relación o se funda una nueva realidad…). Aun siendo distinta, la naturaleza de dar-y-recibir de la reciprocidad hace que se parezca demasiado a un contrato comercial. En determinados momentos fundacionales y extraordinarios, el don se expresa diciendo no a la reciprocidad normal que casi siempre lo acompaña. Dice “no” para decir “sí” a algo más profundo; porque si bien es posible el don verdadero sin reciprocidad, no lo es sin gratuidad. Es lo mismo que nos ocurre cuando hacemos el primer regalo a una persona que nos importa mucho: no queremos otra recompensa que la alegría grabada en sus ojos agradecidos, ya que cualquier otra “cosa” reduciría la pureza y la belleza de nuestro regalo. Eliseo, para decir que su profecía es única y exclusivamente gracia, renuncia incluso a la reciprocidad.
«Naamán dijo: Entonces que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor» (5,17). El “no” a un regalo genera otro regalo. Hay un detalle interesante e inesperado: Naamán se encuentra con el rechazo de Eliseo, pero ese rechazo le lleva a pedir otra cosa: la tierra (adamah). Un don sin reciprocidad produce otro don por parte de quien ya era “acreedor”, y no solo por razones de culto (construir un altar). Estas cosas raras son frecuentes en las dinámicas sociales del don, donde la “deuda” creada por un don no se devuelve con otro don sino con un nuevo don por parte de quien ya había dado. Si así no fuera, la vida se parecería demasiado a un mercado, y no podríamos asistir a los espectáculos morales más hermosos de las mujeres y de los hombres. Sin embargo, esta lógica del don le resulta totalmente ajena a Guejazí, criado de Eliseo, que sigue a Naamán para obtener, mediante engaño, una parte de los regalos no aceptados por Eliseo (5,20-27). Antes de despedirse de Eliseo, Naamán le dice una cosa que nos abre de par en par un nuevo horizonte: «Cuando mi señor entra en el templo de Rimón para adorarlo, se apoya en mi mano, y yo también me postro ante Rimón» (5,18). Naamán es un alto funcionario en Siria. Para desempeñar su trabajo tiene que acompañar al rey al templo del dios Rimón. Ahora que se ha convertido, ¿podrá seguir desempeñando ese trabajo? ¿Cómo compatibilizar la nueva fe con el viejo oficio? Naamán se siente abrumado por una doble lealtad: la lealtad a su trabajo, a su vida corriente y a su patria, y la lealtad a su nueva fe. Ahora sabe que Rimón no es el verdadero Dios; él solo quiere honrar a YHWH, pero su vida debe continuar en la misma sociedad de antes.
La historia ha conocido distintas soluciones a este conflicto. Hay quienes sienten que la segunda lealtad no es compatible con la primera y dejan su puesto de trabajo, su país y su familia y cambian de vida religiosa y civil. Ambas lealtades se reducen a una sola. Sin embargo, Eliseo da una respuesta sorprendente: «Shalom»: vete en paz (5,19). Pero ¿cómo es posible? ¿El profeta, el paladín de la coherencia extrema a toda costa, le dice al recién convertido que no se preocupe por esta doble lealtad? Cuanto más coherente es una persona con sus propios valores y principios, más tolerante se hace con respecto a las elecciones de los demás. La coherencia propia no se convierte en un yugo para imponer a los demás. Son los “doctores de la ley” y los “escribas” quienes imponen a otros pesos que ellos mismos no pueden soportar. Los verdaderos profetas son maestros de misericordia, humanidad y compasión y llevan sus pesos pesados para que otros no tengan que llevarlos. Llevan ellos mismos la cruz y dicen palabras de amor a los demás crucificados.
Los profetas no ceden ni un centímetro a las componendas en su vida, pero saben que las mujeres y los hombres que trabajan para que sus hijos puedan ir a la escuela deben vivir entre muchas dobles lealtades. Se ven obligados a trabajar en bancos, oficinas y empresas que no siempre son como a Dios le gustaría que fueran, y a veces tienen que inclinarse ante falsos dioses junto con sus jefes. Cada día se preguntan: ¿cómo vivir la fidelidad en “tierra extranjera”? Estos hombre y mujeres saben que la vida que llevan no es la que desearían y deberían llevar y a veces buscan nuevos trabajos que no llegan casi nunca. Y mientras tienen que trabajar en esos bancos y en esas empresas solo pueden intentar trabajar bien, lo mejor posible, y ofrecer con mansedumbre la mano a sus “patrones”. Siguen adelante cada día gracias a la lealtad espiritual, que es la misma lealtad para con la familia a la que cuidan con su salario. A todas esas personas que no tienen la posibilidad de elegir los bancos y las empresas donde trabajan, a esos fieles en el exilio, Eliseo y la Biblia les repiten: "Shalom", vete en paz, habita esa doble lealtad. Para terminar, es muy hermoso y conmovedor que nuestro comentario a los libros de los Reyes nos haya llevado hoy hasta la bendición a un sirio, hasta la lectura de que Dios ha «dado la salvación a los sirios». Que esta frase se convierta en una oración.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 13/10/2019
«Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno fue sanado, sino Naamán el sirio»
Evangelio según Lucas 4, 27
Siervo. Servus, o sea esclavo. En la Biblia también hay muchos siervos. Para el escritor antiguo esta palabra eran corriente, ya que en su vida era normal la presencia de siervos y esclavos. Pero para nosotros no. Nosotros no podemos encontrarnos con estas palabras y pasar de largo. Al igual que el samaritano, debemos detenernos, sentir misericordia y después inclinarnos. Nosotros somos testigos y herederos de milenios de amor y dolor; por eso podemos intentar eliminar estas palabras de nuestro vocabulario y de nuestro corazón, aunque aún no lo hayamos logrado del todo ni en todos los lugares. La Biblia nos ayuda a borrar las palabras que ella misma ha escrito: «Naamán, general del ejército del rey sirio, era un hombre que gozaba de la estima y del favor de su señor, porque por su medio el Señor había dado la salvación a Siria; pero estaba enfermo de lepra» (2 Re 5,1). Con la historia de Naamán, una figura relevante en el pueblo sirio, entramos en uno de los pasajes donde la Biblia se supera a sí misma. YHWH ha concedido la salvación a los sirios, un pueblo distinto y enemigo de Israel. En un periodo histórico dominado todavía por la idea de los dioses nacionales y la religión étnica, en Israel se escriben páginas que anuncian una religión universal e inclusiva. El pueblo comienza a entender que las plegarias de su gente solo pueden ser verdaderas si son también las plegarias de los demás; que su Dios solo puede ser “padre nuestro” si el “nuestro” incluye a todos.
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 05/10/2019.
«Sabe, querida, que el final de mi vida se acerca. Apresúrate a venir a Santa María de los Ángeles… Te pido que me traigas los dulces que solías darme cuando estaba enfermo en Roma».
Carta de S. Francisco a Fray Jacoba.
Los milagros de Eliseo son grandes narraciones acerca de la vida y la muerte, y nos desvelan nuevos pasajes de la gramática del talento femenino y del deber de los profetas.
En esta tierra, el mayor don que podemos recibir es un hijo. Y cuando un hijo muere, la sensación que experimentamos es la de un engaño muy grande. Si ese don lo hemos recibido como un don de Dios, su muerte pone en crisis la fe; vivimos el engaño como un engaño de Dios. Cuando los hijos mueren, también morimos nosotros, muere la fe y muere Dios. A veces podemos resucitar y entonces, junto con nosotros, resucita la fe y resucita Dios. A nosotros nos gusta mucho la imagen del crucifijo porque el Gólgota es el pan nuestro de cada día, mientras que el Tabor nos queda demasiado lejos.
[fulltext] =>Tras una nueva guerra entre Israel y Moab (2 Re, 3), Eliseo regresa como profeta del pueblo, de las mujeres y de los niños: «Una mujer … suplicó a Eliseo: Mi marido, servidor tuyo, ha muerto … Ahora ha venido un acreedor para llevarse a mis dos hijos como esclavos» (4,1-2). En el mundo antiguo los acreedores podían llevarse como esclavos a los hijos de los deudores insolventes. Esto ocurría también en Israel, pero los hebreos querían que en el pueblo distinto de YHWH también el deudor insolvente fuera tratado de forma distinta: «No lo tratarás como esclavo, sino como jornalero» (Levítico 25, 39-40). Y en el año del jubileo los esclavos por deudas debían recuperar la libertad: «Trabajará contigo hasta el año del jubileo, cuando él y sus hijos quedarán libres» (41).
Eliseo multiplica el aceite de su orza y dice a la mujer: «Anda a vender el aceite y paga a tu acreedor» (2 Re 4,7). Según la Ley, los esclavos tienen que esperar siete años para recuperar la libertad. En cambio, según los profetas los esclavos deben ser liberados aquí y ahora. Los profetas son liberadores de esclavos. Para ellos ni siquiera la Ley de Moisés es suficiente para asegurar una vida verdaderamente digna. La Ley de Moisés sobre los acreedores, distinta y más humana, no habría nacido sin la profecía de Israel. Pero la profecía nunca está satisfecha con las leyes, porque ninguna ley humana puede estar a la altura de la tierra prometida. La única ley que les gusta a los profetas es la que aún no se ha escrito. La ley del Reino de los cielos es la ley del todavía-no. «Un día pasó Eliseo por Sunán. Había allí una mujer rica que le obligó a comer en su casa; después, siempre que él pasaba, entraba allí a comer» (4,8). Esta mujer “rica” ama al profeta “obligándole” a comer en su casa. La mujer dice al marido: «Si te parece, le haremos en la azotea una pequeña habitación; le pondremos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y cuando venga a casa, podrá quedarse allí arriba» (4,9-10). Esta familia no solo da de comer a Eliseo, sino que le construye un pequeño apartamento donde pueda “quedarse”. Es la primera Betania de la Biblia.
Hay personas que, gracias a una vocación especial y preciosa, saben descubrir una necesidad de fraternidad y humanidad típica de los profetas, y la satisfacen. Es posible que no hagan muchas cosas “piadosas” en su existencia, pero esa habitación siempre dispuesta, perfumada y limpia para el profeta-amigo que está de paso es suficiente para dar un sentido bueno a su vida. Es posible ser justos haciendo bien una sola cosa en la vida. Estas personas comprenden que para el profeta un hotel de cinco estrellas no es mejor que la habitación de la “azotea”. A veces nos perdemos demasiadas “penúltimas cenas” en compañía de profetas por no entender el valor de estas pequeñas habitaciones de obra o el valor espiritual de una mesa, una cama, una silla y un candil en casa de los amigos. Algunos profetas han podido seguir adelante durante años sin morir gracias a un solo amigo que ha sabido tener una habitación dispuesta y preparar una cena. Francisco, amante de pobres y leprosos, al final de su vida desea los mostachones de fray Jacoba, una amiga suya de la nobleza romana. No todos los ricos merecen los “ayes” del evangelio. Algunos forman parte del pueblo de las bienaventuranzas. Sería demasiado “pobre” un Reino de los cielos sin la presencia de algún rico que usara sus bienes para “dar casa” a los profetas. Toda hospitalidad es sagrada, todo huésped acogido trae una bendición. Pero la hospitalidad de los profetas transforma la casa en un rincón del paraíso; la llena de ángeles, de maná, de leche y miel. Aquellos que acogen o han acogido profetas lo saben muy bien.
«Un día que Eliseo llegó a Sunán, subió a la habitación de la azotea y durmió allí» ¡Qué hermoso es ver dormir a un profeta! Se podría construir una habitación solo para eso. Eliseo pide a Guejazí, su criado, que llame a la sunamita y le pregunte: «¿Qué puedo hacer por ti? Si quieres alguna recomendación para el rey o el general…» (4,10-13). En Eliseo nace la reciprocidad, generada por la hospitalidad de la mujer. Pero equivoca el primer don recíproco: «Ella dijo: Yo vivo con los míos» (4,13). La mujer no necesita bienes materiales, prestigio o poder. Casi nunca suelen ser estos los bienes de las mujeres, sobre todo cuando no se encuentran en la indigencia y “viven bien”. Eliseo lo comprende y pregunta a Guejazí: «¿Qué podríamos hacer por ella?». Guejazí comenta: «No tiene hijos y su marido es viejo» (4,14-15). La vida es el bien primario de las mujeres. Eliseo manda llamar a la mujer: «El año que viene por estas fechas abrazarás a un hijo». Ella responde: «Por favor, no, señor, no engañes a tu servidora» (4,15-16).
Nos encontramos de nuevo en el encinar de Mambré. El huésped anuncia a la mujer el bien más grande e inesperado puesto que ya no podía ser esperado (el marido era viejo). La mujer, al igual que Sara, no cree inmediatamente la promesa antinatural del hombre. Pero ella no se ríe y dice algo tremendamente serio, relativo a la intimidad y al secreto más grande de la mujer: “no me engañes”. Las mujeres nunca hacen bromas con la vida ni con los hijos. Pero también en este caso ocurre lo imposible: «La mujer concibió y dio a luz un hijo» (4,17). El niño creció y «un día fue adonde su padre, que estaba con los segadores, y dijo a su padre: ¡Me duele la cabeza! Su padre dijo a un criado: Llévalo a su madre» (4,18-19). Pasan los años. El niño se siente mal y el padre lo pone en manos de su madre, unas manos de confianza. Cuántas veces lo vemos, cuántas veces lo hacemos. Pero el niño muere. Y su muerte nos deja una de las escenas más hermosas de la Biblia, que nos desvela otro pasaje de gramática bíblica sobre el talento de las mujeres: «La madre lo subió y lo acostó en la cama del hombre de Dios» (4,21). El niño ha muerto pero la madre no se lo cree. E intuye que la vida tiene que ver con el profeta huésped. Eliseo se encuentra en el monte Carmelo, pero la madre, mientras le espera, acuesta al niño en el único lugar que le parece apropiado: la cama del profeta. Llama al marido: «Voy a ir corriendo a ver al hombre de Dios y vuelvo enseguida». El marido le pregunta: «¿Por qué vas a ir hoy a visitarlo si no es luna nueva ni sábado?». Ella responde: «Hasta luego» (4,23).
El marido no comprende. Piensa que el profeta es el hombre del culto, a quien hay que dirigirse solo en los días de fiesta. Sin embargo, la mujer sabe que, si hay una posibilidad de salvar a su hijo, esta pasa por Eliseo. El “hasta luego” marca otra gran diferencia entre la mujer y el marido con respecto a la gestión de la crisis. El marido parece bloqueado, confundido y resignado. La mujer actúa, corre, sabe muy bien qué debe hacer. Se pone en marcha y ordena al criado: «Toma la rienda y anda. No aflojes la marcha si no te lo digo». Eliseo la ve de lejos y pide a su criado que salga a su encuentro y le pregunte qué tal están ella, su marido y el niño. Ella responde: «Estamos bien» (4,24-26). No están nada bien, pero no quiere perder tiempo hablando con el embajador. Solo las mujeres conocen los tiempos y los ritmos de la vida en las grandes crisis, donde solo importa alcanzar de inmediato el objetivo. Son maestras en bienes relacionales y en palabras; saben pasar horas dialogando por el simple placer de conversar, pero cuando está en juego la vida son capaces de realizar cálculos de costes-beneficios perfectos y despiadados. Ella solo quiere salvar a su hijo y por tanto solo quiere ver a Eliseo, ya. No pierde el tiempo en charlas o en formalidades, no es momento para la cortesía con los mayordomos. Se echa a los pies de Eliseo y pronuncia una frase estupenda que solo las mujeres pueden decir: «¿Te pedí yo un hijo? ¡Te dije que no me ilusionaras!» (4,28).
Este es el centro dramático del relato. La mujer reprende a Eliseo por haberla engañado, por haberla ilusionado con un hijo regalado y después arrebatado, por haberse burlado de ella. Hay en las mujeres una autoridad de la vida que genera palabras de una fuerza única e infinita. He oído a mujeres lanzar gritos de reproche a hombres y a Dios con una dureza inaudita, pero quienes asistían a la escena tenían la certeza de estar viviendo algo maravilloso. En esos momentos, un insulto o una imprecación tienen el perfume suave de un salmo. Este grito de la mujer sunamita es una de las oraciones más verdaderas y bellas de la Biblia entera, que no pierde nada de su belleza ni de su verdad aunque no se sepa (porque todavía no lo sabemos) si el hijo va a resucitar. Eliseo envía a su criado donde está el niño. Pero la madre comprende que la posibilidad de la salvación está en la persona del profeta. Protesta una vez más y dice a Eliseo: «No te dejaré». Entonces «él se levantó y la siguió» (4,30). Eliseo es un seguidor. Aquí se hace seguidor de su discípulo. El seguimiento es maduro cuando sabe alternar el acompañamiento del maestro con el del discípulo.
Eliseo entra en la casa. Encontró al niño muerto tendido en su cama, oró y «se echó sobre el niño, boca con boca, ojos con ojos, manos con manos; encogido sobre él, la carne del niño fue entrando en calor … el niño estornudó y abrió los ojos» (4,34-36). Después dijo a la madre: «Toma a tu hijo» (37). El hijo es entregado como don a la mujer por segunda vez. No es la resurrección del hijo, el final feliz de la historia, lo que hace verdadero el grito de protesta de la mujer, sino que es la verdad del grito la que hace verdadero el final de esta historia y de las nuestras, cuando los hijos siguen muertos y nuestros gritos siguen siendo verdaderos. La mujer sunamita permanece sin nombre en la Biblia. Tal vez para que cada madre suspendida entre una muerte segura y una resurrección esperada pueda poner el suyo.
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Carta de S. Francisco a Fray Jacoba.
Los milagros de Eliseo son grandes narraciones acerca de la vida y la muerte, y nos desvelan nuevos pasajes de la gramática del talento femenino y del deber de los profetas.
En esta tierra, el mayor don que podemos recibir es un hijo. Y cuando un hijo muere, la sensación que experimentamos es la de un engaño muy grande. Si ese don lo hemos recibido como un don de Dios, su muerte pone en crisis la fe; vivimos el engaño como un engaño de Dios. Cuando los hijos mueren, también morimos nosotros, muere la fe y muere Dios. A veces podemos resucitar y entonces, junto con nosotros, resucita la fe y resucita Dios. A nosotros nos gusta mucho la imagen del crucifijo porque el Gólgota es el pan nuestro de cada día, mientras que el Tabor nos queda demasiado lejos.
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 29/09/2019.
«El ángel de la muerte protestaba ante el Señor porque la traslación de Elías desencadenaría las protestas de los demás seres humanos, que no pueden vencer la muerte».
El Zohar, Libro del esplendor.La desaparición de Elías en el carro de fuego y el comienzo del ciclo de Eliseo nos revelan una dimensión esencial de la profecía y de su continuación: tanto el padre como el discípulo son un don.
Las vocaciones de los profetas son acontecimientos misteriosos. Generalmente los profetas son llamados directamente por Dios. Su vocación se produce en el seno de una teofanía, que a veces va acompañada de voces y visiones de ángeles. Pero no siempre es así. Hay auténticos profetas que no han oído nunca la voz de Dios llamándoles por su nombre, ni han visto ángeles. Tan solo han oído un “susurro de silencio” o el grito de los pobres, y con eso se han puesto en marcha. Otras veces, han sido llamados por otro profeta. Estaban en el mar de Galilea, recogiendo las redes; pasó un hombre distinto, quizá un profeta, les llamó, y ellos dejaron el agua y se convirtieron en caminantes de tierra. También Eliseo fue llamado por Elías. Los discípulos del Nazareno y de Elías no vieron el cielo abierto, a diferencia de Isaías y Ezequiel. Solo vieron un hombre, solo oyeron la voz de un hombre, pero en esa voz humana no faltaba nada para dejarlo todo. Estas llamadas son típicas de los discípulos de los profetas, cuando la vocación comienza con una voz humana. Algunas veces, a la voz del profeta se añade la de Dios. Otras veces no: la voz de un hombre o de una mujer se queda sola. Eliseo sabía que Elías era un profeta de YHWH, sabía que siguiendo a Elías seguiría a Dios, pero quien le llamó fue Elías y no el Dios de Elías. A Eliseo le bastó aquella voz humana para dejarlo todo y comenzar una vida nueva. Esta llamada se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia, y se renueva cada día, cuando la fe adquiere la forma de la confianza en una voz humana.
[fulltext] =>«Elías marchó de allí [del Horeb] y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas de bueyes en fila, él con la última. Elías pasó junto a él y le echó encima el manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías» (1 Re 19,19-20). El seguimiento de los profetas es una carrera veloz. Eliseo es llamado mientras está arando, cubierto de polvo, sudado y con los pies llenos de barro. Así le llega la vocación. Como economista, y por tanto como observador y amante del trabajo y de la empresa, siento un escalofrío cada vez que me topo con alguna de las muchas escenas bíblicas donde la vocación se produce en un lugar de trabajo. «Estaban en la barca arreglando las redes», «Palabras de Amós, uno de los pastores de Técoa». En la Biblia no hay lugar más “religioso” para la vocación que un campo arado; no hay objetos más sagrados que un yugo de bueyes, porque en las liturgias vocacionales incluso el olor del estiércol puede ser incienso suave. Aquí se encuentra una de las raíces más profundas del humanismo bíblico, que ha liberado la voz de Elohim de los recintos sagrados y religiosos. Por eso, el 10 de septiembre de 1946, esa misma voz liberada pudo llamar a Anjezë en el tren que iba de Calcuta a Darjeeling. En aquel medio de transporte polvoriento y profano “nació” la Madre Teresa: la voz no esperó a que la joven monja llegara al retiro espiritual al que se dirigía; para llamarla no pensó que la capilla del centro sería más adecuada que un vagón de tren.
Elías pasa junto a Eliseo y le echa encima el manto. En su mundo el manto era el primer símbolo del profeta, pero era más que eso. Al comienzo del segundo libro de los Reyes, Elías es reconocido por Ocozías, el sucesor de Ajab, por su manto: «¿Cómo era el hombre que os salió al encuentro y os dijo eso? Le contestaron: Era un hombre con un manto de pelo y una piel ceñida con un cinto de cuero. El rey comentó: ¡Elías, el tesbita!» (2 Re 1,7-8). En la Biblia hay muchos mantos. Los hijos de Noé cubrieron con su manto la desnudez de su padre borracho; la Ley de Moisés pedía devolver antes del anochecer al deudor insolvente el manto tomado en prenda; David encontró a Saúl y en lugar de matarlo le cortó solo el borde del manto; a Jesús le pusieron un manto escarlata delante de Pilatos al comienzo de su pasión: el Ecce Homo no llevaba solo túnica, sino también manto, ambos donados. «Cuando el Señor iba a arrebatar a Elías al cielo en el torbellino, Elías y Eliseo se marcharon de Guilgal. Elías dijo a Eliseo: Quédate aquí, porque el Señor me envía solo hasta Betel. Eliseo respondió: ¡Vive el Señor!, ¡por tu vida no te dejaré!» (2 Re 2,1-2). Elías intenta dejar a Eliseo tres veces (en Jericó y en el Jordán), pero Eliseo se lo impide. Entre estas líneas volvemos a leer el maravilloso diálogo entre Noemí y Rut, o el diálogo entre Jesús y Pedro acerca del amor y del rebaño.
En sus primeras huidas al desierto, Elías había conseguido estar solo. Antes de refugiarse, cansado y atemorizado, a la sombra de una retama, dejó a su “siervo” en Berseba y se quedó solo (1 Re 19, 19). Sin embargo, ahora, cuando se dirige a su muerte, Eliseo no lo deja solo. Esta es una diferencia decisiva entre un siervo y un discípulo. El siervo obedece, no discute, no protesta. El discípulo no, no puede hacerlo: «¡Vive el Señor! Por tu vida, no te dejaré». En algunas pruebas decisivas – como la última – a los profetas les gustaría quedarse solos. Tienen el alma consumida por un misterioso torbellino de dolor y de amor. En ciertos viajes todos buscamos la soledad, pero muchas veces los afectos naturales son el antídoto precioso que nos impide hundirnos en la soledad. Los profetas no tienen estos antídotos-dones naturales. Pero los discípulos pueden serlo, siempre que no dejen de ser discípulos para convertirse en siervos. Si el profeta solo está rodeado de “siervos”, se ve obligado a afrontar estas noches sin fraternidad ni compañía, con un dolor no necesario que se añade al dolor inevitable. El discípulo es también esta compañía extrema del profeta, una tenaz presencia que sigue al profeta por senderos por donde nadie consigue adentrarse. Por eso, si el profeta es un gran don para el discípulo, quizá el más grande de esta tierra, también el discípulo es un don para el profeta, quizá el más grande.
En esta extraña huida de Elías, en esta última milla acompañado, hacen su aparición unos misteriosos “hijos de los profetas” que hablan con Eliseo: «Los hijos de los profetas de Betel salieron a recibir a Eliseo. Le dijeron: ¿Ya sabes que el Señor te va a dejar hoy sin jefe y maestro? Él respondió: Claro que lo sé. ¡Callaos!» (2 Re 2,3). Estos “hijos de profetas” son comunidades de profetas que vivían en los márgenes de las ciudades, muchas veces en los santuarios. Es probable que también Eliseo viviera en una de estas comunidades, que fuera uno de estos “hijos”. Eliseo ya “sabe” lo que le espera, pero no quiere escuchar los datos ni las crónicas: “¡Callaos!”. Quizá los hijos de los profetas le están sugiriendo que respete el deseo-mandato de soledad de Elías. Pero Eliseo es distinto. Forma parte de una comunidad de hijos, pero no deja de ser hijo y por tanto hermano. Eliseo es discípulo y heredero. «Cincuenta hombres, hijos de profetas, les siguieron y se pararon frente a ellos, a cierta distancia. Ellos dos se detuvieron junto al Jordán» (2,7). Los hijos de los profetas se detienen en el umbral, pero el discípulo sigue caminando. La herencia marca el desenlace del último encuentro entre Elías y Eliseo. En cuanto cruzan el Jordán, «dijo Elías a Eliseo: Pídeme lo que quieras antes de que me aparten de tu lado. Eliseo pidió: Déjame en herencia dos tercios de tu espíritu» (2,9). Dos tercios era la parte de la herencia que pasaba del padre al primogénito. Eliseo está pidiendo ser el heredero de Elías, ¡nada menos! Elías responde: «¡No pides nada! Si logras verme cuando me aparten de tu lado, lo tendrás; si no me ves, no lo tendrás» (2,10). Es difícil, pero es posible, si es capaz de ver a Elías mientras desaparece. La posibilidad que tiene Eliseo de convertirse en heredero primogénito de Elías está en su capacidad para mantener la mirada hasta el final, de resistir frente a su desaparición.
«Mientras ellos seguían conversando por el camino, los separó un carro de fuego con caballos de fuego, y Elías subió al cielo en el torbellino. Eliseo lo miraba y gritaba: ¡Padre mío, padre mío, carro y auriga de Israel!» (2,11-12). Eliseo mira y grita: “¡Padre mío!” Eliseo es el hijo, el heredero. Ha mantenido la mirada hasta el final. El heredero debe saber ver la desaparición del profeta. Y después convertirse en padre, recoger la herencia. En el mundo antiguo, la herencia solo era eficaz tras la muerte del padre. Eliseo puede convertirse en el heredero si acepta esta “muerte”. Debe aceptar que el padre desaparezca, para hacerse adulto y seguir la carrera. Toda vocación profética adulta comienza aceptando la muerte del padre. Eliseo se convierte en heredero y profeta en el momento en que consigue mirar a la cara la desaparición de Elías, hasta el final. Pero la primera y tal vez la única fatiga del discípulo-hijo de un profeta consiste en convertirse en padre y profeta sin dejar de ser discípulo e hijo. Aquí descubrimos una cosa importante de la relación profeta-discípulo-heredero. Eliseo pide ser el heredero. Algunas veces la herencia profética puede ser pedida y concedida, puede ser fruto de una llamada interior del heredero. Es lo que ocurre muchas veces con los reformadores de comunidades. Pero lo más importante es que la herencia tiene que ver con el espíritu. Eliseo no pide el manto, pide el espíritu. El manto no hace al profeta. Es el espíritu quien le hace heredero del profeta y por tanto profeta. Estamos ante una revolución en la profecía bíblica. Después de Eliseo se mantendrá la profecía como oficio y el manto como signo de su estatus social. Pero ahora, junto al profetismo institucional, comienza una profecía nueva, la del espíritu, que marcará una etapa inédita y extraordinaria, la de Isaías, Jeremías y Ezequiel.
Pero hay más. El heredero no recibe todo el espíritu. La herencia son dos tercios. En la época de la profecía espiritual, el primogénito que recoge el manto del profeta no hereda todo el espíritu del fundador. Recibe dos tercios, no todo. El heredero del profeta no tiene el espíritu completo. Tiene una parte, una parte abundante, pero no todo, porque una parte de la herencia pasa a los demás herederos, a los restantes “hijos” de los profetas. El heredero de los profetas es primogénito, pero no hijo único. Tras la desaparición del profeta, ningún hombre solo posee el espíritu entero. Para heredar los tres tercios hace falta toda la comunidad.
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stdClass Object ( [id] => 16856 [title] => Incluso una sola línea de luz [alias] => incluso-una-sola-linea-de-luz [introtext] =>Profecía e historia/16 - Una segunda pregunta, a veces, conduce a la respuesta correcta y desatendida.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 22/09/2019
«El nombre de Elías como ángel es Sandalfón, uno de los más grandes y terribles, cuya tarea consiste en tejer para el Señor coronas de oraciones y en ofrecer sacrificios en el santuario invisible, dado que el Templo solo ha sido destruido en apariencia, pero sigue existiendo».
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, VI
La distinción entre verdadera y falsa profecía recorre la Biblia entera. Este relato añade nuevos elementos a la comprensión de la función de los profetas de ayer y de hoy.
La profecía bíblica, aun siendo única, nos ofrece un paradigma para comprender mejor algunos fenómenos decisivos de nuestras sociedades y comunidades. Las formas, los modos y las palabras han cambiado pero hoy los profetas falsos siguen siendo legión. También hay profetas verdaderos que dicen tonterías de buena fe, y profetas honestos que suelen decir palabras verdaderas, aunque no siempre. Sobre todo, hay poderosos que reconocen las palabras verdaderas de los profetas, pero no las escuchan. Y mueren. «Pasaron tres años sin que hubiera guerra entre Siria e Israel. Pero al tercer año, Josafat, rey de Judá, fue a visitar al rey de Israel, y este … preguntó a Josafat: ¿Quieres venir conmigo a la guerra contra Ramot de Galaad? Josafat le contestó: Tú y yo, tu ejército y el mío, tu caballería y la mía, somos uno» (1 Re 22,1-4). Tras el paréntesis (maravilloso) de la viña de Nabot, volvemos al contexto bélico que se inició en el capítulo 20. Josafat, rey de Judá, realiza un viaje político al Norte. Ajab le propone que le acompañe en una guerra para reconquistar los territorios ocupados por los arameos (Ramot de Galaad). Josafat acepta, pero pide a Ajab que consulte antes a los profetas (22,5). Consultar a Dios antes de emprender una campaña militar era una práctica muy frecuente en el mundo antiguo. En ese momento, Israel se encuentra todavía en una zona limítrofe entre el chamanismo arcaico y el profetismo más maduro de los siglos posteriores: «El rey de Israel reunió a los profetas, unos cuatrocientos hombres, y les preguntó: ¿Puedo atacar a Ramot de Galaad o lo dejo? Respondieron: Vete. El Señor se lo entrega al rey» (22,6).
[fulltext] =>Cuatrocientos profetas de YHWH. Es una cantidad considerable, que recuerda al número de los profetas de Baal (450) degollados por Elías en el monte Carmelo. En la Biblia, los reyes y los poderosos no tienen una relación fácil con los profetas. Necesitan a los verdaderos profetas, pero les temen porque son libres e imprevisibles. La respuesta de los profetas es enteramente favorable a la participación en la guerra: 100% de apoyos. Pero al humanismo bíblico no le gusta la unanimidad. La falta de contraposición no es buena señal, porque Dios habla en la diversidad y en la sinfonía de voces. La monotonía en este tipo de acuerdos casi siempre es señal de un embrollo. Esta unanimidad hace sospechar también a Josafat, que evidentemente tiene más experiencia de la vida y de Dios, y pide otra prueba: «Josafat preguntó: ¿No queda por ahí algún profeta del Señor para consultarle?» (22,7). Ajab responde a Josafat: «Queda todavía uno: Miqueas, hijo de Yimlá … pero yo lo aborrezco, porque no me profetiza cosas buenas, sino desgracias» (22,8). Ajab aborrece a Miqueas. Los reyes detestan a los profetas de desventura (de su desventura) aunque sepan que se trata de profetas verdaderos y honestos. Encontramos aquí un eco de Jeremías, que compartirá la misma suerte de Miqueas. Josafat consigue que Miqueas sea llamado a la corte. El diálogo entre el eunuco y Miqueas es interesante: «El mensajero que había ido a llamar a Miqueas le dijo: … A ver si tu oráculo es como el de ellos y anuncia la victoria. Miqueas replicó: ¡Vive el Señor!, diré lo que el Señor me manda» (22,13-14). Al igual que a muchos colaboradores aduladores, al funcionario no le interesa la verdad; solo quiere hacer lo que le manda su jefe. Se trata de una escena muy común, que en relato sirve para explicitar que Miqueas es un profeta verdadero.
Pero aquí está el primer golpe de efecto: Miqueas, cuya fama de profeta de desventura ya conocemos, nos sorprende: «Cuando Miqueas se presentó al rey, este le preguntó: Miqueas, ¿podemos atacar a Ramot de Galaad o lo dejamos? Miqueas le respondió: Id, triunfaréis. El Señor se lo entrega al rey» (22,15). Miqueas le da la misma respuesta que los cuatrocientos profetas, no rompe la unanimidad. Segundo golpe de efecto: Ajab, en lugar de exultar ante la que puede ser la primera profecía “de bien” pronunciada por Miqueas, exclama: «¿Cuántas veces tendré que tomarte juramento de que me dices solo la verdad en nombre del Señor?» (22,16). Es una pregunta extraña e importante. Ajab da muestras de una rara honestidad. Intuye que la palabra de Miqueas no es verdadera, aunque le resulte cómoda. Como veremos, hay poderosos que, aunque no escuchen a los profetas verdaderos, saben reconocer cuándo dicen la verdad. Muchos jefes tienen un olfato especial o un “carisma” de discernimiento, un don que les permite hacer carrera y les hace fascinantes. Este talento de discernimiento de los espíritus muchas veces les permite entender rápidamente a las personas que tienen delante y distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. Pero la Biblia nos dice que no basta el talento natural para poner en práctica el contenido de estas palabras verdaderas. Uno de los “pecados” más comunes de las personas con grandes dotes consiste en no seguir la verdad que reconocen. Tal vez sean estos los misteriosos “pecados contra el espíritu” de los que habla el Evangelio. Al mismo tiempo, esta intuición natural puede paradójicamente ayudar al profeta verdadero.
Efectivamente, ante la objeción de Ajab, Miqueas cambia su respuesta y dice la verdad: «Miqueas dijo: Estoy viendo a Israel desparramado por los montes, como ovejas sin pastor» (22,17). Es una clara profecía de paz, contraria a la de los cuatrocientos profetas. No sabemos por qué respondió Miqueas con una mentira a la primera pregunta de Ajab. A lo mejor no creía que Ajab le escucharía y se sentía desmoralizado por ironía o por miedo. Pero la Biblia aquí nos quiere sugerir algo mucho más general e importante para la vida de las organizaciones y comunidades. No nos dice solo que incluso un rey malvado puede hacer una pregunta buena, ni solo que incluso un rey infiel puede ayudar a un profeta a ser fiel a su verdad. Nos dice mucho más. Nos sugiere que si un responsable, en momentos de crisis y de decisiones difíciles, quiere comprender cuál es la decisión correcta, debe desconfiar del consenso unánime y seguir buscando. Si todos están de acuerdo, debe sentirse inquieto y buscar un Miqueas a su alrededor. Después, si por intuición sabe que tiene ante sí un profeta verdadero, no debe conformarse con la primera respuesta, sobre todo si se parece a la de todos los demás, porque puede tratarse de una respuesta falsa de un profeta verdadero. Debe aprender a repetir las preguntas, aun cuando “deteste” a la persona y su respuesta. En estas cosas, repetita iuvant. Jesús tuvo que preguntar tres veces a Pedro si le amaba para obtener una de las respuestas más hermosas acerca de la amistad. Y si esta pregunta doble ha sabido hacerla un rey malvado, también nosotros podemos hacerla.
Entonces Miqueas sigue con su profecía y nos regala un tercer golpe de efecto: «Vi al Señor sentado en su trono. Todo el ejército celeste estaba en pie junto a él, a derecha e izquierda, y el Señor preguntó: ¿Quién podrá engañar a Ajab para que vaya y muera en Ramot de Galaad? Unos proponían una cosa y otros otra. Hasta que se adelantó un espíritu y, puesto en pie ante el Señor, dijo: Yo lo engañaré … Iré y me transformaré en oráculo falso en la boca de todos los profetas» (22,19-23). Miqueas desvela al rey una cosa sorprendente, que nos recuerda la apuesta entre Dios y el “satán” en el prólogo del libro de Job. Los cuatrocientos profetas no son falsos, solo han sido engañados, y quien les ha engañado ha sido uno de los “espíritus” de Dios. ¡Magnífico! Es la primera vez en la Biblia que encontramos profetas engañados por el mismo Dios. El Dios bíblico es complicado. Un espíritu de su corte le pide permiso para engañar a cuatrocientos profetas. Según estos textos arcaicos, dentro del Dios verdadero habitan también espíritu malvados y engañadores. YHWH es más grande que sus espíritus buenos y honestos, que lucharán con Jacob en un vado nocturno, intentarán que Moisés muera al bajar del Sinaí y clavarán a un Hijo en una cruz (“Dios mío, ¿por qué…?”). El Dios bíblico induce a la tentación, ¡y de qué manera! Este episodio nos sigue desvelando nuevos pasajes de la gramática de la profecía. No hay solo dos categorías: verdaderos y falsos. Sabíamos que existen falsos profetas que saben que son falsos y dicen falsedades, y que existen profetas verdaderos que solo dicen verdades. Ahora descubrimos que también existen profetas verdaderos que dicen intencionadamente falsedades (el primero, Miqueas) y otros profetas verdaderos que dicen de buena fe falsedades porque han sido engañados por el mismo Dios. ¡Qué difícil es reconocer a los profetas!
Ajab reconoce a un profeta verdadero, dialoga con él, le ayuda a ser honesto, pero al final no le escucha: «El rey de Israel y Josafat de Judá fueron contra Ramot de Galaad» (22,29). Sabe que la palabra de Miqueas es verdadera, sabe que Dios ha dispuesto que la guerra se perderá. Pero a pesar de todo eso Ajab marcha a la guerra. Ni siquiera la visión del cielo abierto es capaz de convertir a Ajab. Esta desobediencia de Ajab es misteriosa y tremenda porque nos recuerda demasiado de cerca a las nuestras. Sabemos, porque una palabra verdadera nos lo dice, que la acción que estamos comenzando no es la que deberíamos realizar. Pero nosotros tomamos el camino equivocado sabiendo que es equivocado. Sabemos que deberíamos quedarnos en casa y sin embargo nos vamos. Acabamos cuidando cerdos sin levantarnos para volver a casa. Ajab murió en la batalla (22,35). Pero, a pesar de su fracaso, el valor de esa doble pregunta permanece. La Biblia es grande, entre otras cosas, porque sabe darnos palabras de vida engarzadas dentro de palabras de muerte. Antes de morir, Ajab, con esa pregunta tenaz, escribe una línea de luz en su testamento, y nos deja un trozo de verdad en un mar de mentira (¿y si la salvación estuviera en una sola línea verdadera escrita en nuestra vida?).
Esa palabra verdadera le cuesta a Miqueas una bofetada de su “colega” Sedecías, uno de los cuatrocientos, y la cárcel (22,24-27). Como a Jeremías, como a muchos de sus hermanos de ayer, hoy y siempre. Como a Elías, otro profeta solo contra una multitud. Ahora también la palabra verdadera triunfa, aunque Miqueas “muera”. La Biblia deja a Miqueas en la cárcel, le olvida ahí. Tras este diálogo, Miqueas sale de la escena para siempre. Pero un redactor posterior ha querido despedirse de él poniendo en su boca las mismas palabras pronunciadas siglos después por otro Miqueas, el último de los profetas bíblicos. Nosotros también queremos despedirle con estas estupendas palabras: «¡Escuchad, pueblos todos!» (22,19). Escuchemos todos a Miqueas, no olvidemos a tantos profetas verdaderos que son abofeteados y encarcelados solo por ser fieles a una palabra verdadera e incómoda.
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Una segunda pregunta, a veces, conduce a la respuesta correcta y desatendida.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 22/09/2019
«El nombre de Elías como ángel es Sandalfón, uno de los más grandes y terribles, cuya tarea consiste en tejer para el Señor coronas de oraciones y en ofrecer sacrificios en el santuario invisible, dado que el Templo solo ha sido destruido en apariencia, pero sigue existiendo».
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, VI
La distinción entre verdadera y falsa profecía recorre la Biblia entera. Este relato añade nuevos elementos a la comprensión de la función de los profetas de ayer y de hoy.
La profecía bíblica, aun siendo única, nos ofrece un paradigma para comprender mejor algunos fenómenos decisivos de nuestras sociedades y comunidades. Las formas, los modos y las palabras han cambiado pero hoy los profetas falsos siguen siendo legión. También hay profetas verdaderos que dicen tonterías de buena fe, y profetas honestos que suelen decir palabras verdaderas, aunque no siempre. Sobre todo, hay poderosos que reconocen las palabras verdaderas de los profetas, pero no las escuchan. Y mueren. «Pasaron tres años sin que hubiera guerra entre Siria e Israel. Pero al tercer año, Josafat, rey de Judá, fue a visitar al rey de Israel, y este … preguntó a Josafat: ¿Quieres venir conmigo a la guerra contra Ramot de Galaad? Josafat le contestó: Tú y yo, tu ejército y el mío, tu caballería y la mía, somos uno» (1 Re 22,1-4). Tras el paréntesis (maravilloso) de la viña de Nabot, volvemos al contexto bélico que se inició en el capítulo 20. Josafat, rey de Judá, realiza un viaje político al Norte. Ajab le propone que le acompañe en una guerra para reconquistar los territorios ocupados por los arameos (Ramot de Galaad). Josafat acepta, pero pide a Ajab que consulte antes a los profetas (22,5). Consultar a Dios antes de emprender una campaña militar era una práctica muy frecuente en el mundo antiguo. En ese momento, Israel se encuentra todavía en una zona limítrofe entre el chamanismo arcaico y el profetismo más maduro de los siglos posteriores: «El rey de Israel reunió a los profetas, unos cuatrocientos hombres, y les preguntó: ¿Puedo atacar a Ramot de Galaad o lo dejo? Respondieron: Vete. El Señor se lo entrega al rey» (22,6).
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