La herida viva que sabe hablar

El alba de la medianoche/10 – Reconocemos a los profetas cuando se revelan como mendigos de luz

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (53 KB) el 25/06/2017

170625 Geremia 10 rid«Rabí Méndel se jactó una vez ante su maestro de que por las tardes veía al ángel que aleja la luz para dar paso a la oscuridad, y por las mañanas al ángel que aleja la oscuridad para dar paso a la luz. “Sí”, dijo Rabí Elimélej, “en mi juventud yo también los veía. Más tarde ya no ves estas cosas”»

Martin Buber, Cuentos Jasídicos

Si las experiencias más profundas e íntimas son tan valiosas es porque se han vivido y generado en el secreto impronunciable del corazón. Nos dan una nueva profundidad, nos dejan entrever una nueva interioridad, que no creíamos poseer cuando comenzábamos a atravesar el desierto, antes de la lucha nocturna, cuando madrugábamos para salir con la leña y con el hijo hacia aquel monte tremendo. Sin embargo, hemos atravesado el desierto, hemos luchado con un ángel, hemos subido al monte Moria y, alguna vez, nos hemos encontrado con un hijo de regalo, con un nombre nuevo, en una tierra prometida. O la hemos visto de lejos, mientras nuestros hijos entraban en ella. En las experiencias decisivas oímos sonidos y voces inarticuladas que nos calientan y queman como el sol, nos quitan la sed y nos empapan como el agua, nos tocan, nos acarician y nos hieren. Pero no hablan.

Los profetas cantan su interioridad y sus experiencias más íntimas para que también las nuestras puedan hablara. Nos regalan sus diálogos viscerales, sus palabras de soledad, de lucha, sus preguntas casi siempre sin respuesta. Son grandes expertos en las palabras de las profundidades del hombre y de las profundidades de Dios, de los silencios del hombre y de los silencios de Dios. Muchos no creen que exista un Dios en un lugar “sobre el sol” esperándonos al final de la carrera. Pero no se puede negar que “bajo el sol” ha habido y hay personas, los profetas, que hacen hablar a Dios en el corazón del hombre. No podemos negar ese entrecomillado de Dios que es el profeta, porque es totalmente humano, hecho enteramente de carne y sangre. Podemos discutir quién es ese ”Dios” del que nos hablan y al que hacen hablar, pero sin duda se trata de una realidad concreta, vital, nada abstracta. Cuando las religiones pierden contacto con el Dios de los profetas, se transforman en prácticas que celebran a un Dios abstracto que ha dejado de hablar, mudo como los ídolos.

«¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de pleitos y contiendas con todo el mundo!. Ni les debo, ni me deben, ¡pero todos me maldicen!» (Jeremías 15,10).

¡Ay de mí, madre mía! A la madre no se la nombra en vano. Si lo hacemos, violamos el primer mandamiento de las relaciones primarias. Cuando somos niños, la palabra “madre” es la de la vida, la que da vida. Cuando somos adultos y cuando ella ya no está, la palabra “madre” va casi siempre acompañada de “mía” y surge espontáneamente ante cualquier emoción. Si nos detenemos un instante y nos fijamos con detalle, nos daremos cuenta de que las palabras “madre mía” expresan un sentimiento visceral, como las que nos han custodiado dentro y fuera del seno materno. Pero, algunas veces, las palabras “madre mía” son las últimas que nos quedan en el odre de las palabras del dolor y la angustia. En la cárcel, entre los condenados a muerte, en el último lecho del último viaje, cuando la enésima entrevista de trabajo ha salido mal, cuando leemos el informe médico que no nos gustaría leer… “¡madre mía!”.

Este canto-oración de Jeremías también comienza nombrando a la madre, tal vez para volver al origen de su nombre y de su vocación. No comienza su confesión con: “Dios mío”, sino llamando a su madre. Vuelve “nacido de mujer”, como todos. En tiempos de grandes crisis es natural volver a la madre, buscando el origen más profundo y verdadero de la propia historia. A veces volvemos también a la casa materna, a los lugares de la vida antes de que una voz nos llevara hacia un destino que ya no comprendemos. Cuando la segunda casa parece morir y evaporarse en el sueño y en la vanitas, volvemos a casa de la madre para volver a fundarnos sobre algo más verdadero, buscando un origen más radical y verdadero de esa vocación. En el día de su vocación, Jeremías sintió que los dos orígenes – natural y profético – eran uno («Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses, te tenía consagrado»: 1,5). Ahora, en el día de la prueba, ambos orígenes se separan, y el profético se pierde. Y el cordón umbilical puede convertirse en el primer hilo para volver a atar una vida deshilachada.

Los profetas son hombres y mujeres como nosotros. Lo son siempre, pero más que nunca cuando su sol distinto se oscurece y se quedan como terrestres hijos de la tierra, hermanos y hermanas del adam. No siempre y no todos logramos seguir y entender a los profetas cuando prestan su boca a YHWH. Pero todos podemos entenderles cuando, desnudos y pobres, se hacen mendigos de luz, de vida, de madre, de origen, como nosotros. En esos momentos nos toman de la mano y nos enseñan el oficio de vivir bajo el cielo de todos.

Cuando escribe y lee públicamente estos versos, Jeremías es un hombre adulto. Ha gastado los mejores años tratando de ser fiel a su vocación, ha desempeñado su tarea con celo y generosidad. «Di, YHWH, si no te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro»: 15,11). Seguir con honestidad su llamada le ha hecho vivir una vida de soledad («No me senté en peña de gente alegre, por obra tuya solitario me senté» 15,17), ridiculizado y odiado por sus conciudadanos y familiares, incluso más maldecido que un usurero o un deudor insolvente. Ha tenido que anunciar a su pueblo un destino de ruina. Ha tenido que combatir a los falsos profetas de ilusiones consolatorias. Ahora ya no entiende su suerte, le parece triste y profundamente injusta, y lucha con YHWH hasta acusarle de traición: «Te has hecho para mí como un espejismo, como aguas no verdaderas» (15,18). Estas palabras podrían molestarnos o parecernos improbables y desentonadas en la Biblia si no conociéramos a Job o el vado nocturno del Yaboq; si no conociéramos a los profetas, ni la vida y la fe que cantan sus versos más elevados dentro del campo de batalla, cuando luchan con los ideales más grandes que se han transformado en el enemigo. Así también en esta confesión de Jeremías, en el culmen de su lucha, encontramos uno de sus versos más bellos: «¿Por qué mi dolor no tiene fin y no hay remedio para mi herida?» (15,18).

Nos encontramos ante uno de los vértices de la auto-revelación de la vocación profética y por consiguiente de toda vocación humana auténtica. Los libros de los profetas son extraordinarios porque nos muestran un rostro distinto de Dios, pero también porque nos dan a conocer un rostro espléndido del hombre: su capacidad para responder a una vocación.

Aquí Jeremías nos dice que la vocación es una herida, una herida siempre abierta que no cicatriza. Nos dice que la voz buena que un día nos revela lo que somos desde siempre, es también un bisturí que realiza una profunda incisión en nuestra alma y en nuestra carne, para abrir nuestra naturaleza más verdadera, para desvelarnos a nosotros mismos. Es una circuncisión del corazón, que se realiza bajo los efectos del anestésico de una luz amorosa que llama y seduce. Después vienen años en los que el trabajo de la voz-cirujana continúa y se hace más profundo, si bien todo es una inmensa felicidad: «Tu palabra era para mí un gozo y alegría de mi corazón» (15,16). Pero el efecto de la anestesia poco a poco se va pasando y un día nos encontramos solo con la herida sangrante, sin comprender el sentido del dolor y de la herida. Descubrimos que es simplemente una herida inútil. Un significante sin significado. Una señal muda. La abertura del alma que durante muchos años fue el lugar del encuentro y del diálogo con la voz parece tan solo un corte que duele y no cura.

Esta transformación de la primera abertura en herida marca el comienzo de la fase más fecunda de toda vocación, de esa misteriosa y típica capacidad de generar, valiosa y rara. El profeta es una herida que habla, una espina perennemente clavada en la propia carne. Cada uno lleva grabada una señal que le permite en-señar la palabra. En cambio, los falsos profetas o bien no han conocido nunca el tiempo de la anestesia o bien han seguido usando opiáceos para no llegar nunca al tiempo verdadero de la herida.

En medio de su lucha con YHWH, Jeremías tiene un nuevo encuentro con la primera voz: «Yo te pondré para este pueblo por muralla de bronce inexpugnable. Y pelarán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo para librarte y salvarte» (15,20). Si volvemos al comienzo de su libro, nos daremos cuenta de que Jeremías aquí vuelve a escuchar las mismas palabras del primer día (1,18-19). A veces, en las muchas agonías de la vida adulta puede ocurrir que volvamos a escuchar las palabras de la llamada de juventud, pero esas palabras repetidas ya no son anestesia ni cicatrizan la herida. Muchas personas con auténtica vocación profética se bloquean porque, al desaparecer el efecto de la anestesia, se pasan la vida esperando un bálsamo con el que curar las propias heridas y se olvidan de curar las heridas de otros, donde se encuentra el único bálsamo que puede hacer soportables y fecundas nuestras propias heridas, que permanecen siempre abiertas.

A pesar de esta nueva epifanía interior, la herida de Jeremías seguirá sangrando hasta el final, y generará algunos de los cantos más elevados y sublimes de la Biblia. La herida de Jeremías no podía cicatrizar porque, sencillamente, la herida era él. Si hubiera cicatrizado, si hubiera usado los diálogos con YHWH para consolarse y curarse, hoy no tendríamos palabras distintas con las que gritar y rezar en nuestras luchas fecundas. No tendríamos sus páginas más grandes, no tendríamos su libro. Y no habríamos entendido una ley fundamental de las vocaciones más hermosas: que las deslumbrantes luces de la infancia espiritual son una anestesia amorosa mientras se realiza la operación más importante de la vida. La herida no es más que la forma que adquiere la primera luz en la edad adulta. Y de esa herida que habla florecerán nuestras palabras más bellas y verdaderas.

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