Las virtudes del mercado: Cooperar y competir

LECCIONES DE ECONOMIA. Luigino Bruni: una falsa oposición que hay que desmitificar

No se puede leer el mercado sólo en términos de competencia. Es, en cambio, una acción cooperativa y competitiva conjunta. La experiencia así lo demuestra

por Luigino Bruni

Logo_Virtupublicado en el semanario Vita del 15 de octubre de 2010

El pensamiento y la cultura occidentales han arrastrado tras de sí durante milenios algunas dicotomías que han marcado su desarrollo produciendo tal vez algunos frutos, pero creando también muchos problemas en la vida de la gente. Las dicotomías más conocidas son: alma-cuerpo, espiritual-material, eros-agape y don-mercado. Algunas de estas contraposiciones se están superando en los últimos siglos (por ejemplo, alma-cuerpo), pero otras siguen bien radicadas en nuestra cultura, como es el caso de la que opone don y contrato, gratuidad y deber. En consecuencia, la gratuidad se ha considerado gravemente como un asunto ajeno a la vida económica normal y ha habido que inventarse un sector “no lucrativo”, basado en la filantropía, al que confiar el monopolio de la gratuidad en la vida económica y civil. Pero en realidad la cooperación y la competición muchas veces son dos caras de la misma vida común.

 

En efecto, la competición tiene un papel co-esencial dentro de las organizaciones. Algunas veces las organizaciones enferman por un exceso de competición, pero otras veces lo hacen por la ausencia de competición entre sus miembros, siguiendo una dinámica de nivelación en la mediocridad y la ineficiencia. Si se lee la competición correctamente como cum-petere, como “buscar juntos” pero de manera distinta al buscar juntos de la cooperación, entonces la comparación con los demás y la emulación desempeñan un papel importante para conocer las propias limitaciones y potencialidades. Lo mismo ocurre en el deporte, donde el competidor es también el que me ayuda a conocer y superar mis límites y a poder alcanzar así la excelencia (la mía y la de la disciplina). La competencia con los otros señala mis límites y revela mi potencial escondido, que podría quedar latente (sobre todo en la juventud) si no hubiera competición.

Quienes vivimos dentro de empresas, escuelas, universidades e instituciones en general, sabemos que, cuando estas organizaciones e instituciones funcionan, la buena competición convive con la buena cooperación. En algunas fases y momentos se coopera por un objetivo común y en otros (por ejemplo ante un premio o un ascenso) se compite con las mismas personas con las que, al mismo tiempo, se coopera en muchos otros frentes. Cuando se pierde la capacidad de moverse contemporáneamente en estos dos registros, es decir de ver al compañero como un competidor y como un aliado, la vida en común se reduce a una sola dimensión y entra en crisis y la calidad humana de las relaciones se empobrece y deteriora.

Al mismo tiempo, no se puede leer el mercado sólo en términos de competencia, ya que la dinámica del mercado, tal y como nos enseñan autores clásicos como Mill o Einaudi y contemporáneos como Sen o Becattini, es sobre todo una acción cooperativa y competitiva conjunta, encaminada a crear un beneficio mutuo para los sujetos involucrados y, cuando funciona bien, para toda la sociedad. En otras palabras: si queremos entender la vida en común, las organizaciones y el mercado, debemos superar la contraposición entre cooperación y competición, una de las últimas dicotomías radicadas de las que no conseguimos liberarnos. Al igual que el eros no es ágape, la competencia no es cooperación, pero ambas son co-esenciales para el crecimiento de las personas y las comunidades. Tal vez si miramos más de cerca y observamos su dinámica histórica, nos demos cuenta de que entre eros, don, competencia y cooperación hay más semejanzas que diferencias.

Entonces, ¿por qué una de las virtudes del mercado, que ha sido concebido siguiendo este pensamiento dualista como el reino de la competición o la competencia, es la cooperación?

El primer economista que captó la naturaleza profundamente cooperativa del mercado fue el inglés David Ricardo, quien más o menos en 1815 formuló una de las primeras teorías económicas de verdad (ya que era contra-intuitiva). Según la teoría anterior el comercio y el intercambio tenían lugar cuando existía una ventaja “absoluta”. Pero Ricardo intuyó y demostró algo más: que también cuando la ventaja es solamente “relativa”, el intercambio es conveniente. Aunque Inglaterra sea más eficiente que Portugal en los dos sectores del vino y la seda, a Inglaterra le conviene especializarse en el sector donde es relativamente más fuerte, y – esto es lo importante – también en este caso el intercambio con el “más débil” es ventajoso para el “más fuerte”. Un ejemplo clásico es el del abogado que es más rápido que su secretaria escribiendo en el ordenador; en cualquier caso le conviene contratar a la secretaria para poder concentrarse en sus prácticas legales, que son más remunerativas (es el concepto conocido hoy como “coste oportunidad”). Pero, al igual que en el caso de Inglaterra, cuando este abogado contrata a una secretaria menos eficiente que él, no está haciendo “asistencia” o beneficencia, sino que está obteniendo también él (y no sólo la secretaria) una ventaja del intercambio. Cuando el mercado hace esto, es decir, incluye a los más débiles y les convierte en una oportunidad para todos, entonces cumple con su deber cívico, entonces es virtuoso.

Pensemos en la gran innovación que supuso el nacimiento de la cooperación social en Italia: los sujetos desfavorecidos incluidos en la empresa muchas veces han sido, más que un “coste” o un acto de beneficencia, ocasión de ventaja mutua también para la empresa contratante. Probablemente el escaso éxito de la Ley 482/1968 sobre la inserción laboral de personas con discapacidad en las empresas radique precisamente en que no se percibe esa ventaja mutua. Tanto las empresas como los sindicatos veían (y ven) al trabajador discapacitado esencialmente como un coste, como un peso. La cooperación social fue y sigue siendo verdaderamente innovadora al decir que esos trabajadores desfavorecidos podían ser un recurso para la empresa. Cuando esto no se hace, no salimos del aistencialismo en sus distintas formas y no valoramos las virtudes del mercado.

Pero cuando conseguimos activar esta cooperación dentro del mercado, los que reciben “ayuda” se sienten dentro de una relación de reciprocidad entre iguales que expresa una mayor dignidad. Ya no se sienten asistidos, sino sujetos dentro de un contrato de ventaja mutua y por ello experimentan una mayor libertad e igualdad. Una persona con síndrome de Down también puede realizar un contrato de ventaja mutua con una empresa, pero para ello es necesario que el empresario civil sea verdaderamente innovador y generador, porque la ventaja mutua siempre es una posibilidad (no se realiza siempre ni de forma automática), que requiere mucho trabajo y creatividad. Pero cuando esto ocurre, el mercado se transforma en un verdadero instrumento de inclusión y de crecimiento humano y cívico. El sacrificio del benefactor no siempre es una buena señal para quien recibe ayuda, porque puede ser expresión de una relación de poder escondida tal vez detrás de la buena fe.

Un empresario civil no debería descansar hasta que las personas incluidas en su empresa no se sientan útiles a la empresa y a la sociedad, y no asistidos por un filántropo o por una institución. El microcrédito ha supuesto una de las principales innovaciones de estos tiempos, que es la bancabilidad de los excluidos, que ha conseguido la liberación de muchas personas (sobre todo mujeres) de la miseria y de la exclusión de una manera más eficaz que muchos programas de ayuda internacional. También podríamos formular una especie de regla: si un programa no ayuda a todas las partes involucradas, difícilmente será de auténtica ayuda para ninguna. Si no me siento beneficiado, menos aún voy a beneficiar a otros y difícilmente los otros se sentirán beneficiados por mí, sobre todo si la relación dura en el tiempo. La ley de la vida es la reciprocidad, que hace que las relaciones no enfermen y crezcan en la mutua dignidad. También la reciprocidad del mercado puede entonces entenderse genuinamente como una forma de cooperación.

 

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