Cuando la luz vuelve a alumbrar

Las voces de los días/6 – Ver también en la oscuridad, más allá de la falsa luminosidad

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/04/2016

Fiore Fragola rid"Hay cualidades o excelencias que el yo no puede atribuirse a sí mismo: la pureza, el encanto (charme), la modestia, el humor, todas las perfecciones que desaparecen apenas se las roza, aunque sea por un instante, pues sólo pueden existir si no son conscientes de sí mismas. En otras palabras, el sujeto que es [puro] y el que lo dice nunca son el mismo.”

 

Vladimir Jankélévitch, Lo puro y lo impuro

No es fácil reconocer ni nombrar las experiencias decisivas de la vida, ya que si comprendiéramos su naturaleza de bendición, su herida no dejaría en nosotros ninguna señal, no nos en-señaría nada.

Si fuéramos capaces de ver el nacimiento de una nueva pureza en un episodio que se nos presenta como impureza (y tal vez lo sea); si comprendiéramos que una enfermedad nos hace más fuertes a la vez que nos hace experimentar una gran debilidad; si nos diéramos cuenta de que, cuando luchamos con todas nuestras fuerzas para que nuestra empresa no muera, estamos generando una nueva y más verdadera mansedumbre… estas experiencias perderían su valor. La gracia/charis, que ha salvado el mundo hasta ahora y lo sigue salvando, desaparecería. La naturaleza y las sonrisas de los niños nos convierten y nos proporcionan las mayores alegrías precisamente porque no quieren convertirnos ni hacernos felices, porque son sencillamente así. El voluntarismo sirve para muchas cosas, pero no para las verdaderamente decisivas, cuando únicamente debemos aprender a “saber estar” en la ignorancia.

Cuando una persona comienza un camino ideal siguiendo una vocación, ya sea religiosa, cívica, artística o poética, en la experiencia inicial siempre hay una luz fuerte y distinta, que a menudo se ve amplificada por la fuerza de la juventud. Es una luz interior y exterior al mismo tiempo, que inflama la parte mejor de nosotros mismos. Escuchamos la llamada, la reconocemos como la voz buena que estábamos esperando desde siempre y nos ponemos a seguirla. Entonces vaciamos de muebles la habitación del alma, porque queremos que esa luz nueva llene todo el espacio. En el comienzo de toda vocación hay una voz y una habitación vacía que se vuelve muy luminosa. Nos alimenta, nos quita la sed, nos da vida. No queremos ni necesitamos nada más.

Después de esta fase de iluminación desnuda, que puede durar muchos años, comienza la segunda etapa. Día tras día empezamos a llenar la habitación con otros objetos, muebles, figuras, cuadros, cortinas, armarios, ropa, estatuas y crucifijos. Es la edificación de la religión y del culto. No puede ser de otro modo, ya que la construcción simbólica del entorno iluminado por la experiencia espiritual originaria es el primer acto con el que los hombres reconocen y aman las vocaciones. En un primer momento, esta construcción y este “amueblamiento” son operaciones principalmente sociales y colectivas: los muebles y los armarios no los construimos ni los compramos nosotros, sino que nos los proporciona la comunidad. A nosotros sólo nos queda un hueco donde poner una foto de los padres o de la novia. Después de un tiempo, si la vocación crece bien y madura, surge de forma progresiva y casi siempre inconsciente la necesidad de personalizar la decoración, añadiendo al mobiliario anterior otros objetos y cosas nuestras. Este es un momento especialmente creativo de la vida que, por lo general, coincide con los años de la madurez joven, cuando aquella primera voz adquiere poco a poco la forma de nuestra personalidad y se crea una simbiosis entre la luz y la parte más hermosa de nuestro carácter. Pasamos de “consumidores” a “productores” de luz, en un sublime juego de reciprocidad: somos conscientes de que no somos dueños de la luz que consumimos y producimos, pero sentimos que las obras que estamos realizando nunca habrían llegado a la tierra sin nuestra parte, sin nuestro “sí” activo y creativo, el mismo que permitió a la voz-logos convertirse en “carne”. El poeta sabe que la voz que le inspira no es de su propiedad, pero también sabe que sin su esfuerzo, docilidad y talento, esa voz no se convertiría en poesía, en poesía suya y no suya.

Las creaciones y las creaturas se multiplican y con ellas se multiplica también el éxito y la sensación de dar mucho fruto en una existencia floreciente. Sin que seamos conscientes de ello durante el proceso, la antigua habitación interior empieza a perder luminosidad. Los nuevos muebles y los nuevos productos, añadidos a los viejos, comienzan a llenar todo el espacio, hasta que llegan a obstruir la ventana y la luz. Pero la experiencia subjetiva de quien obstruye la ventana con sus obras no es de oscuridad (este es un aspecto central en este proceso de llenado). Sus obras, nacidas del encuentro con la primera luz, iluminan el entorno con una luz que se parece tanto a la originaria que no es fácil distinguirlas. Se sustituye la luz que ha dejado de penetrar desde el exterior por la luz que emana de las obras, hasta reemplazarla por completo. La luz cambia y mengua todos los días, pero nuestros ojos se van acostumbrando progresivamente a esa luz menor y distinta. Así nos adaptamos a la luz de nuestras obras y de nuestros frutos, hasta olvidar los colores de la habitación de juventud. Pero cuando la luz de casa empieza a proceder sólo de nuestras obras iluminadas, la creatividad se reduce, la luz pierde luminosidad y dejamos de sorprendernos de lo que hacemos. El proceso es lento, incluso pueden pasar muchos años antes de que nosotros y los demás nos demos cuenta de que la luz ha cambiado. Es una forma de narcisismo espiritual que con frecuencia aprisiona precisamente a las personas con fuertes vocaciones y grandes talentos. Se alimentan de sí mismas creyendo que siguen alimentándose de la primera luz, entre otras cosas, porque, en cierto sentido, son (casi) lo mismo. Hay personas que pasan mucho tiempo en una habitación cerrada e iluminada sólo por la luz reflejada, cada vez más artificial y mortecina, de sus propias construcciones.

Un día, la luz reflejada y artificial se agota por falta de alimentación. Entonces se abren tres posibles escenarios. El primero consiste en adaptarse a vivir en esa oscuridad. Las pupilas se ensanchan hasta que logran ver en una oscuridad casi total. Para sobrevivir, se desarrollan otros sentidos pero la vista se pierde sin darse cuenta. Otros, en cambio, cuando la habitación se queda sin luz advierten un deseo irrefrenable de salir. Se van a buscar otra casa. Vuelven a la existencia anterior al encuentro vocacional y ya no quieren saber nada de esa luz que les sedujo y que ahora sólo viven como engaño y condena.

Pero puede darse un tercer resultado: la reforma y el comienzo de una nueva vida espiritual. Cuando se toca el fondo de la oscuridad, llega un sueño salvador. Una noche volvemos a soñar con la primera luz llena de colores y nos despertamos con la invencible nostalgia de un sol de verdad (muchas personas convertidas en invidentes siguen soñando en colores durante años). Y en cuanto nos despertamos comenzamos frenéticamente a quitar objetos, cosas y muebles que ahora nos parecen pesados y sin brillo, para liberar la ventana y volver a vez la luz original con sus colores. Así, sedientos de sol, comienza un nuevo proceso para liberar la habitación de cosas e ídolos que se habían ido acumulando a lo largo de los años del culto.

Pero aquí nos espera otra sorpresa. Cuando ya hemos terminado de vaciar la habitación y alcanzamos al fin la ventana, la abrimos y descubrimos que fuera es de noche. ¿Dónde ha ido la primera luz que tanto anhelábamos? Durante los años transcurridos entre la primera luz y la reforma, ha entrado el dolor humano, la experiencia del límite, el sufrimiento, la injusticia y la muerte, los errores y pecados (sobre todo el pecado natural de la idolatría). Ya no encontramos el sol. Algunos en este punto se convencen de que el sol ha desaparecido para siempre y entonces el camino espiritual se bloquea. Otros salen de casa, comienzan a caminar por la tierra y esperan una nueva aurora. Entonces comienza una nueva fase de la vida espiritual y moral, una de las más raras, altas y extraordinarias. Nos encontramos en una habitación vacía y liberada que mira hacia un cielo que no ilumina. La reforma es el trabajo necesario para liberarnos de una oscuridad y llegar a otra oscuridad. Pero con una novedad crucial: la nueva oscuridad es verdadera, aireada, amplia y viva. Lo que más cuesta en la vida espiritual es aprender a distinguir la segunda oscuridad de la primera, que es muy distinta. La primera aprisiona, la segunda salva.

Después de las reformas personales y comunitarias, hay que aprender a ver en esta oscuridad. Por eso, pocas reformas tienen éxito y muchas encallan en la primera etapa post-reforma por la decepción de no haber encontrado la ansiada luz (las comunidades no aman a los reformadores auténticos, los “matan” porque esperaban de ellos la luz y encuentran oscuridad; en cambio, aman demasiado a los falsos profetas, que son grandes constructores de instalaciones de luz artificial).

Para que las reformas del alma y de las comunidades tengan éxito, hay que permanecer en esta nueva oscuridad, aprender a habitarla y a amarla, y después a extender la mirada hasta ver las estrellas en el fondo del oscuro cielo y descubrir su luz nueva y distinta, “clarite et pretiose et belle”. La noche también tiene su luminosidad. Bien lo saben los agricultores y los caminantes nocturnos. Su luz es menos fuerte pero más verdadera que la de las farolas.

El primer fruto de cualquier reforma es darse cuenta de que la luz de la vida adulta es distinta de la luz artificial que habíamos construido. Es menos deslumbrante que la de la juventud pero no menos verdadera. El esplendor de la luz de esta verdad es el que nos permite caminar en las largas noches de las reformas del alma y de las comunidades. A la espera, humilde y amante, de que los centinelas nos anuncien el alba.

 descarga   pdf artículo en pdf (33 KB)


Imprimir   Correo electrónico