La otra mano del Omnipotente

Un hombre llamado Job/14 – En el cielo de la fe incluso las nubes ayudan a oír a Dios

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 14/06/2015

logo GiobbeAl separar el orden sagrado, mediante el sacrificio expiatorio, la infección de la culpa (que siempre acompaña al hombre) de sus catastróficas consecuencias, es posible no concebir la culpa como un mal real, como una herida de la vida, sino como una imputación moral. Cuando eso ocurre, la culpa se convierte en un desesperado artificio, en una jaula que permite la coexistencia del Omnipotente clemente y misericordioso con el dolor.

Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia

La felicidad y el dolor de una civilización dependen en buena medida de su idea de Dios. Esto vale tanto para los que creen como para los que no creen, porque en cada generación hay un ateísmo profundamente ligado a la ideología dominante. Creer en un Dios que está a la altura de la parte mejor del ser humano es un gran acto de amor también para los que no creen en Dios. La fe buena y honrada es un bien público, porque ser ateos o no creyentes en un dios trivializado por nuestras ideologías nos hace a todos menos humanos.

En el desarrollo de su poema dentro del Libro de Job, Elihú profundiza en el tema del valor salvífico del sufrimiento. Aunque siga una línea teológica que no nos convence ni a Job ni a nosotros, hay que reconocer que en todo caso sugiere nuevas preguntas: “Si hay entonces junto a él un Ángel, un Mediador escogido entre mil, que declare al hombre su deber, que de él se apiade y diga: ‘Líbrale de bajar a la fosa, yo he encontrado el rescate de su alma’, su carne se renueva de vigor juvenil, vuelve a los días de su adolescencia” (33,19-26).

El monoteísmo bíblico no es una realidad sencilla ni lineal. Si excavamos en las Escrituras, junto a la gran palabra sobre la unicidad del Dios del Sinaí, antídoto para la eterna tentación idolátrica, encontraremos un estrato vivo y fecundo en el que aparece un Dios con una pluralidad de rostros. También Job, en los momentos más dramáticos de su proceso, invoca a un Dios distinto al que le presenta la fe de su tiempo y al que él mismo ha conocido en su juventud. Job busca continua y tenazmente un Dios más allá de Dios, un ‘Goel’, un avalista, capaz de garantizar y defender su inocencia y de reconocer su justicia ante el Dios que le está matando injustamente.

También Elihú señala aquí, entre mil ángeles de Dios, un ‘ángel rescatador’ que, movido a misericordia por el dolor del hombre, puede intervenir con su mano misericordiosa, liberándole del abismo al que le ha arrojado la otra mano de Dios. Es hermosa esta rica variedad de manos y de rostros dentro de un único Elohim (que en hebreo es el plural de Elohah, y del arcaico El), que la tradición cristiana en cierto sentido ha salvado definiendo a Dios como uno y trino, reconociendo que YHWH es único pero no está solo. No obstante, en la doctrina cristiana desapareció demasiado pronto el rostro oscuro de YHWH, que, en cambio, sí estaba presente en los Evangelios (donde un Dios-padre abandona en la cruz a un Dios-hijo). Una divinidad que fuera única y exclusivamente luz no podría entender las preguntas de Job ni las preguntas desesperadas de las restantes víctimas de la tierra. Si hoy los diferentes credos quieren ser una casa para los hombres y las mujeres en estos tiempos de cielo vacío, deben reencontrar la sombra dentro de la luz de Dios, habitándola y atravesándola junto a todos los Job que pueblan el mundo (son innumerables los Job que merodean alrededor de nuestras religiones). Si eliminamos las nubes del cielo de nuestros credos, Job no podrá oír cómo Dios habla hoy desde el trueno.

Elihú sigue reiterando la justicia de Dios y le sigue defendiendo contra Job. También él siente el urgente deseo de desempeñar el oficio de abogado defensor de Dios, una profesión que siempre ha contado con una oferta muy abundante en todas las religiones, frente a una demanda modesta o inexistente: “En verdad, Dios no hace mal, no tuerce el derecho el Omnipotente” (34,12). En cambio, Job niega la justicia de Elohim, a partir no de teoremas teológicos sino de su condición concreta de víctima. En su proceso a Dios, intenta defender sobre todo su inocencia, demostrando que no merece las penas que él interpreta como castigos divinos.

Job podría ganar el juicio en el tribunal divino negando que Dios sea la razón de su mal y por tanto salvándolo de tener que responder de la injusticia del mundo. Pero no lo hace y sigue creyendo en un Dios responsable del mal y del dolor inocente. Pero una vez que hemos llegado hasta aquí, debemos preguntarnos con la ayuda de Elihú: ¿Por qué Job no quiere desenganchar a Dios del mal del mundo? En la cultura de Job las alegrías, los dolores y las desgracias eran expresión directa de la providencia divina en el mundo. En su mundo y en el de sus amigos lo que sucede es querido intencionadamente por Dios, y si ocurren cosas injustas (honrados desventurados y malos felices) es porque Dios lo quiere o al menos lo permite. La teología retributiva (presente en casi todas las religiones antiguas) era el mecanismo más sencillo, pero también el más poderoso y tranquilizador, para explicar la presencia divina dentro de la historia: los acontecimientos positivos de nuestra vida son premios por nuestra justicia, y los negativos son castigos por nuestras culpas (o por las de nuestros padres). “Elihú reanudó su discurso y dijo: ¿Crees que eres juicioso … cuando dices: ‘¿Qué te importa a ti o de qué me sirve a mí no haber pecado?’” (35,1-3). En principio, Job podría haber encontrado un primer camino para salvar su propia justicia y la de Dios, simplemente negando hasta el fondo la teología económico-retributiva. Pero, en su universo, esa negación tendría un altísimo precio: reconocer que hay una injusticia en la tierra ante la cual Dios no tiene más remedio que admitir su impotencia. Y ese es un precio que aquella cultura no podía pagar.

La operación ética, de alcance revolucionario, que Job lleva a cabo consiste en demostrar la inocencia de la víctima del mal. Una revolución cuyo significado más profundo se ha perdido para los lectores modernos (nuestros credos y nuestros no-credos son demasiado distintos y lejanos). Pero al llegar a este punto del libro debemos reconocer una cosa que quizá nos sorprenda: ni siquiera Job se ha liberado por completo de la teología retributiva, porque en su cultura esta liberación habría significado sencillamente el ateísmo o convertir la religión en algo irrelevante. Job, acusando a Dios de ser injusto con él y con las demás víctimas, sigue salvando el marco cultural de la visión retributiva o económica de la religión y de la vida. Y dentro del horizonte de la fe retributiva, ni siquiera él (quien más ha puesto en crisis esta teoría religiosa), consigue reconocer una doble inocencia: la del justo desventurado y la de Dios. Job prefiere querellarse con Dios antes que perder la fe en el Dios contra el que se querella.

Sólo el descubrimiento de un Dios frágil podría salvar su inocencia y a la vez su fe en un Dios inocente. Sólo un Dios convertido en víctima del mal del mundo podría afirmar su propia justicia y la de los pobres justos. Tal vez en la esperanza de Job en un Elohim distinto, que atraviesa todo el libro y continuará incluso después de la respuesta de Dios, esté la petición de un Dios, todavía desconocido, capaz de aceptar su propia impotencia con respecto al mal del mundo. Además de su propia inocencia, tendría que admitir un Dios débil, un Omnipotente impotente ante el mal y el dolor.

Pero Elihú señala a Job un segundo camino: la indiferencia de Dios: “¡Mira a los cielos y ve, observa cómo las nubes son más altas que tú! Si pecas, ¿qué le causas?, si se multiplican tus ofensas, ¿qué le haces? ¿Qué le das, si eres justo, o qué recibe él de tu mano?” (35,5-7). Pero el Dios bíblico no es indiferente ante las acciones humanas: se conmueve, se arrepiente, se alegra, se enfada. Elihú no puede tener razón, porque Elohim-YHWH se ha revelado como un Dios interesado en lo que ocurre bajo su cielo. Y Job lo sabía, lo sabe, lo sigue sabiendo. Si, para salvar a Dios del mal del mundo creado por él, tuviéramos que negar el contacto entre nuestras acciones y su ‘corazón’, perderíamos todo el mensaje bíblico. Job no se rinde en su combate, entre otras cosas, para salvar a un Dios con corazón de carne. No se conforma, para salvarse, con un Dios inútil o un Dios útil sólo para las disquisiciones teológicas que acaban casi siempre condenando a los pobres. Si las acciones de los hombres fueran inútiles para Dios, Dios mismo se convertiría en inútil para los hombres. No olvidemos que la operación de Elihú está en el centro del proyecto de la modernidad. Hemos visto muchas veces cómo Job espera y llama a un Dios que se parezca a la mejor humanidad y la supere. Nosotros somos capaces de sufrir por las injusticias y las maldades de los demás, y nos alegramos por el amor y la belleza que nos rodea, incluso cuando de ello no obtenemos ningún provecho ni daño personal. Esta compasión humana es el primer lugar donde podemos descubrir la compasión de Dios. La antropología es el primer banco de pruebas de cualquier teología que no quiera ser ideología-idolatría. Si Dios no quiere ser un motor inmóvil ni un ídolo, debe sufrir por el mal que nosotros hacemos, debe alegrarse por nuestra justicia, debe morir con nosotros en nuestras cruces. Si nosotros lo sabemos hacer (¡¿cuántos padres y madres se clavan en la cruz de sus hijos?!), también Dios debe saber hacerlo.

La lógica retributiva no ha desaparecido de la tierra. La encontramos, fuerte y central, en la ‘religión’ de nuestro capitalismo global. Su nuevo nombre es meritocracia, pero los efectos y la función son los mismos que los de las antiguas teologías económicas: encontrar un mecanismo abstracto (nunca concreto) que consiga, al mismo tiempo, garantizar el orden lógico del sistema y tranquilizar la conciencia de sus ‘teólogos’. Así, frente a los excluidos y a las víctimas del Mercado, el círculo ‘moral’ se cierra reconociendo la falta de méritos en los vencidos, en los perdedores, en los que no son ‘smart’, cada vez más excluidos e inculpados por su desventura.

Al final del monólogo de Elihú, el libro de Job no nos da ninguna respuesta ni de Job ni de los amigos. Job sigue mudo, llamando a otro Dios. Un Dios al que ni Elihú, ni Job, ni el autor del drama (quizá tampoco nosotros) conocen todavía. Pero ¿este nuevo Dios vendrá? Y ¿por qué tarda tanto en venir, mientras el pobre sigue muriendo inocente?

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