El sur de Italia, valor añadido

El sur de Italia, valor añadido

Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n. 18/2008

He pasado unos días de vacaciones en Sicilia.
Al volver a casa, pregunté a un señor cómo podía ir a pie al aeropuerto. Este señor, en vez de contestarme, tomó su automóvil y me llevó al aeropuerto (¡que estaba a 15 kilómetros!).

Poco acostumbrado a estos gestos, desde que vivo a caballo entre Roma y Milán, acepté entre asombrado y agradecido, reflexionando conmigo mismo acerca del altruismo y la reciprocidad. Cuando supo que no era de Trapani, se desvió por el centro con el único objetivo de enseñarme los tesoros de su ciudad: iglesias, monumentos, el órgano más antiguo de Europa… Hablaba de ellos como si se tratara del patrimonio familiar. ¿Por qué habrá gastado este señor media hora de su tiempo para llevarme al aeropuerto y enseñarme el centro histórico?
Podría haber muchas explicaciones, pero la que hoy me parece más auténtica está en sus cromosomas: ese hombre lleva inscrita en su ADN una cultura de la acogida y la hospitalidad que le ha llevado a ver en mí a un individuo parecido al comerciante cartaginés o al marino árabe a quienes sus abuelos acogieron y tal vez dieron hospitalidad en sus casas. Esto se llama cultura.
Estoy convencido de que el futuro próximo, también el futuro económico, del sur de Italia y de la zona mediterránea, pasará por la transformación de ese patrimonio cultural en recurso para el desarrollo.
Hoy se habla mucho de turismo relacional, ya que el mercado se ha dado cuenta de que la gente, cuando va de vacaciones o cuando viaja en busca de arte y cultura, no pide sólo lugares bonitos y museos; quiere también construir relaciones auténticas con la gente que conoce al hacer turismo. No se conforma con frías prestaciones comerciales, sino que desea también bienes relacionales. El problema surge cuando nos damos cuenta de que las relaciones auténticas son como el valor: o se tiene o no se tiene.
En los cursos de formación para el turismo relacional se puede aprender a ser educados, amables, atentos y a poner a la persona en el primer lugar. Pero ese toque humano genuino de un hotelero o del dueño de una casa rural, hecho de simpatía y espontaneidad (fruto de siglos de cultura), no se puede aprender en ningún curso del municipio o la provincia. Es en este frente cultural donde la globalización encuentra (por suerte) su límite: se puede globalizar la técnica pero no el hecho de nacer y crecer en las islas Egadi.
Regresé a casa feliz, porque mientras haya alguien dispuesto a gastar su tiempo para hablar de sus monumentos con un forastero, hay esperanza para el Bel Paese.


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