El verdadero sentido del sufrimiento

Un hombre llamado Job/13 - El diálogo, aun el más inesperado, ayuda a entender la vida y a Dios

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 07/06/2015

logo GiobbeJob dice que los buenos no viven, que Dios hace que mueran injustamente. Los amigos de Job dicen que los malos no viven, que Dios hace que mueran justamente. La verdad es que todos mueren.

Guido Ceronetti El libro de Job

Job ha terminado de hablar. Sus ‘amigos’ le han humillado y defraudado, pero también le han permitido encontrar razones cada vez más profundas de su inocencia. En los momentos de discernimiento profundo sobre la justicia de nuestra vida y de la vida del mundo, el diálogo es un instrumento esencial. Sólo conseguimos entender las preguntas más profundas acerca de nuestra existencia y penetrar las profundidades más oscuras de nuestra alma, en compañía, dialogando.

Incluso cuando los interlocutores no son amigos nuestros, no nos entienden y nos hacen daño, la verdad sobre nosotros mismos surge dialogando con otros seres humanos, con Dios, con la naturaleza. La soledad es buena cuando representa una pausa entre dos diálogos. Para conocer quiénes somos de verdad, para llegar a los rincones más escondidos de nuestro corazón, necesitamos sobre todo hablar y escuchar. En las noches de la vida es mejor estar mal acompañados que solos.

Job llega con la cabeza alta al final de su proceso. Como ‘un príncipe’, espera a Dios, pero no sabe si llegará, ni tampoco si será el viejo Dios de sus ‘amigos’ o un nuevo Dios. Y nosotros, ignorantes como él, esperamos con él. La Biblia está viva y es verdadera si es capaz de sorprendernos. Si advertimos de nuevo, aquí y ahora, el estupor por el mar que se abre ante nosotros; si asistimos desesperados a la muerte de un hombre en cruz y después nos quedemos sin aliento al escucharle pronunciar, vivo, nuestro nombre.

La primera sorpresa que llega al final de las palabras de Job, abogado de sí mismo, es la aparición de un nuevo personaje: Elihú. No se sabe si es un personaje previsto en el guión inicial del drama y mantenido intencionadamente escondido hasta este momento, o bien un espectador que irrumpe en la escena de improviso, o tal vez el director del teatro que quiere que se oiga su voz distinta. Lo cierto es que ningún lector que se acerque por vez primera al libro esperaría la aparición de Elihú en este momento. No estaba en el Prólogo, y la tensión dramática del texto nos había preparado para encontrar como último personaje a Elohim. En cambio, este libro es grande también por sus golpes de escena, por los continuos saltos que nos obliga a dar para mantener vivo el deseo de las palabras de Elohim, que a todos nos gustaría que fueran al menos tan grandes como las de Job.

Es posible que la primera redacción del libro terminara con el capítulo 31, cuando Job ya ha respondido a las acusaciones de sus interlocutores y les ha hecho callar. El silencio de todos los protagonistas podría haber sido el final más antiguo del libro. Job lleva hasta el final su prueba y el Satán no gana su apuesta. Quizá no hacía falta Elihú, ni tampoco las palabras de Elohim, ya que, pensándolo bien, Dios ya lo había dicho todo en el Prólogo del libro. Pero los grandes libros (los libros bíblicos lo son) siguen vivos porque, como en las ciudades más antiguas, los primeros templos se transforman en iglesias, las casas nuevas se construyen con las piedras de las viejas, y alrededor de las primeras construcciones surgen otras con nuevos estilos arquitectónicos. El pequeño poema de Elihú es una nueva plaza en la ciudad de Job, más reciente que los primeros foros y templos, artísticamente menos original, y demasiado larga como para no estropear la armonía del antiguo paisaje. En todo caso, es un lugar que debemos atravesar. Caminando sobre él descubriremos rincones interesantes, y al subir a lo alto de alguna escalinata se nos abrirán perspectivas nuevas sobre las antiguas y eternas bellezas de esta ciudad.

“Aquellos tres hombres dejaron de replicar a Job, porque se tenía por justo. Entonces montó en cólera Elihú, hijo de Barakel el buzita, de la familia de Ram. Su cólera se inflamó contra Job, porque pretendía tener razón frente a Dios; y también contra sus tres amigos, porque no habían hallado ya nada que replicar y de esa manera habían dejado mal a Dios” (32,1-4).

Un primer dato interesante de Elihú está en su nombre, muy parecido al del profeta Elías: “El es mi Dios”. Elihú es el único personaje del libro con una clara connotación israelita. Además, sólo Elihú tiene una genealogía: es de la región de Buz. Por el Génesis (22,22-24) sabemos que dos sobrinos de Abraham se llamaban Us y Buz, y Us es la región de Job. Dos datos que sitúan a Elihú muy cerca de Job y de la cultura de Israel. Elihú nos dice que se quiere poner en el mismo plano de Job, en un diálogo de igual a igual entre terrestres: “Mira, soy como tú, no soy un dios, también yo de arcilla fui plasmado” (33,6).

Los primeros 31 capítulos del libro de Job son muy radicales y extremos para cualquier lector de cualquier época. Si somos honrados, no nos queda más remedio que entrar en crisis, porque este canto del justo inocente nos obliga a repensar profundamente nuestras teologías, religiones e ideologías. Nos obliga a ponernos de parte de las víctimas y sus preguntas que desenmascaran nuestras idolatrías, a mirar el mundo desde abajo hacia arriba, a interrogar a Dios a partir de los pobres y no al revés (como nos han acostumbrado las mismas religiones). En el transcurso de la lectura, cuando las preguntas de Job empiezan a hacernos daño, puede surgir con facilidad la tentación de enmendarlas, de atenuar la radicalidad de su mensaje para caber cómodamente dentro de él. Un día, una generación de intelectuales, cuando el texto todavía estaba en una fase permeable anterior a la redacción final, tal vez tuvo el valor y la osadía de meterle mano a aquel antiguo cántico de un inocente desventurado, introduciendo en el texto original una larguísima digresión (capítulos 32-37), para hacer menos escandalosa la derrota de la teología tradicional y menos limpia la victoria de Job, y tal vez para mejorar los mismos discursos de Dios: “No digáis, pues: ‘Hemos hallado la sabiduría; nos instruye Dios, no un hombre’” (32,13). Los autores de Elihú no aceptan la derrota en el terreno de la argumentación dialógica; quieren intentar una última arenga, mostrar que existen otras razones completamente humanas para refutar las ‘blasfemias’ de Job.

En todo caso, el resultado es modesto. Hay muy pocos argumentos nuevos, aunque no faltan algunos versos dignos de las mejores páginas de Job (ej. 33,15-18;27-29). La tesis más original de Elihú (bien conocida en la tradición sapiencial de Israel pero casi totalmente ausente en los argumentos de los tres amigos de Job) se refiere al papel salvífico del sufrimiento, que Dios envía para mejorar y convertir a las criaturas: “También es corregido por el dolor en su camilla, por el temblor continuo de sus huesos” (33,19-22). Encontramos aquí una idea que atraviesa todo el universo judeo-cristiano y que es fascinante porque contiene también una verdad. Pero se trata de una tesis que plantea demasiados problemas en sí misma y que ciertamente no funciona para Job.

No podemos negar que en la tradición bíblica existe una línea teológica según la cual Dios manda a los hombres distintos tipos de sufrimientos para obtener su conversión (bastaría pensar en las ‘plagas de Egipto’). Pero cuando en las religiones prevalece una lectura salvífica del sufrimiento y del dolor, siempre aparece la tentación de no hacer todo lo necesario para aliviar el sufrimiento humano y de los pobres. Y también pueden insinuarse la idea y la praxis de que es bueno dejar que las personas sufran porque aliviar o eliminar su sufrimiento podría hacerles perder la posibilidad de salvarse. En cambio, Job (y nosotros con él) espera a otro Dios, que no sea la causa del sufrimiento de los hombres. Un rostro de Elohim que sea compañero de viaje del que sufre, que tenga compasión y se ocupe de él.

El sufrimiento forma parte de la condición humana, es el pan nuestro de cada día; y si Elohim es el Dios de la vida sin duda le podemos encontrar también en el fondo de los sufrimientos propios y ajenos. Algunas veces, la noche del dolor permite que veamos las estrellas más lejanas, y sintamos que el vacío creado por el sufrimiento está ‘habitado’. El encuentro con el sufrimiento puede darnos acceso a dimensiones más profundas de nuestra vida, cuando en la desnudez de la existencia podemos encontrar un yo más verdadero que aún no conocíamos. En cambio, otras veces el sufrimiento empeora a las personas, apaga la luz del día y no les deja ver ni siquiera el sol a mediodía. Demasiados pobres están aplastados por sufrimientos que no les hacen más humanos. Los primeros capítulos del Génesis nos dicen que el sufrimiento del Adam no estaba en el proyecto original de Dios, y que su fuente se encuentra fuera de Elohim. La Biblia sabe que los dioses que se alimentan del sufrimiento de los hombres se llaman ídolos.

Pero Elihú no puede usar su argumento para explicar el sufrimiento de Job. Job es justo e inocente, no se encontraba ni se encuentra en ninguna condición de pecado mortal del que salir gracias al sufrimiento. Entonces, aun teniendo que reconocer el valor antropológico y espiritual que el sufrimiento algunas veces puede comportar, ninguna lectura humanista y por tanto verdadera de la Biblia puede hacer de Dios la causa del sufrimiento de los hombres, y mucho menos de los inocentes. ¿Qué Dios puede asociar a su acción el sufrimiento de los niños, el aniquilamiento de los pobres, el grito de todos los Job de la historia? Quien así lo hace, construye religiones inhumanas y dioses demasiado pequeños para estar a la altura de la parte mejor de nosotros mismos que sigue padeciendo cuando se encuentra con el sufrimiento humano. ¿Qué sentido religioso tendría un mundo donde los mejores seres humanos tuvieran que combatir los sufrimientos que Dios mismo les procuraría? Ninguno. Los crucificados sin resurrección no salvan ni a los hombres ni a Dios, y cualquiera que intente bloquear las religiones en el viernes santo estará impidiendo el florecimiento de los hombres y de Dios. La solidaridad y la fraternidad han nacido y siguen naciendo de nuestra capacidad de sufrir por el sufrimiento ajeno, de nuestra compasión por el dolor de toda mujer y de todo hombre. Este Dios solidario es el que Job busca, un Dios que sea el primero en sufrir por el sufrimiento del mundo, el primero en actuar para reducirlo rescatando a los pobres y a las víctimas.

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