Es femenina la palabra de paz

Más grandes que la culpa/28 – Estaría bien ver la historia con ojos de madre

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 29/07/2018

Piu grandi della colpa 28 rid«El gran visir, que era a su pesar ministro de tanta crueldad, tenía dos hijas. La mayor se llamaba Sherezade y la otra Doniazade. Un día, cuando estaban charlando, Sherezade le dijo: Padre, tengo intención de detener la brutalidad que el sultán ejerce con las familias de esta ciudad; quiero disipar el justo temor que tienen muchas madres de perder a sus hijas de manera tan funesta»

Las mil y una noches

Las palabras pueden matar, y también alejar la muerte. Logos es el primer enemigo de thanatos. Mientras tengamos algo que contar, podremos retrasar un día su llegada. Y cuando hayamos terminado nuestro relato y llegue, quizá descubramos que aún nos queda una historia que contar, una historia para ella.

Las mujeres tienen una familiaridad especial con la muerte, porque tienen una intimidad singular con la vida. Tal vez sea porque durante milenios han custodiado la casa, donde han desarrollado relaciones primarias mientras los hombres se dedicaban a la economía de las relaciones productivas y militares fuera de casa. Las mujeres se han hecho expertas en la vida y a la vez en la muerte. Han lavado y vestido a los niños y a los muertos. Han cuidado heridas que raramente curaban. Han preparado la cama, muchas veces la única cama grande de la casa, hoy para dar a luz y mañana para velar a un padre. En relación con la muerte, la vida es para ellas como un jardín para ciegos: no la ven, pero sí la tocan, la sienten, la respiran. Cuando llega el final y abren los ojos, la miran a la cara y descubren que ya la conocen, como solo una mujer conoce a una hermana. La muerte no parece su peor enemigo. Para matar de verdad a una mujer, no basta quitarle la vida. En la Biblia, las mujeres generalmente no terminan su vida muriendo, sino que salen de escena después de haber sido violadas y humilladas, tal vez para decirnos que estas muertes son las que de verdad matan.

«Estaba allí por casualidad un desalmado llamado Sebá, hijo de Bicrí, benjaminita, que tocó la trompa y dijo: “¿Qué tenemos nosotros con David?”» (2 Samuel 20,1). Con este intento de insurrección, un hombre de la familia de Saúl continúa la lucha entre las tribus vinculadas a Saúl y las que son fieles a David. Al mismo tiempo, marca el comienzo del conflicto entre el Norte (Israel) y el Sur (Judá), que conducirá posteriormente a la trágica escisión del Reino de David. En estos capítulos finales del segundo libro de Samuel, vemos que el partido de Saúl, a pesar de haber sido derrotado por el de David, sigue estando vivo y con fuerza en Israel, sobre todo en la tribu de Benjamín. La guerra con su hijo Absalón, que supone la crisis política más grave del reinado de David, produce grietas, incluso teológicas, por donde tratan de colarse las facciones fieles a Saúl. En realidad, la tribu de Benjamín, que hace de cremallera entre el Norte y el Sur, siempre ha representado un elemento crítico para Jerusalén. No olvidemos que también el profeta Jeremías y Pablo-Saúl de Tarso, ambos críticos con Jerusalén y su tradición, son benjaminitas.

Mientras tanto, David, después del abandono temporal de la ciudad para reprimir la conjura de Absalón, vuelve a Jerusalén. Su primer acto político tras la crisis tiene como protagonistas a las diez concubinas que había dejado en la ciudad en el momento de la fuga (15,16), y de las que Absalón había tomado posesión (16,21) para mostrar a todo el pueblo quién era el nuevo rey. Para dar publicidad al gesto, en la terraza de palacio había levantado una tienda a la que Absalón entraba con las mujeres (16,22). Quizá fuera la misma terraza desde la que su padre observó el baño de Betsabé, la deseó y consumó un adulterio que está en el origen de la sangre que ya nunca dejará de manchar a su familia. Una vez más, las mujeres son usadas como instrumentos del poder, mujeres que viven en palacio sin ser vistas ni reconocidas como personas. El harén es una parte más de la riqueza de un rey: un conjunto de cosas, objetos y bienes sin derechos y sin nombre. Ha hecho falta toda la Biblia, y no ha sido suficiente, para que la mujer volviera a ser el ezer kenegdo que Adán, con gran alegría, reconoció en el Edén como “igual a él”, alguien con quien cruzar la mirada a la misma altura, en el acontecimiento decisivo que el Génesis (2,23) pone al comienzo de la creación, como piedra angular de su antropología y de su teología. Sin embargo, durante milenios los ojos de las mujeres han estado más abajo que los de los varones, más cerca de los ojos de los animales que de los de los maridos. Unos ojos bellísimos que miraban hacia delante sin cruzarse ni ser reconocidos como iguales.

«Cuando David llegó a su palacio de Jerusalén, encerró en el harén a las diez concubinas que había dejado al cuidado del palacio; las mantenía, pero no se acostó con ellas; quedaron como viudas de por vida» (20,3). David, para cerrar definitivamente el paréntesis político de Absalón, condena a estas diez mujeres a la clausura de por vida. Inocentes, tienen que pagar la viudedad del hijo rebelde que las ha consumido sin pedir permiso. Mujeres como Tamar, sin culpa, que deben expiar los pecados y venganzas de los varones, aprisionadas en una viudez forzosa política y social, usadas para enviar al pueblo un mensaje de carne (Jueces 19). Las mujeres, cuando las palabras se acaban o se quedan sin aliento, han tenido que hablar con su carne, con sus hijos y con sus clausuras. Aunque su mensaje sea de vida, no dejan de ser un sacramento de carne para decir palabras de espíritu, que casi nunca son acogidas ni comprendidas.

Pero no podemos evitar sentirnos sacudidos y turbados por la indiferencia con que el escritor bíblico nos comunica esta clausura no elegida de las mujeres. Es como si la pietas usada con los grandes hombres no fuera necesaria para estas mujeres y para muchas otras. Ojalá fuéramos capaces de imaginar e incluso escribir algunos episodios de la historia narrada en los libros de Samuel desde la perspectiva de las mujeres. Preguntarnos: ¿cómo viviría Mical, hija de Saúl y esposa de David, la guerra civil entre su padre y su marido y la muerte de Jonatán y de los demás hermanos? ¿Qué sentiría – y tal vez qué diría – Betsabé ante la muerte del niño sin nombre querido por YHWH para castigar la culpa de David? ¿Qué dijo, si es que dijo algo, Ajinoán, la madre de Absalón, cuando supo que su hijo, el más guapo de todos, se había quedado enganchado con su melena en un árbol y Joab le había dado muerte? ¿Cómo leen y viven las madres la historia de las guerras y de las violencias de los hombres? ¿Cuáles son sus palabras distintas? Pero en medio de esta viudedad claustral y de este triste silencio de mujeres, la Biblia nos presenta a otra mujer y con ella nos hace escuchar algunas palabras femeninas demasiadas veces acalladas. Al escuchar sus palabras, podemos intentar oír las de muchas mujeres mudas sepultadas por la historia y por la Biblia.

La revuelta de Sebá no encuentra suficientes partidarios en Israel. Con unos pocos hombres, se refugia en una ciudad del Norte llamada Abel (Abel-Bet-Maacá). Joab sale en su persecución, asedia la ciudad y comienza a construir un terraplén adosado a su muralla para tomarla.

Después de la mujer sabia sin nombre de Tecua (cap. 14), ahora, en otro momento decisivo, entra en escena otra mujer sabia sin nombre: «Una mujer sabia de la ciudad, plantada en el bastión, gritó: “¡Oíd, oíd! Decid a Joab que se acerque, que tengo que hablar con él”. Joab se le acercó y ella le preguntó: “¿Eres tú Joab?” Él dijo: “Sí”. Y ella entonces: “Escucha las palabras de tu servidora”. Joab respondió: “Te escucho”» (20,16-17). Lo primero que llama la atención es que una mujer tome la palabra en nombre de la ciudad. En un mundo de hombres, en un momento de gran crisis donde está en juego la supervivencia de la comunidad, es una mujer la que habla, y lo hace con tanta autoridad que Joab la escucha. La mujer le dice: «Solían decir antiguamente: “Que pregunten en Abel, y asunto concluido”. Somos israelitas cabales. Tú intentas destruir una ciudad madre de Israel. ¿Por qué quieres aniquilar la heredad del Señor?» (20,18-19). Abel era en Israel una ciudad madre de paz, con una historia y una vocación de sabiduría y fidelidad. La mujer sabia de Abel usa el genius loci de su tierra, apela a sus raíces para salvar el árbol de la vida, porque las raíces no son solo el pasado, sino también el presente y el futuro. Pero las raíces pueden salvar si alguien sabe llamarlas porque sabe verlas y entenderlas. Esto también forma parte del talento de las mujeres, porque la generación de la vida las hace expertas en el vínculo entre generaciones.

El diálogo entre la mujer sabia y el general despiadado continúa: «Joab respondió: “¡Líbreme, líbreme Dios de aniquilar y destruir! No se trata de eso: (…) Sebá se ha sublevado contra el rey David. Entregádnoslo a él solo y me alejaré de la ciudad”» (20,20-21). La mujer ha alcanzado su objetivo: salvar de la muerte, con la palabra, a su ciudad y a sus habitantes. Y también en este caso actúa de inmediato: «La mujer dijo entonces a Joab: “Ahora te echamos su cabeza por la muralla” (…) Decapitaron a Sebá, hijo de Bicrí, y le tiraron a Joab la cabeza» (20,21-22). Hoy, tal vez, nos parecería “sabio” un mediador capaz de salvar también la vida del rebelde. A la Biblia la suerte de Sebá no le interesa mucho (en aquel mundo la muerte de este tipo de rebeldes era casi segura). En este relato, a la mujer se la considera sabia porque en una situación desesperada sabe encontrar rápidamente la única solución posible para salvar a su ciudad de la destrucción, logra mediante el diálogo que el sanguinario comandante cambie de idea, y obtiene de este modo la paz. En un lugar limítrofe entre la muerte y la vida – los lugares donde la Biblia muchas veces coloca a las mujeres –, la mujer de Abel sabe salvar a una “ciudad madre” y a sus hijos. En este prodigioso duelo prevalecen las palabras de paz de la mujer sabia.

Esa mujer sigue sin nombre, pero no sin palabras. A veces, en la Biblia, los protagonistas de relatos que contienen un mensaje grande intencionadamente no tienen nombre. Su anonimato no reduce el valor de sus palabras, sino que lo universaliza: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó», «Un hombre tenía dos hijos...». Nosotros podemos rellenar el nombre que falta poniendo el nuestro, y después oír cómo se nos repite: «Ve y haz tú lo mismo».

 

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