Las plagas de los imperios invisibles

Las parteras de Egipto/6 – Ni siquiera los magos del faraón pueden mantener encadenados a los pobres

de Luigino Bruni

Publicado en  Avvenire el 14/09/2014

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Logo Levatrici d Egitto“Hasta que no haya llegado la salvación, para nosotros hoy como para Israel en tiempos de Moisés, la espera de la salvación sólo puede ser un continuo y universal agravamiento de las tensiones y los sufrimientos. El anuncio de la salvación, rompiendo el equilibrio mundano, sólo hace que surjan brutales relaciones de fuerza.”

 (Sergio Quinzio, Un comentario a la Biblia).

Cada generación debería releer el Éxodo, para descubrir y mirar a la cara a sus propios faraones y a sus propias esclavitudes, para anhelar la liberación, reconocer las plagas de su tiempo, abandonar la tierra del imperio y marchar hacia nuevas tierras de fraternidad y justicia. Cuando los caminos de liberación son verdaderos, siempre llega el momento de las ‘plagas de Egipto’, grandes signos de los tiempos de las épocas imperiales que los faraones no logran interpretar porque tienen el ‘corazón’ petrificado.

Entonces llaman a los ‘magos’, para que vaticinen oráculos tranquilizadores. El Éxodo dice, si sabemos y queremos escuchar bien, que cuando se demuestra que un imperio es inconvertible al bien (todos los son, pues de otro modo no serían imperios), la única salvación que se abre ante el pueblo oprimido es la fuga: abandonar la tierra de los trabajos forzados para marchar con decisión hacia otra tierra.

“Moisés dijo esto a los israelitas; pero ellos no escucharon a Moisés, consumidos por la dura servidumbre” (6,9). Después de la lealtad costosa y fraterna de los ‘escribas’, Moisés volvió a decir al pueblo la promesa de YHWH. Pero ellos no escucharon sus palabras porque los oídos de su alma estaban tapados por el excesivo dolor.

Hay un punto más allá del cual el sufrimiento es tan profundo y radical que impide escuchar a los profetas y sus promesas. Cuando los grandes sufrimientos de las personas y de las comunidades duran mucho tiempo, a los profetas, incluso a los más grandes, no se les escucha, porque el dolor excesivo crea una cortina invisible que ni siquiera la eficaz palabra del profeta logra agujerear.

Todas las generaciones han conocido estas formas de sordera desesperada y muchas veces han sabido luchar contra ellas y eliminarlas. También nuestro tiempo las conoce. Pero hoy a los muchos sufrimientos ensordecedores de los oprimidos se añaden las nuevas sorderas de las opulentas periferias espirituales y éticas, donde no se oye la voz de los profetas ni se inicia una liberación que es al menos tan necesaria como la de las periferias de la miseria.

El relato de las plagas de Egipto nos dice que existe un umbral en el dolor de los pueblos y de las personas. Cuando se supera este umbral, el único lenguaje creíble de la liberación son los hechos, porque consiguen llegar a profundidades mayores que las que alcanzan las heridas del dolor. Allí encuentran el origen de la promesa, la ven actuar dentro de su opresión. Las palabras de YHWH y de Moisés se convierten en historia, entran en las carnes de los pueblos, las hieren y las bendicen. Sólo esta palabra encarnada puede alcanzar la profundidad de ciertos dolores humanos. Sólo algunos hechos, algunas palabras encarnadas (en un gesto, en una última caricia, en mil noches pasadas durmiendo en una butaca del pasillo del hospital, en la puerta de casa abierta tras cien traiciones…) consiguen hablar a esos dolores donde las palabras ya no saben hablar, ni siquiera para perdonar y pedir perdón. También esto forma parte de la dignidad del sufrimiento humano, la única realidad que puede ser más fuerte que la palabra (para igualar esta dignidad de todos los dolores humanos, un día la palabra encarnada murió clavada en un madero). La primera luz que el pueblo inmerso en tinieblas comenzó a entrever fue una luz tenebrosa pero suficiente para distinguir en medio de esas tinieblas el alba de la resurrección. Dentro de la paradoja de las plagas de Egipto renació para los pobres la esperanza y la fe en la promesa. Y no es raro que también hoy nuestras esperanzas resuciten a partir de las plagas propias y ajenas, cuando conseguimos entrever en ellas, atravesándolas, la luz de la aurora. Y los oídos del alma se abren en un effetà colectivo y liberador.

Las plagas son el comienzo de la pascua, la premisa y el presupuesto de la travesía del mar. Hay una dinámica que domina el desarrollo de las plagas. Durante la acción de la calamidad, el faraón promete a Moisés que liberará al pueblo para que celebre a su Dios en el desierto. Moisés cree o espera que esa nueva plaga finalmente convierta al faraón, y le pide a YHWH que ponga fin a la plaga. Pero en cuanto la plaga termina, el faraón experimenta “un poco de alivio” (8,11), y se retracta de su promesa de liberación. El mensaje es claro: estos imperios y estos faraones son inconvertibles, sus promesas son charlatanería, porque su único interés es aumentar los ladrillos para construir las pirámides que celebren sus divinidades idolátricas.

En las primeras plagas (el agua del Nilo transformada en sangre y la invasión de las ranas) vuelven a aparecer los magos y los adivinos del faraón. Ya los habíamos encontrado en el ciclo de José en el Génesis (41,8). Egipto, en la memoria de Israel no es sólo el lugar de la esclavitud, es también la tierra fértil de la fraternidad recuperada. Estos magos reproducen los mismos hechos ‘prodigiosos’ de Moisés (“lo mismo hicieron con sus encantamientos los magos de Egipto”: 7,22; 8,3) para demostrar que las plagas se podían explicar sin invocar la acción del Dios de Israel. Pero en la tercera plaga, la de los mosquitos, “los magos intentaron con sus encantamientos hacer salir mosquitos, pero no pudieron” (8,14). Un comienzo de fracaso, que se convierte en total con la sexta plaga (las úlceras), cuando “ni los magos pudieron permanecer delante de Moisés a causa de las erupciones; pues los magos tenían las mismas erupciones que todos los egipcios” (9,11).

Cuando los imperios comienzan a vacilar, los dominadores llaman a magos, arúspices y adivinos. Les piden que confirmen que todo lo nuevo y doloroso que está ocurriendo en su reino no es nada verdaderamente preocupante y que todo puede explicarse utilizando la misma lógica del imperio. Durante años hemos asistido a una sucesión de adivinaciones y horóscopos de los magos de las finanzas y de la economía que nos querían (y quieren) convencer de que las ‘plagas’ que estábamos viviendo no eran una fuerte señal de la necesidad de conversión y cambio de la lógica profunda de nuestro imperio, sino únicamente oscilaciones naturales del ciclo económico, o errores y problemas internos del sistema que éste puede reabsorber ‘a largo plazo’. Llevamos décadas sufriendo las consecuencias del cambio climático, vemos cómo mueren hombres, ríos, animales, plantas e insectos, pero los magos del imperio siguen negando la evidencia y quieren demostrarnos que estos eventos son naturales y por lo tanto explicables con sus artes mágicas. Pero las plagas están aumentando, los imperios comienzan a ceder y las simulaciones de los adivinos ya no funcionan, porque la evidencia se muestra con una fuerza tal que desmiente incluso a los adivinos mejores y más sofisticados, y algunos comienzan a enfermar de las mismas enfermedades que intentaban negar.

Nuestro sistema económico, profundamente entrelazado con las vicisitudes medioambientales y climáticas, todavía se encuentra en el estadio de la ‘plaga de las ranas’, donde el faraón llama y paga opíparamente a sus magos para que le convenzan de que no está ocurriendo nada verdaderamente nuevo, nada de lo que haya que preocuparse de verdad. Pero hay señales de que quizás estemos entrando en la tercera plaga, porque el esfuerzo en simulaciones y persuasiones de los arúspices aumenta. Pero todos debemos esperar que, al revés de lo que le ocurrió al faraón, esta vez seamos capaces de convertirnos tras las primeras plagas sin esperar a la ‘muerte de los niños’ (la décima plaga) para liberar por fin a los pobres y salvar la tierra.

Este rico, complejo y variopinto relato de las plagas, contiene una gran enseñanza sobre la gestión de los conflictos, sobre todo de los conflictos entre un opresor, que se ha demostrado inequívoca e injustamente opresor, y unos oprimidos, inequívoca e injustamente oprimidos. Cuando la naturaleza y la lógica de estas dos partes en conflicto se manifiestan definitivamente, llega un momento en el que se deben interrumpir las negociaciones y sólo queda una posibilidad para vivir: la fuga. La única vida posible es la que está fuera de los campos de trabajo en esclavitud.

Con estos imperios opresores no se negocia. Si queremos salvarnos y salvar a otros debemos huir, porque quien intenta negociar y alcanzar compromisos un día se encuentra en la parte de los ‘capataces’ y se olvida de los pobres, de su grito y de la primera promesa. No conseguimos liberarnos de muchos emperadores porque, al no reconocerlos como son en realidad, entramos en negociaciones con su lógica, aceptamos las propinas y los patrocinios que nos ofrecen para que nos ocupemos de sus víctimas, pero no liberamos a nadie y terminamos por endurecer nuestras esclavitudes y las de todos.

Los imperios del pasado eran evidentes, destacaban imponentes en el horizonte de todos. Nuestros imperios son cada vez más invisibles y consiguen presentarse como reinos buenos y generosos que liberarán a los pobres. Buena parte de la libertad y de la justicia de nuestro tiempo pasa por nuestra capacidad espiritual y ética para ver a nuestros imperios y llamarlos por su nombre, reconocer las plagas y huir de ellos. Pero mientras resistimos, tratando de no morir, y esperamos la liberación, no olvidemos nunca que detrás de muchas sorderas espirituales y de la falta de liberación que vemos a nuestro alrededor, se pueden esconder grandes dolores, producidos por nuestros imperios visibles e invisibles. Reducir el sufrimiento de los pueblos, aflojar y romper las cadenas que les obligan a realizar trabajos forzados, puede hacer que muchos pobres escuchen finalmente a los profetas para emprender juntos el camino del mar.

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