Reinventar la naturaleza y la función del beneficio en una economía de mercado post-capitalista

por Luigino Bruni

publicado en generativita.it el 24/07/2011

Logo_geniusloci“La economía política no goza de popularidad ante el gran público. La guerra, la posguerra y la crisis han desmentido muchas veces las previsiones lanzadas por los economistas con aparente rigor científico. No hay que asombrarse de que algún profano se haya creído autorizado a proclamar la bancarrota de la economía política.

Tal vez los economistas deberían posicionarse en contra de la falsa noticia de la muerte de su ciencia. No es necesario callar ante estas voces calumniosas. Es cierto que muchos economistas han pecado de falta de modestia. En vísperas de la guerra mundial muchos proclamaban en nombre de las leyes de la economía, que no se podía hacer la guerra o que si se hacía las fuerzas vivas de las naciones se agotarían en poco tiempo. A pesar de ello, la guerra duró muchos años, desmintiendo y agotando a quienes la negaban. Después, en los albores de la crisis económica, otros economistas no dudaron en declarar, en base a una falaz ciencia de la coyuntura, que la crisis no podía estallar o que si estallaba, pronto sería controlada”.[1]

En los debates que se han producido como consecuencia de la crisis de estos últimos años, que está lejos de terminar, ocurre algo raro: se ponen en discusión las reglas, las leyes y los controles del mercado financiero pero ya no se habla seriamente de poner en discusión la única cosa verdaderamente importante, que es el sistema económico capitalista y con él la naturaleza y la justificación ética del beneficio. Después de Pasolini o Don Milani, se diría que a nuestros intelectuales les falta estatura moral o el valor de las ideas para imaginar el “después” de este capitalismo y de las palabras gastadas de las ideologías, sean de derecha o de izquierda, laicas o católicas. Así nos limitamos todos a hablar inocuamente de la necesidad de una economía más ética (esperando que alguien nos explique un día el verdadero significado de esta frase; ¿es la ética del lobo o la del cordero? ¿la ética de los titulares de las Letras del Tesoro o la de los inmigrantes?), de la responsabilidad de la empresa, de la economía social y de la filantropía, fenómenos todos ellos que, bien mirados, no solo no ponen en discusión nuestro sistema económico, sino que son necesarios y funcionales para su supervivencia.

En los debates que se han producido como consecuencia de la crisis de estos últimos años, que está lejos de terminar, ocurre algo raro: se ponen en discusión las reglas, las leyes y los controles del mercado financiero pero ya no se habla seriamente de poner en discusión la única cosa verdaderamente importante, que es el sistema económico capitalista y con él la naturaleza y la justificación ética del beneficio. Después de Pasolini o Don Milani, se diría que a nuestros intelectuales les falta estatura moral o el valor de las ideas para imaginar el “después” de este capitalismo y de las palabras gastadas de las ideologías, sean de derecha o de izquierda, laicas o católicas. Así nos limitamos todos a hablar inocuamente de la necesidad de una economía más ética (esperando que alguien nos explique un día el verdadero significado de esta frase; ¿es la ética del lobo o la del cordero? ¿la ética de los titulares de las Letras del Tesoro o la de los inmigrantes?), de la responsabilidad de la empresa, de la economía social y de la filantropía, fenómenos todos ellos que, bien mirados, no solo no ponen en discusión nuestro sistema económico, sino que son necesarios y funcionales para su supervivencia.

Estoy convencido de que debemos ser más osados. Los intelectuales, los economistas y los científicos sociales tienen que volver a hacer su trabajo como críticos de la sociedad, de la suya y de la nuestra. El capitalismo es la forma que adquirió la economía de mercado hace un par de siglos en Europa y Norteamérica y, como todas las realidades históricas, está destinada a evolucionar. Si miramos bien, nos daremos cuenta que ya han existido distintos capitalismos. El capitalismo tecnocrático y financiero que conocemos hoy es muy distinto del de finales del siglo XIX, del capitalismo social europeo de la segunda posguerra y también del anterior a la globalización de los mercados. A lo largo de las distintas fases por las que ha pasado el sistema económico que podemos llamar capitalismo, hay un elemento más o menos constante que se ha tomado como dado por la naturaleza (excepción hecha de algunos momentos de la posguerra europea e italiana): que el objetivo de la empresa debe ser y es la maximización del beneficio y que este beneficio, una vez pagados los impuestos, debe terminar en los bolsillos de los accionistas. Como si fuera natural y éticamente irrelevante que la mayor parte del valor añadido que crean las empresas se convierta en propiedad únicamente de los accionistas de la empresa.

En realidad, ha habido y sigue habiendo movimientos de pensamiento y de acción que representan un desafío para el dogma del beneficio. El movimiento cooperativo, parte de la Doctrina Social de la Iglesia, algunos movimientos socialistas, la Teología de la liberación, el movimiento Gandhiano y hoy parte de la economía social, de comunión o solidaria en todo el mundo (sobre todo en América Latina). Pero tales movimientos han perdido la capacidad de presentarse como un sistema económico alternativo o son de dimensiones tan reducidas que no suponen ningún quebradero de cabeza para el sistema económico dominante, cuyos protagonistas muchas veces simplemente ignoran la existencia de estas reales o presuntas alternativas. El siglo XX, al menos hasta los años 70, conoció una época de gran fermento social e ideológico, no sólo porque había países enteros con una economía no capitalista, sino también porque, en el seno de las economías capitalistas, había formas de economía no capitalista que trataron de hacer evolucionar la economía de mercado por otros caminos. Hoy, con algunas décadas de distancia, debemos reconocer que aquellos intentos no capitalistas dentro del sistema capitalista han sido reabsorbidos y están perdiendo progresivamente sus rasgos de propuesta alternativa. Por ejemplo el modelo cooperativo, que para sus fundadores debía representar una alternativa sistémica a la empresa privada, hoy, salvo raras y luminosas excepciones (en Italia, una parte de las empresas sociales), se parece demasiado a los bancos, supermercados y empresas agrícolas capitalistas. Es cierto que sin la experiencia histórica del movimiento cooperativo, la economía “normal” sería hoy menos ética y menos humana, puesto que de distintas maneras se ha producido una contaminación de valores y de humanidad; pero la contaminación en la dirección opuesta (cualquier contaminación entre organismos vivos es siempre recíproca) ha sido más fuerte y penetrante y hoy son más los supermercados cooperativos que se parecen a los supermercados de las grandes multinacionales con ánimo de lucro que al revés, y con mucho.

Sin embargo, está surgiendo, entre líneas pero con fuerza, un malestar con respecto a la desigualdad en la distribución de la renta (la economía capitalista aumenta las desigualdades, no las reduce; este es un dato empírico, no ideológico), con respecto a los sueldos millonarios de los altos ejecutivos y con respecto a los grandes privilegios que otorgan los altos beneficios a unos pocos. Pero para poder responder adecuadamente a estas nuevas preguntas hace falta todo un trabajo teórico y cultural, plantearse nuevamente preguntas difíciles y profundas sobre la empresa, el beneficio y el sistema capitalista.

La primera pregunta que hay que plantearse de nuevo es: ¿qué es el beneficio? Limitándonos únicamente al ámbito de la economía real (sin entrar en la discusión sobre la naturaleza del beneficio procedente de la especulación), podemos afirmar que el beneficio es la parte del valor añadido generado por la actividad de la empresa que se atribuye a los propietarios o accionistas, a los antes llamados capitalistas. Así pues, el beneficio no es todo el valor añadido, sino solamente una parte y quien se apropia de él no es necesariamente el empresario, sino el capitalista (hay que recordar que para Marx el conflicto radical tampoco se daba entre empresarios – una figura todavía poco perfilada en el siglo XIX – y obreros, sino entre capitalistas y trabajadores).

Pongamos un ejemplo: La empresa A fabrica automóviles transformando acero, plástico, goma, componentes electrónicos, etc. en un producto terminado que se llama “automóvil”. Supongamos que la suma del coste de todas las materias primas que se utilizan para producir un automóvil sea igual a 10. Si la empresa A vende el automóvil a un precio de 30, el beneficio evidentemente no es igual a 20 (30-10). Todavía faltan importantes elementos de coste, entre los que destaca el coste del trabajo. Supongamos que el coste del trabajo sea 8 (para cada vehículo) y que los restantes costes (gastos financieros, amortizaciones…) sumen 3. El beneficio bruto (antes de impuestos) sería 9. Si después la empresa paga impuestos por valor de 4, el beneficio neto quedaría en 5.

Llegados a este punto, surgen al menos dos preguntas. La primera es: ¿de dónde nace y de qué depende este beneficio?

La historia del pensamiento económico es también la historia de las distintas teorías sobre la naturaleza del beneficio. Schumpeter, por ejemplo, sostenía hace ya cien años que el beneficio era “el premio a la innovación” del empresario, es decir la remuneración a la capacidad de innovación del empresario. Marx, por su parte, afirmaba medio siglo antes que el beneficio no era otra cosa que un robo de los capitalistas a los trabajadores, ya que la única y auténtica fuente del valor añadido era el trabajo humano, sobre todo el de los trabajadores, el único capaz de crear un plus de valor en los bienes (una línea de pensamiento que va desde Aristóteles hasta los Padres de la Iglesia y desde Proudhon hasta Marx). Hoy sabemos que en el valor añadido entran muchas cosas: la creatividad del empresario (y de los directivos), el trabajo de todos los demás actores de la empresa (que ciertamente contribuye a aumentar el valor de los bienes en una cuantía mayor al coste de los sueldos y salarios), las instituciones de la sociedad civil, la cultura implícita de un pueblo (como nos recuerda Giacomo Becattini a propósito de los distritos industriales), la calidad de las relaciones familiares en las que crecen los niños en sus primeros años de vida (como nos enseña el Premio Nobel James Heckman). En todo caso, lo que es cierto es que ese “5” de valor añadido no incluye solo el papel creativo de los propietarios de los medios de producción de la empresa, sino mucho más que tiene que ver con la vida de toda la empresa y con la colectividad.

La constitución italiana es consciente de ello cuando proclama en su artículo 41 la “función social” de la empresa, función que implica la naturaleza social de la empresa y del beneficio. De todos modos, una cosa es cierta: si la empresa A vende el automóvil a 30 con un beneficio de 5, en un imaginario mundo “sin ánimo de lucro” (con beneficio igual a 0) los automóviles costarían 25 en lugar de 30 (o todavía menos suponiendo que los beneficios no sean solo de 5, sino de 15 o 20 o 2000, como nos enseñan episodios recientes del capitalismo financiero).

En otras palabras, los beneficios de las empresas son también una forma de impuesto sobre los bienes que compramos los ciudadanos y que reduce el bienestar colectivo de la población. Por eso muchas veces se ha soñado con una “economía sin lucro” y en algunos momentos históricos incluso se ha llegado a realizar a pequeña o gran escala, aunque a veces creando daños mayores que los problemas que se querían resolver, como en el caso de los experimentos colectivistas del siglo XX. Estos experimentos colectivistas no funcionaron por muchas razones, todas ellas muy profundas, pero hay una que se ha revelado decisiva: nos dimos cuenta de que cuando se quita ese “5” para socializarlo, quienes ponen en marcha las empresas (ya sea el estado o los particulares) dejan de comprometerse, o dejan de hacerlo durante largo tiempo, en la innovación y el trabajo. La riqueza no sólo económica de la nación disminuye, todos se hacen más pobres y el valor (5) que se quería socializar termina por desaparecer.

A este respecto, resulta elocuente un pasaje de uno de los fundadores de la economía neoclásica, el italiano Maffeo Pantaleoni, quien en un escrito de comienzos del siglo XX retaba a los “optimistas” a demostrar que las motivaciones que hacen que “los barrenderos barran las calles, los sastres hagan trajes, los conductores de tranvía trabajen 12 horas, los mineros bajen a la mina, los agentes de cambio ejecuten órdenes, los molineros compren y vendan trigo, los agricultores caven la tierra, etc. son el honor, la dignidad, el espíritu de sacrificio, la esperanza de un premio en el más allá, el patriotismo, el amor al prójimo, el espíritu de solidaridad, la imitación de los antepasados y el bien de los sucesores y no solo una especie de retorno que se llama económico” [2] Al mismo tiempo, la gran crisis que estamos viviendo nos enseña que una economía basada en el beneficio y la especulación es igualmente insostenible. Entonces ¿qué podemos hacer?

Todo lo que está aconteciendo en el ámbito de la llamada economía civil y social, en la gran tradición cooperativa o en la economía de comunión, admite dos lecturas muy distintas. Una primera lectura, minimalista y conservadora, lee la economía social como el “tapagujeros” del sistema capitalista: la empresa normal con ánimo de lucro no consigue hacerse cargo de los “víctimas” que deja a lo largo del camino (en expresión de Giovanni Verga) y es necesario que otros realicen la función que las familias y las iglesias desarrollaban en el pasado. Esta es la lógica del 2%, que deja intacto el 98% restante (economía lucrativa), al no poner en discusión las relaciones de producción en la sociedad. Pero hay otra lectura de este movimiento de economía civil: concebir, por ahora a pequeña escala, un sistema económico donde el valor añadido, económico y social, sea repartido entre muchos (no sólo entre los accionistas), pero sin que los empresarios ni los trabajadores, “los conductores de tranvía y los barrenderos” dejen de comprometerse por falta de incentivo, evitando caer en los mismos problemas de las economías colectivistas y socialistas.

La apuesta más radical y seria de la economía de mercado que nos espera consistirá en mostrar una nueva generación de empresarios (individuos o comunidades de empresarios) motivados por razones más grandes que el beneficio. La última fase del capitalismo (que podríamos llamar financiero-individualista) nace de un pesimismo antropológico que se remonta por lo menos a Hobbes: los seres humanos serían demasiado oportunistas y auto-interesados como para pensar que puedan comprometerse con motivaciones más altas que las del interés particular (como la del bien común). No podemos dejar que esta derrota antropológica tenga la última palabra sobre la vida en común. Tenemos el deber ético de dejar a quienes vienen detrás de nosotros una visión más positiva del mundo y del hombre. Pero para que todo esto no quede únicamente en el papel sino que se convierta en vida, hace falta un nuevo humanismo, una nueva etapa educativa en la que nos eduquemos todos, niños, jóvenes y adultos en una economía donde se comparta con creatividad y donde se produzcan más bienes colectivos, sociales, medioambientales y relacionales.

Los ilustrados italianos del siglo XVIII entendieron que la felicidad es pública, porque o es de todos o no es de nadie. Por eso la pusieron en el lugar más alto de la reforma de Italia. Hoy nos estamos dando cuenta, pagando un alto precio por ello, de cuán verdadera era aquella profecía del siglo XVIII, cuando los desafíos del medio ambiente, el terrorismo, la energía y la emigración nos dicen que con más motivo en la era de la globalización no es posible ser felices en solitario, en contra de los otros. En este desafío el modelo italiano tiene todavía mucho que decir. Nos jugamos la calidad de vida, dentro y fuera de los mercados, para las próximas décadas.


[1] Robert Michels, Economía vulgar, economía pura, economía política, Discurso inaugural del curso académico 1933-1934, Universidad de Perugia, Donnini, Perugia, 1934, p. 1.
[2] Maffeo Pantaleoni, Erotemas de Economía, Laterza, Bari, 1925, I, p. 217.


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