Profecía e historia

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Profecía e historia / 15 – Quien obedece las órdenes equivocadas de los poderosos comparte su culpa.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 15/09/2019

«No ha nacido un solo Ajab; lo peor es que Ajab nace cada día y nunca morirá en este mundo. No fue asesinado solo un Nabot; cada día Nabot es oprimido, cada día un pobre es asesinado».

Ambrosio, La viña de Nabot 

La viña de Nabot es uno de los episodios más tremendos y conocidos de la Biblia, una lápida ante la cual detenernos para hacernos cargo de las víctimas de aquellos que se creen dioses, y para aprender que no todo es negociable.

En la Biblia y en la gran literatura, de vez en cuando nos encontramos con páginas que tienen la misma fuerza moral que una lápida. Son historias como la de Urías el hitita, la hija de Jefté, Agar, Dina, Rispá, Tamar, Job, Abel, el siervo de YHWH y el crucificado. A menudo pasamos de largo buscando páginas más edificantes. Sin embargo, alguna vez alguien siente misericordia, se detiene, se recoge, recuerda, reza, llora y se hace cargo. La historia de Nabot y su viña es una de estas páginas lápida, un monumento erigido a una víctima inocente. La viña de Nabot es un ejercicio ético, social, económico y espiritual que durante siglos ha generado sentimientos morales, leyes y constituciones. Nos ha enseñado la indignación, nos ha hecho gritar: “¡no es justo!”, “¡ah, malvado!”, “¡debe haber justicia en este mundo!”, “¿por qué, Dios; dónde estás?”, “¡nunca más!”. Ha mejorado al hombre y ha mejorado a Dios.

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«Nabot, el de Yezrael, tenía una viña al lado del palacio de Ajab, rey de Samaría. Ajab le propuso: Dame la viña para hacerme yo una huerta, porque está justo al lado de mi casa; yo te daré en cambio una viña mejor o, si prefieres, te pago en dinero. Nabot respondió: ¡Dios me libre de cederte la heredad de mis padres!» (1 Re 21,1-3). Ajab ve la tierra de Nabot, la desea y quiere hacerse con ella para plantar un huerto. Habla con Nabot y le propone un contrato. Se trata de un contrato aparentemente justo y ventajoso, a precio de mercado. Pero Nabot lo rechaza en nombre de un valor distinto al económico: la viña es herencia de sus padres. La Ley de Moisés tenía una legislación especial para la tierra: «La tierra no se venderá para siempre, porque es mía» (Lv 25,23). La tierra no era una mercancía como otras. Si se enajenaba por necesidad económica, podía ser rescatada por un familiar (goel), y en el año jubilar volvía a su antiguo propietario. Además, la tierra heredada de la familia estaba sujeta a vínculos aún mayores. Nabot respeta a YHWH y su Ley y no acepta la oferta. Además, el rey le anuncia su voluntad de cambiar el destino del terreno: quiere desmantelar la viña para poner un huerto. En la Biblia, la viña no es un terreno cualquiera. Es un símbolo profético de la alianza (Isaías), imagen del pueblo de Israel. Por estos motivos y tal vez por otros, Nabot no acepta el dinero del rey. No vende, no cede, decide que esa tierra no está en el mercado. Para él es un bien inalienable, un valor no negociable. Negándose a vender dice que su dignidad no está en venta.

«Ajab marchó a casa malhumorado y enfurecido por la respuesta de Nabot, el de Yezrael: no te cederé la heredad de mis padres. Se tumbó en la cama, volvió la cara y no quiso probar alimento» (21,4). Ante este rechazo, el rey Ajab muestra una reacción como poco exagerada. Entra en un estado depresivo que recuerda al de Elías bajo la retama (cap.19).

La Biblia también conoce depresiones equivocadas. La crisis de Elías, generada por la persecución de Jezabel fue la causa de dos encuentros con el ángel y del posterior susurro del Horeb. Esta depresión de Ajab, originada por un rechazo legítimo, solo producirá mentira y muerte. Quienes, por deber o por vocación, tienen que ayudar a personas en crisis deben ser absolutamente capaces de distinguir la depresión de Elías y la de Ajab. Su fenomenología es parecida, pero su naturaleza, sus motivos y sus consecuencias son completamente distintas. Si en lugar de su esposa, Ajab hubiera tenido un consejero honesto, este le habría sugerido que aceptara la realidad del rechazo, que elaborara su (pequeño) duelo y que buscara otro lugar para su huerto. Pero, desgraciadamente para él (y para Nabot), junto a Ajab está su mujer Jezabel, la figura más siniestra de esta historia: «Su esposa Jezabel se le acercó y le dijo: ¿Por qué estás de mal humor y no quieres probar alimento?». Entonces Ajab le cuenta el rechazo de Nabot y entonces Jezabel le dice: «¿Así ejerces tú la realiza sobre Israel? ¡Arriba! A comer, que te sentará bien. ¡Yo te daré la viña de Nabot!» (21,5-7).

En estas palabras de la reina vemos de nuevo a Herodías, a Lady Macbeth y a otras mujeres poderosas que, invirtiendo los papeles, toman firmemente en sus manos la situación y buscan rápidamente una solución para sus débiles maridos. Una Abigail al revés, un comandante Joab en femenino. Jezabel, tal vez para salvar la honra de su marido ("¿Así ejerces tú la realeza sobre Israel?"), en nombre de una concepción del poder muy distinta de la querida por YHWH para sus reyes, encuentra la peor salida: «Escribió unas cartas en nombre de Ajab, las selló con el sello del rey y las envió a los ancianos y notables de la ciudad, conciudadanos de Nabot. Las cartas decían: Proclamad un ayuno y sentad a Nabot en primera fila. Sentad enfrente a dos canallas que declaren contra él: Has maldecido a Dios y al rey. Lo sacáis afuera y lo apedreáis, hasta que muera» (21,8-10).

Con un solo acto viola tres mandamientos de la Ley: no matar, no desear los bienes ajenos y no dar falso testimonio. Es una nítida imagen de la peor cara del poder, que nunca ha desaparecido de la tierra.

En estas páginas revive el pecado de David con Betsabé, el de los dos ancianos que intentaron violar a Susana, y todos los pecados y delitos de los poderosos que interpretan su poder como eliminación de la barrera que separa su parte del todo. El vicio más profundo y tremendo del poder consiste en pensar que no existe ningún límite infranqueable, que todo es posible. La Biblia ha combatido contra esta idea del poder. Su polémica con respecto a la monarquía es una crítica sistemática a esta idea del poder como omnipotencia, que de forma inmediata se convierte en crítica a la idolatría; porque cada vez que un poderoso se comporta como omnipotente, se autoproclama dios. Por eso Jezabel es idólatra y mata a los profetas de YHWH y a Nabot, que osa poner un límite a su poder y al de su marido.

Nabot, con su no, le dice a Ajab: tú no eres Dios. Esta es la lucha más auténtica entre cualquier poder absoluto y Dios. Los poderes absolutos combaten contra las religiones porque quieren ser dioses. Y matan a los profetas y a los hombres justos porque niegan su divinidad. Nabot, en el Nuevo Testamento, vuelve a la vida en Juan Bautista. Uno y otro nos dicen que la verdadera razón de su muerte no es ética ni económica sino teológica, porque ambos se oponen a la omnipotencia de los poderosos, quienes, en consecuencia, les matan.

Por otro lado, en este relato llama la atención la complicidad de los “ancianos y notables” de la ciudad, que guardan silencio ante la carta de la reina que explícitamente contiene pecados y delitos: «Los ancianos y notables que vivían en la ciudad hicieron tal como les decía Jezabel» (21, 11). Los notables y los ancianos, que hasta un instante antes de recibir la carta y de poner en práctica sus recomendaciones podían ser personas respetables (y tal vez lo fueran), desde el momento que ejecutan la orden se convierten en cómplices y en culpables, lo mismo que Jezabel. Cuántas veces lo hemos visto y lo seguimos viendo. La Biblia, subrayando esta complicidad, nos dice que quien obedece las órdenes equivocadas de los poderosos comparte su misma culpa. Si es cierto que quien ayuda a un profeta tiene la misma recompensa que el profeta (como la viuda con Elías), no es menos cierto que quien ayuda a un poderoso asesino comparte su misma culpa.

La Biblia está coronada por muchos síes espléndidos, como los de los profetas o el de María. Sin estos síes no habría habido historia de la salvación, ni vocaciones, ni algunas de las cosas más sublimes bajo el sol. Pero Nabot nos recuerda el gran valor del no, y el antivalor de un sí equivocado. Este relato se ve oscurecido por muchos síes perversos e iluminado por un único no justo. ¡Cuántas personas se salvan y salvan a otras porque tienen la fuerza de pronunciar un no! Podrían decir que sí, ya que la virtud de la prudencia y el cálculo coste-beneficio podrían aconsejarles vender el campo. Pueden ver noventa y nueve razones para vender y encuentran una sola razón imprudente para decir no. Pero esa única razón es de otra calidad, vuela en otra trayectoria, resuena con otro timbre de voz en el alma. Sin los noes de muchos Nabot de la historia, sin los noes de los Nabot que siguen presentes en medio de nosotros, la tierra sería un lugar indigno para vivir. Los noes de Nabot son la levadura y la sal de la tierra, sin ellos solo tendríamos pan ácimo y soso.

Nabot muere: «Llegaron dos canallas, se le sentaron enfrente y testificaron contra Nabot públicamente: Nabot ha maldecido a Dios y al rey. Lo sacaron fuera de la ciudad y lo apedrearon, hasta que murió» (21,12-13). He aquí la lápida.

Mientras Ajab baja a la viña para tomar posesión de ella, el profeta Elías recibe esta palabra de Dios: «Anda, baja al encuentro de Ajab … Está en la viña de Nabot … Dile: Así dice el Señor: ¿Has asesinado y encima robas? Por eso, así dice el Señor: En el mismo sitio donde los perros han lamido la sangre de Nabot, a ti también los perros te lamerán la sangre» (21,18-19).

Los profetas son también esto. En un mundo donde Nabot sigue siendo asesinado, donde nadie denuncia los delitos porque son todos cómplices y culpables, ellos – Elías o Natán – gritan por vocación: “Has asesinado”. Es una tarea maravillosa. Pero Nabot está muerto. La palabra de Elías y el castigo que YHWH promete para Ajab, su mujer y su estirpe no consiguen resucitar a Nabot. Solo queda su lápida, que sigue estando ahí para nosotros y nos sigue llamando.

Jeremías, en una de sus páginas más bellas, lanza un gran mensaje profético al comprar un campo. Aquí Nabot nos da otro gran mensaje al negarse a vender un campo. También hoy hay contratos que salvan y no-contratos que salvan todavía más. Nuestro capitalismo durante demasiado tiempo ha conseguido comprar todas las viñas que ha querido a cambio de dinero. No ha encontrado ningún Nabot que le haya dicho que no. Y el destino de nuestro planeta está cambiando. Nos salvaremos si somos capaces de hacer de nuestro tiempo el tiempo de Nabot, si aprendemos pronto a decir que no a los nuevos poderosos que hoy, más que nunca, se sienten omnipotentes con su dinero infinito. Porque toda la tierra es heredad: «Nabot respondió a Ajab: ¡Dios me libre de cederte la heredad de mis padres!».

 

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Profecía e historia / 15 – Quien obedece las órdenes equivocadas de los poderosos comparte su culpa.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 15/09/2019

«No ha nacido un solo Ajab; lo peor es que Ajab nace cada día y nunca morirá en este mundo. No fue asesinado solo un Nabot; cada día Nabot es oprimido, cada día un pobre es asesinado».

Ambrosio, La viña de Nabot 

La viña de Nabot es uno de los episodios más tremendos y conocidos de la Biblia, una lápida ante la cual detenernos para hacernos cargo de las víctimas de aquellos que se creen dioses, y para aprender que no todo es negociable.

En la Biblia y en la gran literatura, de vez en cuando nos encontramos con páginas que tienen la misma fuerza moral que una lápida. Son historias como la de Urías el hitita, la hija de Jefté, Agar, Dina, Rispá, Tamar, Job, Abel, el siervo de YHWH y el crucificado. A menudo pasamos de largo buscando páginas más edificantes. Sin embargo, alguna vez alguien siente misericordia, se detiene, se recoge, recuerda, reza, llora y se hace cargo. La historia de Nabot y su viña es una de estas páginas lápida, un monumento erigido a una víctima inocente. La viña de Nabot es un ejercicio ético, social, económico y espiritual que durante siglos ha generado sentimientos morales, leyes y constituciones. Nos ha enseñado la indignación, nos ha hecho gritar: “¡no es justo!”, “¡ah, malvado!”, “¡debe haber justicia en este mundo!”, “¿por qué, Dios; dónde estás?”, “¡nunca más!”. Ha mejorado al hombre y ha mejorado a Dios.

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El infinito valor del “no”

El infinito valor del “no”

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Profecía e historia / 14 – Todo camino pasa por una atribulada “etapa de la retama”, que se puede superar.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 08/09/2019

«El peligro de cualquier sociedad humana es la unanimidad. El Sanedrín, en el antiguo Israel, era consciente de ello, pues no permitía ejecutar las condenas a muerte votadas por la totalidad de sus miembros. Al Sanedrín le parecía imposible que un voto unánime fuera humano, es decir ponderado y racional»

Paolo De Benedetti, La Muerte de Moisés

En el Horeb, Elías nos dice que en las depresiones espirituales podemos reconocer a Dios y resucitar si Él es capaz de bajar la voz y hacerse brisa ligera.

No todas las crisis, fatigas y depresiones son iguales. La Biblia nos dice que también existen las depresiones espirituales, que no son infrecuentes en la vida de los profetas. Por lo general, este tipo de depresiones aparece en la fase adulta de la vida de las personas que han recibido una llamada y una tarea. La depresión espiritual no es igual que la psíquica, pero no resulta fácil distinguirlas porque sus señales son muy parecidas. La historia de Elías nos proporciona una gramática para reconocer estas depresiones y tratar de superarlas en la medida de lo posible.

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«Ajab contó a Jezabel lo que había hecho Elías, cómo había pasado a cuchillo a los profetas» (1 Re 19,1). A pesar de la gran teofanía del monte Carmelo, el rey Ajab sigue con su ambivalencia y no da muestras de haberse convertido enteramente a YHWH. Es difícil que las verdaderas conversiones del corazón provengan de acontecimientos espectaculares y violentos. La reina, la exterminadora de los profetas de YHWH, sigue adelante con su guerra: «Jezabel mandó a Elías este recado: Que los dioses me castiguen si mañana a estas horas no hago contigo lo mismo que has hecho tú con cualquiera de ellos» (19,2).

El horizonte del cielo de Elías se ensombrece: «Elías temió y emprendió la marcha para salvar la vida» (19,3). Esta vez, Elías se mueve no por la voz de Dios, sino por la voz de Jezabel. A veces, los profetas se van simplemente porque tienen miedo. Elías no había temido hacer frente, él solo, a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, pero ahora se siente aterrorizado por esta amenaza. Y huye. El texto nos abre el alma de Elías: «Continuó por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: ¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres! Se echó bajo una retama y se durmió» (19,3-5).

La amenaza de Jezabel desencadena en Elías una auténtica depresión espiritual. Elías siente deseos de morir. Y sin embargo acaba de ser protagonista de una asombrosa victoria pública, en la que él solo ha derrotado y dado muerte a todos los profetas de Baal. Pero ahora el éxito se ha evaporado. Solo queda el miedo y el deseo de retirarse al desierto a morir. En esta fuga en busca de la muerte vemos de nuevo a Moisés, a Jeremías, a Job, a Jonás y su árbol de ricino, a Francisco y a muchos profetas de ayer y de hoy, que en el culmen de su historia espiritual pasan por la “etapa de la retama”. ¿Cómo no recordar los inmensos versos del canto de Giacomo Leopardi?: «Perfumada retama, contenta de los desiertos». Elías pide la muerte y en cambio Dios le envía otro mensajero: «De pronto un ángel le tocó y le dijo: ¡Levántate, come! Miró Elías y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua» (19,5-6). El ángel le tocó.

En determinadas pruebas, la voz no es suficiente: es necesario que el ángel nos toque, toque la carne, y nos despierte de un golpe. En estos sueños profundos, el sentido del oído es insuficiente. El ángel debe alcanzar el cuerpo, la humanidad entera.

Dios le manda pan y agua una vez más. Las necesidades primarias están satisfechas. Pero Elías, después de comer, «se volvió a echar» (19,6). En estas depresiones no basta comer y beber para ponerse de nuevo en camino. También se puede morir sin hambre y sin sed. Para dejar la sombra de muerte de la retama y resurgir hace falta otra cosa: «El ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: ¡Levántate, come! Que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (19,7-8). El ángel vuelve y le toca por segunda vez. Pero ahora no le dice simplemente que coma; le dice que coma para emprender un camino, y le cita un nombre que es todo un mensaje: el monte Horeb.

Para salir de estas depresiones espirituales hace falta un nuevo camino, un nuevo sentido, una dirección. El ángel le hace entender que la comida no era para sobrevivir, sino para caminar. El profeta revive y reencuentra el camino, y ve en el horizonte un monte al final del camino. Los profetas no se curan con pan y agua. Podemos llenarlos de comida, pero seguirán enfermos hasta que se abra ante ellos un nuevo itinerario.

Al llegar al Horeb, el monte de Moisés y de la Alianza, podemos entender mejor el cansancio profético de Elías: «Allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Y el Señor le dirigió la palabra: ¿Qué haces aquí, Elías? Respondió: Me consume el celo por el Señor, Dios todopoderoso, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y asesinado a tus profetas; solo quedo yo, y me buscan para matarme» (19,9-10). Dios y Elías dialogan. Siempre me sorprenden los diálogos entre Dios y los hombres que aparecen en la Biblia. La palabra, hecha carne, ha generado en Europa y en todo el mundo poesía, arte, libertad y democracia, que es el elogio de la no unanimidad, puesto que la palabra encarnada ya era diálogo, el logos era dia-logos.

YHWH, en el diálogo, dice: ¿Qué haces aquí, Elías? Es una pregunta extraña, ya que quien le había pedido a Elías que fuera al monte Horeb era un ángel suyo. Elías llega y Dios le pregunta: ¿qué haces aquí? En la vida de los profetas, estas preguntas extrañas son muy frecuentes. Uno recibe un nuevo mandato, obedece, se pone en marcha, llega y en cuanto llega oye una voz de aquel le ha llamado preguntando: ¿qué haces aquí? Estas preguntas son siempre imprevistas y tremendas, y con frecuencia acrecientan la prueba espiritual.

La respuesta de Elías nos dice claramente que su depresión dependía de la soledad en la que se encontraba (“solo quedo yo”). Ahora bien, la soledad puede ser uno de los motivos de las crisis profundas de los profetas, pero nunca el primer motivo. Los profetas saben convivir con muchas soledades. La soledad es para ellos un ambiente espiritual tan coesencial como el comunitario. Los motivos más radicales son otros. Elías sufre porque ve la fe en su Dios negada y suprimida por su propio pueblo. Usa el mismo verbo que la Biblia usa generalmente para Dios: «me consume el celo» por YHWH. Elías está deprimido porque el Dios que le ha llamado ha sido profanado, pero también porque han matado a sus profetas. Existe una gran solidaridad entre los profetas: cuando uno es asesinado, todos mueren en él.

Estos motivos se suman a la primera causa de sufrimiento, tal vez la más hiriente e indecible, pronunciada por Elías en su primera respuesta en el diálogo con Dios: «Yo no valgo más que mis padres». Aquí entramos en el corazón de la crisis de Elías y de sus hermanos profetas. Es una frase misteriosa, de difícil exegesis. Los “padres” de Elías son Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Saúl, David y Salomón, todos ellos marcados por la limitación, el pecado y la permanente falta de éxito. La historia de sus padres ha sido un espectáculo de fracasos, de una pequeñez que resalta fuertemente en comparación con la grandeza de la promesa. Bajo la retama, Elías se ha sentido vinculado en una «cadena social» a la herida antropológica de sus padres, se ha sentido exactamente como ellos. Esta etapa fundamental la viven, de un modo u otro, todos los profetas, cuando se sienten exactamente igual que todos los hombres y mujeres que les han precedido; igual que todos, igual que los peores. Nada más salir de casa vimos milagros, muertos que resucitaban, enemigos derrotados y grandes éxitos públicos. Después, un acontecimiento – una calumnia, una persecución, una enfermedad – nos permite comprender que todas las conquistas y todos los frutos no eran más que vanitas, humo, paja. Entonces, todo desaparece y nos encontramos en el desierto bajo una retama. Nos sentimos verdaderamente como nuestros padres y parientes, a los que dejamos para realizar una tarea y seguir una vocación que nos parecía infinitamente distinta y mejor. Algunas veces sentir esta igualdad es una gran bendición; otras veces nos deprime, porque solo nos habla de fracaso.

Esta etapa puede marcar el final de una vocación. Pero si se supera, puede tratarse de la muerte que prepara una verdadera resurrección. Eso es lo que le sucede a Elías. En el Horeb, con su alma aplastada por la “noche oscura” tiene lugar una de las teofanías más hermosas, famosas y misteriosas de la Biblia. Degustémosla sin palabras introductorias: «El Señor le dijo: Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar! Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva» (19,11-13). Es muy fuerte el contraste con la escena del monte Carmelo, donde Dios se había manifestado con toda su potencia en el fuego. Ahora Elías está deprimido y desalentado, y Dios ya no le habla en la potencia de la naturaleza. Aquí tenemos no solo el final de la fase religiosa primitiva que veía la presencia de Dios en los acontecimientos naturales, y el descubrimiento de que Dios es espíritu y soplo, sino algo más. Esa expresión espléndida – qol demana daqqa –, que los exégetas y los poetas han traducido de muchas maneras (un sonido dulce y quedo, la voz del silencio, el silbido de una brisa tenue, el dulce susurro de una voz…) nos dice que Dios debe aprender a susurrar si quiere hablarnos cuando el dolor nos ha tapado los oídos del alma. Dentro de las cuevas espirituales las palabras solo molestan. ¡Cuántas veces constatamos el malestar que provocan las palabras, incluso la palabra de Dios, en quienes viven este tipo de pruebas! Para resucitar de determinadas muertes, la palabra debe dejar de hablar y hacerse voz, susurro; debe volver a la fase originaria donde el sonido aún no se ha articulado en palabra. Como cuando, en otra cueva, se hizo llanto de niño. Como cuando, en otro monte, se hizo solo grito. Como al final, cuando todas las palabras que hemos dicho se conviertan en susurro y queden encerradas en un último y definitivo suspiro.

En las depresiones espirituales podemos reconocer a Dios si es capaz de bajar la voz, si aprende a susurrar. Si nosotros sabemos hacer estas cosas, también Dios debe saber hacerlas.

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Profecía e historia / 14 – Todo camino pasa por una atribulada “etapa de la retama”, que se puede superar.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 08/09/2019

«El peligro de cualquier sociedad humana es la unanimidad. El Sanedrín, en el antiguo Israel, era consciente de ello, pues no permitía ejecutar las condenas a muerte votadas por la totalidad de sus miembros. Al Sanedrín le parecía imposible que un voto unánime fuera humano, es decir ponderado y racional»

Paolo De Benedetti, La Muerte de Moisés

En el Horeb, Elías nos dice que en las depresiones espirituales podemos reconocer a Dios y resucitar si Él es capaz de bajar la voz y hacerse brisa ligera.

No todas las crisis, fatigas y depresiones son iguales. La Biblia nos dice que también existen las depresiones espirituales, que no son infrecuentes en la vida de los profetas. Por lo general, este tipo de depresiones aparece en la fase adulta de la vida de las personas que han recibido una llamada y una tarea. La depresión espiritual no es igual que la psíquica, pero no resulta fácil distinguirlas porque sus señales son muy parecidas. La historia de Elías nos proporciona una gramática para reconocer estas depresiones y tratar de superarlas en la medida de lo posible.

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Y Dios aprendió a susurrar

Y Dios aprendió a susurrar

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Profecía e historia / 13 – Ningún grupo supera en dignidad a la persona; como mucho la puede igualar.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/09/2019

«Todos los cuerpos juntos, y todos los espíritus juntos y todas sus producciones, no valen el menor movimiento de caridad. Este es de un orden infinitamente más elevado»
Blaise Pascal
, Pensamientos

El duelo entre Elías y los profetas de Baal en el monte Carmelo nos recuerda, a contraluz, que la verdad con coincide con la victoria, y que quien anuncia la verdad llama a la elección, nunca a la idolatría.

En este relato, uno de los más conocidos de la literatura religiosa antigua, el uno es un número bendito. Con Elías, solo contra cientos de profetas de Baal, y con Abdías, único salvador de profetas, la Biblia nos dice que en muchas crisis tremendas la salvación llega porque queda un solo justo que salva a todos. En algunos momentos decisivos, la masa crítica es uno: Noé, Abraham, Moisés, los profetas, Elías, Abdías, María, Jesús. Por muy importante y hermoso que sea el “nosotros”, la Biblia también exalta el “yo”. El “nosotros” no salva a nadie si en su corazón no hay al menos un “yo” que obedezca a una voz y actúe libremente. Un “yo” justo es la levadura de la buena masa del “nosotros”. Esta es la raíz del principio personalista, que está en el centro del humanismo occidental, y que hoy, ante la fascinación que sentimos por nuevos “nosotros”, nos sigue repitiendo que ningún grupo supera en dignidad a la persona individual; como mucho la puede igualar. Las reglas de la aritmética no sirven para “calcular la dignidad” en los grupos humanos. Este valor no aumenta con la suma, porque el primer sumando tiene ya un valor infinito. En este caso, uno más uno más uno es siempre y solo uno.

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Durante una carestía tremenda y larguísima, mientras una reina sanguinaria está exterminando a los profetas de YHWH, un hombre los salva: «El hambre apretaba en Samaría, y Ajab llamó a Abdías, mayordomo de palacio. Abdías era muy religioso, y cuando Jezabel mataba a los profetas del Señor, él recogió a cien profetas y los escondió en dos cuevas en grupos de cincuenta, proporcionándoles comida y bebida» (1 Re 18, 2-4). Abdías es un amigo de los profetas, como el etíope Ebed-Mélec, el eunuco que salvó a Jeremías de la cisterna (Jr 38). Volvemos a encontrar a un hombre, un “mayordomo”, que salva a los profetas de la muerte. También la historia de las religiones y las civilizaciones conoce esta categoría de justos, estos goel. Los profetas tienen muchos enemigos, pero también tienen algunos amigos y “salvadores”. Los alojan en sus casas Betania, los esconden, los curan, los consuelan y creen en ellos cuando todos los abandonan. Los profetas tienen estos amigos, al menos uno o una, que se convierten en el mendrugo de pan y el cuenco de agua que permite no morir en la travesía del desierto. A veces son los padres o una hermana. No siempre son los discípulos de los profetas, a veces son sus amigos. El amigo de un profeta vale más que mil discípulos.

Abdías se encuentra con Elías, llevando como dote los cien profetas que ha salvado: «Escondí dos grupos de cincuenta profetas en dos cuevas y les proporcioné comida y bebida» (18, 13). Elías sale a su encuentro: «Al reconocerlo, Abdías cayó rostro en tierra y le dijo: Pero ¿eres tú, Elías, mi señor? Elías respondió: Sí. Ve a decirle a tu amo que Elías está aquí» (18, 7-8). Abdías tiene miedo. Elías lo tranquiliza, y él va: «Abdías fue en busca de Ajab y se lo dijo». (18, 16). Elías finalmente se encuentra con Ajab. Entramos en una de las páginas más conocidas y tremendas de la Biblia: el desafío, la ordalía del monte Carmelo entre Elías y cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Es una escena potente y épica, que nos hace vivir en directo un pasaje de la religión de estos pueblos arcaicos, que viven en un equilibrio inestable entre magia y fe.

«Ajab despachó órdenes a todo Israel, y los profetas se reunieron en el monte Carmelo. Elías se acercó a la gente y dijo: ¿Hasta cuándo vais a caminar dando saltos de un lado a otro? Si el Señor es el verdadero Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (18, 20-21). Elías propone un duelo entre YHWH, el Dios de Israel, y Baal, el dios local fenicio-cananeo. De parte de Baal hay cientos de profetas; del lado de YHWH está solo Elías. Otra vez una lucha desigual, otro David contra otro Goliat. Pero también ahora la victoria no es cuestión de fuerza ni de número. Es la calidad y no la cantidad el principio activo de estas victorias. Por el resto del relato comprendemos que no se trata de un desafío entre dos dioses vivos, sino más bien entre Dios y la nada. Esta victoria de YHWH es uno de los primeros testimonios del monoteísmo de Israel. «Que nos den dos novillos: vosotros elegid uno, que lo descuarticen y lo pongan sobre la leña sin prenderle fuego; yo prepararé el otro novillo y lo pondré sobre la leña sin prenderle fuego. Vosotros invocaréis a vuestro dios y yo invocaré al Señor, y el dios que responda enviando fuego, ese es el Dios verdadero» (18, 23-24).

Los profetas de Baal preparan en primer lugar el altar y esperan que Baal, el dios de los rayos, haga arder la leña para el sacrificio. «Estuvieron invocando a Baal desde la mañana hasta mediodía: ¡Baal, respóndenos! Pero no se oía una voz ni una respuesta» (18, 26). No se oía una voz… Vuelve esa nota bellísima que acompaña la Biblia entera: el Dios verdadero es el Dios de la voz. YHWH habla, llama, susurra. Los ídolos son falsos porque no tienen voz, están roncos. El frenesí profético crece y nos desvela detalles interesantes de estos antiguos ritos: «Gritaron más fuerte, y se hicieron cortaduras, según su costumbre, con cuchillos y punzones, hasta chorrear sangre por todo el cuerpo» (18, 28). Pero el fuego no se enciende. Baal no responde. Elías ironiza y se burla: «¡Gritad más fuerte! Baal es dios, pero estará meditando, o bien ocupado, o estará de viaje. ¡A lo mejor está durmiendo!» (18, 27). En esta tomadura de pelo Elías “olvida” que muchos salmos son un grito para “despertar” a Dios, y que la primera oración colectiva de la Biblia fue un clamor de esclavos para que YHWH, distraído, se acordara de su promesa (Ex 2). Incluso los profetas más grandes, durante la lucha religiosa, pueden usar contra el adversario palabras más humanas y más bellas aprendidas bajo la tienda. Como nosotros.

Entonces llega el turno de Elías: «Tomó doce piedras … levantó un altar en honor del Señor … apiló la leña, descuartizó el novillo, lo puso sobre la leña y dijo: ¡Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel! Que se vea hoy que tú eres el Dios de Israel … Respóndeme, Señor, respóndeme para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres el Dios verdadero y que eres tú quien les cambiará el corazón. Entonces el Señor envió un rayo, que abrasó la víctima, la leña, las piedras y el polvo» (18, 31-38). Llama la atención la sobria esencialidad de la oración de Elías, comparada con la espectacularidad barroca de los profetas de Baal. Las liturgias excesivas y emocionales casi siempre son señal de una fe larvadamente idolátrica. Elías vence el desafío y el pueblo exclama: «¡El Señor es el Dios verdadero! ¡El Señor es el Dios verdadero!» (18, 39). Elías celebra su victoria degollando uno por uno a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal: «Elías les dijo: Agarrad a los profetas de Baal. Que no escape ninguno. Los agarraron. Elías los bajó al torrente Quisón y allí los degolló» (18, 40). Es un epílogo tremendo, como toda la escena.

La ordalía o “juicio de Dios” era una prueba cuyo resultado se interpretaba como una manifestación directa de la voluntad de los dioses. Estaba muy extendida por muchas culturas antiguas. En Europa las ordalías fueron introducidas sobre todo por los pueblos germánicos – en Italia por los longobardos – y durante siglos fueron toleradas incluso por la Iglesia. En la ordalía – de fuego, veneno, metales fundidos… – aquel que salía ileso de la prueba era considerado justo y/o inocente. El dato de hecho se erigía como voluntad divina. Así pues, al más fuerte en el duelo o al más hábil en caminar sobre el fuego se le consideraba bendecido por Dios y portador de un mensaje suyo. De este modo, los fuertes se hacían aún más fuertes y los débiles aún más débiles. Algo muy parecido ocurría en la religión económico-retributiva, que veía en la riqueza la bendición de Dios y en la pobreza la maldición, y hacía doblemente benditos a los ricos y doblemente malditos a los pobres. La Biblia tuvo que luchar mucho para liberarse de esta visión arcaica y “naturalista” de la fe y solo lo logró en parte. La Biblia ha intentado mostrarnos que los “milagros” no son por sí mismos pruebas de la verdad de la fe, sino señales imperfectas y siempre parciales. También los falsos profetas sabían hacer milagros. Los magos de Egipto simulaban las plagas, y Simón el Mago “tenía encantados” con sus gestos a los habitantes de Samaría (Hechos de los Apóstoles, cap. 8). Los falsos profetas obstaculizaban y perseguían a Jeremías invocando el milagro que podría salvarles, y que no llegó.

Hizo falta un Exilio para entender que YHWH no era verdadero porque venciera, sino que seguía siendo el Dios de la promesa como Dios vencido. Pero nosotros, a pesar de toda la Biblia, los Evangelios, San Pablo y San Francisco, a pesar del no-milagro de la cruz y de la no-ordalía de los clavos y la madera, estamos demasiado tentados de imitar a Elías, de pensar que nuestro Dios es verdadero porque es un vencedor, para degollar después a los perdedores. El milagro del fuego en el monte Carmelo no prueba que YHWH sea Dios. Quizá pruebe que Baal es un ídolo, pero eso ya lo sabíamos antes de la ordalía. No está bien “tentar a Dios”, dirá otra alma de la misma Biblia. Demasiadas veces también nosotros preparamos altares, hacemos vigilias y gritamos pidiendo un milagro que no llega. Y del mismo modo que nosotros somos capaces de no perder la fe cuando un hijo no se cura y muere, ningún milagro puede crear esa misma fe verdadera, porque, entre otras cosas, ante un milagro en nuestro favor siempre debemos preguntarle a Dios: “¿Por qué no a otros?”

La parte luminosa de esta página oscura del monte Carmelo no está en la luz del fuego que irrumpe en la escena, sino en la pregunta que Elías hace a su pueblo: «¿Hasta cuándo vais a caminar dando saltos de un lado a otro? Si el Señor es el verdadero Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (18,21). La tentación idolátrica es tenaz, siempre presente y activa en el corazón del hombre y de la mujer, porque, a diferencia del ateísmo, no niega a Dios, sino que primero lo reduce a ídolo y después lo multiplica. Toda idolatría es politeísta, porque a todos los consumidores les gusta la variedad de mercancías. El idólatra no reniega de Dios, lo empequeñece para manipularlo. Los profetas nos dicen: “elige”, porque es mejor, paradójicamente, irse del todo con Baal que añadirlo al templo al lado de YHWH. Pero nosotros preferimos tener muchos dioses pequeños e inocuos antes que un Dios único, verdadero e incómodo. Por eso la idolatría está mucho más presente en la tierra que la fe. Cuando el hijo del hombre vuelva a la tierra ciertamente encontrará idolatría. Fe no sabemos. Esperemos que la encuentre, al menos en alguna persona; y si viene pronto, que pueda ser en nosotros.

 

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Profecía e historia / 13 – Ningún grupo supera en dignidad a la persona; como mucho la puede igualar.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/09/2019

«Todos los cuerpos juntos, y todos los espíritus juntos y todas sus producciones, no valen el menor movimiento de caridad. Este es de un orden infinitamente más elevado»
Blaise Pascal
, Pensamientos

El duelo entre Elías y los profetas de Baal en el monte Carmelo nos recuerda, a contraluz, que la verdad con coincide con la victoria, y que quien anuncia la verdad llama a la elección, nunca a la idolatría.

En este relato, uno de los más conocidos de la literatura religiosa antigua, el uno es un número bendito. Con Elías, solo contra cientos de profetas de Baal, y con Abdías, único salvador de profetas, la Biblia nos dice que en muchas crisis tremendas la salvación llega porque queda un solo justo que salva a todos. En algunos momentos decisivos, la masa crítica es uno: Noé, Abraham, Moisés, los profetas, Elías, Abdías, María, Jesús. Por muy importante y hermoso que sea el “nosotros”, la Biblia también exalta el “yo”. El “nosotros” no salva a nadie si en su corazón no hay al menos un “yo” que obedezca a una voz y actúe libremente. Un “yo” justo es la levadura de la buena masa del “nosotros”. Esta es la raíz del principio personalista, que está en el centro del humanismo occidental, y que hoy, ante la fascinación que sentimos por nuevos “nosotros”, nos sigue repitiendo que ningún grupo supera en dignidad a la persona individual; como mucho la puede igualar. Las reglas de la aritmética no sirven para “calcular la dignidad” en los grupos humanos. Este valor no aumenta con la suma, porque el primer sumando tiene ya un valor infinito. En este caso, uno más uno más uno es siempre y solo uno.

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El bendito número uno

El bendito número uno

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Profecía e historia / 12 – Demasiados “muertos” no resucitan porque nos hacemos la ilusión de que bastan las palabras.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 25/08/2019

«Nosotros buscamos otro Dios, que no se jacte de este mundo infeliz. Necesitamos cambiar a Dios para conservarlo, y para que él nos conserve a nosotros».

Paolo de Benedetti Quale Dio?

El milagro por el que Elías devuelve la vida a un muchacho nos recuerda el gran significado de la palabra que se hace carne en la Biblia, en la vida y en la oración.

Los profetas se forman en la zona limítrofe entre la vida y la muerte. Ahí es donde aprenden su “oficio”. Están permanentemente en vilo. Son equilibristas entre el ya y el todavía no, expuestos en la frontera fundamental y decisiva de la condición humana. La Biblia sabe que quien ve a Dios muere. Sin embargo, el profeta “ve” a Dios, o por lo menos lo vio u oyó su voz el día de su llamada. La vocación profética es a la vez Tabor, Gólgota y sepulcro vacío: ver a Dios, morir y resucitar. El segundo episodio de la misión de Elías es la resurrección de un muchacho, suspendido una vez más entre la vida y la muerte: «Más tarde cayó enfermo el hijo de la dueña de la casa; la enfermedad fue tan grave, que murió» (1 Re 17,17). Habíamos dejado a Elías en el milagro de la multiplicación del pan y el aceite, que salvó a la viuda y a su hijo de morir de hambre. Ahora el hijo de esa viuda (o de otra, pues no sabemos si originariamente ambos relatos estaban separados) enferma y muere. Volveremos a encontrar esta escena en el Nuevo Testamento, que habría sido muy distinto sin Elías.

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La madre habla en primer lugar: «Entonces la mujer dijo a Elías: ¡No quiero nada contigo, profeta! ¿Has venido a mi casa a recordar mis culpas y matarme a mi hijo?» (17,18). Durante los acontecimientos trágicos y las desgracias, en la antigüedad era frecuente interpretar la presencia de un hombre religioso – un sacerdote o un profeta – como una condena o una culpa. A veces los signos sagrados se volvían tenebrosos y amenazadores, sobre todo si la persona religiosa era un varón y la que era objeto de desventura era un pobre o una mujer. También hoy, la presencia de la religión en los grandes dolores no se convierte de forma inmediata en un sacramento de consuelo y alivio del dolor. Como en el caso de esta mujer, la primera reacción puede ser la rabia, el miedo o el sentimiento de culpa que es lo primero que aparece siempre en nuestras desgracias. ¡Cuántas veces hemos visto a un pariente reaccionar de forma dramática ante la llegada del sacerdote a una casa en la hora muda de los demonios del luto! Ese sacerdote puede representar la imagen de un Dios cruel que se ha llevado a un hijo o a un hermano. Alrededor de ese hombre religioso se levanta una cortina invisible, pero muy real, de embarazo. A veces se llega incluso a lanzar gritos, maldiciones e imprecaciones. Saber acoger estas maldiciones y aprender a leerlas como una forma elevada de oración es parte de la maduración de los curas y de las monjas.

En el contexto del mundo arcaico, la presencia de Elías hace que la madre vea la desventura como una irrupción de Dios en su vida, como una consecuencia de su culpa. No sabemos cuál es su culpa, tal vez la condición humana normal que los antiguos consideraban marcada por una culpabilidad radical. A pesar de toda la revelación bíblica y del cristianismo posterior, que nos ha revelado que Dios es agape, nosotros seguimos leyendo las desgracias como culpa: “si le hubiera acompañado”, “si le hubiera dicho que no”, “es un castigo por mi mala vida”… El sentimiento de culpa es la primera moneda con la que pagamos las cuentas de nuestros funerales. Viene solo, está inscrito en nuestros cromosomas culturales. La religión económica retributiva es mucho más antigua que la religión del amor y de la gracia y por tanto está muy radicada en el corazón individual y colectivo. Por eso necesitamos profetas. Los profetas se ponen a nuestro lado, guardan silencio y no nos echan sermones ni discursos consolatorios. Nos entregan a un Dios liberado de las culpas y los méritos, todo gracia y misericordia. Lo hacen con palabras, pero sobre todo con el cuerpo: con un abrazo largo y tenaz, compartiendo un pan de lágrimas y sal, estando cerca de nosotros, en silencio, durante los sábados santos que no terminan nunca. Un amigo sacerdote me confió una vez que necesitó toda una vida para entender que las personas que viven grandes dolores no esperan de nosotros palabras, sino un cuerpo que sepa vivir el stabat.

«Elías respondió: Dame a tu hijo» (17,19). Ante el dolor más grande que la tierra conoce y que a duras penas consigue soportar, Elías toma el cuerpo del muchacho en sus brazos. No predica: actúa, abraza. Esta es la única “palabra” que nos gustaría oír de un hombre de Dios cuando entra en la habitación del hijo. «Tomándolo de su regazo, se lo llevó a la habitación de arriba, donde él dormía, y lo acostó en la cama» (17,19). La madre tiene a su muchacho (yeled), a su hijo muerto, en el regazo. Esta escena maravillosa es de una humanidad infinita. Si los hombres y las leyes no se lo impidieran, las madres se quedarían para siempre con sus hijos muertos en el regazo, esperando que un Dios o un profeta pasen y los resuciten. Si alguien ha podido escribir palabras inmensas sobre el amor que Dios nos tiene es porque ha visto y aprendido el agape en las madres que siguen llevando a sus hijos en el regazo y nunca han dejado de hacerlo. A las mujeres les suele gustar mucho la imagen de María con el niño, porque el niño Jesús es imagen de sus hijos, de los vivos y sobre todo de los que han muerto.

Solo en este momento Elías comienza su plegaria: «Elías clamó al Señor: Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda en su casa la vas a castigar haciéndole morir al hijo?» (17,20). Esta es la oración distinta de los profetas, donde destaca la frase: “¿también a esta viuda la vas a castigar?”. Esta oración comienza con una protesta, con un reproche a Dios que ha hecho daño también a su anfitriona (por tanto no solo a ella). El Dios bíblico hace el bien pero también el mal. Elías se pone de parte de la viuda y del muchacho y le pide a Dios que cambie, que “se convierta”. No consuela a la mujer ni le invita a aceptar “la voluntad de Dios” o el destino. Eso lo hacemos nosotros, porque no sabemos hacer otra cosa. El profeta no. Se solidariza con la madre y protesta ante Dios, pidiéndole que cambie. Considera a Dios responsable de la muerte del hijo, ya que en caso contrario sería un fetiche. Al igual que Job, Elías no recurre a la teología económica y meritocrática para salvar la justicia de Dios. No piensa que los hombres sean los únicos responsables de sus desventuras. La muerte de cualquier niño es una muerte injusta, porque es inocente. Elías pide a Dios que “despierte”, que se acuerde de su nombre, que es distinto al de los ídolos entre otras cosas porque no quiere la muerte de los hijos. Los profetas, dado el caso, prefieren ser excomulgados por Dios que sacrificar a un muchacho. Abraham obedece a Dios y lleva a su hijo al monte Moria. En cambio, el profeta protesta, pelea con Dios, y no lleva al hijo al altar. Si queremos encontrar un profeta en esta escena, podemos verlo en el carnero.

En las grandes crisis y en los dolores insostenibles, el profeta se pone a nuestro lado y le pide a Dios que se muestre al menos tan bueno como una madre. Mientras nos enseña las palabras de Dios, ve lo mejor de los hombres y lo señala, se lo enseña a Dios. Si la Biblia, al final, nos ha podido regalar la imagen de un Dios que se emociona por el regreso del hijo y se inclina sobre la víctima en el camino hacia Jericó, es porque los profetas se atrevieron a pedir a Dios que bajara de los cielos y se hiciera al menos tan bueno como las madres. Los falsos profetas condenan a los hombres para defender a Dios. Los verdaderos profetas saben que la única manera de salvar y proteger verdaderamente a Dios es proteger y salvar a los hombres, sobre todo a los hijos. Los profetas son amigos de Dios, tienen una intimidad única con el absoluto. Aquí está su misterio. Este episodio nos dice que la primera tarea de un profeta consiste en usar esa intimidad divina para salvar a nuestros hijos.

«Elías se echó tres veces sobre el niño, clamando al Señor: ¡Señor, Dios mío, que resucite este niño!» (17,21). Es muy sugerente el uso que hace Elías de su cuerpo para intentar “resucitar” al muchacho. Se echa tres veces sobre el muchacho, con toda la extensión de su cuerpo, como para devolverle la vida por contacto, por ósmosis. Los profetas curan y resucitan con todo su cuerpo. Sus palabras son distintas y eficaces porque antes son palabras encarnadas, palabras de carne. Demasiados “muertos” no resucitan porque no somos capaces de usar todo el cuerpo. Nos hacemos la ilusión de que bastan las palabras (la gran ilusión del que escribe, quizá comentando a los profetas, es pensar que es posible salvar los hombres escribiendo palabras). El comienzo de la historia de Elías nos dice que los milagros solo pueden acontecer después de haber puesto, tres veces, nuestro cuerpo sobre el cuerpo de aquel que está, o parece, muerto. Demasiados muertos siguen muertos o mueren de verdad porque tenemos miedo de echarnos sobre ellos, es decir, de tocarlos y abrazarlos. En aquella cultura no se podía tocar a los muertos, pues eran impuros. Pero los profetas no actúan así. San Francisco nos dejó palabras espléndidas, pero la palabra que resucitó a Asís y al mundo fue su beso al cuerpo lacerado del leproso.

La palabra de la oración debe llegar junto con la palabra del cuerpo. En algunos viacrucis se puede ver a los “ángeles subir y bajar sobre el hijo del hombre”, pero mientras no veamos un cuerpo de hombre no podremos reconocer a Dios: «La mujer dijo a Elías: ¡Ahora reconozco que eres un profeta!» (17,24). Para salvarnos, Dios no se ha hecho ángel sino hombre: carne, cuerpo. Esta es la raíz del gran valor que tiene el cuerpo en el humanismo bíblico. Cuando la oración se hace cuerpo podemos superar a los ángeles. Elías es el profeta de la oración potente porque reza con todo el cuerpo. Es conmovedor verlo rezar echado sobre el cuerpo del muchacho. En él y con él vemos a otros profetas que hoy siguen resucitando niños, mujeres y hombres – en las guerras, en los campos de acogida, en los mares – usando su cuerpo como primera oración: compartiendo la misma miseria, las mismas enfermedades, las mismas resurrecciones, la misma muerte. Los muchachos siguen muriendo. Sus madres y sus padres se siguen desesperando, a veces maldiciendo a Dios y a sus profetas. El gesto de Elías nos sigue recordando que solo podremos salvar un día a un hijo de la muerte del cuerpo o del alma si nos echamos sobre él con todo nuestro cuerpo. Tres veces, ni una menos.

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Profecía e historia / 12 – Demasiados “muertos” no resucitan porque nos hacemos la ilusión de que bastan las palabras.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 25/08/2019

«Nosotros buscamos otro Dios, que no se jacte de este mundo infeliz. Necesitamos cambiar a Dios para conservarlo, y para que él nos conserve a nosotros».

Paolo de Benedetti Quale Dio?

El milagro por el que Elías devuelve la vida a un muchacho nos recuerda el gran significado de la palabra que se hace carne en la Biblia, en la vida y en la oración.

Los profetas se forman en la zona limítrofe entre la vida y la muerte. Ahí es donde aprenden su “oficio”. Están permanentemente en vilo. Son equilibristas entre el ya y el todavía no, expuestos en la frontera fundamental y decisiva de la condición humana. La Biblia sabe que quien ve a Dios muere. Sin embargo, el profeta “ve” a Dios, o por lo menos lo vio u oyó su voz el día de su llamada. La vocación profética es a la vez Tabor, Gólgota y sepulcro vacío: ver a Dios, morir y resucitar. El segundo episodio de la misión de Elías es la resurrección de un muchacho, suspendido una vez más entre la vida y la muerte: «Más tarde cayó enfermo el hijo de la dueña de la casa; la enfermedad fue tan grave, que murió» (1 Re 17,17). Habíamos dejado a Elías en el milagro de la multiplicación del pan y el aceite, que salvó a la viuda y a su hijo de morir de hambre. Ahora el hijo de esa viuda (o de otra, pues no sabemos si originariamente ambos relatos estaban separados) enferma y muere. Volveremos a encontrar esta escena en el Nuevo Testamento, que habría sido muy distinto sin Elías.

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Y la oración se hizo cuerpo

Y la oración se hizo cuerpo

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Profecía e historia / 11 – Según la lógica del Dios de los profetas, lo que se da, se recibe multiplicado.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/08/2019

«Partir un pan, escuchar un cuarteto de Mozart, caminar bajo una lluvia cantarina; en este momento hay seres a los que no se les permite hacer cosas sencillas, porque están enfermos, porque están en la cárcel o porque son tan pobres que para ellos un pan vale una fortuna».

Christian Bobin, Mozart y la lluvia

Con el comienzo del ciclo de Elías entramos en uno de los episodios más conocidos y amados de la Biblia, que han inspirado también los Evangelios. En él se nos confirma la necesidad de “salir”: cuando la fe es amenazada desde el exterior, desde ahí debe comenzar la salvación.

Entre los pobres y los profetas hay una amistad profunda. Pocos espectáculos hay sobre la tierra más bellos que ver a los pobres compartiendo su mesa con el profeta/huésped que pasa y los bendice. El pan de los pobres es el primer alimento de los profetas; si dejan de comer este pan comienzan a perder la profecía y el alma.

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Estamos a punto de encontrarnos con Elías. Los encuentros importantes necesitan preparación, recogimiento, silencio. El deseo y la espera ya son encuentro. La Biblia no es una obra de ficción y sus personajes no son actores. Son personas vivas, de carne y hueso, que reviven y resucitan cada vez que alguien los trata como personas vivas y verdaderas. La vida que sentimos correr en la gran literatura y en el arte, en la Biblia adquiere una fuerza y una belleza probablemente únicas. La Palabra un día se hizo carne porque la palabra bíblica, de forma distinta pero verdadera, ya lo era y lo sigue siendo.

Elías es el patriarca de los profetas bíblicos. Es una figura excepcional, entre histórica y legendaria, extraordinaria en sus luces y en sus sombras. No dejó escrito ningún libro, habló poco, y los libros de los Reyes apenas le dedican unos cuantos capítulos. Sin embargo, la figura de Elías, junto a la de Moisés y David, está muy presente en la tradición bíblica y es muy amada, también por muchas Iglesias cristianas y por el Islam. El profeta Elías ha inspirado la historia del arte, la música y la literatura. Bastaría evocar el nombre del capitán Ajab en Moby Dick. También es muy amado por los pobres, por las tradiciones monásticas, por los místicos y por los amantes de la oración. No hay nombre más presente en los Evangelios que el de Elías; el mismo Jesús habría sido distinto sin Elías. En la celebración de la Pascua judía, las familias dejan un plato y una silla vacía para Elías, porque siempre podría llegar, siempre llega. Aquí está: «Elías, el tesbita, de Tisbé de Galaad, dijo a Ajab: ¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo! En estos años no caerá rocío ni lluvia si yo no lo mando» (1 Re 17,1).

Elías irrumpe en la escena sin presentación, como Abraham o Noé. Su nombre significa mucho: “YHWH es mi Dios”. Viene de la región de Galaad, en Transjordania, y por consiguiente del Reino del Norte. Es enviado al rey Ajab, un gran idólatra: «Ajab, hijo de Omrí, hizo lo que el Señor reprueba … Lo de menos fue que imitara los pecados de Jeroboán; se casó con Jezabel, hija de Etbaal, rey de los fenicios, y dio culto y adoró a Baal … siguió irritando al Señor, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que le precedieron» (16,30-33).

Elías anuncia a Ajab una sequía excepcional, que solo terminará cuando él lo diga. Lleva un mensaje nefasto de YHWH para Ajab, y se presenta como futura cura del mal que anuncia. Así es como comienza su camino: «El Señor le dirigió la palabra a Elías: Vete de aquí hacia el oriente» (17,2-3). La historia de Elías, como la de Abraham, comienza con un “vete”. Es un hombre errante y fugitivo. Y al igual que Abraham, Caín y Jacob, va hacia oriente. Pero el oriente para el hombre bíblico es también la dirección del exilio, el camino hacia Babilonia. La profecía es exilio, y nada expresa el exilio mejor que un profeta, exiliado de los afectos familiares, de los amigos, de él mismo: el profeta es un eterno desplazado, porque ningún pueblo es verdaderamente el suyo, porque nunca vuelve a casa.

Elías huye porque, como veremos, Ajab y su mujer Jezabel le persiguen. Los verdaderos profetas son siempre fugitivos y están en constante peligro, aunque no se muevan en toda la vida del mismo lugar. Siguen una voz, la obedecen, y por eso a menudo entran en conflicto con la voz de los poderosos. Hablan cuando la voz se lo pide y no cuando es oportuno hablar. Dicen palabras libres. Por eso, les odian aquellos que desearían decidir las palabras de todos, y les odian tanto más cuanto más son las palabras impuestas. El odio alcanza su culmen cuando la palabra del profeta es la única palabra libre que queda en la ciudad.

«Elías hizo lo que le mandó el Señor y se fue» (17,5). Este es otro de los elementos esenciales del genoma de los profetas que no son falsos: Elías obedece, se pone en marcha, va. No hay profeta sin esta obediencia radical: «Fue a vivir junto al torrente Carit, que queda cerca del Jordán. Los cuervos le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde, y bebía del torrente» (17,5-6). Es una de las escenas más conocidas de la Biblia y más amadas por el arte; imagen espléndida de la providencia que acompaña a los hombres y a las mujeres de Dios, que nos acompaña a todos. Quien obedece y se pone en marcha no muere, porque su obediencia genera una misteriosa y realísima fraternidad con la naturaleza y con los pobres. ¿Cuántos cuervos y cuántos torrentes siguen nutriendo a nuestros profetas, abandonados con hambre y sed por la maldad de los hombres? Hoy quiero volver a ver a Elías nutrido por el cielo en todos los profetas que en estos momentos viven encarcelados, olvidados de todos pero no de Dios ni de sus pájaros.

Es muy hermoso este comienzo de la vida errante de Elías, inmerso en un cuadro de fraternidad cósmica. Las grandes tradiciones espirituales siempre han intuido que existe una ley de ágape inscrita en el universo, más profunda y verdadera que las intenciones humanas. Llegar con sed a una fuente y beber de su agua es una auténtica experiencia de amor mutuo con la tierra. En este caso podemos usar la palabra amor/agape sin hacer ninguna concesión al romanticismo. Es una metáfora, pero una metáfora encarnada. El amor que hay en el cosmos es más grande que la suma de los amores de los hombres y de las mujeres. La fraternidad humana sola es demasiado pequeña, aun siendo inmensa. No todo el amor es voluntario. Hay amor también en la mansedumbre del cordero y en la humildad de la vaca. No lo vemos, pero existe. Habitando y permaneciendo en esta excedencia entre el amor humano y el amor del mundo, podemos llamar verdaderamente hermanos al torrente y a los cuervos, y con Francisco predicar a los pájaros.

Pero, tal y como había anunciado a Ajab, «al cabo del tiempo el torrente se secó, porque no había llovido en la región» (17,7). Y Elías vuelve a marchar: «El Señor dirigió la palabra a Elías: Levántate y vete a Sarepta de Fenicia a vivir allí; yo mandaré a una viuda que te dé la comida» (17,8-9). Son los pobres quienes alimentan a los profetas. Después de los cuervos y el torrente, es una viuda, una mujer extranjera, fenicia, adoradora del dios Baal que Jezabel había importado de los fenicios, quien añade su voz al coro de la fraternidad providente de la tierra.

La mujer de Ajab había traído a Baal de Fenicia; Elías le lleva YHWH a otra mujer fenicia. Los profetas son así: se mueve a contratiempo, en una dirección obstinada y contraria, y mientras los dioses extranjeros ocupan su tierra, ellos van a anunciar a su Dios en la cuna del paganismo, porque saben que si su Dios es verdadero – y lo saben porque lo conocen por su nombre – debe poder hablar a los paganos y ser comprendido por ellos. El texto hace que el ciclo de Elías comience con el encuentro entre el profeta de YHWH y una mujer fenicia, dándonos un icono eterno de “fe en salida”, que nos dice que cuando la fe es amenazada desde el exterior, desde ese “exterior” debe comenzar la salvación.

«Al llegar a la entrada del pueblo encontró allí a una viuda recogiendo leña. La llamó y le dijo: Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para beber. Mientras iba a buscarla, Elías le gritó: Por favor, tráeme en la mano un trozo de pan. Ella respondió: ¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan; solo me queda un puñado de harina en el jarro y un poco de aceite en la aceitera. Ya ves, estaba recogiendo cuatro astillas: voy a hacer un pan para mí y mi hijo, nos lo comeremos y luego moriremos» (17,10-12). Esta es la condición desesperada de la viuda que por orden de YHWH debía alimentar al profeta. La frase “nos lo comeremos y luego moriremos” trae a la mente del lector atento la escena de Agar y su hijo Ismael en el desierto («cuando se le acabó el agua del odre»: Génesis 21,15). Allí un ángel, el primer ángel de la Biblia, salvó a la mujer y al niño. Aquí es un profeta quien salva a la mujer y a su hijo. ¿Y si los ángeles fueran los profetas que tenemos entre nosotros aunque no los veamos, igual que a los ángeles?

«Elías le dijo: No temas. Ve a hacer lo que dices, pero primero prepárame a mí un panecillo y tráemelo; para ti y tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: El cántaro de harina no se vaciará, la aceitera de aceite no se agotará … Ella marchó a hacer lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo durante mucho tiempo. El cántaro de harina no se vació ni la aceitera se agotó» (17,13-16). Las mujeres, sobre todo las madres y las mujeres pobres, reconocen a los profetas. Tienen un sentido más, interceptan sonidos y voces que a nosotros, los varones, se nos escapan casi siempre. Aquella mujer pobre, en su desesperación, comprendió que aquel huésped traía una bendición, sabía quién era el que le decía “dame de beber”. Acogió al profeta como profeta y recibió la recompensa del profeta.

Elías es un profeta amadísimo por la gente porque es profeta del agua y del pan. En el pueblo donde nací, el día de la fiesta del patrón (San Esteban) el párroco sigue dando un pequeño pan a cada uno de los fieles. Es una tradición muy antigua, que expresa el valor del pan en un mundo de pobres. Ningún precio alcanza su valor. El pan es el primer don para los pobres. El episodio de la viuda de Sarepta nos dice otra cosa más: el pan es el primer don de los pobres. Ocho siglos más tarde, el milagro de la multiplicación de los panes fue posible porque un pobre hizo su parte dando todo lo que tenía. El céntuplo solo lo conocen los pobres, y aquellos que lo dan todo. Solo el poco que es todo puede convertirse en “cien veces más”. El poco de mucho no se multiplica, como máximo se suma. La providencia solo llega cuando la aceitera está vacía y el cántaro sin harina, ni un instante antes, porque necesita el espacio infinito de la nada.

Los profetas nos dan muchas cosas, pero si somos pobres lo primero que deben darnos es agua, harina y aceite. Y nosotros los reconoceremos al partir el pan.

 

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Profecía e historia / 11 – Según la lógica del Dios de los profetas, lo que se da, se recibe multiplicado.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/08/2019

«Partir un pan, escuchar un cuarteto de Mozart, caminar bajo una lluvia cantarina; en este momento hay seres a los que no se les permite hacer cosas sencillas, porque están enfermos, porque están en la cárcel o porque son tan pobres que para ellos un pan vale una fortuna».

Christian Bobin, Mozart y la lluvia

Con el comienzo del ciclo de Elías entramos en uno de los episodios más conocidos y amados de la Biblia, que han inspirado también los Evangelios. En él se nos confirma la necesidad de “salir”: cuando la fe es amenazada desde el exterior, desde ahí debe comenzar la salvación.

Entre los pobres y los profetas hay una amistad profunda. Pocos espectáculos hay sobre la tierra más bellos que ver a los pobres compartiendo su mesa con el profeta/huésped que pasa y los bendice. El pan de los pobres es el primer alimento de los profetas; si dejan de comer este pan comienzan a perder la profecía y el alma.

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Bendito es el pan de los pobrees

Bendito es el pan de los pobrees

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Profecía e historia / 10 – El equilibrio no siempre es una virtud y las bendiciones están también en los detalles.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 04/08/2019.

«La voz del Señor provoca dolores de parto a las ciervas y adelanta el parto de las cabras. En su templo todos dicen: ¡Gloria!»

Salmo 29

Las preguntas difíciles y desequilibradas que los escritores bíblicos le hicieron a la historia siguen generando una lectura capaz de resucitar esa misma historia. Lo vemos en el detalle que redime el triste acontecimiento de la muerte de un niño.

El equilibrio suele ser una virtud. Pero, como ocurre con todas las virtudes, si se absolutiza, se convierte en un vicio. En las crisis éticas y espirituales, solo las decisiones desequilibradas nos pueden salvar. Dietrich Bonhoeffer no fue equilibrado cuando en febrero de 1938 decidió entrar en el grupo de conspiradores antinazis del almirante Canaris. Sus compañeros teólogos más equilibrados encontraron mil motivos de prudencia para asistir pasivamente al horror, y se hicieron cómplices. Ese comportamiento desequilibrado generó, en la cárcel, la teología probablemente más profética del siglo XX. Otro comportamiento imprudente y desequilibrado generó el Gólgota y el sepulcro vacío.

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La Biblia no fue escrita por un grupo de intelectuales imparciales y equilibrados. La comunidad de escribas que contó la historia de Israel no era ajena a la historia que contaba; era parte de ella y una parte alineada. Escribían para resucitar el pasado dentro de un presente herido y exiliado. Por consiguiente, eran parciales, de parte, exagerados, hasta el punto de modificar las fuentes con operaciones que nosotros, los modernos, consideraríamos inapropiadas. El mérito de los escribas que compusieron la gran historia de Israel, desde el Génesis hasta el libro de los Reyes, consistió en proponer una lectura fuerte y por tanto parcial de su desventura.

Para entender y explicarnos por qué se ha terminado nuestra historia de amor, podemos leer las cartas de los abogados y las sentencias del juez; pero si queremos entenderlo de verdad tendremos que realizar un ejercicio espiritual con la memoria para reconocer unos pocos momentos, palabras y gestos, porque en las historias importantes no todas las palabras ni todos los días son iguales. Si queremos comprender qué le ha ocurrido a nuestra comunidad desmoralizada y marchita, podemos y debemos leer las actas de los consejos, las estadísticas y los anales oficiales; pero también deberíamos leer otras actas, interpretar las señales débiles que se nos han escapado, releer algunas palabras equivocadas pronunciadas en determinados momentos, algunos perdones no pedidos, algunos pecados de soberbia y poder. Y una vez que hayamos encontrado una clave de lectura, intentaremos actuar sobre la comunidad para cambiarla y resucitarla, conscientes de que esa clave es parcial, exagerada y desequilibrada.

Las comunidades ideales constituidas alrededor de una promesa, durante los exilios y después de ellos, deben aprender a formular preguntas radicales a su historia. Si no lo hacen, el exilio se hace infinito. Estas preguntas son esenciales, aunque las respuestas sean inadecuadas e insuficientes (como son a veces las de los redactores de los libros históricos). ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué ha pasado para que nos encontremos en esta situación? ¿Dónde nos hemos equivocado? ¿Cuándo y por qué se rompió la alianza? Si la Biblia ha llegado viva hasta nosotros, si de un “resto” nació Jesús de Nazaret siglos después, es porque un alma verdadera de ese pueblo ha sabido hacerse y hacerle a Dios preguntas difíciles y desequilibradas. Solo nos salvamos durante las crisis si aprendemos a formular preguntas radicales, porque estas son las que nos acompañan y alimentan cuando el tiempo pasa, el dolor aumenta y las respuestas no llegan.

El gran tema que ocupa los capítulos 12-16 del primer libro de los Reyes es el de los motivos del cisma del Reino del Norte y las vicisitudes de los primeros reyes de ambos reinos. Veamos algunos datos históricos útiles, pues los descubrimientos de la arqueología en las tierras de la Biblia y en las zonas limítrofes muestran una historia distinta, a veces muy distinta, de la que se cuenta en estos capítulos. Estos nos cuentan que después de la liberación de Egipto por obra de Moisés y después de la ocupación militar de la tierra prometida de Josué, las doce tribus de Jacob-Israel conocieron un desarrollo progresivo, hasta la institución de la monarquía de Saúl, David y finalmente Salomón, cuando el reino alcanzó su máximo bienestar y extensión geográfica de Norte a Sur. Esta “edad de oro” terminó con el cisma de Jeroboán, que dio comienzo a una decadencia que alcanzó su culmen con la ocupación babilónica y el exilio. La ruptura de la unidad nacional fue consecuencia del castigo de YHWH por la idolatría y la corrupción del reino del Norte (Israel).

Los datos extrabíblicos (una lectura excelente en este sentido es el texto de Mario Liverani Más allá de la Biblia) y las inscripciones encontradas en algunas estelas nos dicen otra cosa. En primer lugar, está casi comprobado que algunas de las tribus fueron autóctonas de la región palestina siglos antes del primer templo de Josué y de la monarquía. El crecimiento del reino de Israel fue una unificación/conquista de clanes que fueron anexionados a un núcleo israelítico relativamente pequeño al principio (nótese que el territorio de las doce tribus en su conjunto era casi tan grande como la región italiana de Las Marcas), que probablemente correspondía solo a las tribus de Efraín y Benjamín y por tanto al Norte, mientras que el Sur (Judá) sería de formación más reciente. Una figura clave en el proceso de ampliación del reino habría sido la de Omri (siglo IX), el fundador de Samaria, a quien la Biblia dedica apenas unas líneas (1 Re 16,22-28). Omri fue tan importante que durante mucho tiempo después de la destrucción de su dinastía se seguía hablando de la "Casa de Omri" para referirse al pueblo de Israel.

Así pues, los datos recientes ponen en crisis el relato bíblico de un reino único posteriormente divido en dos, y apoyan la tesis de que el reino unido de David-Salomón fue una edad de oro mítica pero no histórica, y que tal vez algunas de las empresas que la Biblia atribuye a David-Salomón fueron en realidad empresas de Omri. Además, toda la narración de los libros de los Reyes está compuesta desde el punto de vista del reino del Sur, de donde surge una lectura muy negativa de los reyes del Norte, acusados de idolatría. En realidad, es muy probable que los reyes del Norte no fueran más idólatras que los del Sur. Pero, como ocurre muchas veces, la Biblia conserva algunos restos de otras tradiciones “nórdicas” (lo vimos en su momento con la historia de Saúl), de las que emergen otras razones del cisma (un conflicto natural en los países que se desarrollan verticalmente).

Dentro de esta explicación parcial basada en la infidelidad del reino del Norte se sitúa el relato, tremendo y muy hermoso, de la visita de la mujer del rey al profeta Ajías: «Por entonces cayó enfermo Abías, hijo de Jeroboán, y este dijo a su mujer: Disfrázate para que nadie se dé cuenta de que eres mi mujer y vete a Siló; allí está el profeta Ajías … Llévate diez panes, rosquillas y un tarro de miel, y preséntate a él; él te dirá qué va a ser del niño. Así lo hizo; se puso en camino hacia Siló y entró en casa de Ajías. Ajías estaba casi ciego, tenía los ojos apagados por la vejez» (1 Re 14,1-4). Jeroboán conocía al profeta, y sabía que él era conocedor de su idolatría. Por eso hizo que su mujer se disfrazara. Pero el profeta ciego la reconoció por los andares: «En cuanto Ajías sintió el ruido de sus pasos en la puerta, dijo: Adelante, mujer de Jeroboán. ¿Por qué te haces pasar por otra? Tengo que darte una mala noticia» (14,6). La noticia era un tremendo oráculo de maldición: «Voy a traer la desgracia a la casa de Jeroboán … A los que mueran en poblado los devorarán los perros y a los que mueran en descampado los devorarán las aves del cielo» (14,10-11). Después añade la frase más tremenda de todas: «Y tú, vete a tu casa; en cuanto pongas el pie en la ciudad, morirá el niño» (14,12). La mujer se fue y «cuando cruzaba el umbral de la casa, el niño murió» (14,17). El niño Abías murió. De vez en cuando la Biblia utiliza la muerte de los niños para lanzar mensajes a los padres (y a nosotros). Es su lenguaje. Pero nosotros no podemos pasar de largo sin detenernos un poco bajo las cruces de estos inocentes, en la Biblia y en la vida.

Una mujer se disfraza por orden de su marido para cubrir su vergüenza. Aquí no es el rey quien se disfraza, como en el caso de Saúl cuando fue a ver a la nigromante de Endor (1 Sam 28), en otro episodio estupendo. El rey se queda en casa, le pide a la mujer que se disfrace y la envía. El texto no nos habla de las culpas de esta mujer de Jeroboán, pero ella es quien realiza la parte más dura de esta tragedia. Se disfraza para esconder la vergüenza del marido. Cuántas veces lo vemos en nuestras familias o en nuestras empresas, cuando una mujer “se disfraza” por una vergüenza ajena y va a hablar con los abogados, los banqueros o los jueces esperando obtener una buena noticia.

Esta mujer, esta reina, no articula una palabra en este relato escrito por varones para varones, donde se le comunica la muerte de un hijo con muy poca pietas. ¿Cómo y con qué palabras habría hecho este mismo anuncio una profetisa? Hagámosle estas preguntas a la Biblia; crecerá con nosotros. Una madre enmascarada es enviada a un profeta, es usada como mensajero, sin derecho a decir palabra ni a expresar sus emociones. Al texto no le interesa cómo reaccionó esa mujer ante la condena a muerte de su hijo. No nos dice si imploró al profeta para que pidiese a su Dios que cambiara de idea. Seguro que esa madre lo haría, porque las mujeres lo hacen cada día desde hace milenios. Sin embargo, el profeta se limitó a decir: «habla con Jeroboán», como si esa vida sacrificada fuera un asunto entre hombres, sin reconocer su condición de madre en esa “mala noticia” que le estaba dando. En la Biblia también hay crueldad, no debemos olvidarlo.

Pero en esta historia tremenda, la Biblia nos muestra un detalle de la mujer: sus pies. En los detalles no se esconde solo el diablo. En el origen de la cita, en los detalles estaba Dios y no el gran divisor; del mismo modo, los detalles de la Biblia de vez en cuando esconden bendiciones, que a veces redimen maldiciones. El profeta oyó el “ruido de los pasos de ella”; cuando “pongas el pie en la ciudad”; “cuando cruzaba el umbral de la casa”… Los momentos decisivos de este relato están marcados por el movimiento de los pies de la mujer.

La Biblia y los Evangelios están poblados por mujeres que caminan y se mueven, casi siempre “deprisa”. María “se dirigió apresuradamente” a visitar a Isabel; María de Betania “corrió al encuentro” de Jesús para decirle que Lázaro había muerto; las mujeres “se alejaron aprisa del sepulcro, llenas de miedo y gozo, y corrieron a dar la noticia a los discípulos”. Las mujeres andan y corren; aman con las manos y con los pies (los conocen porque los cuidan): “María ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos”. Este tipo de agape se llama María.

La fe y la piedad siguen su carrera en el mundo porque los hombres y las mujeres siguen corriendo en el camino. Y en esta carrera común, los pies de las mujeres corren más y de distinta manera.

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Salmo 29

Las preguntas difíciles y desequilibradas que los escritores bíblicos le hicieron a la historia siguen generando una lectura capaz de resucitar esa misma historia. Lo vemos en el detalle que redime el triste acontecimiento de la muerte de un niño.

El equilibrio suele ser una virtud. Pero, como ocurre con todas las virtudes, si se absolutiza, se convierte en un vicio. En las crisis éticas y espirituales, solo las decisiones desequilibradas nos pueden salvar. Dietrich Bonhoeffer no fue equilibrado cuando en febrero de 1938 decidió entrar en el grupo de conspiradores antinazis del almirante Canaris. Sus compañeros teólogos más equilibrados encontraron mil motivos de prudencia para asistir pasivamente al horror, y se hicieron cómplices. Ese comportamiento desequilibrado generó, en la cárcel, la teología probablemente más profética del siglo XX. Otro comportamiento imprudente y desequilibrado generó el Gólgota y el sepulcro vacío.

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Los pies distintos de las mujeres

Los pies distintos de las mujeres

Profecía e historia / 10 – El equilibrio no siempre es una virtud y las bendiciones están también en los detalles. Luigino Bruni. Original italiano publicado en Avvenire el 04/08/2019. «La voz del Señor provoca dolores de parto a las ciervas y adelanta el parto de las cabras. En su templo todos dice...
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Profecía e historia / 9 – Los profetas tentadores hablan la misma lengua que los honestos.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 28/07/2019

«Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente. Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino».

Jorge Luis Borges, La escritura del Dios.

Se puede ser verdadero profeta sin virtudes, pero no sin ser obediente a la tarea recibida. Este es uno de los sentidos de la parábola de los dos profetas de los libros de los Reyes. El otro es que solo los verdaderos profetas pueden extraviar el camino.

En la vida, las motivaciones son importantes, a veces muy importantes. Explican las traiciones, las fidelidades e infidelidades, y aumentan o reducen la responsabilidad. Es verdad. Lo sabemos, pero lo volvemos a aprender cada día en nuestra piel y en la de los demás. Pero hay algunos acontecimientos verdaderamente decisivos en los que los comportamientos son más importantes que las motivaciones. Puedo explicar todas las razones por las que decidí escuchar una voz que me llevó lejos, pero lo verdaderamente importante es que un día salí de casa para no volver. En las vocaciones proféticas, esta verdad antropológica se hace absoluta. La parábola del profeta desobediente y del profeta mentiroso nos lo dice con una belleza particular.

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En la vida, las motivaciones son importantes, a veces muy importantes. Explican las traiciones, las fidelidades e infidelidades, y aumentan o reducen la responsabilidad. Es verdad. Lo sabemos, pero lo volvemos a aprender cada día en nuestra piel y en la de los demás. Pero hay algunos acontecimientos verdaderamente decisivos en los que los comportamientos son más importantes que las motivaciones. Puedo explicar todas las razones por las que decidí escuchar una voz que me llevó lejos, pero lo verdaderamente importante es que un día salí de casa para no volver. En las vocaciones proféticas, esta verdad antropológica se hace absoluta. La parábola del profeta desobediente y del profeta mentiroso nos lo dice con una belleza particular.

Hemos llegado a un acontecimiento central en la historia de Israel: el reino de David y Salomón se divide, la tierra de la promesa se parte en dos. Las tribus del Norte (Israel) se separan de las de Judá. El Norte del país sigue a un nuevo rey, Jeroboán, mientras que el Sur se queda con Roboán, hijo de Salomón. El comienzo del cisma está marcado por la acción de un profeta llamado Semayas. Los nombres de los profetas hay que decirlos siempre, porque pronunciarlos es una bendición: «Dios dirigió la palabra al profeta Semayas: Di a Roboán, hijo de Salomón: … Así dice el Señor: No vayáis a luchar contra vuestros hermanos, los israelitas … Obedecieron la palabra del Señor y desistieron de la campaña» (1 Re 12,22-24). Los profetas siguen salvando al pueblo de los fratricidios. Dos profetas son los protagonistas de uno de los textos más misteriosos de la Biblia.

«En el momento en que Jeroboán, en pie junto al altar, se disponía a quemar incienso, llegó a Betel un hombre de Dios de Judá» (13,1). Un profeta ("un hombre de Dios") del Sur viaja al Norte, «mandado por el Señor», para transmitir a Jeroboán una palabra de YHWH acerca de la futura destrucción del altar de Betel (13,2) y para realizar una señal: «Esta es la señal anunciada por el Señor: el altar va a rajarse y se derramará la ceniza que hay encima» (13,3). Jeroboán levanta la mano e intenta detenerlo (13,4), pero su mano se seca. El rey le pide al profeta que sane su mano, y este lo hace. Entonces «el rey dijo al hombre de Dios: Ven conmigo a palacio, cobra fuerzas, y te haré un regalo» (13,7). El profeta responde: «No iré contigo ni aunque me des medio palacio. No comeré ni beberé nada aquí, porque el Señor me ha prohibido comer, beber o volverme por el mismo camino» (13,8-9). Así termina la primera escena: el profeta rechaza el ofrecimiento del regalo (los regalos de los poderosos son siempre peligrosos) y desvela la orden que había recibido de YHWH. Obedece este “mandato”.

Segunda escena. «Vivía en Betel un viejo profeta, y sus hijos fueron a contarle lo que había hecho el hombre de Dios aquel día en Betel» (13,11). El viejo profeta de Betel sale al encuentro del profeta de Judá y le dice: «¿Eres tú el hombre de Dios que vino de Judá? El otro respondió: Sí» (13,14). El viejo profeta le hace el mismo ofrecimiento que el rey: «Ven conmigo a casa a tomar algo» (13,15). Y obtiene la misma respuesta: «No puedo volverme contigo, ni comer ni beber nada aquí, porque el Señor me ha prohibido comer o beber aquí o volverme por el mismo camino» (13,16-17). Hasta aquí la historia tiene su lógica: el profeta de Judá está desempeñando su misión con fidelidad al mandato recibido.

Pero la narración da un giro: «También yo soy profeta, como tú, y un ángel me ha dicho, por orden del Señor, que te lleve a mi casa para que comas y bebas algo». E inmediatamente el texto añade: «Así lo engañó. Se lo llevó con él, y aquel comió y bebió en su casa» (13,18-19). El viejo profeta dice una mentira – en la traducción aramea de la biblia hebrea (el Targum) al viejo profeta se le llama constantemente “mentiroso” – y no sabemos por qué lo hace. El profeta de Judá cree en la palabra del profeta de Betel (13,19) y en la nueva “orden” y por tanto desobedece el mandato recibido de Dios. Esta acción es lo importante de la historia.

Pero llega un segundo giro: «Cuando estaban sentados a la mesa, el Señor dirigió la palabra al profeta que lo había hecho volver, y este gritó al hombre de Dios venido de Judá: Así dice el Señor: Por haber desafiado la orden del Señor, no haciendo lo que te mandaba el Señor, tu Dios, … no enterrarán tu cadáver en la sepultura de tu familia» (13,20-22). El profeta mentiroso recibe un oráculo auténtico de Dios, que condena al profeta de Judá.

Y en cuanto este retorna al camino, el relato sufre la tercera torsión: «Después de comer y beber, el otro se marchó. Pero por el camino le salió un león y lo mató. Su cadáver quedó tendido en el camino» (13,24). Al saber lo ocurrido, el profeta de Betel dice: «Es el hombre de Dios que desafió la orden del Señor. El Señor lo habrá entregado al león, que lo ha matado y descuartizado, como el Señor dijo» (13,26). Con esta muerte, el viejo comprende la autenticidad del profeta desobediente y también la de su propia palabra, confirmada por el antinatural comportamiento del animal («El león no había devorado el cadáver ni descuartizado al burro» 13,28). Otro episodio bíblico donde los animales son aliados de Dios y hablan a los profetas.

Es importante la conclusión, que contiene la última sorpresa de la historia: «El profeta recogió el cadáver del hombre de Dios, lo acomodó sobre el burro y lo volvió a llevar a la ciudad … Después de enterrarlo, habló a sus hijos: Cuando yo muera … poned mis huesos junto a los suyos». Y concluye: «porque ciertamente se cumplirá la imprecación que lanzó, por orden del Señor, contra el altar de Betel» (13,29-32). La muerte del profeta y sus circunstancias hacen comprender al viejo profeta la verdad de la palabra de la que era portador el profeta desobediente. El profeta muere, pero su mensaje, si es verdadero, no.

Es un relato espléndido. La Biblia nos sigue haciendo regalos imprevistos. ¿Cuál es el sentido de esta parábola? No lo sabemos con certeza. Probablemente, como sugería Karl Barth, la colocación del relato al comienzo del cisma de Israel desvela un mensaje relacionado con este gran trauma. No hay que excluir que el profeta del Norte simbolice a Israel y el de Judá al reino del Sur, y que el león sea imagen de Nabucodonosor que “mata” a la tribu de Judá sin devorarla (deportándola) y esta, mientras muere, revela la verdad de su misión y del mensaje.

Pero este relato puede contener también una gramática de las vocaciones proféticas, y por tanto de toda vocación. El tema más apasionante es el relativo a la obediencia a la llamada, la fidelidad a la tarea. En toda la parábola profética, al autor no le interesan los motivos de los personajes. Lo importante son las acciones. No sabemos por qué invita el rey al profeta, ni por qué miente el viejo profeta, ni por qué el profeta de Judá cree la mentira. Pero precisamente en esta laicidad de los hechos es donde se esconde la perla del relato.

En las vocaciones lo importante son los comportamientos. Las vocaciones son esencial y exclusivamente una voz que da un mandato y otra voz que responde “aquí estoy” (había escrito “libremente”, pero lo he borrado: la libertad es demasiado poco para comprender una vocación, que es destino). Cuando me encuentro con una voz que me da un “mandato”, lo verdaderamente importante es obedecer ese mandato. Solo hay que hacer eso, lo demás – que también existe – no importa. Y si no lo hago, porque creo en un ángel o porque un viejo profeta me engaña y me seduce, la vocación se malogra.

Este relato de los dos profetas dice una cosa más: la vocación se malogra aunque sea verdadera. La desobediencia es el fracaso de los verdaderos profetas – los falsos profetas no pueden desobedecer porque no han recibido tarea alguna; solo los verdaderos profetas extravían el camino –. Esta parábola está llena de palabras relacionadas con el camino: ir, volver, caminar.

Nosotros hacemos todo lo que podemos para transformar las vocaciones en cuestiones morales y la Biblia nos sigue repitiendo que son otra cosa. Consisten en salir de Judá con un mensaje recibido como mandato – cuando una voz llama siempre hay que salir –, anunciar el mensaje, no aceptar ofrecimientos de los poderosos, aunque ofrezcan “la mitad de su reino”, y estar muy atentos al camino, porque no todos los caminos son buenos. Y durante la vuelta a casa, no escuchar a los profetas ni a los ángeles de Dios, si dicen que hagamos algo distinto a la tarea que hemos recibido. Esta es la tentación más difícil, mucho más que los ofrecimientos del rey y de los poderosos, porque los profetas tentadores hablan la misma lengua que los honestos. El viejo profeta no era necesariamente un falso profeta. Podía ser simplemente un profeta mentiroso (los profetas verdaderos también pecan y dicen mentiras). A la Biblia no le interesa hablarnos de las virtudes del viejo profeta, sino narrarnos la historia del fracaso de una vocación profética verdadera, aunque no de su mensaje.

La muerte del profeta está inscrita en su desobediencia. El hombre de Dios venido de Judá, para la Biblia ya estaba proféticamente muerto cuando se encontró con el león por el camino equivocado. El león mató a un profeta ya muerto. Por eso no había nada que devorar, porque las vocaciones no son carne comestible. La obediencia es la primera virtud de los profetas, tal vez la única verdaderamente necesaria. Un profeta puede ser malvado, mentiroso, vicioso, pero cuando muere es cuando deja de ser obediente a su destino y a su tarea. He conocido profetas que al final de la vida solo se han llevado la obediencia: todo se había apagado, incluso el agape, pero han llegado al cielo llevando la obediencia a la primera voz como su única y maravillosa dote.

Los libros de los Reyes no dicen el nombre de estos dos profetas. El historiador judío Flavio Josefo sí que nos da el nombre del profeta fallido venido del Sur respondiendo a una voz: Jadón. Digamos su nombre una última vez, porque también un profeta fracasado puede guardar una bendición.

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Profecía e historia / 9 – Los profetas tentadores hablan la misma lengua que los honestos.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 28/07/2019

«Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente. Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino».

Jorge Luis Borges, La escritura del Dios.

Se puede ser verdadero profeta sin virtudes, pero no sin ser obediente a la tarea recibida. Este es uno de los sentidos de la parábola de los dos profetas de los libros de los Reyes. El otro es que solo los verdaderos profetas pueden extraviar el camino.

En la vida, las motivaciones son importantes, a veces muy importantes. Explican las traiciones, las fidelidades e infidelidades, y aumentan o reducen la responsabilidad. Es verdad. Lo sabemos, pero lo volvemos a aprender cada día en nuestra piel y en la de los demás. Pero hay algunos acontecimientos verdaderamente decisivos en los que los comportamientos son más importantes que las motivaciones. Puedo explicar todas las razones por las que decidí escuchar una voz que me llevó lejos, pero lo verdaderamente importante es que un día salí de casa para no volver. En las vocaciones proféticas, esta verdad antropológica se hace absoluta. La parábola del profeta desobediente y del profeta mentiroso nos lo dice con una belleza particular.

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Profecía e historia / 8 - La corrupción de los sabios es distinta, tan grande como el bien que se malogra.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 21/07/2019

«En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; … es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio».

Italo Calvino, Las ciudades invisibles.

La historia de la decadencia de Salomón contiene una de las enseñanzas antropológicas más valiosas de la Biblia, y nos sigue inspirando a pesar de su dramatismo: nuestro talento más hermoso puede transformarse en la causa de nuestra ruina.

La corrupción de los justos es distinta de la de los malvados. Hay una corrupción que afecta a quienes, por muchos motivos (no todos culpables), han vivido siempre rodeados de maldad; a quienes han crecido con un corazón cultivado mucho más por malos pensamientos y malas acciones que por los sentimientos buenos y verdaderos que albergan todos los corazones humanos. No son muchas, pero siempre han existido y existen personas así. Su corrupción es muy peligrosa y causa mucho daño y mucho dolor. Pero también existe la corrupción de los justos, la de los sabios, que es tanto más grande y tanto más grave cuanto mayor es su justicia y su sabiduría. La Biblia nos habla también de este segundo tipo de corrupción. La historia de la decadencia moral de Salomón es una de las más famosas. En la narración, esta historia viene después de la descripción del mayor éxito de Salomón. Pero si nos fijamos bien en el texto, y en la Biblia entera, nos daremos cuenta de que la corrupción moral del rey más sabio comenzó antes, con el engrandecimiento de su éxito político y de sus riquezas: «El oro que recibía Salomón al año eran veintitrés mil trescientos kilos, sin contar el proveniente de impuestos a los comerciantes, al tránsito de mercancías … El rey tenía en el mar una flota mercante, junto con la flota de Jirán … En riqueza y sabiduría, el rey Salomón superó a todos los reyes de la tierra» (1 Re 10,14-23). El texto habla de riquezas y de sabiduría como si fueran dos caras de la misma moneda, como si el bienestar (shalom) de Salomón fuera un efecto de su sabiduría. Hay un alma de la Biblia que lee la riqueza como bendición de Dios, que une estrechamente el éxito económico y político con la justicia (véase el libro de Job). Pero en la misma Biblia hay otra línea teológica, presente en la escuela de escribas que escribió durante el exilio babilónico buena parte de los libros de los Reyes, que, junto a la tradición profética, ve la acumulación de riquezas y el aumento del poder político como algo mucho más problemático.

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Si leemos entre las líneas de la narración de la magnificencia y la grandeza de Salomón, veremos que inmediatamente aparece un fuerte contraste entre la descripción de su reinado y lo que la Ley de Moisés recomendaba en el Deuteronomio a los reyes de Israel: «El rey no acumulará plata y oro» (Dt 17,17). Los escribas que narraban las riquezas de Salomón eran los mismos que estaban escribiendo el libro del Deuteronomio que, echando mano de la autoridad máxima de la ley mosaica, criticaba esas mismas riquezas. Conocían los textos de Isaías (cap. 23) y de Ezequiel (cap. 26-27) que condenaban el gran comercio de Tiro (cuyo rey era Jirán), una ciudad comercial que se había hecho rica y poderosa gracias a los intercambios comerciales y a las finanzas. No debemos olvidar que estos textos bíblicos fueron escritos en Babilonia, que también era una superpotencia comercial y financiera, con grandes empresas y grandes bancos. Aquellos profetas y aquellos escribas veían en directo los frutos de tanta riqueza: usura, deudas, esclavos por insolvencia. No es casualidad que durante el exilio el pueblo hebreo comenzara a elaborar su legislación única sobre la prohibición de prestar a interés y sobre el shabat como utopía de un tiempo liberado de la ley de las riquezas y el poder. La prohibición del interés y el shabat nacieron en el exilio para decir no a una economía que mata y excluye y sí a una economía de la vida y la comunión. En Babilonia los profetas y una escuela de escribas aprendieron la vanitas de las riquezas y su capacidad para pervertir y corromper a todos; también a quienes, como Salomón, habían recibido la riqueza de Dios como premio por haber pedido solo la sabiduría (cap. 3). De este modo, mientras los escribas describen la riqueza desmesurada de Salomón, nos muestran también las termitas invisibles que están corroyendo los fundamentos del reino y del templo que esa gran riqueza ha edificado.

Así pues, no debemos dejarnos distraer ni confundir por una lectura superficial o demasiado moderna del párrafo inicial del capítulo 11, acerca de las razones de la decadencia de Salomón: «El rey Salomón se enamoró de muchas mujeres extranjeras, además de la hija del faraón: moabitas, amonitas, edomitas, fenicias e hititas … Salomón se enamoró perdidamente de ellas; tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas; sus mujeres desviaron su corazón» (11,1-3). Todas esas mujeres habían llegado a la corte y al harén de Salomón a consecuencia de alianzas políticas, esenciales en aquellas culturas para crear imperios sólidos y duraderos. Hasta hace poco, las mujeres eran los primeros instrumentos de la política. Conviene detenerse en los detalles del texto, para no perder ni una migaja de sus dolores y dejarse convocar por ellos. Aquellas mujeres llevaron su cultura y por tanto su religión a la corte de Salomón. Era común en las alianzas políticas con los padres y parientes permitir que las mujeres (al menos a las de las castas más poderosas) mantuvieran en Jerusalén los cultos de su patria. De ahí la multiplicación de altares a dioses y diosas extranjeros, entre ellos Astarté, la diosa más importante del panteón fenicio, y Moloc, dios de los amonitas, a quien posiblemente se sacrificaran incluso niños.

No sabemos si Salomón era verdaderamente un “philogynaios” (en la versión griega de la Biblia), es decir un mujeriego o un “amante de mujeres” en el sentido en que lo era su padre (pensemos en el efecto que produjo Betsabé sobre David cuando se bañaba), ni si la lujuria fue una de las razones de su decadencia. Lo que más interesa a los autores de esta narración es la dimensión religiosa de su decadencia, que para el mundo bíblico es mucho más importante que la lujuria y las alianzas políticas.

No es casualidad que el texto repita dos veces una palabra clave en la historia y en la misión de Salomón: el corazón (leb). Al comienzo de su reinado, en aquel maravilloso sueño vocacional, el joven Salomón solo pidió a YHWH “un corazón que sepa escuchar”. Es la petición más hermosa que ningún soberano haya hecho nunca a un Dios. Aquel corazón en escucha le hizo sabio y famoso en todas partes por su sabiduría, y por consiguiente rico y poderoso. Pero fue ese mismo corazón, el centro de su vocación, ciertamente el talento más valioso que había recibido de la vida y de Dios, el que fue transformándose poco a poco hasta enfermar y corromperse.

Aquí hay un gran mensaje de la antropología bíblica. Cuando, por una alianza política o por la fascinación de una mujer bellísima, rompemos una alianza que es el centro de nuestra vocación, entramos en el plano de los efectos y no en el de las causas. El acto concreto de traición con el que rompemos un pacto matrimonial es el efecto de algo que había comenzado en el corazón tiempo atrás, cuando, para crecer en riqueza y/o poder, comenzamos a construir otros altares dentro del alma y a permitir que otros dioses entraran en la intimidad de una alianza exclusiva. Sin introducir un altar dentro de casa, no habría lugar donde consumar la traición.

Pero hay más. Lo que muchas veces nos corrompe de adultos y de ancianos es el gran don que hemos recibido de jóvenes. Las grandes enfermedades morales y espirituales son siempre enfermedades autoinmunes. Los virus y las bacterias que llegan desde fuera y afectan al alma traen sufrimientos, pruebas y dificultades que causan dolor y hacen daño, pero no son capaces de transformar el corazón de carne en un corazón de piedra. Actúan en la superficie, no entran en la médula. La alquimia del corazón la produce no lo que “entra” en el alma, sino lo que ya estaba dentro y día a día sufre primero una lenta transformación y después una perversión. Nuestro talento más hermoso se convierte en el primer agente de nuestra corrupción. Nuestra mayor bendición se convierte en nuestra maldición. Es lo mismo que ocurre en las neurosis, cuando lo que enferma no es la sombra sino la luz que, una vez enferma, se oscurece y nos oscurece en una noche densísima, tanto más densa cuanto mayor era la primera luz.

En las vocaciones espirituales, por ejemplo, ese corazón especial, en la juventud, es capaz de acoger en su infinita pequeñez una presencia infinitamente grande y de vivir una excelencia espiritual que permite entender la inefable y sutil voz del silencio. Ese corazón es el mismo que un día – poco a poco y casi siempre sin decidirlo con un acto intencionado – usa esa misma capacidad de infinito y esa excelencia espiritual para empezar a oír otras voces y otros silencios, para construir otros altares e incluso para amar y respetar otras relaciones encontradas a lo largo del camino.

Las grandes herejías y los grandes cismas en las comunidades vienen de personas con vocaciones grandes. Los principales negadores de Dios son los que le han conocido y le han visto muy de cerca, porque solo los grandes amantes pueden odiar mucho. El traidor no viene de fuera, es uno de los doce. Tal vez Judas fuera uno de los más geniales y dotados del grupo (no sería raro que así fuera, ya que era el ecónomo).

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A Salomón YHWH le habló «dos veces» (11,9), pero ni siquiera esta excedencia fue suficiente para evitar la traición. No fue suficiente, entre otras cosas, porque Salomón no percibió el momento exacto en que comenzaba su corrupción, y mucho menos cuándo esta había superado el umbral crítico y el proceso de corrupción se había vuelto irreversible. Esto es lo que ocurre muchas veces. El verdadero drama de toda vocación auténtica que se malogra es la incapacidad para reconocer el momento detonante de la degeneración del corazón. Tal vez, si en lugar de setecientas mujeres, Salomón hubiera tenido solo una, pero de verdad, ella habría sabido ver ese comienzo invisible en los ojos o en el alma del rey y le habría salvado.

Tampoco nosotros sabemos reconocer el alba del declive. Muchas veces la confundimos con el mediodía. La voz nos había hablado dos veces, quizá diez o cien, y nosotros habíamos creído de verdad en ella. Pero un día ocurrió algo y el corazón comenzó a escuchar a las personas y a las cosas equivocadas, si quererlo ni saberlo. Quizá era el único camino posible. ¿Y si Dios fuera verdaderamente más grande que nuestro corazón?

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Profecía e historia / 8 - La corrupción de los sabios es distinta, tan grande como el bien que se malogra.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 21/07/2019

«En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; … es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio».

Italo Calvino, Las ciudades invisibles.

La historia de la decadencia de Salomón contiene una de las enseñanzas antropológicas más valiosas de la Biblia, y nos sigue inspirando a pesar de su dramatismo: nuestro talento más hermoso puede transformarse en la causa de nuestra ruina.

La corrupción de los justos es distinta de la de los malvados. Hay una corrupción que afecta a quienes, por muchos motivos (no todos culpables), han vivido siempre rodeados de maldad; a quienes han crecido con un corazón cultivado mucho más por malos pensamientos y malas acciones que por los sentimientos buenos y verdaderos que albergan todos los corazones humanos. No son muchas, pero siempre han existido y existen personas así. Su corrupción es muy peligrosa y causa mucho daño y mucho dolor. Pero también existe la corrupción de los justos, la de los sabios, que es tanto más grande y tanto más grave cuanto mayor es su justicia y su sabiduría. La Biblia nos habla también de este segundo tipo de corrupción. La historia de la decadencia moral de Salomón es una de las más famosas. En la narración, esta historia viene después de la descripción del mayor éxito de Salomón. Pero si nos fijamos bien en el texto, y en la Biblia entera, nos daremos cuenta de que la corrupción moral del rey más sabio comenzó antes, con el engrandecimiento de su éxito político y de sus riquezas: «El oro que recibía Salomón al año eran veintitrés mil trescientos kilos, sin contar el proveniente de impuestos a los comerciantes, al tránsito de mercancías … El rey tenía en el mar una flota mercante, junto con la flota de Jirán … En riqueza y sabiduría, el rey Salomón superó a todos los reyes de la tierra» (1 Re 10,14-23). El texto habla de riquezas y de sabiduría como si fueran dos caras de la misma moneda, como si el bienestar (shalom) de Salomón fuera un efecto de su sabiduría. Hay un alma de la Biblia que lee la riqueza como bendición de Dios, que une estrechamente el éxito económico y político con la justicia (véase el libro de Job). Pero en la misma Biblia hay otra línea teológica, presente en la escuela de escribas que escribió durante el exilio babilónico buena parte de los libros de los Reyes, que, junto a la tradición profética, ve la acumulación de riquezas y el aumento del poder político como algo mucho más problemático.

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La escucha equivocada del corazón

La escucha equivocada del corazón

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Profecía e historia / 7 – El mundo sigue lleno de mujeres en camino, que saben ver y comprender.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 14/07/2019

«Cuando Adán siente que la muerte se acerca, manda a su hijo Set al paraíso terrestre. Set recibe tres ramitas del Árbol de la Vida. Estas ramitas crecen en un árbol maravilloso que resiste el paso del tiempo hasta llegar a Salomón. Olvidado, acaba en el puente sobre el río Cedrón, donde se produce el encuentro entre Salomón y la reina de Saba. La reina predice que su madera está destinada a sostener un día al Mesías en el Gólgota»

Iacopo da Varazze, La leyenda dorada

La visita de la reina de Saba nos desvela la gramática del don y de la relación que tienen las mujeres con la sabiduría.

Si miramos con atención nuestra economía globalizada, descubriremos que las empresas y los mercados están llenos de don y de gratuidad. La economía es un trozo de vida y donde hay vida el don simplemente está presente, siempre mezclado con otros lenguajes. Tal vez no consigamos verlo o no sepamos contarlo, pero el don vive y nutre nuestra vida y nuestra economía cada día. El don acompaña nuestro día a día con su típica belleza y con su ambivalencia, que también está presente en los relatos de la vida de Salomón, que estuvo cuajada de intercambios mercantiles y de dones: «Salomón construyó los dos edificios, el templo y el palacio, durante veinte años, con la ayuda de Jirán, rey de Tiro, que le proporcionó madera de cedro y abeto y todo el oro que quiso. Al terminar, el rey Salomón dio a Jirán veinte villas en la provincia de Galilea» (1 Re 9,10-11). Por el texto ya sabíamos que Salomón, para construir el templo, se había puesto en contacto con Jirán, quien le proporcionó el material especial que necesitaba durante los años de la construcción. La obra duró muchos años y era muy compleja. No era fácil prever todos los costes, imprevistos e incidentes, por lo que era necesaria una relación especial con el proveedor principal, que en el lenguaje bíblico se define como “alianza” (5,26).

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En toda alianza – comercial, matrimonial, política e incluso militar – a los elementos de condicionalidad y de intercambio típicamente comerciales (precios, pesos y medidas) se añaden otros registros relacionales, como el del don. Las mismas elecciones lingüísticas del autor nos revelan esta trama, cuando nos muestra la relación entre Jirán y Salomón, claramente marcada por el léxico mercantil y al mismo tiempo salpicada de las palabras típicas del don (“donar”, “dar”). Los contratos son demasiado frágiles como para sustentar nuestras alianzas. Hace falta una cuerda (fides) más fuerte, que solo puede nacer entrelazando los hilos de los contratos con los del don, y viceversa: la gratuidad por sí sola no es suficiente para mantener con vida nuestros pactos.

Junto con los dones, llegan puntuales también sus típicas ambivalencias: «Jirán salió de Tiro a visitar las poblaciones que le daba Salomón, pero no le gustaron, y protestó: “¿Vaya villas que me das, hermano?» (9,12-13). Salomón, en el intercambio con Jirán, le había prometido algunas poblaciones para corresponder a su don, pero evidentemente el contrato no era completo ni la información perfecta. A Jirán no le gusta el regalo. Protesta ante Salomón, que no responde. El episodio termina con la contrariedad de Jirán, sin réplica alguna por parte de Salomón. Con ello tal vez quiera decirnos que no todas las incomprensiones tienen final feliz, ni siquiera en la construcción del templo más bonito. La segunda parte de este capítulo nos sigue desvelando la gramática del don (y muchas cosas más), en uno de los episodios más conocidos de la Biblia: la visita de la reina de Saba. Este relato ha generado multitud de leyendas que han atravesado todo el Medievo europeo y árabe: «La reina de Saba oyó la fama de Salomón y fue a desafiarlo con enigmas. Llegó a Jerusalén con una gran caravana de camellos cargados de perfumes y oro en gran cantidad y piedras preciosas. Entró en el palacio de Salomón y le propuso todo lo que pensaba. Salomón resolvió todas sus consultas; no hubo una cuestión tan oscura que el rey no pudiera resolver» (10,1-3).

Una mujer, una reina, una extranjera, una pagana, visita a Salomón buscando su sabiduría. En el mundo antiguo, resolver enigmas era sinónimo de sabiduría. Los ingredientes son perfectos para suscitar, en el varón antiguo, fascinación y sospecha. Una reina o una “bruja” (según el Testamento de Salomón), una mujer con el pie peludo de cabra o sabia, Sibila o amante de Salomón, con quien tuvo un hijo (Menelik, el padre de los etíopes, según el Kebra Nagast). Distintas tradiciones han colmado los vacíos del relato: el nombre, el país, qué era antes, durante y después del encuentro con Salomón. Muchos nombres se han imaginado para ella: Makeba, Lilith, Upupa, Nicaula, Bilqis. Figura celebrada también en el Islam, aparece en el Corán (Sura 27), en muchas historias musulmanas y en los midrash hebreos. Reina de Saba: quizá Etiopía, quizá Yemen, quizá "reina de Etiopía y de Egipto" (Flavio Josefo). Probablemente de piel oscura, como la representan algunas pinturas medievales (Nicola di Verdun, 1181). Existe una línea que, pasando por el Cantar de los cantares ("negra soy pero hermosa": 1,5), une a la reina de Saba con la tradición de la Virgen negra de Monserrat, Czestochovwa o Einsiedeln. La Biblia solo nos habla de una mujer extranjera sin nombre que va a ver a Salomón para recibir la sabiduría, llevando regalos espléndidos. Un dato esencial y bellísimo enriquece la visión que la Biblia tiene de la mujer: aquí es reina, amante deseosa de sabiduría, generosa y desmesurada dispensadora de dones. Sale de su país atraída por la sabiduría, por otra sabiduría de otro Dios, pero también por la sabiduría de todos. Una vez más, se pone de manifiesto el alma universalista de la Biblia: si la sabiduría es verdadera, debe ser la sabiduría de todos. Ella se pone en camino para conocerla, y por tanto para encontrarla personalmente. Escuchar los relatos o leer un papiro no es suficiente, porque la sabiduría se desvela en los encuentros personales, en los diálogos de corazón a corazón. Con esta mujer extranjera, venida de lejos para honrar y conocer a un rey sabio (en la Edad Media algunos comentaristas vieron en ella incluso en icono y el anuncio de los Reyes Magos), Salomón tuvo un entendimiento especial: “no hubo una cuestión tan oscura que el rey no pudiera resolver”. Los libros de los Reyes no nos hablan de un entendimiento así de profundo con ningún otro hombre, ni rey ni profeta.

Las mujeres son capaces de tener una intimidad especial con la sabiduría, que por lo general a muchos hombres les resulta misteriosa. En la Edad Media, los hombres incluso quisieron sustituir esa intimidad sapiencial imaginando otra romántica y erótica. La historia de la espiritualidad y de la mística femenina nos habla de muchas mujeres parecidas a la reina de Saba, capaces de realizar un largo viaje (que a veces coincide con la vida) atraídas únicamente por la sabiduría, seducidas por la fascinación infinita de un diálogo cara a cara con ella, para conocer a un rey distinto, estar con él y hablarle de “todo lo que pensaba”. También hoy los monasterios, los conventos e incluso las familias y las casas están llenas de mujeres capaces de ponerse en camino para encontrar esta sabiduría y estos diálogos. Nosotros no nos damos cuenta, no las comprendemos, a veces las humillamos y ofendemos, pero ellas siguen saliendo, encontrando, dialogando. «Cuando la reina de Saba vio la sabiduría de Salomón, la casa que había construido, los manjares de su mesa, toda la corte sentada a la mesa, los camareros con sus uniformes sirviendo… se quedó asombrada» (10,4-5).

Es importante la descripción de las cosas que llamaron la atención de la reina. Además de la sabiduría, ella vio “los manjares” de su mesa, “la corte sentada” ordenadamente alrededor de la mesa, “los camareros con sus uniformes sirviendo”. La forma de sentarse, de servir y de vestir: es la primera vez que en los libros históricos de la Biblia leemos estos elementos de detalle. Hacía falta una mujer para apreciarlos. Son notas delicadas, que en general los jefes de estado en visita oficial no ven, y se equivocan; porque estos detalles que no se les escapan a muchos ojos femeninos son los que expresan la sabiduría de una comunidad. Los relatos de los viajes que hacen las mujeres son distintos. Ayer igual que hoy, y esperemos que igual que mañana.

«Dijo al rey: ¡Es verdad lo que me contaron en mi país de ti y tu sabiduría! Yo no quería creerlo; pero ahora que he venido y lo veo con mis propios ojos, resulta que no me habían dicho ni la mitad… ¡Dichosas tus mujeres y dichosos los cortesanos que están siempre en tu presencia aprendiendo de tu sabiduría!» (10,6-8).

Las mujeres tienen su propia forma de “tocar para creer”, y tocando ven el doble (“no me habían dicho ni la mitad”). Pero su tocar no es como el de Tomás. Su fe no necesita tocar para creer (el relato evangélico es típico de los varones); las mujeres que no estaban presentes en la casa cuando apareció el Resucitado no necesitaron meter en dedo en la llaga para creer. Las mujeres no necesitan tocar las heridas para creer, saben creer incluso sin tocar y sin ver. Pero la sabiduría deben tocarla con la mano, deben encontrarla. Oír hablar de ella no basta para conocerla. Es necesario ir, ver, oír, hablar y escuchar el propio nombre: “María”, y después responder: "Rabbuni"; conocerse y reconocerse en este encuentro de nombres recíprocamente llamados. Es muy hermosa la conclusión de esta visita admirable: «La reina regaló al rey cuatro mil kilos de oro, gran cantidad de perfumes y piedras preciosas. Nunca llegaron tantos perfumes como los que la reina de Saba regaló al rey Salomón» (10,10). La reina llegó con muchos regalos, una cantidad exagerada. Y se fue con otros tantos regalos: «El rey Salomón regaló a la reina de Saba todo lo que a ella se le antojó, aparte de lo que el mismo rey Salomón, con su esplendidez, le regaló» (10,13).

Ante la sabiduría no cabe otro lenguaje. La Sabiduría solo nace y florece dentro de encuentros de dones excedentes y exagerados. Cuando nos encontramos con la sabiduría, si no damos demasiado, no damos lo suficiente. Por eso, cuando muchos descubren la sabiduría solo pueden entregarle la vida entera. Cuando se marcha Makeba-Lilith-Upupa-Nicaula-Bilqis, con ella se van sus perfumes. Pero podemos volver a olerlos en los que otra mujer derramó, como don excedente y excesivo, sobre los pies de otro Rey; en los aromas que otras mujeres usaron para ungir el cuerpo del crucificado; o en el aceite que un hombre usó en el camino de Jericó para ungir a otro hombre. ¿Quién sabe cuántas reinas de Saba estarán hoy cruzando desiertos y mares, cargadas con otros dones y otros perfumes para nosotros? Pero no tenemos la sabiduría de Salomón para acogerlas.

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Profecía e historia / 7 – El mundo sigue lleno de mujeres en camino, que saben ver y comprender.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 14/07/2019

«Cuando Adán siente que la muerte se acerca, manda a su hijo Set al paraíso terrestre. Set recibe tres ramitas del Árbol de la Vida. Estas ramitas crecen en un árbol maravilloso que resiste el paso del tiempo hasta llegar a Salomón. Olvidado, acaba en el puente sobre el río Cedrón, donde se produce el encuentro entre Salomón y la reina de Saba. La reina predice que su madera está destinada a sostener un día al Mesías en el Gólgota»

Iacopo da Varazze, La leyenda dorada

La visita de la reina de Saba nos desvela la gramática del don y de la relación que tienen las mujeres con la sabiduría.

Si miramos con atención nuestra economía globalizada, descubriremos que las empresas y los mercados están llenos de don y de gratuidad. La economía es un trozo de vida y donde hay vida el don simplemente está presente, siempre mezclado con otros lenguajes. Tal vez no consigamos verlo o no sepamos contarlo, pero el don vive y nutre nuestra vida y nuestra economía cada día. El don acompaña nuestro día a día con su típica belleza y con su ambivalencia, que también está presente en los relatos de la vida de Salomón, que estuvo cuajada de intercambios mercantiles y de dones: «Salomón construyó los dos edificios, el templo y el palacio, durante veinte años, con la ayuda de Jirán, rey de Tiro, que le proporcionó madera de cedro y abeto y todo el oro que quiso. Al terminar, el rey Salomón dio a Jirán veinte villas en la provincia de Galilea» (1 Re 9,10-11). Por el texto ya sabíamos que Salomón, para construir el templo, se había puesto en contacto con Jirán, quien le proporcionó el material especial que necesitaba durante los años de la construcción. La obra duró muchos años y era muy compleja. No era fácil prever todos los costes, imprevistos e incidentes, por lo que era necesaria una relación especial con el proveedor principal, que en el lenguaje bíblico se define como “alianza” (5,26).

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La Sabiduría se toca con la mano

La Sabiduría se toca con la mano

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Profecía e historia / 6 - La Biblia nos dice una y otra vez que el verdadero Dios es el Dios de todos. También Cristo.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 07/07/2019

«Job no aceptaría rendirse ante el sacrificio de su hijo, porque no confundiría ser religioso con rendirse ante las órdenes y las leyes».

Ernst Bloch, Ateísmo en el cristianismo

Salomón termina la construcción de su templo e inmediatamente después nos dice que la morada de Dios no es el templo. Esta castidad religiosa es la que distingue la fe de la idolatría.

Todos los constructores de templos sienten la tentación y el deseo de capturar a Dios en la morada que le han edificado. El peligro de cualquier teoría y práctica sagrada consiste en transformar la divinidad en un bien de consumo. La Biblia nos recuerda que la presencia de Dios en los templos y en la tierra es una presencia ausente, dentro de la cual se puede llevar a cabo el humilde ejercicio de la fe. En la Biblia, lo sagrado es parcial, y el templo es un lugar religioso imperfecto. La Biblia ha guardado y cultivado celosamente una necesaria “castidad religiosa”, que siempre nos deja indigentes y deseosos del “Dios del todavía no”, al mismo tiempo que nos permite experimentar cierta presencia suya, verdadera e imperfecta. Gracias a ella, un día los hebreos pudieron continuar su experiencia de fe incluso con el templo destruido. La pobreza de tener que estar en un templo menos luminoso que el de otros pueblos generó la riqueza de una religión liberada del lugar sagrado y por tanto posible también en los exilios. Solo los ídolos son suficientemente pequeños como para ser contenidos dentro de sus santuarios. El Dios bíblico es el Altísimo, porque es infinitamente más alto que el techo de cualquier templo que se le pueda construir.

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La dedicación del templo tiene lugar durante una gran asamblea de todo Israel. La liturgia comienza transportando el arca de la alianza desde la tienda donde la había colocado David hasta el templo: «El rey Salomón, acompañado de toda la asamblea de Israel reunida con él ante el arca, sacrificaba una cantidad incalculable de ovejas y bueyes» (1 Re 8,5). El arca de la alianza (que, como recuerda el texto, “solo” contenía las tablas de la Ley de Moisés) es un sacramento del tiempo nómada del éxodo y el Sinaí; es el vínculo entre el pasado, el presente y el futuro. Otro hilo conductor entre el nuevo templo y la historia antigua de Israel es la presencia de la nube: «Cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó el templo, de forma que los sacerdotes no podían seguir oficiando a causa de la nube, porque la Gloria del Señor llenaba el templo» (8,10-11). La nube ya había llenado antes la “tienda del encuentro”, cuando Moisés completó su construcción: «Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro, y la Gloria del Señor llenó el santuario». Tampoco «Moisés pudo entrar en la tienda del encuentro, porque la nube se había apostado sobre ella y la Gloria del Señor llenaba el santuario» (Éxodo 40,34-35).

El templo comienza su vida pública bajo el signo de una ambivalencia radical. Es la nueva tienda del encuentro, la nueva morada del Arca y de las tablas de la Ley, la casa que guarda las raíces y el Pacto. Pero al mismo tiempo, la nube oscura dice que el templo alberga una presencia que, aun siendo verdadera, es menos verdadera que la ausencia del Dios que es señor del templo porque no está obligado a habitarlo. La nube es símbolo de la presencia de la “gloria de YHWH” y de la oscuridad de nuestra capacidad para verlo y comprenderlo. Por eso Salomón, en el versículo probablemente más bello y con un sentido más profundo de todo este gran capítulo, puede (y debe) exclamar: «Aunque, ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos este templo que te he construido!» (8,27). De este modo, Salomón, el mismo día de la dedicación del templo, su obra maestra religiosa y política, repite varias veces que la “morada” verdadera de Dios no es su maravilloso templo. Esta capacidad de continua auto-subversión es la que mantiene a la Biblia con vida y con capacidad para sorprendernos siempre.

Otra estrategia narrativa y teológica para expresar la ausencia-presencia de Dios es la distinción entre YHWH y su nombre. En la Biblia, el nombre quiere decir muchas cosas, todas ellas importantes (la Biblia es también una historia de nombres dados y cambiados, pronunciados y callados). YHWH, el nombre que Dios revela a Moisés en el Sinaí, es revelación porque desvela e inmediatamente vuelve a cubrir (re-velar). Es un nombre sin nombre (“Yo soy el que soy”), que no se deja manipular ni pronunciar si no es en el templo en ocasiones especiales. El nombre desempeña en este sentido la misma función que la nube: desvela y revela, dice y calla, ilumina y oscurece. Cada vez que un hebreo entraba en el templo, debía repetir algo del encuentro de Moisés con la zarza: un diálogo con alguien que arde sin consumirse, que habla sin ser: «Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu Nombre» (8,29). En el templo está el nombre de Dios para recordarnos que el Dios del nombre no está ahí, porque si estuviera no sería Dios. Y si el templo no contiene a Dios, sino solo su nombre, entonces es posible rezar y encontrar a YHWH en todas partes.

La fe bíblica ha hecho todo lo posible para salvaguardar la co-esencialidad de la presencia y de la ausencia de Dios. Todas las desviaciones idolátricas que ha conocido a lo largo de su larga historia han sido resultado de la salida de la nube del templo y de la ilusión de que el nombre de YHWH coincidiera con el mismo YHWH. Si, cuando la nube del misterio se aclara y desaparece, logramos ver a los dioses con una luz clarísima, será porque se han convertido en ídolos. Ver sin nube tiene un precio, que es ver algo distinto, muy atractivo, pero que no es Dios. Solo aceptando la indigencia ante una nube que envuelve el misterio y un nombre que desvela y revela, podemos tener una esperanza no vana de que más allá de esa nube y ese nombre pueda existir una presencia viva. Sin embargo, si, para ver mejor, no aceptamos esta pobreza religiosa, si expulsamos la nube y queremos ver a Dios cara a cara, si creemos conocer perfectamente a Dios porque pronunciamos su nombre, entonces la fe bíblica se acaba y comienza la idolatría.

La fe vive en el espacio que se crea entre nuestra sincera experiencia subjetiva de Dios y la realidad de Dios en sí. Cuando este espacio se reduce, la fe se reduce con él. Cuando se anula, es la fe la que se anula. Pronunciar el nombre de Dios nos salva siempre que mantengamos viva la conciencia de que entre ese nombre y Dios hay una nube de misterio que no reduce la fe, sino que la hace humanísima y verdadera. El único lugar donde podemos tener experiencia de Dios bajo el sol es dentro de una nube densa. El nombre al que Dios responde es un no-nombre, que solo es capaz de llamarlo y despertarlo si el hombre sabe que es un nombre imperfecto e imparcial y por tanto verdadero. Si además, como dice el Apocalipsis, los otros «llevan en la frente su nombre» (Ap 22,4), entonces el nombre de Dios nos lo revela el otro cuando nos mira a la cara, y nosotros se lo revelamos a él.

Con este horizonte de luz y sombra, de cercanía y distancia, ya podemos entrar en la gran oración de Salomón en su templo. Se trata de una oración solemne, que abraza toda la historia de la salvación desde Egipto hasta la destrucción del templo de Jerusalén y el exilio, e incluso más allá. Es un canto individual y colectivo. Es agradecimiento, memoria y súplica, con algunas verdaderas perlas engarzadas. Su centro es siempre la experiencia del exilio: «Si en el país donde vivan deportados reflexionan y se convierten, y en el país de los vencedores te suplican, diciendo: “Hemos pecado, hemos faltado, somos culpables”; si en el país de los enemigos que los hayan deportado se convierten a ti con todo el corazón y con toda el alma… escucha tú desde el cielo, donde moras, su oración y súplica y hazles justicia» (8,47-49).

Es maravillosa esta oración pronunciada por Salomón y escrita por unos escribas deportados a Babilonia que están aprendiendo una lección esencial: en el exilio nos salvamos “entrando en nosotros mismos” y “volviéndonos a ti [Dios]”. Estos son los dos primeros movimientos en los exilios, mucho más radicales y decisivos que “volver a casa”. Porque sin decir: “me levantaré y volveré junto a mi padre” (Lc 15, 18), ningún regreso es salvación. En la Biblia y en la vida no basta volver a casa para que se acaben los exilios, como nos recuerda también el Tercer Isaías.

La experiencia del exilio inspira también otra espléndida oración de Salomón por el extranjero: «También el extranjero, que no pertenece a tu pueblo, Israel, cuando venga… a rezar en este templo, escúchalo tú desde el cielo, donde moras; haz lo que te pida» (8,41-43). Si la morada de Dios es “el cielo” (estribillo constante), entonces cada hombre y cada mujer bajo el sol pueden rezarle, porque este Dios ya no está aprisionado dentro de las fronteras nacionales y su reino es la tierra entera. Estos pasajes inspirados por una religiosidad universalista e inclusiva, escritos por un pueblo que está reconstruyendo su identidad nacional mortalmente herida en torno a su Dios distinto, hacen de la Biblia algo más que un libro que narra las vicisitudes históricas y teológicas de un solo pueblo. Estas frases, estas oraciones, podían no haber estado en estos libros históricos; y sin embargo ahí están, como “flores del mal” generadas junto a los ríos de Babilonia. Solo un pueblo que haya conocido la humillación de sentirse extranjero en un gran imperio de grandes dioses, puede entender que, si existe un Dios verdadero y si la tierra no está poblada solo por ídolos, este debe escuchar la oración de cada persona. Si mi Dios no escucha al extranjero, es que tampoco tiene oídos para escucharme a mí, porque es un simple ídolo que solo sabe actuar dentro de su recinto sagrado. La fe bíblica de los exiliados comprende que su Dios es distinto porque se está convirtiendo en el Dios de todos.

El humanismo bíblico y el cristianismo nos han dicho una y otra vez que, si existe un Dios verdadero, debe ser el Dios de todos. Lo sabíamos, pero cuando de verdad lo aprendimos fue durante las guerras, las deportaciones y los campos de exterminio, cuando escondíamos soldados “enemigos” en nuestras casas, cuando sabíamos leer, con gran dolor, el “nombre de Dios” en la frente de quienes llamaban a nuestra puerta, de quienes llegaban a nuestras fronteras y a nuestros puertos. Nuestros abuelos y nuestros padres lo aprendieron, y sobre esta lección de carne y de sangre construyeron y reconstruyeron Europa. Nosotros lo hemos olvidado. Pero tal vez en este largo exilio de humanidad que estamos atravesando podamos aprender de nuevo aquel Nombre.

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Profecía e historia / 6 - La Biblia nos dice una y otra vez que el verdadero Dios es el Dios de todos. También Cristo.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 07/07/2019

«Job no aceptaría rendirse ante el sacrificio de su hijo, porque no confundiría ser religioso con rendirse ante las órdenes y las leyes».

Ernst Bloch, Ateísmo en el cristianismo

Salomón termina la construcción de su templo e inmediatamente después nos dice que la morada de Dios no es el templo. Esta castidad religiosa es la que distingue la fe de la idolatría.

Todos los constructores de templos sienten la tentación y el deseo de capturar a Dios en la morada que le han edificado. El peligro de cualquier teoría y práctica sagrada consiste en transformar la divinidad en un bien de consumo. La Biblia nos recuerda que la presencia de Dios en los templos y en la tierra es una presencia ausente, dentro de la cual se puede llevar a cabo el humilde ejercicio de la fe. En la Biblia, lo sagrado es parcial, y el templo es un lugar religioso imperfecto. La Biblia ha guardado y cultivado celosamente una necesaria “castidad religiosa”, que siempre nos deja indigentes y deseosos del “Dios del todavía no”, al mismo tiempo que nos permite experimentar cierta presencia suya, verdadera e imperfecta. Gracias a ella, un día los hebreos pudieron continuar su experiencia de fe incluso con el templo destruido. La pobreza de tener que estar en un templo menos luminoso que el de otros pueblos generó la riqueza de una religión liberada del lugar sagrado y por tanto posible también en los exilios. Solo los ídolos son suficientemente pequeños como para ser contenidos dentro de sus santuarios. El Dios bíblico es el Altísimo, porque es infinitamente más alto que el techo de cualquier templo que se le pueda construir.

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El Nombre que debemos aprender

El Nombre que debemos aprender

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Profecía e historia / 5 – Decaemos cuando la casa del poder se hace más grande que el lugar de Dios.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 30/06/2019

«La primera palabra que pronunció Dios en el Sinaí fue Anojí: “Yo soy”. En este caso el Eterno no usó el hebreo sino la lengua egipcia. Del mismo modo que aquel rey se dirigió al hijo que volvía a casa después de un largo viaje por mar en la lengua que habían aprendido en tierra extranjera, el Eterno eligió el idioma que Israel hablaba en aquella época».

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos.

El comienzo de la construcción del templo de Salomón contiene elementos muy valiosos para comprender el significado de aquella gran obra y de las nuestras. Y nos muestra el itinerario hacia una vida buena.

El relato de la construcción del templo de Salomón es el centro narrativo y teológico de los libros de los Reyes y de toda la historia sapiencial, desde el Génesis hasta la destrucción de Jerusalén y el exilio. Debemos leer estas páginas sabiendo que entramos en un terreno distinto y sagrado. Así pues, si queremos reconocer la voz en esta zarza, debemos quitarnos las sandalias de los pies. Los hechos que narra el relato ocurrieron cinco siglos antes de la composición del texto. Sus escritores vivían en el exilio de Babilona. El templo que conocían era el que acababa de ser destruido e incendiado por Nabucodonosor. El oro era el que el fuego había fundido o el de los ornamentos rotos y transportados por los babilonios a sus templos. No había quedado piedra sobre piedra de toda la belleza cuya descripción vamos a leer.

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Pero antes, para intuir el espíritu de estas difíciles páginas, intentemos hacer un experimento intelectual. Introduzcámonos en el alma de un hombre que hoy tuviera que realizar un vídeo uniendo viejos fragmentos de tomas de la ceremonia y de la fiesta de su boda. La mujer ya no está, se ha ido. La causa de la separación ha sido su mala conducta (la del marido), su traición. Tal es la lectura teológica que los escritores del texto bíblico hacen de la destrucción del templo y el exilio. Ella, «la delicia de sus ojos» (Ezequiel), ya no está, y la culpable es solo ella. A continuación, con estos sentimientos, el hombre vuelve a ver en el vídeo la belleza y la bondad de su esposa (la palabra hebrea tov – bello y bueno – se repite muchas veces en estos capítulos). Pero la Biblia nos reserva una sorpresa final: la esposa, que ha permanecido fiel, no solo volverá a casa, sino que lo hará con la misma hermosura del vídeo de la boda. A la vez que nos regala esta esperanza, nos acompaña cuando no podemos regresar y nos tenemos que conformar con ver, solitarios y desesperados, nuestras películas caseras.

La narración de la construcción del templo comienza con una descripción que recuerda mucho a la de la condición de los hebreos en las fábricas de ladrillos de Egipto: «El rey Salomón reclutó por la fuerza trabajadores en todo Israel: salieron treinta mil hombres» (1 Re 5,27). Las grandes obras de la antigüedad (y quizá muchas de las nuestras) deberían ser narradas por los trabajadores que las realizaron. Aunque con el trabajo coercitivo se construyan catedrales, esto no debe consolarnos, como ocurre en el bonito y antiguo relato de Los tres canteros, cuando el tercer cantero responde: «Estoy construyendo una catedral». Aunque la mayor parte de las decenas de miles de hombres de Salomón supieran que estaban picando piedra y trabajando para la construcción del templo más hermoso, esa conciencia no eliminaría la crueldad ni el dolor del trabajo forzado y no elegido (tal vez, en algún día especial, podría sencillamente atenuarlo). Es bonito e importante que la Biblia haya querido dejarnos escrita esta mirada de los trabajadores sobre su obra más importante. El dato de que estos trabajos eran forzados podía no haber estado ahí. De hecho, un redactor posterior (sacerdote o escriba) intentó enmendar esta parte borrándola (9,22), porque a quienes disfrutan de los templos y los palacios no les gusta recordar el dolor de aquellos que los han construido y hacen todo lo posible para olvidarlo y hacerlo olvidar. Sin embargo, estos versículos han sobrevivido y se han convertido en una “placa al trabajador desconocido”, que, sin haberlo elegido, edificó con su sudor y sus lágrimas el templo de Salomón y la palabra bíblica. Si queremos evitar una lectura edificante de la Biblia, encaminada simplemente a cultivar leves pensamientos píos y religiosos, de vez en cuando debemos leer estos grandes relatos desde la perspectiva de las víctimas escondidas.

Junto al trabajo coercitivo, al comienzo de la construcción del templo encontramos también un contrato. Para la construcción del templo, Salomón recurre al instrumento más adecuado: un acuerdo de reciprocidad con Jirán, el rico rey de Tiro: «Jirán despachó esta respuesta para Salomón: “He oído tu petición. Cumpliré tus deseos, enviando madera de cedro y de abeto” … Jirán dio a Salomón toda la madera de cedro y de abeto que quiso Salomón» (5, 22-24). Por su parte, «Salomón dio a Jirán veinte mil kor de trigo para la manutención de su palacio, más veinte kor de aceite virgen. Era lo que Salomón mandaba a Jirán anualmente» (5,25).

Trabajo forzoso e intercambio comercial, jerarquía y acuerdo, relaciones verticales y horizontales: estos dos elementos siguen conformando la base de nuestro sistema económico. Las obras, pequeñas y grandes, las seguimos realizando gracias a que sujetos más fuertes consiguen orientar el trabajo de personas más débiles, para satisfacer los deseos de los que intercambian en relaciones de igualdad y reciprocidad. Pero no vemos o no narramos toda la falta de reciprocidad y todas las obligaciones que se esconden detrás del intercambio de mercancías. Vestimos camisas y zapatos, llevamos bolsos, comemos tomates y pasta, usamos smartphones y tabletas, confiamos nuestros ahorros a los bancos… y lo hacemos intercambiando en un plano de libertad y de (cierta) igualdad. Pero no podemos (o no queremos) ver los rostros de los trabajadores que han producido esos bienes, que han edificado nuestras pequeñas y grandes catedrales. Vemos demasiado las mercancías (porque existe todo un imperio económico-financiero que trabaja día y noche para que las veamos), pero vemos demasiado poco a las personas que hay detrás de los envases de las cosas que consumimos. La Biblia de vez en cuando nos deja ver rostros de hombres y de mujeres, para que nosotros, una vez cerrada la Biblia, comencemos a buscarlos y a verlos en nuestros mercados.

«El año cuatrocientos ochenta de la salida de Egipto, el año cuarto del reinado de Salomón en Israel en el mes de Ziv, o sea el mes segundo, Salomón empezó a construir el templo del Señor. El templo del Señor construido por Salomón medía sesenta codos de largo, veinte de ancho y treinta de alto» (6,1-2). Es una construcción grande – un cubo hebreo medía 44 cm – pero sobre todo rica, bella y de gran valor: «Todo era de cedro, no se veían los sillares. El camarín, en el fondo del templo, lo destinó para colocar allí el arca de la alianza del Señor… Lo revistió de oro puro. Hizo un altar de cedro ante el camarín y lo revistió de oro. Revistió de oro todo el templo, hasta el último hueco» (6,18-22).

Encontramos el nombre de un artista: «El rey Salomón mandó a buscar a Jirán de Tiro. Este Jirán era hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de padre fenicio. Trabajaba el bronce, era un artesano lleno de sabiduría, inteligencia y conocimiento para cualquier trabajo en bronce» (7,13-14). Jirán es un nuevo Besalel, el artista que según el Éxodo decoró el tabernáculo (Ex 31,2-3). Las palabras con las que el texto califica a este artista trabajador del bronce son muy hermosas: lleno de sabiduría, inteligencia y conocimiento (competencia y pericia). La creatividad artística (y cualquier tipo de creatividad) necesita sabiduría (en la acepción bíblica del término), que es un don exquisitamente espiritual, e inteligencia, es decir talento natural, además de competencia. Es posible empezar a esculpir contando solo con una de estas cualidades (toda vocación madura se desarrolla en el tiempo), pero la vocación artística se realiza y da grandes frutos solo cuando la sabiduría, la inteligencia y la competencia trabajan y crean juntas.

Jirán «hizo columnas de bronce … Hizo el Mar, un depósito de metal fundido que medía diez codos de diámetro y era todo redondo … El depósito descansaba sobre doce toros, que miraban tres al norte, tres a poniente, tres al sur y tres a levante. Encima de ellos iba el Mar» (7, 15-25).

Después del templo («lo edificó en siete años»: 6, 38), el rey construyó su palacio: «En cuanto a su palacio, Salomón empleó trece años en terminarlo. Construyó el palacio llamado Bosque del Líbano: medía cien codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto» (7, 1-2).

El templo medía sesenta codos de largo, el palacio cien; el templo medía veinte codos de ancho, el palacio cincuenta. Algunos reyes, incluso los más sabios, empiezan a edificar el templo para alabar y ensalzar a Dios, pero acaban haciendo palacios reales más grandes que los templos. Quizá lo hagan de buena fe y muchas veces cargados de buenas razones, pero lo cierto es que el palacio acaba superando al templo en longitud y en anchura (no en altura, para no ser más alto que el altísimo, para estar, modestamente, al mismo nivel). Este es otro indicio de que la construcción de la obra maestra de Salomón es también el comienzo de su corrupción.

El alma sapiencial de los libros de los Reyes, muy dura con la monarquía y con los reyes de Israel, sabe leer muchas cosas en este palacio que excede al templo en grandeza. El autor de estas páginas tal vez sea el mismo que el de las páginas del Génesis y el Éxodo que hablan de los días del primer amor de Israel, cuando solo había una voz desnuda, una tienda y un arameo errante que se había puesto en camino creyendo en una promesa.

Toda vida buena comienza con una voz que nos llama cuando somos pobres y sencillos, a la que respondemos poniéndonos en marcha en pos de una voz y de una promesa. Después, con el tiempo, llega el culto, la religión, la construcción del templo y finalmente la construcción de un palacio para nosotros, más grande que el templo para Dios. Así comienza la decadencia. A lo mejor hemos dedicado casi toda la vida a construir nuestro culto, el “templo” y el “palacio”, y todos nos han elogiado y amado por esas obras. Pero un día entendemos que la libertad, la verdad y el amor están en otro lugar que hemos olvidado. Entonces otra voz nos sorprende en la noche, en un sueño o en una cama de hospital. Es la voz del primer día. Logramos reconocerla. Nos ordena que desmontemos el palacio y el templo, que nos hagamos pobres y volvamos a ponernos en camino. La salvación de la vida adulta está en el camino de vuelta que nos lleva del palacio a la tienda nómada. Porque no es posible escuchar un hilo silencioso de voz en los altos templos ni en los anchos palacios. Solo cuando se encuentra exactamente a la altura de los ojos y el corazón.

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Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 30/06/2019

«La primera palabra que pronunció Dios en el Sinaí fue Anojí: “Yo soy”. En este caso el Eterno no usó el hebreo sino la lengua egipcia. Del mismo modo que aquel rey se dirigió al hijo que volvía a casa después de un largo viaje por mar en la lengua que habían aprendido en tierra extranjera, el Eterno eligió el idioma que Israel hablaba en aquella época».

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos.

El comienzo de la construcción del templo de Salomón contiene elementos muy valiosos para comprender el significado de aquella gran obra y de las nuestras. Y nos muestra el itinerario hacia una vida buena.

El relato de la construcción del templo de Salomón es el centro narrativo y teológico de los libros de los Reyes y de toda la historia sapiencial, desde el Génesis hasta la destrucción de Jerusalén y el exilio. Debemos leer estas páginas sabiendo que entramos en un terreno distinto y sagrado. Así pues, si queremos reconocer la voz en esta zarza, debemos quitarnos las sandalias de los pies. Los hechos que narra el relato ocurrieron cinco siglos antes de la composición del texto. Sus escritores vivían en el exilio de Babilona. El templo que conocían era el que acababa de ser destruido e incendiado por Nabucodonosor. El oro era el que el fuego había fundido o el de los ornamentos rotos y transportados por los babilonios a sus templos. No había quedado piedra sobre piedra de toda la belleza cuya descripción vamos a leer.

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Exactamente a la altura de los ojos

Exactamente a la altura de los ojos

Profecía e historia / 5 – Decaemos cuando la casa del poder se hace más grande que el lugar de Dios. Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 30/06/2019 «La primera palabra que pronunció Dios en el Sinaí fue Anojí: “Yo soy”. En este caso el Eterno no usó el hebreo sino la l...
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Profecía e historia / 4 – Las sinfonías más preciosas de la vida, nuestras verdaderas obras maestras, son las inacabadas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 23/06/2019

«Yo digo: “sabiduría, sabiduría”, pero estoy lejos de ella. La existencia es lejanía y profundidad profunda. ¿Quién puede comprenderlo?»

Qohélet 7,23-24

La Sabiduría bíblica es una trama que se entrelaza con los acontecimientos históricos. Nos recuerda que somos más grandes y bellos que las cosas más grandes y bellas que podemos hacer, porque hemos sido creados por amor y no por utilidad.

La sabiduría es uno de los hilos conductores de la Biblia. Es la flor de una de las primaveras más extensas, coloridas y variopintas de la historia de la humanidad. Lo que en Grecia se manifestó como filosofía, entre Egipto y la Media Luna Fértil se convirtió, más o menos al mismo tiempo, en sabiduría. El mito antiguo y sus símbolos alcanzaron una nueva era, más adulta y sobre todo más capaz de expresar conceptos y realidades que antes quedaban envueltos por la luz cegadora (y por la oscuridad) del misterio del todo. El Mythos alumbró al Logos y con él llegó la invención de la palabra como nueva epifanía de la vida y por tanto del hombre, del mundo y de Dios. Aunque las palabras de la filosofía no coinciden con las de la sabiduría, se parecen mucho. Job no es el Timeo de Platón y el Cantar de los cantares no es el Simposio. Sin embargo, pueden hablar y entenderse mutuamente.

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La filosofía nace de la maravilla por un mundo que podría no ser y sin embargo es. La sabiduría nace del descubrimiento de que la realidad, bien mirada, contiene reglas, leyes y palabras que desvelan el sentido de la vida y enseñan el oficio de vivir, pero no es el libro de la naturaleza. En la sabiduría bíblica es esencial la experiencia de la Ley y los profetas, la presencia de palabras reveladas que son enteramente don, un mapa esencial para penetrar en las realidades del mundo, Dios y el hombre e indagar en ellas. El hombre también se maravilla ante la sabiduría, pero la primera y fundamental maravilla del humanismo bíblico nace de la experiencia de un mundo habitado por YHWH, por su presencia y su palabra. El hombre bíblico es un soñador de un hombre distinto porque es un soñador de un Dios distinto. La sabiduría que encontramos en la Biblia no es solo ética ni teología. Es, en mayor grado que la filosofía griega y las éticas asiáticas contemporáneas, historia. La presencia estable de YHWH en el mundo hace que las vicisitudes humanas sean verdaderas y no simples sombras de un mundo verdadero que se encuentra por encima del sol. La Alianza es un acontecimiento decisivo en la historia bíblica porque tiene lugar en el tiempo y, al hacerlo, da sustancia y verdad al tiempo y a la historia. La sabiduría se entrelaza con la trama de los acontecimientos de la historia para dar vida al tapiz del mundo. La sabiduría es también palabra humana que dialoga con la palabra de Dios en un coloquio íntimo de amor que dura milenios, y continúa.

Es el soplo que ha inspirado a los escritores de muchas páginas bíblicas y la clave de lectura de libros que tratan materias muy distintas (historia, profecía, derecho…). Por eso, para comprender el sentido de la historia de Salomón y la parábola de su reinado, es importante leerlos en paralelo con los primeros capítulos del Génesis. Salomón es puesto por su Dios YHWH en el centro de un nuevo Edén, un jardín de bienes y de shalom. Como Adán, que cultivaba y guardaba la tierra que le había dado Elohim, también Salomón administra un reino amplio, en paz y rico: «El rey Salomón reinó sobre todo Israel» (1 Re 4,1). Su reino es el más grande de toda la historia de Israel: «Salomón tenía poder sobre todos los reinos desde el Éufrates hasta la región filistea y la frontera de Egipto» (5,1). En el culmen de su shalom, el Adán del Génesis comienza su decadencia. Empieza a creer en un logos distinto, el de la serpiente, y por tanto a negar el discurso de la sabiduría. Renegar de la sabiduría conduce al fratricidio de Caín, al gesto de Lamec y finalmente al diluvio. Los primeros capítulos de los libros de los Reyes nos muestran a un Salomón que también llega al culmen del esplendor y de la gloria: «Judá e Israel… tenían qué comer y qué beber y podían descansar» (4,20). Y también para Salomón el culmen de su éxito coincide con el comienzo de su declive. Ha recibido el don de la sabiduría y la ejerce: «Dios concedió a Salomón una sabiduría e inteligencia extraordinarias y una mente abierta como las playas junto al mar. La sabiduría de Salomón superó a la de los sabios de Oriente y de Egipto. Fue más sabio que ninguno… y se hizo famoso en todos los países vecinos… De todas las naciones venían a escuchar al sabio Salomón» (5,9-14).

Pero en un momento dado Salomón abandona el sendero de la sabiduría para encaminarse por el de la serpiente. La Biblia no nos dice cuándo comienza la decadencia de su rey más sabio. Quizá porque muchos sabios se pierden sin darse cuenta. Una lectura sapiencial de estos capítulos (a la luz de toda la Ley y los profetas) nos puede sugerir que la decadencia comienza mientras Salomón está construyendo su obra maestra: el templo de Jerusalén. Su ocaso comienza a mediodía. Por una misteriosa ley humana, una de las más verdaderas, nuestra obra maestra contiene el germen de nuestra corrupción. Si hemos recibido un “talento” grande (como el de Salomón), a menudo su ejercicio nos hace perder la inocencia. El comienzo de nuestra decadencia es el coste de la realización de nuestra obra más importante. «Edificó Salomón el templo y lo terminó» (6,14). Por eso, una de las pocas maneras de salvar en la tierra algo de la pureza que teníamos de niños es no pretender concluir las obras que, por deber ético, comenzamos. El shabat del corazón puede salvar a los otros seis días y al último día. Si somos capaces de respetar este shabat especial e invisible - y lo hacemos obedeciendo dócilmente una ley íntima que no hemos escrito nosotros, pero sentimos que es nuestra y necesaria -, entonces no nos apropiamos totalmente de los dones que hemos recibido ni nos convertimos en señores de nuestra vida (la primera castidad, la verdaderamente difícil y esencial, se refiere a nosotros mismos; si la practicamos, podemos evitar auto-devorarnos).

La sinfonía más hermosa de la vida es la inacabada. Esa es nuestra verdadera obra maestra, porque no tiene la forma que habíamos pensado y querido. Las conquistas científicas más bellas son las que no logramos resolver y podemos dejar en herencia a los jóvenes. La poesía más sublime es la que nos llega, como susurro del alma, muchas veces durante la noche, aunque al despertar no seamos capaces de escribirla. Es la palabra que decimos y repetimos en nuestro interior, aunque después se nos apague en la garganta por el exceso de dolor y se convierta en llanto o en grito, como en el Gólgota, cuando el Logos se quedó mudo y dijo su obra maestra. A todo esto se le puede llamar simplemente gratuidad. Según la tradición hebrea, las casas no deben terminarse; siempre hay que dejar algún rincón de las habitaciones sin terminar, algún ladrillo descubierto, para recordar la destrucción de Jerusalén, pero también para recordar que la vida es siempre falta de plenitud. El día de su boda, el novio hebreo rompe con el pie una jarra de cristal para expresar que la fiesta no debe ser completa. Solo una fiesta imperfecta y una casa inacabada pueden llegar a ser in-finitas.

En la escuela de la sabiduría también podemos comprender la ambivalencia que acompaña a toda la teología bíblica sobre el templo. La tradición sacerdotal debe y quiere construir el templo. En cambio, la sabiduría, mientras narra su construcción, recuerda, a Salomón y a todos nosotros, que Dios es más grande que su templo y que ningún templo puede contener a Dios; solo imágenes suyas que la Ley prohíbe, porque la única imagen lícita de Elohim somos nosotros, creados a su “imagen y semejanza”: cualquier otra imagen suya es tan solo un garabato. Paradójicamente, la contaminación religiosa y la idolatría que conocerá Salomón ya están implícitas en la construcción del templo, inscritas en su obra maestra. Sin la sabiduría, esto no lo entenderíamos nunca. Cuando empezamos a construir un templo para nuestro Dios estamos diciendo, tal vez sin ser conscientes de ello, que no es distinto de los dioses de los demás pueblos, y que por tanto es tan trivial como todos los ídolos. Así pues, para la sabiduría el comienzo de la construcción del templo es el primer paso en el camino de la corrupción religiosa. Pero eso solo lo comprendieron los hebreos durante el exilio babilónico, cuando la destrucción de aquel templo maravilloso les permitió comprender en qué consistía verdaderamente el templo y quién era verdaderamente YHWH. Cuando se encontraron sin templo, sin culto y con un Dios YHWH derrotado descubrieron la sabiduría y ya no la abandonaron.

Se encierran aquí mensajes muy valiosos para cualquier fe y para cualquier religión. Cuando los movimientos y las comunidades espirituales, fundadas siguiendo “tan solo una voz”, comienzan a construir templos y santuarios a sus fundadores (físicos o ideales), ya ha comenzado su corrupción. Ese soplo distinto, esa Alianza especial, se vuelve como cualquier otra; ese “dios” diferente es en realidad como los demás “ídolos” de los que queríamos diferenciarnos cuando todo comenzó. Los fundadores (David) no son los que construyen los templos, sino sus hijos (Salomón). Pero la construcción del templo, entendida como la celebración espectacular de la grandeza del propio carisma («yo te he construido un palacio»: 8,13), dice precisamente que, en realidad, su espíritu no se distingue en nada del de los demás pueblos. La gran construcción decreta el comienzo del fin, aunque aparentemente sea el culmen del éxito.

La corrupción del corazón, individual y colectivo, comienza mientras realizamos lo que consideramos la cosa más hermosa y grande que teníamos que realizar en la vida, y eso nos dice algo muy bello pero muy dramático. Nos dice que somos más grandes y bellos que las cosas más bellas y grandes que podamos hacer, porque hemos sido creados por amor y no por utilidad, ni siquiera para ser útiles al Reino ni a sus templos. Si de verdad existe un paraíso – y debe existir, aunque solo sea para los pobres – no entraremos en él por las obras maestras que hemos construido. Entraremos por el trozo de alma incorrupta que hemos logrado conservar mientras edificábamos nuestras obras más bellas. Entraremos por el rincón del jardín del corazón que hemos dejado libre y no hemos puesto a producir, y no por todos los frutos que hemos recogido para nosotros y para los demás. Entraremos por el único motivo que hemos encontrado para seguir adelante, y no por los noventa y nueve que nos decían que lo dejáramos todo. Entraremos por el talento que hemos guardado y no por los cinco que hemos invertido para enriquecer a un señor “duro”. Entraremos por el pecado que nos ha embarrado y humillado y que un día finalmente aceptamos con misericordia y no por las virtudes que nos han ganado elogios y méritos. Pero esta lógica distinta de la vida solo nos la puede enseñar la sabiduría.

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Profecía e historia / 4 – Las sinfonías más preciosas de la vida, nuestras verdaderas obras maestras, son las inacabadas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 23/06/2019

«Yo digo: “sabiduría, sabiduría”, pero estoy lejos de ella. La existencia es lejanía y profundidad profunda. ¿Quién puede comprenderlo?»

Qohélet 7,23-24

La Sabiduría bíblica es una trama que se entrelaza con los acontecimientos históricos. Nos recuerda que somos más grandes y bellos que las cosas más grandes y bellas que podemos hacer, porque hemos sido creados por amor y no por utilidad.

La sabiduría es uno de los hilos conductores de la Biblia. Es la flor de una de las primaveras más extensas, coloridas y variopintas de la historia de la humanidad. Lo que en Grecia se manifestó como filosofía, entre Egipto y la Media Luna Fértil se convirtió, más o menos al mismo tiempo, en sabiduría. El mito antiguo y sus símbolos alcanzaron una nueva era, más adulta y sobre todo más capaz de expresar conceptos y realidades que antes quedaban envueltos por la luz cegadora (y por la oscuridad) del misterio del todo. El Mythos alumbró al Logos y con él llegó la invención de la palabra como nueva epifanía de la vida y por tanto del hombre, del mundo y de Dios. Aunque las palabras de la filosofía no coinciden con las de la sabiduría, se parecen mucho. Job no es el Timeo de Platón y el Cantar de los cantares no es el Simposio. Sin embargo, pueden hablar y entenderse mutuamente.

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Casa in-finita es la plenitud.

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Profecía e historia / 3 - La petición de Salomón debería ser el juramento de todo gobernante.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 16/06/2019

«Vosotros, espectadores de la historia del círculo de tiza, aprended la sentencia de los antiguos: las cosas deben pertenecer a quien mejor pueda cuidarlas, o sea, los vehículos a los buenos conductores, para que sean bien conducidos, los valles a quienes los rieguen, para que produzcan frutos, y los niños a las mujeres maternales, para que se críen bien.»

Bertolt Brecht, El círculo de tiza caucasiano.

Salomón se estrena como rey pidiendo a Dios el don de un corazón que escucha. E inmediatamente lo pone en práctica para resolver una disputa entre dos madres por un hijo. ¿Su decisión fue justa? ¿Por qué?

El primer ejercicio de sabiduría de Salomón tiene como protagonistas a dos mujeres, “dos prostitutas”, dos pobres, dos víctimas, dos esclavas (eso es lo que eran las prostitutas en aquellas sociedades). Dos desventuradas que tienen que gestionar la crisis más íntima que puede vivir una mujer: la muerte de un hijo. Dos madres desesperadas, envueltas en un prodigioso duelo entre la vida y la muerte. Dos personas atormentadas que se disputan un hijo, que, en un mundo dominado por los hombres, a menudo es la única alegría que les queda a las madres. Si queremos salir de esta lectura, espléndida y difícil, siendo mejores personas, debemos intentar atravesarla con compasión y misericordia. De este modo podremos reconocerla en nuestras casas y en nuestros tribunales, donde cada día resuenan palabras, discursos y lamentos semejantes, junto con las mismas mentiras desesperadas pronunciadas delante de unos niños que corren peligro de acabar descuartizados.

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«Salomón amaba al Señor procediendo según las normas de su padre, David, pero sacrificaba y quemaba incienso en los altozanos» (1 Re 3,3). El comienzo del reinado de Salomón – cuyo nombre viene de la gran palabra hebrea shalom – está marcado por los sacrificios ofrecidos en los santuarios de los altos cananeos: «El rey fue a Gabaón a ofrecer allí sacrificios, pues allí estaba el santuario principal. En aquel altar ofreció Salomón mil holocaustos» (3,4). Se trata de un sacrificio excepcional, enorme, exagerado. Inmediatamente después, el narrador nos presenta el lado luminoso de este rey, tan amado que se ha convertido en icono del buen gobierno, la sabiduría y la riqueza en toda la tradición bíblica posterior, hasta el Nuevo Testamento. Salomón pasa la noche en el santuario, quizá por tratarse de un espacio sagrado conocido por ser un lugar de “incubación” (teofanía onírica): «En Gabaón el Señor se apareció aquella noche en sueños a Salomón, y le dijo: Pídeme lo que quieras» (3,5). El nuevo rey se presenta y muestra su calidad por el tipo de petición que dirige a YHWH, cuando formula posiblemente la más hermosa petición dirigida a Dios por un soberano, en la Biblia y en toda la literatura religiosa. Más que nuestras respuestas, son las peticiones y las preguntas que nos hacemos a nosotros mismos, a la vida, a Dios, las que revelan nuestra calidad moral. Tras recordar a Dios la justicia y la fidelidad de su padre David (3,6), Salomón se declara inadecuado para desempeñar la tarea: «Yo soy un muchacho que no sé valerme» (3,7). Esta admisión de insuficiencia asimila a Salomón con otras grandes figuras bíblicas jóvenes: Jeremías, Samuel, José… María. Estas son las palabras de su petición, que han entrado en la herencia espiritual de la cultura occidental: «Concede a tu siervo un corazón que sepa escuchar» (3,8).

Es una frase maravillosa, que debería estar escrita en todas las escuelas de administración pública, en las facultades de ciencias políticas, en las sedes de los partidos, en los palacios de los gobiernos y de los parlamentos, y en los consejos de administración de las empresas. Deberíamos hacérsela recitar a todos los nuevos ministros durante la ceremonia de toma de posesión, y deberíamos convertir la “petición de Salomón” en algo parecido al juramento hipocrático de los médicos. Un corazón que escucha, «para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal». Quiero pensar que YHWH, en el sueño, se sorprendería al oír la petición de Salomón. La humanidad seguirá mejorando mientras los hombres sean capaces de sorprender a Dios con peticiones más bellas y grandes que ellos mismos. Dios atiende la petición del joven rey: «Te daré lo que has pedido: un corazón sabio y prudente, como no lo hubo antes ni lo habrá después de ti» (3,12). Pero le concede también lo que no ha pedido: «Por haber pedido esto, y no haber pedido una vida larga, ni haber pedido riquezas, ni haber pedido la vida de tus enemigos, sino inteligencia para acertar en el gobierno … Te daré también lo que no has pedido: riquezas y fama mayores que las de rey alguno» (3,11-13). El hecho de no pedir las cosas que los soberanos generalmente piden y quieren, hace que las obtenga. Es un hermoso episodio de serendipity, donde los bienes económicos y políticos llegan precisamente cuando no se buscan. Esto es lo que debería suceder en el buen gobierno de cualquier comunidad: buscar tan solo un “corazón que escucha”, el único instrumento útil para el único ejercicio necesario: el discernimiento entre el bien y el mal; y todo lo demás es dado por añadidura. Si pidiéramos y buscáramos más este corazón en escucha, la civilización del céntuplo sería una realidad.

Pero en esta petición hay algo más. Un corazón que escucha solo puede ser un don de la vida, de los padres, de Dios. No se puede aprender en las escuelas de negocios ni en los tristes cursos de liderazgo. Si es un don, entonces solo puede ser pedido, esperado, suplicado. Un político debería por lo menos conocer esta petición de Salomón, recitarla todos los días, lanzarla al cielo aunque piense que está vacío; porque aprendiendo a pedir este don se hace consciente de su indigencia, lo que ya de por sí genera humildad y por tanto sabiduría. Al final de este formidable diálogo, «Salomón despertó: había tenido un sueño» (3,15). Su reacción (y la del hombre bíblico) es opuesta a la que tendríamos nosotros en parecidas circunstancias. Nosotros, cuando despertamos de un sueño muy hermoso, no nos quedamos con el valor de la experiencia y su mensaje: “¡Qué lástima, sólo era un sueño!”. En cambio, para el hombre bíblico, si un diálogo con Dios ocurre durante un sueño, esas palabras adquieren un estatus de verdad mayor. ¡Ojalá aprendiéramos a soñar con Dios! La sabiduría recibida como don, el corazón que escucha, inmediatamente se convierte en ejercicio de buen gobierno en uno de los relatos justamente más famosos y estupendos de la Biblia: el del niño ambicionado por dos madres. Es probable que el redactor encontrara esta historia en relatos contemporáneos o anteriores (en las tradiciones orientales antiguas se conocen muchas variantes, que han influido incluso en un autor como Bertolt Brecht).

Los protagonistas son dos mujeres – dos madres, “dos prostitutas” – un niño vivo, un niño muerto y el rey llamado a juzgar: «Por entonces acudieron al rey dos prostitutas, se presentaron ante él y una de ellas dijo: “Majestad, esta mujer y yo vivíamos en la misma casa; yo di a luz estando ella en la casa. Y tres días después también esta mujer dio a luz. Estábamos juntas en casa, no había ningún extraño con nosotras, solo nosotras dos. Una noche murió el hijo de esta mujer, porque ella se recostó sobre él; se levantó de noche y, mientras tu servidora dormía, tomó de mi lado a mi hijo y lo acostó junto a ella, y a su hijo muerto lo puso junto a mí» (3,16-20). La otra madre niega esta versión de los hechos: «No. Mi hijo es el que está vivo, el tuyo es el muerto» (3,22). Las dos discuten ante el rey, quien, después de escuchar, toma la palabra y propone la famosísima solución “salomónica”: «Entonces habló el rey: “Esta dice: Mi hijo es este, el que está vivo; el tuyo es el muerto. Y esta otra dice: No, tu hijo es el muerto, el mío es el que está vivo. Dadme una espada… Partid en dos al niño vivo; dadle una mitad a una y otra mitad a la otra”» (3,23-25). La solución paradójica cumple su objetivo, hacer que las dos mujeres revelen informaciones que todavía no habían salido. En efecto, la mujer con el hijo vivo afirma: «¡Majestad, dale a ella el niño vivo, no lo matéis!» (3,26). La otra, en cambio, dice: «Ni para ti ni para mí. Que lo dividan». En ese momento el rey resuelve el caso: «Entonces el rey sentenció: Dadle a esa el niño vivo, no lo matéis. ¡Esa es su madre!» (3,27). Esta historia, dramática y maravillosa, puede enseñarnos muchas cosas.

En primer lugar, el relato nos dice cuál es la sentencia de Salomón, pero no aporta muchas pruebas para saber quién es la verdadera madre del niño vivo. Leyendo la historia, podríamos imaginar otros escenarios. La mujer ganadora podría ser simplemente más humana y generosa que la otra o, incluso, sencillamente más inteligente. Conociendo la sabiduría de Salomón, habría podido anticipar el razonamiento del rey y por tanto realizar el movimiento mejor para maximizar el resultado y quedarse con el niño. Estos razonamientos, típicos de las personas que se han formado en la lógica económica y en la lógica estratégica de la “teoría de juegos” ciertamente no son los del escritor del texto bíblico. A él (o a ellos) les interesa decir que la elección de Salomón es la más sabia porque es la elección por la vida. Y después, elogiar a la mujer que antepone la vida del niño a su felicidad individual. La Biblia no quiere que «se levante la mano contra el niño» (Gn 22,12), no quiere que el niño muera. Y cuando muere (porque no siempre logramos salvar a los niños), siempre es una noche oscura de la Biblia, de Dios y del hombre. El humanismo bíblico es el humanismo de la vida. Por eso, Salomón realiza la elección más sabia.

Pero entre estas palabras podemos leer más cosas. Los niños no son propiedad de sus madres. Son “propiedad” de todos y por tanto de nadie. La primera ley de la tierra es la vida de los niños, que vale infinitamente más que las luchas y los derechos de los adultos. Finalmente, si los libros de los Reyes hubieran sido escritos por una mujer, quizá la narración de esta historia habría sido diferente. No habría dejado que Salomón dijera “dadme una espada”, porque con los niños no deben usarse las espadas ni siquiera jugando. Habría usado palabras más humanas y solidarias con la segunda madre; primero habría entendido su drama y solo después la habría juzgado por su (probable) mentira. Además, habría dado un nombre a aquellas dos mujeres, puesto que la primera dignidad de las víctimas es tener un nombre. Tal vez no habría revelado su oficio (un feo sustantivo innecesario para la economía de la historia) y probablemente habría dado un nombre también al niño vivo y al niño muerto, porque las mujeres siempre llaman a sus hijos por su nombre. El corazón de las mujeres escucha de otra manera. Pero la historia no la han escrito las mujeres, no la han escrito las madres. Sin embargo, nosotros podemos leerla y releerla junto a ellas, para intentar sorprender a Dios con nuestras peticiones.

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Profecía e historia / 3 - La petición de Salomón debería ser el juramento de todo gobernante.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 16/06/2019

«Vosotros, espectadores de la historia del círculo de tiza, aprended la sentencia de los antiguos: las cosas deben pertenecer a quien mejor pueda cuidarlas, o sea, los vehículos a los buenos conductores, para que sean bien conducidos, los valles a quienes los rieguen, para que produzcan frutos, y los niños a las mujeres maternales, para que se críen bien.»

Bertolt Brecht, El círculo de tiza caucasiano.

Salomón se estrena como rey pidiendo a Dios el don de un corazón que escucha. E inmediatamente lo pone en práctica para resolver una disputa entre dos madres por un hijo. ¿Su decisión fue justa? ¿Por qué?

El primer ejercicio de sabiduría de Salomón tiene como protagonistas a dos mujeres, “dos prostitutas”, dos pobres, dos víctimas, dos esclavas (eso es lo que eran las prostitutas en aquellas sociedades). Dos desventuradas que tienen que gestionar la crisis más íntima que puede vivir una mujer: la muerte de un hijo. Dos madres desesperadas, envueltas en un prodigioso duelo entre la vida y la muerte. Dos personas atormentadas que se disputan un hijo, que, en un mundo dominado por los hombres, a menudo es la única alegría que les queda a las madres. Si queremos salir de esta lectura, espléndida y difícil, siendo mejores personas, debemos intentar atravesarla con compasión y misericordia. De este modo podremos reconocerla en nuestras casas y en nuestros tribunales, donde cada día resuenan palabras, discursos y lamentos semejantes, junto con las mismas mentiras desesperadas pronunciadas delante de unos niños que corren peligro de acabar descuartizados.

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La escucha distinta del corazón.

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Profecía e historia / 2 – Las últimas voluntades de un gran rey, pequeñas y duras, confirman que nadie es como Dios.

 Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 09/06/2019

«David fue un hombre excelente, dotado de todas las virtudes que son deseables en un rey. Era prudente, moderado, amable con los que sufrían, justo y humano. No cometió ninguna ofensa, excepto en el asunto de la esposa de Urías».

Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos.

Entramos en la historia de Salomón. Las intrigas y los enredos continúan y a contraluz nos revelan otros mensajes esenciales del humanismo bíblico.

Las grandes historias bíblicas nos siguen hablando porque, aunque sean más grandes y hermosas que nosotros, se nos parecen. En los exilios es donde las comunidades humanas son capaces de escribir sus capitales narrativos más valiosos. El gran sufrimiento de los años de destierro, la patria «tan bella y perdida», las humillaciones, los trabajos forzados y las grandes oraciones con los salmos cantados en las orillas de los ríos de Babilonia generan en el pueblo de Israel una pietas, nueva y muy profunda, que se convierte en una mirada nueva sobre la humanidad entera. En los desiertos es donde se aprende el valor del agua. En contacto con las limitaciones humanas de los hombres y de las mujeres heridas y humilladas es donde se aprende el valor infinito de los seres humanos. El sufrimiento propio y ajeno transforma la ética en misericordia, la única capaz de hacernos cantar las heridas humanas porque sabe ver en ellas bendiciones. Se necesita toda una vida, si no es más, para aprender a encontrar a Dios dentro de los pecados del mundo.

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Dejamos a Adonías, hijo mayor del rey David, príncipe heredero y pretendiente al trono, en un banquete sagrado con los líderes de su “partido”, rival de Salomón, el otro hijo de David. En todas las religiones y cultos antiguos hay banquetes sagrados. En muchas civilizaciones, la comida es el primer don que se ofrece a las divinidades. Cada pueblo ofrece a su propio dios animales sacrificados, mientras consume la comida que a menudo se convierte en sacrificio de comunión entre los miembros de la comunidad. Los animales muertos, y por tanto la sangre y la violencia, son el lugar y el lenguaje del diálogo de los hombres con los dioses y de los hombres entre sí. La comida es un recurso esencial de la vida. Es imagen de la vida misma. Es mucho más que alimento. Por eso, la comida debe quedar al margen de las leyes de la fuerza y las habilidades individuales y debe ser compartida comunitariamente. En el clan, en la tribu y en la familia, todos tienen que alimentarse, sobre todos los más débiles. Esta es la primera norma evolutiva que protege las sociedades de la extinción. Por eso no debe sorprendernos que en la Biblia y en otros textos sagrados antiguos los homicidios y los delitos se cometan durante los banquetes sacrificiales, dado que el acto mismo del sacrificio conlleva una dimensión intrínseca de violencia y muerte (si bien, paradójicamente, orientada a la vida). También hoy, muchas reuniones de políticos y de hombres de negocios se celebran con una comida, porque en ella suelen crearse bienes relacionales que a su vez engrasan las dinámicas decisionales. Muchos conflictos y separaciones comienzan también en la mesa o mediante el rechazo de una comida preparada. Cuando renacen las relaciones heridas y muertas, también es frecuente celebrarlo con una comida común, para poder resurgir nuevamente como compañeros – cum panis.

El viejo David no logra calentarse ni siquiera con Abisag, su nueva y hermosa concubina. Otra mujer, su esposa Betsabé, se acerca a su cabecera. Pero antes recibe la visita del profeta Natán, quien le cuenta el sacrificio-banquete de Adonías, interpretado por el profeta como un intento de autoproclamarse como nuevo rey: «Natán dijo entonces a Betsabé, madre de Salomón: “¿No has oído que Adonías, hijo de Jaguit, se ha proclamado rey sin que lo sepa David, nuestro señor? Pues bien, te voy a dar un consejo: (...) ve a presentarte al rey David y dile: Majestad, tú me juraste que tu hijo Salomón me sucederá en el reino y se sentará en mi trono. Entonces, ¿por qué Adonías se ha proclamado rey?”» (1 Re 1,11-14).

A Natán lo conocimos en el segundo libro de Samuel, después del delito de David contra Urías, el hitita, que le permitió arrancarle a Betsabé. En uno de los episodios emotivamente más fuertes y tremendos de la Biblia, el profeta acusó a David con la narración de la parábola de la oveja y obtuvo del rey el reconocimiento de su pecado («He pecado contra el Señor»: 2 Sam 12,13). Ahora Natán parece otra persona. En la lucha fratricida por la sucesión, se pone claramente de parte de Salomón, y conspira. Confiando en la precaria condición de salud del rey, probablemente se inventa la historia del juramento hecho por David a Betsabé («tu hijo me sucederá en el reino»), del que no hay ni rastro en los libros de Samuel. Se comporta como un profeta de corte, como un Richelieu, hábil maquinador de intrigas palaciegas. Sin embargo, por la historia anterior sabemos que no se trata de un falso profeta. Incluso un profeta verdadero puede realizar acciones moralmente dudosas y ambiguas. La Biblia nos dice que también los profetas son personas frágiles e incluso pecadoras. Sus debilidades y pecados no les hacen falsos profetas. La profecía no es una cualidad moral de las personas. Ha habido y hay falsos profetas moralmente irreprensibles, que son falsos no por mentirosos o por mala fe, sino porque hablan en nombre de una voz que objetivamente no existe. Del mismo modo que ha habido y hay, en la Biblia y en la vida, profetas verdaderos que han cometido delitos y pecados, pero estaban y están habitados por una voz verdadera, que es la que honestamente refieren a su pueblo. Sería demasiado sencillo que bastara la conducta moral de una persona para revelarnos la verdad de su vocación. La vocación y la santidad de una persona son dos cosas distintas, aunque a menudo interactúan (pero no siempre y no en todos de la misma manera). Esta distinción es la principal razón que explica por qué las comunidades no consiguen casi nunca reconocer a los profetas verdaderos y los confunden con los falsos ya tengan buena o mala fe.

Betsabé escucha el consejo de Natán, va a ver a su marido David y le cuenta la historia sobre Adonías. Mientras los dos hablan en la habitación, llega Natán (según lo acordado), quien refuerza la versión de Betsabé. También en esta ocasión, David sigue escuchando, creyendo y obedeciendo a las mujeres: «El rey David dijo: Llamadme a Betsabé (...) “Te juro por el Señor, Dios de Israel, que tu hijo Salomón me sucederá en el reino y se sentará en mi trono. ¡Hoy mismo daré cumplimiento a lo que te he jurado!”» (1,28-30).

Es probable que Natán supiera lo que Betsabé representaba para David, la mujer hermosa que le había encantado y le había alterado la vida. Como agudo estratega, recurre al arma más poderosa para manipular a David. Han pasado muchos años desde que David la vio desde su terraza. Ha envejecido, pero hay una cierta fascinación y un brillo distinto en sus ojos que no envejece nunca. El tiempo no puede borrar algunas bellezas, al menos una. Su encanto dura toda la vida. Si así no fuera, no podríamos volver a ver en el último saludo la misma mirada del primer encuentro.

David ordena a Natán y al sacerdote Sadoc que unjan rey a Salomón (1,34-35). Las argucias de Natán dan resultado. En este episodio decisivo de la historia de Israel encontramos otra constante narrativa de la historia bíblica. Ante muchas elecciones decisivas, la voluntad divina no sigue las reglas de la Ley: el primero se convierte en el último y el último en el primero. Esta inversión del orden natural-divino de las cosas ocurre casi siempre cuando se entromete un profeta y/o una mujer. La profecía es un principio que echa por tierra las leyes del orden constituido y altera la marcha natural de las comunidades. Sin profetas (y sin algunas mujeres), los fuertes y poderosos nunca serían derribados de sus tronos, los últimos serían últimos para siempre, la vida no nos sorprendería nunca y todo sería tremendamente aburrido y predecible, los humildes nunca serían exaltados y ningún pobre sería llamado “bienaventurado”.

Una vez consagrado Salomón, David muere y deja su testamento: «Yo emprendo el viaje de todos. ¡Ánimo, sé un hombre! Guarda las consignas del Señor, tu Dios, caminando por sus sendas, guardando sus preceptos, mandatos, decretos y normas, como están escritos en la Ley de Moisés» (2,2-4). David pronuncia sus últimas palabras. El compositor y cantor de salmos, el poeta y el enamorado de Dios, termina su vida impartiendo disposiciones para arreglar algunas cuentas pendientes con algunas personas que los lectores de los libros de Samuel conocen muy bien: «Ya sabes lo que hizo Joab, hijo de Seruyá (...). Haz lo que te dicte tu prudencia: no dejes que sus canas vayan en paz al otro mundo. En cambio, perdona la vida a los hijos de Barzilay, el galaadita (...). Tienes también a Semeí, hijo de Guerá, benjaminita, de Bajurín. Me maldijo cruelmente (...). Sabes lo que has de hacer con él para que sus canas vayan al otro mundo manchadas de sangre» (2,5-9). Cabía esperar algo distinto y mejor del testamento de David, un personaje tan querido por la Biblia. Otros patriarcas murieron dejándonos en herencia palabras mucho más divinas y humanas. En cambio, David permanece envuelto en la ambigüedad moral hasta el final. Con este eficaz lenguaje la Biblia nos dice: nadie es como Dios. Por eso los hombres, incluso los más grandes, no deben convertirse en ídolos. La lucha anti-idolátrica de la Biblia también se expresa a través de la pintura de frescos éticos no idealizados de sus hombres y mujeres más grandes. De este modo los hacen mejores: curan sus llagas morales mientras nos las muestran.

Para terminar, llaman la atención las palabras relativas a Semeí, el benjaminita del partido derrotado de Saúl. David, años después, a punto de morir, sigue sintiendo el peso de las palabras de maldición pronunciadas contra él. En el humanismo bíblico las palabras son muy importantes. La palabra crea, fecunda, resurge. Las palabras de YHWH y – de forma distinta pero verdadera – también las nuestras. La bendición de Dios y la de un amigo son el don más grande que podemos recibir, cuando esa palabra buena nos alcanza, nos ama, nos cambia y se convierte en viento-ruah que resucita nuestros huesos de corazón reseco. Las palabras no son vanitas – soplo y humo – porque actúan en nuestra alma y en nuestro cuerpo; porque son carne. Pero la Biblia es demasiado verdadera como para no asumir también la responsabilidad del coste: si las palabras buenas nos bendicen y nos hacen bien, las malas nos maldicen y nos hacen mal. Siguen vivas, actúan como una bacteria moral en el corazón. Semeí había pronunciado palabras terribles contra David. Y ahí siguen, en su cabecera, susurrándole las últimas palabras. Le siguen doliendo, tal vez porque son palabras verdaderas («tú, David, mereces la guerra que te está haciendo tu hijo Absalón porque tú también luchaste contra tu “padre” Saúl»). Solo las palabras verdaderas, pero pronunciadas sin amor, son capaces de maldecirnos. Las palabras verdaderas deben ser manejadas con un cuidado infinito. Son testamento porque tienen la fuerza de la vida y de la muerte.

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Profecía e historia / 2 – Las últimas voluntades de un gran rey, pequeñas y duras, confirman que nadie es como Dios.

 Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 09/06/2019

«David fue un hombre excelente, dotado de todas las virtudes que son deseables en un rey. Era prudente, moderado, amable con los que sufrían, justo y humano. No cometió ninguna ofensa, excepto en el asunto de la esposa de Urías».

Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos.

Entramos en la historia de Salomón. Las intrigas y los enredos continúan y a contraluz nos revelan otros mensajes esenciales del humanismo bíblico.

Las grandes historias bíblicas nos siguen hablando porque, aunque sean más grandes y hermosas que nosotros, se nos parecen. En los exilios es donde las comunidades humanas son capaces de escribir sus capitales narrativos más valiosos. El gran sufrimiento de los años de destierro, la patria «tan bella y perdida», las humillaciones, los trabajos forzados y las grandes oraciones con los salmos cantados en las orillas de los ríos de Babilonia generan en el pueblo de Israel una pietas, nueva y muy profunda, que se convierte en una mirada nueva sobre la humanidad entera. En los desiertos es donde se aprende el valor del agua. En contacto con las limitaciones humanas de los hombres y de las mujeres heridas y humilladas es donde se aprende el valor infinito de los seres humanos. El sufrimiento propio y ajeno transforma la ética en misericordia, la única capaz de hacernos cantar las heridas humanas porque sabe ver en ellas bendiciones. Se necesita toda una vida, si no es más, para aprender a encontrar a Dios dentro de los pecados del mundo.

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Toda palabra verdadera es testamento

Toda palabra verdadera es testamento

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