En el encuentro no hay maldición

Un hombre llamado Job/16 – Mientras seamos capaces de preguntar seremos libres, incluso con Dios.

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 28/06/2015

logo GiobbeHe regresado a Job, porque no puedo vivir sin él, porque siento que mi tiempo, como todo tiempo, es el de Job; y que, cuando eso no se advierte, es sólo por inconsciencia o ilusión.

David Maria Turoldo, De una casa de fango – Job

No es infrecuente que los pobres se vean privados incluso de la dignidad de preguntarse acerca del porqué de su pobreza. Les convencemos de que el error no está en nuestra falta de respuesta sino en sus preguntas incorrectas, impertinentes, soberbias y pecaminosas. La ideología de la clase dominante trata de persuadir a las víctimas de que pedir razón de su propia miseria y de la riqueza de otros es algo ilícito, inmoral y quizá incluso irreligioso.

Cuando los pobres, o aquellos que les prestan su voz, dejan de plantearse a sí mismos, a los demás y a Dios, las preguntas más verdaderas y radicales que nacen de su condición objetiva y concreta, para quedarse callados o formular otras preguntas más amables e inocuas, su esclavitud comienza a ser irreversible. Para mantener la esperanza de poder liberar a otros o a nosotros mismos de alguna trampa de pobreza material, moral, relacional o espiritual, es necesario que sigamos preguntándonos ‘¿por qué?’.

Una vez que Elohim, desde el interior de la tempestad, ha descrito magníficamente los animales y monstruos marinos y ha hecho enmudecer a Job con el espectáculo de su omnisciencia y omnipotencia, “Job respondió a YHWH: «Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable. Era yo el que empañaba tus planes con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro»” (Job 42,1-4). ¿Cómo interpretar estas palabras? Dios no dice nada acerca del porqué del sufrimiento injusto de los inocentes, ni del bienestar de los malvados, que eran las verdaderas preguntas cuya respuesta esperaba Job durante su increíble proceso a Dios. Job buscaba una nueva justicia y Elohim le responde con un discurso abstracto, demasiado parecido al de los ‘amigos’ que le habían humillado y afligido en toda la primera parte del libro. Entonces, ¿cómo es posible que, al final de su infinita espera, Job sienta que la no-respuesta de Elohim satisface su hambre y su sed de justicia, e incluso admita haberse equivocado en las preguntas (“he hablado de grandezas que no entiendo”)? No, este Job no puede ser el mismo que hemos visto luchando como un león en su querella contra Dios. ¿Cómo y dónde podemos encontrar una coherencia entre el primer Job y el último?

De vez en cuando, en la vida de los escritores ocurre algo sublime: el personaje del libro se hace más grande que el autor que le da la vida. Se le va de las manos y comienza a vivir su propia vida. Crece hasta pronunciar palabras y descubrir verdades impensadas y desconocidas para el mismo autor. El autor se convierte así en alumno de su personaje. Este verdadero éxtasis se da en toda obra literaria auténtica. Cuando un escritor nunca ha tenido esta experiencia, sencillamente se ha quedado en la antecámara de la literatura. Los autores verdaderamente grandes producen obras maestras cuando se transcienden en sus personajes. Pero, para ello, el autor debe tener la fuerza espiritual de morir muchas veces para renacer cada vez de forma distinta, y de resistir largo tiempo sin ceder a la tentación de poseer y controlar a sus ‘criaturas’ impidiéndolas crecer en su libertad y en su diversidad. Estas experiencias literarias (y artísticas en general) hacen que la verdadera literatura y el arte no sean mera ficción sino el descubrimiento de la realidad más auténtica. En caso contrario, las novelas y los cuentos no serían más que proyecciones de sus autores, escritura de lo que ya existía. En cambio, gracias a esta capacidad de los autores de transcenderse (que es sobre todo charis, don), Edmundo Dantés, el padre Cristóforo, Zósimo, Pietro Spina y Katiuska Máslova son más reales y verdaderos que las personas que encontramos por la calle, y nos aman tanto o más que nuestros amigos, nuestras madres o nuestros hijos. Los escritores embellecen el mundo poblándolo de criaturas verdaderas y más grandes que ellos.

Creo que a aquel lejano y anónimo autor del libro de Job debió ocurrirle algo parecido. Y así nació la obra maestra tal vez más grande de toda la Biblia. Cuando comenzó su poema, el antiguo escritor de este libro (tal vez una comunidad de sabios, no podemos saberlo) no podía saber que Job llegaría a dirigirle a Dios y a la vida unas preguntas tan radicales y revolucionarias. Job crece enormemente a lo largo del drama y la grandeza moral de su grito llega a superar con creces la teología y la sabiduría de su autor. Tal vez el escritor, después de seguir a Job por las cimas de las montañas más altas y de hacerle decir cosas y plantear preguntas que él mismo no entendía ni nunca se hubiera atrevido a pensar ni a escribir, hizo la experiencia real de no tener ya a su disposición un Dios (una teología) capaz de dialogar de verdad con Job. En cambio, Elohim no crece durante el poema, entre otras cosas, porque Dios sólo puede crecer en esta tierra si crecen los hombres. Y así, cuando tuvo que darle por fin la palabra a Dios, sintió la enorme distancia entre un Job que había crecido durante todo el libro y un Dios que había permanecido inmutable. Por este motivo, es plausible y fascinante pensar (junto con algunos expertos) que la primera redacción del libro terminaba en el capítulo 31 (“Fin de las palabras de Job: 40b), sin Elihú y sin respuesta alguna de Elohim.

Pero podemos intentar atribuir al mismo autor estos últimos capítulos, difíciles e incómodos, aventurando otra interpretación, cuya clave de lectura se contiene en el Prólogo del libro (1-2), en la apuesta entre el Satán y Elohim acerca de la naturaleza de la justicia de Job. El libro se abre con el Satán retando a Dios a poner a prueba a Job para comprobar si era justo por interés o por puro amor gratuito hacia Dios, es decir, si ante la destrucción de todos sus bienes y de su propia piel dejaría de bendecir a Dios y le maldeciría.

Job comienza su prueba, resiste hasta el final aferrándose a una única esperanza: que Dios comparezca en el banquillo de los acusados. Al final de su cántico y de su prueba, Dios entra en escena. Pero no se sienta en la sala del tribunal, no responde a las preguntas de Job y le hace enmudecer con su omnipotencia.

Tal vez sea este el momento crucial de la prueba de Job. En nombre de su esperado Dios-del-todavía-no, que no comparece, Job podría haber condenado y maldecido al Dios que ha venido. Y con ello el Satán habría ganado el desafío. Sin embargo Job, a pesar de no encontrar al Dios que esperaba, sigue bendiciendo a Elohim: “Escucha, deja que yo hable; voy a interrogarte y tú me instruirás. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (42,5-6).

Job supera la última tentación y Dios gana su apuesta contra el Satán. Job no maldice al Dios que no responde a sus preguntas y se muestra incapaz de tomarse verdaderamente en serio los porqués más difíciles y más verdaderos del hombre y de los pobres inocentes. Por fin, Job ‘ve’ a Dios, pero en realidad vuelve a ver al Dios que ya conocía en su juventud, no ve el rostro nuevo y distinto que anhelaba. El Goel, el avalista que había pedido desesperadamente, no ha venido, Dios no ha mostrado un rostro distinto, que todavía sigue desconocido.

Pero ahora Job ya no se rebela, está calmado. Mientras estaba todavía en el tiempo de la espera, cuando podía y debía preguntarlo todo con la esperanza de que viniera un Dios distinto, podía protestar y despotricar sin maldecir a Dios. Y así lo hizo. Pero, ahora que el tiempo de la espera ha terminado y Dios ha hablado, si Job continuara con su protesta, ésta se convertiría necesariamente en blasfemia. Sólo un Dios que aún no se ha revelado podría acoger los gritos desacralizadores de Job, pero no el Dios que finalmente llega. Si Job hubiera repetido al Dios que ha comparecido las mismas denuncias y acusaciones dirigidas al Dios esperado, éstas no habrían sido más que maldiciones.

Job hablaba y gritaba a un rostro de Dios más allá de Elohim, pero, al no llegar éste, tiene que enfrentarse a una sola y dramática elección: maldecir o rendirse incondicionalmente. Y elige la rendición.

En la vida hay momentos decisivos en los que la bifurcación ‘maldición-rendición’ se presenta con todo su dramatismo. Para muchos, esa dramática bifurcación llega con la muerte. Después de haber luchado mucho y de haber gastado las propias energías, las de la familia y las de la medicina, llega finalmente el día en que comprendemos que nos queda una última elección entre dos únicas posibilidades: la sugerida por la mujer de Job (“Maldice a Dios y muérete”: 2,9) o la dócil rendición. En esta última decisión es muy probable que el ángel de Dios que venga tampoco sea el esperado, que la vida que se acaba no haya respondido a las grandes preguntas que le hemos hecho desde el día de los primeros porqués de la infancia. Y también en esa hora deberemos elegir entre morir bendiciendo dócilmente o maldiciendo con enfado.

Pero esta bifurcación entre la rendición y la maldición también se presenta puntual en las relaciones más importantes de nuestra vida, ante el desengaño por un hijo o un amigo que nos da respuestas inferiores a las esperadas o debidas. En lugar de maldecirlos y perderlos, podemos elegir rendirnos y bendecirlos tal y como se nos presentan, acogiendo esa decepción para salvar la fe-confianza en la relación. Tal vez a partir de ese momento nuestro ‘personaje’ pueda comenzar a sorprendernos.

Jacob recibió la bendición del ángel de Elohim junto con la herida en la cadera, en el gran combate en el vado del Yabboq (Génesis 32). Job, en el vado del río de su sufrimiento, es herido por Elohim, pero es él quien lo bendice. El Dios de Jacob hiere y bendice, el de Job hiere y es bendecido. Gracias a Job y al autor de su libro, la tierra y el cielo se reencuentran en una nueva reciprocidad, donde también Elohim puede revelarse necesitado de nuestra bendición.

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