Empezar por la vida

Debate: "Iglesia. ¿Qué hacer?"

inventar un lenguaje

por Luigino Bruni

publicado en Il Regno-att. n.2/2011

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He leído con placer en la revista (Regno-att. 20,2010, 714), el importante artículo del profesor Severino Dianich, que es en mi opinión uno de los mejores y más originales teólogos europeos. La lectura del artículo ha sido agradable y cautivadora, tanto por los temas que trata como por la forma, abierta e innovadora, en que los trata. Habla de aspectos cruciales para el presente y el futuro de la Iglesia y por ello también para la sociedad y la cultura. Su lectura me ha provocado algunas reflexiones: dos directamente relacionadas con las tesis que mantiene el artículo y otras más generales pero que tienen que ver con las cuestiones que se abordan en el texto. Intentaré exponerlas ordenadamente.

El primer punto que me gustaría poner de relieve es lo que yo llamaría la “italianidad” del análisis de Dianich, que está muy ligado a la situación de la Iglesia en Italia. En casi todos los demás países del mundo en los que la Iglesia católica está presente, desde siempre o desde hace décadas, los cristianos viven en condiciones de minoría y llevan tiempo dando respuestas explícitas o implícitas a las cuestiones que señala Dianich. Por este motivo, el título del artículo podría haber sido: “La Iglesia en Italia. ¿Qué hacer?”.

En segundo lugar, el lúcido análisis expuesto en el artículo está completamente centrado en la Iglesia como institución o, en el lenguaje de von Balthasar, en el «perfil petrino». No hay prácticamente ninguna alusión a la dimensión o perfil carismático de la Iglesia, ni a los carismas que podríamos llamar «antiguos» (órdenes, institutos, congregaciones…) ni a los nuevos (movimientos y nuevas comunidades). Si se hubiera introducido este perfil coesencial, el análisis de la situación de la Iglesia habría resultado más complejo y distinto tanto en las luces como en las sombras. Si salimos de las fronteras institucionales y entramos en el territorio de los carismas presentes en la Iglesia, tal vez descubramos que las señales de estima, profecía y relevancia cívica de los católicos no son tan tenues. Tomemos como ejemplo el gran mundo de los carismas «antiguos»: aunque tenga en común con la Iglesia-institución muchas de las preocupaciones que señala Dianich, por lo general la opinión pública (no solo católica) lo sigue percibiendo como una presencia relevante y valiosa para la sociedad, desde las guarderías a las obras de asistencia y desde la vida espiritual a los oratorios. Por ello, el título podría modificarse un poco más: “La Iglesia-institución en Italia. ¿Qué hacer?”.

Perfil petrino y perfil mariano

Dicho esto con humildad, simpatía y respeto hacia quien intenta hacer un análisis serio de la Iglesia en una época de cambios enormes, en la segunda parte de esta nota me detendré en la segunda mitad del artículo, es decir en el «qué hacer».

Mi punto de observación no es el de la teología, sino el de un estudioso de las ciencias sociales, económicas e históricas, además de observador de la dinámica civil y cultural de mi tiempo. Respecto a «qué hacer», para mí hay un aspecto absolutamente central, si bien en este sentido siempre es más fácil encontrar preguntas que dar respuestas.

Tengo la fuerte impresión de que la Iglesia (sobre todo la institución, pero no solo ella) aparece cada vez más distante de las cuestiones ordinarias, urgentes y vitales de la gente. La gente no siente os grandes temas en los que se concentran nuestras batallas de los últimos años como urgentes, cercanos y capaces de mover las grandes pasiones del vivir. No quiero decir que las uniones homosexuales, el final de la vida o la fecundación asistida heteróloga no sean cosas graves y alejadas del evangelio, ni irrelevantes para la vida de las personas y para la calidad de nuestro presente y de nuestro futuro. Sólo quiero decir que no son cuestiones que nos sitúen en el centro de la vida ordinaria de la gente, que muevan el entusiasmo, que respondan a las grandes preguntas del día a día.

Hasta hace algunas décadas (lo digo sin ningún tipo de añoranza), aunque con luces y sombras, la Iglesia estaba presente en el día a día de la vida, ponía su presencia en el corazón de los deseos y las pasiones corrientes. Pensemos en el gran tema de la fiesta, que la Iglesia ha llenado de sentido hasta hace poco, o en los ritos de paso de la vida, la eternidad, el luto…, temas relacionados con las grandes preguntas pre-modernas.

Hoy muchas de estas preguntas (no todas) han cambiado radicalmente, pero si no somos de nuevo capaces de descifrarlas, salir a su encuentro y entrar en ellas para «habitarlas», la creciente marginalidad no será más que un efecto de algo mucho más profundo y radical. Estas preguntas corrientes y del día a día, hoy tienen que ver con la vida económica y política, con las ciudades, con la multiculturalidad y con muchas cosas más.

La nueva evangelización exige de manera preliminar una nueva inculturación, en una postmodernidad que es un hecho cultural completamente nuevo.  Los instrumentos para esa nueva inculturación no pueden ser preferentemente encíclicas, documentos, libros y homilías. Hay que inventar nuevos instrumentos con creatividad y valor profético.

Esta nueva inculturación remite a la otra gran cuestión: el lenguaje o código simbólico utilizado por la Iglesia. Recuerdo un episodio personal. Como conclusión de un curso de verano para jóvenes, estaba prevista la celebración de la misa dominical. Al no ver a muchos de los estudiantes en la iglesia, me asomé fuera y vi un grupo de jóvenes que estaban hablando con pasión y ardor ideal de gratuidad, don y reciprocidad, temas de los que se había hablado durante el curso. Pero no entendían que dentro se estaba celebrando, con una potencia enormemente superior a la del lenguaje hablado, un acontecimiento que «decía» esas mismas realidades (y mucho más).

Nuestro lenguaje y nuestros símbolos ya no son capaces de pronunciar palabras “theóforas”. Se va perdiendo mucha semántica evangélica y sapiencial precisamente porque no somos suficientemente capaces de resemantizar esas verdades con signos y palabras que puedan comprenderse.

Por ejemplo, cuando hoy una persona culta (cristiana o no) lee un ejemplar de una revista de teología ya no siente (salvo en raras ocasiones) que en esas páginas se hable también de su vida, de sus problemas corrientes y de los de la gente de su tiempo, de las grandes cuestiones de su existencia y de la de los demás. No porque esas cuestiones no estén presentes en sus páginas, sino porque la sintaxis y la semántica de su discurso pertenecen a un universo simbólico y cultural que hoy queda demasiado lejos del día a día.

En la teología, sin embargo, ha habido épocas (no todas, pero sí algunas) en las que las quaestiones disputatae en las scholae e en los studia se percibían como urgentes y relevantes también para los comerciantes, los banqueros y los políticos de su tiempo.

Los signos de los tiempos

Creo, para terminar, que esta operación urgente de nueva inculturación y de nueva mediación lingüística y simbólica podrá tener éxito si, como cristianos, nos tomamos más en serio la modernidad y la post (después) modernidad.

Como sabemos, muchos (casi todos) de los principios y conquistas de los últimos siglos en Occidente (igualdad, libertad, fraternidad entre seres iguales y libres, derechos individuales, etc.) son también, aunque no completamente, hijas de la maduración de la semilla del cristianismo en Europa, incluso esas expresiones que muchas veces la Iglesia combate porque no reconoce como suyas. Se trata de reconocer las semillas de verdad que están madurando o que han madurado fuera de la Iglesia (los derechos de las mujeres, la ética medioambiental, los derechos de los animales, etc.) y que son un auténtico don también para la Iglesia, para que pueda comprender con mayor profundidad su propia función y misión y pueda encontrar hoy un nuevo lenguaje.

Existe, en efecto, un magisterio laico que, sobre todo en nuestro tiempo, tiene muchas cosas importantes que decir, también y de manera especial a los cristianos. Estoy pensando, para no salir de mi ámbito, en personas (como el economista A. Sen) que nos desvelan dimensiones nuevas y desconocidas de la pobreza, de los derechos y de otras cuestiones esenciales para la Iglesia misma.

En sus fases más luminosas (no menos difíciles que la actual), al igual que en los primeros siglos apostólicos o durante la época de los padres o de la gran Escolástica, la Iglesia ha incluido en sus síntesis elementos de verdad procedentes del mundo griego, romano, árabe o germánico. Ha sido Iglesia porque ha sido más grande que la iglesia. Creo que hoy nos espera un desafío parecido, no menos importante, pero que no puede dejarse de lado mucho más tiempo.


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