El maravilloso oficio de vivir

Más grandes que la culpa/3 – Podemos ser justos aun siendo débiles. Y escuchar sin haber oído

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (56 KB) el 04/02/2018

Piu grandi della colpa 03 rid«El Maestro dijo:
"Aquellos que hacen
de la virtud su profesión
son la ruina de ésta"»

Confucio, Analectas

En esta tierra hay muchas personas llamadas que responden “aquí estoy” aunque no sepan reconocer al autor de la voz que les llama por su nombre. Hoy igual que ayer e igual que siempre. Personas llamadas por voces interiores distintas y desconocidas, que se elevan desde el amor y el dolor del mundo. En estas vocaciones, que ocurren cada día en todos los ámbitos humanos, lo verdaderamente importante es responder. Pero si además tenemos a nuestro lado a un “Elí” que primero nos manda tranquilamente a la cama y luego nos desvela el nombre de aquel que nos llama repetidamente, este proceso puede ser maravilloso. 

«Los hijos de Elí eran unos desalmados... Cuando una persona ofrecía un sacrificio, mientras se guisaba la carne, venía el ayudante del sacerdote empuñando un tenedor, lo clavaba dentro de la olla o caldero o puchero o cazuela, y todo lo que enganchaba el tenedor se lo llevaba al sacerdote». (1Samuel 2,12-14). Como si esas corruptelas sobre los sacrificios no fueran suficientes, además «se acostaban con las mujeres que servían a la entrada de la tienda del encuentro» (2,22). En cambio «el niño Samuel iba creciendo en estatura y gracia» (2,26). Este cuadro, de tonos fuertes y coloridos, que hace uso de materiales muy antiguos, nos permite entrar de inmediato en el gran tema de la Biblia y de la vida: la coexistencia de la culpa y la gracia, la dialéctica entre el templo y la profecía. La figura de Elí, sacerdote jefe del templo de Siló, no está libre de ambivalencia. El texto – resultado de distintas tradiciones y de muchas “manos” teológicas y políticas – condena principalmente a los hijos, pero no exonera de culpa a Elí («¿Por qué tienes más respeto a tus hijos que a mí, cebándolos con las primicias de mi pueblo?»: 2,29).

El episodio de la llamada nocturna de Samuel es grandioso, y Elí desempeña en él un papel muy hermoso, decisivo. No hace falta ser moralmente perfecto para reconocer el espíritu de Dios en el mundo, ni para decirle a un joven: «Es el Señor». Es posible ser justo aun siendo débil, honesto aun con una parte del alma estropeada. La partitura de una vida moralmente dudosa puede contener en su interior pasajes espléndidos. El mundo está lleno de palabras verdaderas y estupendas pronunciadas por pecadores. El mundo está lleno de buenas acciones realizadas por personas que solo parecían capaces de maldad. Ni siquiera Caín consiguió borrar en sus hijos la imagen de Elohim.

La vocación de Samuel viene precedida por un sugerente versículo: «La palabra del señor era rara en aquel tiempo y no abundaban las visiones» (3,1). El tiempo de Samuel es parco en palabras y visiones y por tanto en profecía (que es las dos cosas juntas). Samuel llega para poner fin a este silencio y a este eclipse de Dios. Los profetas, hoy como ayer, son muchas veces la “flor del mal”, la respuesta de la tierra a la carestía de la palabra, carestía de palabras y visiones. En un mundo bíblico donde la Palabra de Dios es la madre de todas las palabras humanas verdaderas, la rareza de la palabra de YHWH se traduce en niebla, humo y vanitas (havel) de palabras humanas. Si Dios calla, el Adam no sabe hablar, es un hombre civil y espiritualmente ciego y mudo.

«Samuel estaba acostado en el santuario del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó: “¡Samuel!”. Y este respondió: “¡Aquí estoy!” Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”. Elí respondió: “No te he llamado, vuelve a acostarte”. Samuel fue a acostarse y el Señor lo llamó otra vez. Samuel se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”. Elí respondió: “No te he llamado, hijo; vuelve a acostarte”» (3,3-6). La voz llama dos veces. Samuel no la reconoce. Llama por tercera vez: «Samuel se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”. Elí comprendió entonces que era el Señor quien llamaba al niño» (3,8). Este es uno de los triángulos más bellos y profundos de toda la literatura sagrada. En él encontramos la gramática y la semántica de ese acontecimiento antropológico decisivo que es la vocación (religiosa, artística, laica), sobre todo en su fase auroral y por consiguiente crucial. Comienza con un joven que lleva inscrito en su historia su propio destino, a partir del primer voto de su madre Ana. Duerme dentro del templo, al lado del Arca de la Alianza, consagrado desde pequeño a Dios y a su culto. La religión es su ambiente, el templo es su casa y las palabras sagradas son su lenguaje. Sin embargo «Samuel no conocía todavía al Señor; aún no se le había revelado la palabra del Señor» (3,7). Sabemos que su tiempo es espiritualmente avaro. Pero incluso en los raros tiempos de palabras abundantes no basta estar inmersos en una vida religiosa para conocer a Dios y su palabra. Podemos pasarnos la vida entera en lugares sagrados, ser consagrados, vestirnos de lino cada día y sin embargo no conocer al Señor. Como los hijos de Elí, como muchos profesionales de la religión.

A diferencia de las vocaciones de Abraham, Isaías, Jeremías o Moisés, en la llamada de Samuel aparece en escena un mediador humano, un intermediario, un tercero. En esas otras grandes llamadas bíblicas, Dios se revela directamente o a través de uno de sus ángeles (Agar, María). Los llamados dudan de su capacidad para desempeñar la tarea, pero reconocen la voz. Y si no la reconocen (como cuando Saulo pregunta: «¿quién eres?»), la voz misma les dice su nombre. En cambio, Samuel no reconoce la voz hasta que Ellí no le revela su nombre.

Resulta especialmente bello e importante este juego de voces, paradigma de un buen proceso de discernimiento de espíritus y de vocaciones. En primer lugar, también Elí necesita tres “llamadas” para reconocer la naturaleza de la voz. Tal vez, conociendo muy bien a Samuel, reconociera los síntomas de su llamada profética ya desde el primer despertar, pero prefiere esperar. Saber esperar es el primer y más valioso arte de los intérpretes de voces ajenas (y propias). Siempre lo es, pero sobre todo en tiempos de carestía de Dios, cuando su recuerdo es lejano y el hambre y la sed producen espejismos y voces fatuas. En el tiempo esperado y oportuno, Elí reconoce en la voz que llama a Samuel las señales de la voz de YHWH. El texto no nos dice la “técnica” de este discernimiento, pero nos dice algo más importante: Elí sabe reconocer la voz que llama a otra persona. Un hermeneuta vocacional es alguien que sabe interpretar las señales de una voz buena y distinta en medio de muchas otras voces de la vida. Quizá su habilidad más rara y valiosa sea precisamente la de saber decir “es el Señor” sin poder escuchar directamente su voz. Como José en Egipto, Elí se convierte en intérprete de los “sueños” de otros.

Toda vocación verdadera comienza con un sueño, porque el tiempo de vigilia es demasiado pequeño para oír esas voces de infinito. Elí no es un profeta. Probablemente no ha oído a nadie llamarle por su nombre. No hace falta ser profeta para acompañar a un profeta; “solo” se necesita un carisma, experiencia y mucha honestidad. Elí no conoce la voz pero sí conoce la palabra de YHWH. Está familiarizado con las narraciones de las grandes llamadas de la historia de la salvación. La experiencia de la palabra le permite reconocer una voz que nunca ha oído pero sí ha escuchado en las narraciones del templo y de los padres bajo la tienda. Una vida dedicada a la escucha de la palabra le ha permitido llegar preparado a la cita más importante con una voz que le habla a un joven, reconocerla y en el momento adecuado poder decir con certeza: “Es el Señor”. Una vida dedicada al conocimiento de la palabra le permite reconocer en la vejez la voz que le habla a un joven, porque la palabra que ha escuchado muchas veces resuena en su interior como si fuera una voz.

Las comunidades espiritualmente vivas están formadas por unos pocos profetas llamados por su nombre y por muchas otras personas que escuchan una palabra que, sin llamarles por su nombre, se hace voz en el alma. La palabra permite a muchos no profetas tener una experiencia parecida (si no idéntica) a la de los profetas llamados por su nombre. Esto es verdadera igualdad bajo el sol, más allá de la diversidad de carismas y talentos. Lo hace posible de forma eminente la palabra bíblica, pero también la escucha verdadera y el trato frecuente con toda palabra humana grande. Podemos reconocer a los verdaderos poetas sin ser poetas. Podemos reconocer la virtud en los demás sin ser virtuosos. Y así podemos aprender el maravilloso oficio de vivir. Llegado a este punto, Elí puede dar a Samuel el mejor consejo y concluir así su tarea: «Anda, acuéstate. Y si te llama alguien, dices: “Habla, Señor, que tu siervo [aliado] escucha"» (3,9).

Para terminar, es muy importante la parte donde dice: «si te llama alguien». Un acompañante experto y honesto puede reconocer las señales de una vocación, puede estar seguro de la autenticidad de la voz que irrumpe en la noche, pero no puede saber si la voz volverá a llamar una cuarta y decisiva vez. Algunas personas han escuchado tres veces su nombre, algún Elí les ha dicho “es el Señor”, se han echado a dormir y pueden pasarse años durmiendo a la espera de una cuarta llamada que no llega. Otras personas llevan tiempo sin dormir porque una voz verdadera les llama interiormente y no les deja en paz, pero se han encontrado en el camino con un intérprete deshonesto que a la pregunta “¿eres tú quien me ha llamado?” ha respondido: "Sí, soy yo", y se ha convertido en su “maestro interior”. Otras personas, en fin, tienen a su lado un hermeneuta, diversamente deshonesto (y/o impaciente, inexperto, sin carisma) que responde: “Es el Señor”. Escuchan y siguen una voz trivial o equivocada a la que llaman “el Señor”, y así se encuentran inmersos en una vida vocacional pero sin vocación. Pocas manipulaciones, más o menos de buena fe, son más devastadoras que las vocacionales. Si Samuel llega de noche y pregunta: “¿Me has llamado?”, y nosotros no somos Elí, solo debemos responder: “No sé quién te llama. Solo sé que no soy yo. Pero tú no dejes de escuchar ".

En tiempos de carestía de voces y visiones necesitamos a Ana y a Samuel. Pero también tenemos mucha necesidad de la humanidad honesta de Elí: «Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y lo llamó como antes: “¡Samuel, Samuel!” Samuel respondió: “Habla, que tu siervo escucha"» (3,10).

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