La memoria viva de la tierra

Un hombre llamado Job/6 – Se hace justicia cuando no se “cubre” el sufrimiento de los justos

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 19/04/2015

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"Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal"

(San Francisco, Cántico de las criaturas)

La culpa y la deuda son dos grandes temas en la vida de todos. En alemán son casi la misma palabra: schuld y schuldig. Nacemos inocentes y así podemos seguir toda la vida. Como Job. La muerte de cada niño es una muerte inocente, pero también la muerte de muchos viejos es igualmente inocente. Y Dios, a diferencia de los ídolos, debe ser el primero en ‘levantar su mano’ en nuestra defensa, en creer en nuestra inocencia frente a las acusaciones de nuestros amigos, de las religiones, de las teologías. Las cárceles siguen llenas de esclavos acusados de deudas inexistentes, y los carceleros se siguen enriqueciendo traficando con sus víctimas inocentes que anhelan la liberación.

Tras el primer ciclo de diálogos entre Job y sus tres ’amigos’, ahora entramos en un nuevo acto del libro, cuando cada uno de los amigos, por turno, vuelve a tomar la palabra para repetir, exacerbándolas, sus críticas, acusaciones, teorías y sermones. Y Job, en el centro de la escena, sobre el montón de estiércol, sigue haciendo preguntas más grandes y esperando respuestas distintas. No ejercita la paciencia con Dios (con él es radicalmente impaciente) sino con sus ‘amigos’. Después de escuchar las respuestas de Job, también Elifaz, el primer amigo en tomar la palabra (cap. 4), se vuelve agresivo y ataca: “¿Responde un sabio con una ciencia de aire, hincha su vientre de solano, replicando con palabras vacías, con discursos inútiles?” (15,1-3). Concreta su acusación: “Tú llegas incluso a destruir la piedad, a anular los piadosos coloquios ante Dios” (15,4). Y añade: “¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿cómo ser justo el nacido de mujer?” (15,14). Job responde: “He oído muchas cosas como esas. Consoladores funestos sois todos vosotros. ¿No acabarán esas palabras de aire?” (16,1-3) Y remacha su imputación: Estaba yo tranquilo cuando él me golpeó, me agarró por la nuca para despedazarme” (16,12).

En esta nueva variante del tema dominante del canto desesperado de Job (“yo soy inocente, es Dios quien tiene que explicar lo que está haciendo conmigo y con todo el sufrimiento injusto de la tierra”) encontramos engarzadas dos piedras preciosas.

Job, insatisfecho y exasperado por las hasta ahora banales respuestas de sus amigos, ante el silencio de Dios, sigue pidiendo un árbitro, un juez neutral que pueda probar su inocencia y dictar una sentencia justa: “Todavía está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor… ¡Oh, si él juzgara entre un hombre y Dios, como entre un mortal y otro mortal!” (16,19-21). Y así, después de recurrir al lenguaje del derecho procesal, Job pasa al registro comercial. Invoca la figura del garante y le pide a Dios una fianza: “Coloca, pues, mi fianza junto a ti, ¿quién, si no, será mi garante?” (17,3). El garante era alguien que con su reputación o patrimonio avalaba a un deudor ante su acreedor, compartiendo su responsabilidad en caso de insolvencia. El gesto con el que el garante se comprometía solidariamente con el deudor y le avalaba consistía en levantar la mano. Así pues, esta oración de Job es fuerte y tremenda. En el libro de Job hay muchas oraciones distintas y espléndidas, sobre todo para los que han agotado las suyas y buscan otras más verdaderas. Extenuado por el dolor, la falta de respuestas y los discursos académicos de los amigos, Job eleva un nuevo grito a Dios: ¡Sé tú mi garante, levanta tu mano por mí! Pero ¿cómo es posible que Dios, el acreedor, pueda ser también el avalista del deudor (Job)?

Aquí nos encontramos con otro pasaje estupendo. Job, con sus ojos empañados que sin embargo habían adquirido una visión distinta, intenta entrever dentro del Dios de todos un Dios más escondido, más profundo y verdadero que el que había aprendido de joven. Debe existir un rostro de Elohim que esté de parte del pobre injustamente oprimido, dispuesto a levantar la mano por él. Job está llamando a Elohim a convertirse en lo que, según parece, aún no es. Si al Dios bíblico se le llama justo, bueno, lento a la ira y misericordioso, entonces es posible dirigirse a un rostro de Dios sin negar los otros. Y buscar un nuevo rostro (“Tú rostro, Señor, yo busco” dice el Salmo 27). Toda oración, cuando no es magia ni fruto del miedo a Dios o a la vida, consiste en llamar a alguien por su nombre, en pedirle que se convierta en algo que aún no es, y nosotros con él. Job es acusado de insolvencia y puesto en la calle por unas deudas inexistentes que se le han imputado. En el mundo antiguo (y todavía hoy) el que no pagaba sus deudas se convertía en esclavo e incluso muchas veces moría en la cárcel. Desde el fondo de su cárcel, Job clama al cielo: Tú (o al menos una franja de ti) debes saber que la acusación que me ha traído hasta aquí no es verdadera, que mis deudas no son más que falsas acusaciones. Lo demostraré. Es más, tú dirás a todos las verdaderas razones de mi bancarrota. Pero ahora, en el abandono, te ruego: ¡Sé tú mi garante. Levanta tu mano por mí. Al menos tú, rostro distinto del único Dios, dame confianza!

Es fuerte esta extrema petición de confianza, que muchos justos elevan cada día. El mundo, dentro y fuera de las cárceles, está lleno de inocentes que repiten la oración de Job: si soy justo (yo sé que lo soy y no quiero dejar de creer en mi inocencia), debe haber alguien, en la tierra o en el cielo, que me crea, alguien que me dé crédito. Demasiadas veces, este avalista de las víctimas no existe o no aparece, no responde. Job grita, sigue gritando, también por los que nunca han encontrado un garante. Mientras se encuentra agotado en el fondo del pozo de la humillación extrema, Job vuelve a escuchar en su interior aquella voz antigua: “Y eso que no hay en mis manos violencia, y mi oración es pura” (16,17). Si Job hubiera cedido a las peticiones de sus amigos y hubiera admitido su culpabilidad, no habría dejado a Dios convertirse en el garante de última instancia de los pobres y las víctimas. La fe de Job en un Dios distinto y más humano, ha permitido a Dios, a través de todos los libros de la Biblia y a través de la historia, mostrar un rostro distinto y nuevo. Así pues, Job no está ensanchando sólo el horizonte de la humanidad buena amiga de Dios, sino el horizonte de Dios con los hombres. Si es cierto que el hombre, en su relación con el Dios bíblico, ha aprendido a convertirse en más hombre, no es menos cierto que, paradójicamente, en la relación con los hombres, el Dios bíblico ha ‘aprendido’ a mostrarse a la altura de sus promesas más altas. El Dios de los filósofos no tiene nada que aprender de la historia y es casi siempre inútil para la vida de los pobres. El Dios bíblico es un Dios distinto. Preguntemos a Job, o a María, que vio a un niño convertirse en hombre, a un crucificado resucitar.

Pero las perlas de estos capítulos no acaban aquí. Mientras invoca esa garantía extrema, Job siente ya muy cerca la muerte: “Mi rostro ha enrojecido por el llanto, la sombra mis párpados recubre” (16,16). De su alma florece una oración nueva, una de las más hermosas de toda la Escritura. Una frase, una lanzada de luz encerrada en un solo versículo: “El rabino que me enseñaba hebreo, debido a la emoción, no lograba leer este versículo” (Guido Ceronetti, El libro de Job). Algunos versos de la Biblia sólo se pueden entender si el dolor no nos deja pronunciarlos: “¡Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en secreto mi clamor!” (16,18).

En el momento en que Job siente la certeza de la derrota y la muerte, baja los ojos, mira a la tierra y la llama por su nombre. Aplastado y fracasado, aprende a rezar a la tierra. Esta oración (que es lo contrario de los impropios cultos a la diosa madre) es el canto del terrestre, del adam que, arrojado rostro en tierra, logra ver, sentir y hablarle a la tierra (adamah) de otra forma, como una amiga leal. Y llama hermanos a los gusanos que se nutrirán de su cuerpo, habitantes, como él, de la misma tierra. Hace falta llevar estigmas para sentir y llamar de verdad hermanas a la tierra y a la muerte.

La tierra ha escuchado la oración de Job. No ha cubierto la sangre de muchos justos, y sigue guardando la memoria del grito de Job y sus hermanos. Cada persona, cada comunidad y cada cultura tienen sus lugares en los que el grito de Job y de los inocentes sigue presente. Las estelas, los monumentos, la habitación del hijo, buena parte de la poesía y el arte, guardan los gritos del alma. Aún así, se pierde demasiada sangre espiritual, cubierta y absorbida por la tierra, por falta de poetas y artistas o porque es demasiado secreta y grande para que alguien la vea. Estos lugares los conocemos y los reconocemos, y damos las gracias a la tierra y a sus habitantes por no haberlos cubierto, por haber permitido que el canto-grito de Job no se apague en la garganta del mundo. A la tierra hay que pedirle, suplicarle, que no cubra la sangre de los justos, porque es la vida la que quiere y debe cubrirla. El amor humano le pide a la tierra que olvide, sepultándolo, el gran dolor. Job lo desentierra por un amor más verdadero.

La tierra no absorbió la sangre de Abel cuando un hermano ‘levantó la mano’ no para cuidar de él sino para matarlo, y el olor de aquel justo llegó hasta Dios (Génesis, cap. 4). Job, otro justo, le pide a la tierra que no absorba su sangre, porque quiere que su olor llegue hasta nosotros. Su grito vivo nos pide que nos convirtamos en garantes, responsables y solidarios con las víctimas inocentes. ¿Sabremos levantar nuestra mano para salvarlas?

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