Los ángeles pobres de los pobres

El alba de la medianoche/24 – Las mutilaciones del alma pesan más que las del cuerpo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (35 KB) el 01/10/2017

171001 Geremia 24 crop rid«El deber para con el prójimo no se limita únicamente a las personas que viven a nuestro lado. El vínculo entre el samaritano y el israelita herido lo establecen los acontecimientos mismos. Al encontrarse en aquella situación, el samaritano tuvo acceso a una nueva projimidad. En nuestro mundo hay muy pocas personas a las que no podamos considerar como nuestro prójimo»

Amartya Sen, La idea de la justicia

La laicidad de la Biblia es importante, pero cada vez está más alejada de nuestra vida de creyentes y de “laicos”. El humanismo bíblico es, antes que nada, un alegato sobre la vida, sobre toda la vida, en especial sobre la vida humana. La Biblia habla mucho de Dios, pero no habla solo de Dios, habla sobre todo de nosotros. Nos dice que en la vida no está solo Dios: está la vida. El Dios bíblico sabe retirarse, callar, para dejarnos espacio a nosotros, a nuestra libertad y a nuestra responsabilidad. No monopoliza nuestra vida. No quiere un culto continuo y perpetuo. Eso solo lo buscan y lo obtienen los ídolos. El Dios bíblico es un libertador. No nos libera de los ídolos para someternos a él. Si así lo hiciera sería el ídolo perfecto. Activa procesos, no ocupa espacios, ni siquiera los espacios sagrados, que frecuenta poco, porque prefiere la plaza, la casa y la viña al templo. Pero, sobre todo, le gusta ver lo que acontece bajo el sol, seguirnos con una mirada de esperanza en el pleno ejercicio de nuestra humanidad. Se asombra cuando ve nuestras maldades, pero se asombra aún más ante la belleza de nuestros actos, ante el espectáculo admirable de la solidaridad y de la fraternidad, sobre todo cuando se trata de esa solidaridad y fraternidad maravillosas que comienzan en el corazón de los más pobres y de los descartados.

«Ebedmélec, un criado del rey, eunuco nubio que también vivía en palacio, se enteró de que habían metido a Jeremías en el aljibe (…) Salió del palacio y habló al rey: “Majestad, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándole al aljibe, donde morirá de hambre” (porque no quedaba pan en la ciudad). Entonces el rey ordenó a Ebedmélec, el nubio: “Toma tres hombres a tu mando y sacad al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera”» (Jeremías 38,7-10). Un eunuco, un etíope – un descartado, un extranjero – salvó a Jeremías del fango y de la muerte. No sabemos mucho de este salvador. Pero sabemos que había muchos eunucos en la antigüedad, en Oriente, en Persia y en todo la cuenca mediterránea, Roma incluida. Eran esclavos especialmente apreciados y caros en el mercado, porque podían desempeñar funciones especiales y delicadas (como, por ejemplo, custodiar a las mujeres del harén). Muchos de ellos eran castrados antes de la pubertad y adquirían voz y gestos femeninos. Por lo general, eran utilizados al servicio de la corte y del templo. En Europa ha habido formas similares a la de los antiguos eunucos hasta tiempos recientes (por ejemplo, en los coros sagrados, hasta comienzos del siglo XX). Hace unas semanas pude ver a algunos de ellos en la India (los Hijras) pidiendo limosna en los semáforos. En ellos vi a los eunucos de la Biblia, su tristísima condición de víctimas, y el estupor y el dolor me dejaron sin palabras.

En este episodio del libro de Jeremías llama la atención la descripción que hace Baruc de la acción del eunuco, delicada y llena de detalles: «Ebedmélec tomó a su mando los hombres, entró en el ropero de palacio y allí tomó tiras y trapos, y los descolgó con la soga hasta el aljibe. Y Ebedmélec, el nubio, dijo a Jeremías: “Colócate los trapos en los sobacos, por debajo de la soga”. Y Jeremías lo hizo» (38,11-12). Este detalle, que puede parecer insignificante, expresa sin embargo la espléndida humanidad de ese hombre mutilado, frecuentador de mujeres. De ellas aprendió el arte del cuidado, y su propio sufrimiento le hizo competente en el sufrimiento del cuerpo de los demás. Una vez más, la salvación de un profeta llega de un descartado, de un maldito, de una extranjero, de una víctima. Educado por el gran dolor y hecho dócil al espíritu, es capaz de reconocer una voz distinta en medio del estruendo general, y después actúa y realiza un rescate.

A los pobres no les salvan los faraones, los reyes, los poderosos, los grandes ni los ricos. Hoy como ayer, las víctimas reciben la primera salvación de otras víctimas, gracias a esa solidaridad del dolor que, cuando se pone en marcha, obra auténticos milagros y puede transformar una cárcel o incluso un lager en un Edén de la fraternidad. En Jerusalén, en medio de la confusión y desesperación general, donde cada uno busca salvar su vida, un hombre castrado transforma el palacio contaminado por cortesanos y políticos corruptos en un paraíso de humanidad. Una víctima logra ver a otra víctima, al profeta, y encuentra los recursos necesarios para actuar, buscando en el caos de una corte en disgregación, unos trozos de tela para que sus axilas no sufran daño.

Tal vez el etíope conociera a Jeremías, tal vez no. No sabemos nada acerca de este detalle del relato. Pero esta ignorancia nos recuerda una cosa muy importante: la projimidad no es igual a la amistad. No es necesario conocer personalmente a alguien para sentirse su prójimo. El samaritano del evangelio de Lucas, forastero como el etíope de Jeremías, no conocía el nombre del hombre agredido por los bandidos, pero vivió esa projimidad fraterna que no necesita nombres, documentos ni permisos de residencia. No sabía ni quería saber si aquel hombre estaba en la calle porque huía de un conflicto, si era inocente o culpable, o si “simplemente” era un emigrante económico. Era un hombre, una víctima. La amistad debe conocer el nombre del otro, la fraternidad no. La amistad necesita frecuentación, contactos, intimidad; la fraternidad no. El hombre que iba camino de Jericó y Jeremías eran hombres y víctimas. No hace falta nada más para detenerse ante un herido, socorrerlo, llevarlo a la posada, cuidar de él y dejarle dinero al posadero. El samaritano y el etíope supieron ser prójimos sin ser cercanos por geografía, clan, condición social, etnia o religión. La projimidad sin necesidad de cercanía es una de las mayores conquistas morales de la humanidad, que cada día muere y cada día resucita. En nuestras periferias, en los centros de acogida, junto a muchos Sedecías y funcionarios de la corte, sigue habiendo muchos etíopes con ojos capaces de ver a otras víctimas y reconocerlas porque tienen su mismo olor: el olor humano, el mejor olor de la tierra. Etíopes que buscan trapos en los armarios para sacar del fango a hombres y mujeres como ellos.

En tiempos de ruina y deportación, en medio del gran dolor de la violencia extrema, también renacen trozos de projimidad y, de vez en cuando, de fraternidad. Pero si queremos verla, debemos buscarla entre las víctimas y entre los descartados, que muchas veces guardan en su dolor la capacidad de sentir en las entrañas el dolor de los demás, y después actuar. La primera pobreza, inmensa pobreza, que genera  muchas veces el poder y la riqueza es la atrofia de ese músculo del corazón al que llamamos misericordia, que primero nos impide ver a las víctimas y después sentirlas como verdaderos hermanos y hermanas, para finalmente actuar. Cuando en la vida humana se atrofia este músculo moral, volvemos a Caín, aunque vivamos cómodamente en una corte y estemos saciados y rodeados de nuevos siervos y eunucos. En nuestro mundo hay una pobreza, cada vez más grande, de esta humanidad integral. Sin embargo, ningún indicador de bienestar la mide, porque no la quiere medir. Así nos vamos hundiendo en una creciente deshumanización, en un fango distinto al de las termas y las salas de masajes. Es posible que nos hayamos convencido de que ya no hay pobres, tan solo porque nos hemos empobrecido tanto en el alma que ya no podemos verlos, escucharlos ni salvarlos del barro.

Aquel etíope castrado contenía en sí toda la humanidad presente en aquel palacio decaído y corrupto. Así salvó a un profeta. Y en él nos sigue salvando a nosotros, cuando, gracias a la Biblia, nos encontramos hoy con él y le damos las gracias. Aquel eunuco vio y salvó al profeta porque era un hombre entero, íntegro en el alma aunque mutilado en el cuerpo. Es posible ser entera y auténticamente humano con mutilaciones en el cuerpo. Las mutilaciones y auto-mutilaciones del alma son mucho más graves, porque lo primero que se extirpa es precisamente la capacidad espiritual de vernos amputados. Jeremías profetizó una bendición para el etíope Ebedmélec. Pronunció para él palabras de salvación: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías mientras estaba preso en el patio de la guardia: “Vete y di a Ebedmélec, el nubio: Así dice el Señor Dios de Israel: Yo cumpliré mis palabras contra esta ciudad (…) Aquel día te libraré y no caerás en poder de los hombres que tú temes; seguro que libraré y no caerás a espada: salvarás tu vida, porque confiaste en mí"» (39,15-18). Esta es una forma sublime de reciprocidad, donde las palabras de bendición y salvación de un profeta se convierten en la respuesta a la liberación del fango.

Otro etíope, otro día, tuvo otro encuentro mientras leía a otro profeta. Fue el primer no judío bautizado por los apóstoles: «El ángel del Señor habló a Felipe diciendo: “Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Es desierto”. Se levantó y partió. Y he aquí que un etíope eunuco (...) regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías» Hechos 8,26-28). El apóstol se encontró con otro etíope, otro eunuco, tras una teofanía, tras la palabra de un ángel. Todas las teofanías de la Biblia son hermosas, pero las más espléndidas son los relatos de ángeles que se hacen amigos de los pobres: el ángel que se le apareció a Agar, la esclava expulsada al desierto por su dueña celosa; el ángel que hizo de un eunuco extranjero un signo de la salvación universal. No sabemos si Lucas quiso narrarnos el bautismo de este etíope para recordarnos a aquel otro etíope lejano salvador del profeta. Pero podemos pensar y esperar que así fuera. No sería extraño en una Biblia llena de improbables reciprocidades y fraternidades en el espacio y en el tiempo. Podemos y queremos pensar que, después de escuchar las palabras de Jeremías, aquel primer eunuco etíope también «siguió gozoso su camino» (Hechos 8,39).

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