El gran cántico de la laicidad

El gran cántico de la laicidad

El exilio y la promesa/27 - El templo es demasiado pequeño para contener el Amor y el agua de la sabiduría.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 12/05/2019

«Aliocha contemplaba todo esto inmóvil. De pronto, como segadas sus piernas por una hoz, cayó de rodillas. Sin saber por qué, sentía un deseo irresistible de estrechar entre sus brazos a toda la tierra. La besó sollozando, empapándola de lágrimas, y se prometió a sí mismo, con ferviente exaltación, amarla siempre… Tres días después, dejó el monasterio, de acuerdo con la voluntad del starets, que le había ordenado “permanecer en el mundo”»

Fëdor Dostoevskij, Los hermanos Karamazov – Las bodas de Caná

La página del lugar sagrado rodeado por las aguas que riegan la tierra es una de las más grandes de Ezequiel y de la Biblia entera. Contiene la imagen de una fe auténticamente laica donde el templo de Dios es la tierra entera.

El agua es uno de los grandes símbolos de la Biblia. Es su alfa y su omega. Pisón, Tigris, Éufrates, Nilo, Jordán, Yaboq, Noé, Abraham, Agar, Raquel, Moisés, Mará, el Bautista, la Samaritana, el Gólgota. Ríos, pozos y mujeres. Agua y vida. Agua que es vida. Siempre y en todos lados. Sobre todo, en las regiones semiáridas de Oriente Próximo. O en nuestra tierra reseca y desertificada porque los herederos de Adán y de Caín no la hemos cuidado.

De vez en cuando, en los grandes textos – la Biblia es uno de ellos – aparece una página que, por sí sola, lo dice todo. Una página distinta, resumen de todo el mensaje del libro y de todas las cosas verdaderas y bellas que se puedan decir sobre el tema. La lectura de una de estas páginas proporciona una plenitud que sacia completamente. Podemos, debemos, leer todo el libro de Ezequiel y después los de los demás profetas, y seguir con los libros sapienciales, hasta llegar a los Evangelios y a Pablo, e incluso algunos textos de otras tradiciones espirituales. Pero si, al final de esta empresa, queremos decir qué hemos comprendido sobre la religión, el espíritu, el culto y el templo, posiblemente no encontraremos imagen mejor que la de Ezequiel y el nuevo templo sumergido en las aguas que parten de él para regar la tierra: «Me hizo volver a la entrada del templo. Del zaguán del templo manaba agua hacia levante… El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar. Me sacó por la puerta septentrional y me llevó por fuera a la puerta del atrio que mira a levante. El agua iba corriendo por el lado derecho» (Ezequiel 47,1-2).

El agua va creciendo en directo, mientras Ezequiel, acompañado por su ángel guía agrimensor, la observa asombrado y un poco asustado: «El hombre que llevaba el cordel en la mano salió hacia levante. Midió quinientos metros, y me hizo atravesar las aguas: ¡agua hasta los tobillos! Midió otros quinientos, y me hizo cruzar las aguas: ¡agua hasta las rodillas! Midió otros quinientos, y me hizo pasar: ¡agua hasta la cintura! Midió otros quinientos: era un torrente que no pude cruzar, pues habían crecido las aguas y no se hacía pie; era un torrente que no se podía vadear» (47,3-5). Tras las minuciosas descripciones del templo, el culto y los sacrificios de los capítulos anteriores, el profeta vuelve a tomar la palabra en primera persona y nos deja un fresco de una belleza poco común. Entramos con él en el torrente-río, sentimos cómo crecen las aguas desde los tobillos hasta la cadera y más arriba. Ezequiel está dentro del vado con su ángel. Esta vez, el hombre y el ángel no luchan; no hay herida alguna en el nervio ciático. Solo la bendición de un mensaje eterno sobre el espíritu, el templo y la vida.

La visión continúa: «Al regresar, vi a la orilla del río una gran arboleda en sus dos márgenes. Me dijo: -Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas pútridas y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan, allí donde desemboque la corriente tendrán vida, y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente» (47,6-9). El ángel muestra el paisaje a Ezequiel. Donde antes no había más que desierto y aridez, han crecido multitud de árboles: «No se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del templo; su fruto será comestible y sus hojas medicinales» (47,12). El Mar Muerto, región considerada maldita y estéril por las tradiciones antiguas, vuelve a vivir, las aguas saladas se vuelven dulces y se pueblan de infinitas variedades de peces, como en el Mediterráneo (47,10). El agua lleva consigo la fecundidad y el saneamiento. Sobre todo, lleva consigo la vida. De este modo, Ezequiel, después de habernos regalado capítulos atrás la grandiosa imagen del viento del espíritu que resucita los huesos secos, nos ofrece ahora la misma experiencia con el agua que mana del templo e inunda la tierra. Agua y espíritu. Agua que es espíritu.

La Biblia es un inmenso e infinito canto a la vida. Todo en ella habla solo y siempre de vida. Lo hace de muchas maneras y con muchas imágenes. Pero al agua la canta de una forma distinta, muy fuerte, para aquella cultura. El pueblo heredero del arameo errante, habitante de tiendas movibles, lleva en su código genético la búsqueda del agua para vivir. Durante milenios ha visto cómo el agua llegaba en su estación y daba vida a lo que parecía muerto y estaría de verdad muerto si ella no hubiera llegado. Ha visto florecer el desierto en mil colores tras las lluvias primaverales, y a partir de esas resurrecciones ha visto nacer las oraciones más bellas y brotar los salmos más poéticos. Para intuir algo de esta visión del templo-fuente, deberíamos leerla en el desierto de Sur, al lado de Agar, o con el pueblo murmurando en el desierto por la sed. Deberíamos sentir la sed en nuestra carne y después experimentar el agua que llega y nos salva. El agua es la hermana pobre del espíritu: utile et humile et pretiosa et casta.

El gran cuadro de las aguas y de la vida culmina con el hombre y su trabajo: «Se pondrán pescadores a su orilla, desde Engadí hasta Eglain habrá tendederos de redes» (47,10). Sin hombres y mujeres trabajadores, el milagro de las aguas no está completo. La visión del templo comenzó con las puertas del templo, después vino el altar, los sacrificios, las reglas para los sacerdotes y las cocinas. Después, las aguas, la vida, la fertilidad y el desierto florecido. Pero en el culmen encontramos al hombre y finalmente el trabajo. Este es el humanismo bíblico. Este es el canto del Adam. En el ápice de una manifestación cósmica, Dios pone trabajadores, pescadores que tienden las redes. Otros pescadores, siglos más tarde, llevarán el agua del espíritu a toda la tierra, después de reconocer en la voz que les llama mientras trabajan la voz de la vida, porque, trabajando, quedan unidos a la misma fuente.

La página del templo-fuente, inmerso en las aguas que generan un río que inunda, fecunda y vivifica el mundo, es una de las más bellas de toda la Biblia y una de las más proféticas de Ezequiel. Expresa pasado y futuro a la vez: bereshit y eskaton. El agua está presente en el primer capítulo del primer libro (Génesis) y en el último capítulo del último libro (Apocalipsis). En Ezequiel, el agua contiene uno de los mensajes religiosos, teológicos y sociales más potentes del humanismo bíblico. El templo puede ser un manantial del que fluye un agua vivificante, siempre que el agua no se quede celosamente guardada y encerrada dentro del templo. Siempre que sea punto de partida para inundar el mundo. El agua del templo no va destinada al consumo interno del templo. El agua no es producida para cubrir las exigencias de pureza del culto religioso. No. El agua nace dentro, pero corre fuera. Es un agua laica, civil, secular. El Ezequiel sacerdote de Jerusalén cree que el templo es el lugar de la presencia de la gloria de YHWH en la tierra. Pero el Ezequiel profeta sabe y dice que esa presencia no está allí para ser consumida en el culto por sus fieles, sino que es generada para ser entregada a quienes se encuentran fuera del templo. “La fuente no es para mí”, la hermosa expresión de Bernadette de Lourdes, es un lema profético universal sobre la relación entre el templo y el espíritu. El agua viene a fecundar la tierra. No es dada gratuitamente por el Cielo para lavar los escurrideros de la sangre de los sacrificios por debajo del altar del templo. Las religiones y las comunidades espirituales pueden seguir generando agua viva y saciando la sed de la gente si vencen, con la castidad, la tentación perenne de beber el agua que de ellas nace.

Ezequiel, que recibe esta visión después de la destrucción del templo por Nabucodonosor, intuye que, si hay un nuevo templo después del exilio, la fe y el templo no pueden ser los mismos de antes. Toda gran crisis cambia la relación entre la fe y el culto. Con un inmenso dolor, Ezequiel ha aprendido que su Dios no deja de ser verdadero aunque haya sido derrotado, que la fe es posible incluso en ausencia de un lugar sagrado, porque el lugar de Dios es la tierra entera. Eso cambia para siempre la religión y el culto. Así pues, el templo inmerso en las grandes aguas es una gran herencia espiritual de Ezequiel, un mensaje que parte de la tierra de exilio de Babilonia y atraviesa toda la Escritura. Lo encontramos, por ejemplo, en el libro de Sirácida, que retoma la imagen del templo-fuente de Ezequiel y la aplica a la sabiduría: «Yo, como canal derivado de un río, como acueducto que entra en un jardín, dije: - Voy a regar mi huerto, a empapar mi bancal. Y he aquí que mi canal se ha convertido en río y mi río se ha hecho un mar» (Sir 24,30-31). El templo es demasiado pequeño para contener el Amor y el agua de la sabiduría. Finalmente, Ezequiel regresa en la conclusión del Apocalipsis, en otra imagen maestra, como ápice de más de medio milenio de profecía que ha abierto de par en par el templo para hacerlo coincidir con el mundo entero: «Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para las naciones» (Ap 22,1-2).

Aquí el agua no mana por debajo del templo, sino del “trono de Dios y del Cordero”. En la epifanía final del espíritu, el templo ya no existe. El templo desaparece del paisaje de la nueva Jerusalén, como leemos pocos versículos antes en otro pasaje paradójico y estupendo: «No vi templo alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, son su templo» (Ap 21,22). Al igual que la Ley, el templo es un pedagogo, que un día deberá desaparecer para dejar sitio al encuentro inmediato con el agua viva. En este mundo nuevo, el “árbol de la vida” ya no se encuentra en el jardín de Edén, sino que crece en medio de la plaza de la ciudad. Es una frase maravillosa. La plaza será el nuevo nombre del templo. Este es el gran cántico de la laicidad bíblica: hermana plaza, hermana oficina, hermana fábrica, hermano trabajo. Hermana agua. ¿Para cuándo todo esto en plenitud? «Sí, vengo pronto» (Ap 22,20).

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