Organización de consumo

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La gran transición/3 – Jóvenes directivos sacrificados, como en los ejércitos y en los cultos paganos.

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 18/01/2015

En el capitalismo hay que ver una religión, porque sirve esencialmente para satisfacer las mismas necesidades, tormentos e inquietudes a los que antaño daban respuesta las llamadas religiones.

Walter Benjamin, El capitalismo como religión, 1921

En la reflexión actual sobre la falta de sostenibilidad de los modelos económicos y financieros que hemos erigido a lo largo de las últimas décadas, realizada desde distintas perspectivas y a veces con notable profundidad, hay un aspecto que pasa demasiado desapercibido para el peso que tiene en la vida política, en la democracia y en nuestro bienestar y malestar. Es la cultura directiva de las organizaciones, que se está convirtiendo en una auténtica ideología global, desarrollada y enseñada en las principales universidades y capilarmente implementada por las multinacionales y las consultoras globales. Una ideología que está entrando en muchos ámbitos de la vida social, entre otras cosas, porque se presenta como una técnica, no sujeta a valores, capaz de reciclar muchos de los códigos simbólicos que la civilización occidental ha asociado durante milenios a la vida buena y a la riqueza.

Y así, sin mover una pestaña ética, aceptamos que nuestras relaciones cada vez estén más mediadas y gestionadas por estos nuevos actores globales. Los “social media” y las redes sociales, en las que “vivimos” y en las que ya se desarrolla buena parte de nuestra vida relacional, están gobernados con ánimo de lucro por empresas líderes en esta nueva cultura.

Pero en las paredes de estas empresas empiezan a aparecer grietas y deberíamos tomárnoslas muy en serio si queremos evitar la implosión del edificio. Se está registrando una creciente fragilidad relacional y emocional entre los empleados y los directivos de las empresas, sobre todo cuando son grandes y globales. Está creciendo fuertemente el uso de psicofármacos entre los directivos, junto con la ansiedad, la depresión, el estrés y el insomnio. Hay directivos brillantes y de éxito que se despiertan una mañana y se dan cuenta de que no tienen energía ni para levantarse de la cama. Es el síndrome del “quemado”, traducción literal del término inglés burn-out. Muchas empresas multinacionales ya incluyen el burn-out como parte del desarrollo normal de la carrera de un directivo, puesto que es una etapa cada vez más frecuente, por la forma de concebir, planificar e incentivar este tipo de trabajo. Al primer burn-out suele seguirle otro y después otro, puesto que tras la cura se vuelve a las mismas relaciones, a la misma cultura patológica que produce el malestar. Las víctimas preferidas de esta nueva epidemia de los ricos son los consultores en las empresas multinacionales, los analistas financieros, los abogados y asesores fiscales de los grandes despachos profesionales y sobre todo una gran cantidad de directivos y mandos intermedios de empresas grandes, bancos, fondos y aseguradoras. Pero también llegan señales preocupantes de las administraciones públicas, las ONGs, la economía social y algunas obras nacidas de carismas religiosos, por la penetración de esta ideología directiva que se enseña ya en todas las universidades, escuelas de negocios y en masters “MBA” de todo el mundo.

En la raíz de este nuevo malestar laboral hay una verdadera paradoja. Una regla de oro de esta cultura directiva y organizativa es la prohibición
 de mezclar los lenguajes y las emociones de la vida privada con los de la vida de la empresa. Palabras como don, gratitud, amistad, perdón y gratuidad, que todos reconocemos como fundamentales para las relaciones familiares, sociales y comunitarias, deben mantenerse absolutamente fuera de los lugares de trabajo, porque son impropias, ineficientes y sobre todo peligrosas. Si vamos más allá de la retórica de los equipos de trabajo y nos fijamos bien en las dinámicas reales de estas nuevas empresas capitalistas, lo que encontramos son dirigentes cada vez más solos que interactúan con otros individuos solos, en relaciones funcionales y fragmentarias con muchos compañeros y responsables, que cambian en función de la tarea asignada y del contrato. En estas organizaciones hay más jerarquía que en las tradicionales, aunque se presenten con un look participativo.

Pero mientras estas nuevas empresas cultivan, por una parte, comportamientos de separación (como el de los directivos que no se “mezclan” con sus subordinados en los comedores o en los círculos recreativos y deportivos), por otra parte, a la hora de seleccionar y motivar a los directivos, utilizan palabras típicas del ámbito familiar, de la amistad y de los ideales éticos y espirituales. Se habla de estima, mérito, respeto, pasión, lealtad, fidelidad, reconocimiento, comunidad…, palabras y códigos que activan en la persona las mismas dinámicas aprendidas y practicadas en la vida privada y familiar. Se exige el mismo compromiso, entran en juego las mismas pasiones.

Si diéramos un pequeño paso atrás en la historia, descubriríamos que la primera metáfora relacional que inspiró a las primeras empresas de la modernidad fue la comunidad. Los primeros talleres artesanos y, después, las primeras empresas familiares a caballo entre los siglos XIX y XX, construyeron organizaciones sobre el paradigma relacional de la familia y de la comunidad, entre otras cosas, por el gran peso social y económico que en la Edad Media tuvieron las comunidades monásticas y los conventos. Eran comunidades jerárquicas (y paternalistas), pero comunidades. Después, siempre en Europa, en la segunda mitad del siglo XX tuvimos la metáfora “política”: las empresas, sobre todo las grandes, reproducían la lucha de clases típica de ese tiempo, y la fábrica era una fotografía de la sociedad política, con sus conflictos y sus cooperaciones.

En las grandes empresas del Tercer Milenio está ocurriendo algo inédito, que recuerda mucho a la cultura religiosa y, en otro sentido, también a la militar. En las empresas tradicionales del primer y segundo capitalismo, a los trabajadores y a los directivos se les pedía mucho, pero no demasiado y, sobre todo, no se les pedía todo. Quedaban otros ámbitos (familia, comunidad, religión, partido…) en los que se desarrollaban fragmentos de vida no menos importantes que el laboral. En cambio, donde se sí se pedía mucho, en ciertos casos todo, era en la esfera religiosa (conventos, abadías, y monasterios) y, en medida distinta (por lo general menor), en la militar (nación y tierra). En estos ámbitos se podía dar todo, porque la promesa merecía la pena (Dios, el Paraíso, la Patria).

El gran y peligroso bluff de nuestras modernas organizaciones del capitalismo de última generación se oculta en el uso de registros simbólicos y motivacionales similares a los que antaño usaba la fe, pero (este es el punto importante) desnaturalizándolos y redimensionándolos radicalmente

El nuevo capitalismo se ha dado cuenta de que, si no se activan las motivaciones y los símbolos humanos más profundos, las personas no dan lo mejor de ellas mismas. A los nuevos contratados les piden mucho, (casi) todo, les piden un compromiso de tiempo, prioridad, pasiones y emociones que no puede justificarse recurriendo sólo al registro del contrato y del dinero (por mucho que sea). Sólo el don de uno mismo puede explicar lo que se pide y lo que se da en estas relaciones de trabajo. Pero si la empresa reconociera de verdad todo el “don” que pide a sus trabajadores, crearía unos vínculos comunitarios (cum-munus) que en realidad no desea, porque esas relaciones ya no podría gestionarlas ni controlarlas. Por eso se detiene un paso antes, en el reconocimiento de las dimensiones menos profundas y verdaderas que el don de uno mismo, y hace todo lo posible para reconducir los comportamientos al ámbito de lo debido, al contrato.

Los primeros años, mientras los trabajadores-directivos son jóvenes, el juego de promesas, expectativas, reconocimientos y atenciones recíprocas empresa-trabajador, funciona y produce
Burnout 04 riduna espiral creciente de compromiso, resultados y gratificación. Pero con el paso del tiempo, las inversiones afectivas y relacionales no reconocidas se acumulan y se convierten en créditos emocionales, hasta que llega un día en que uno se da cuenta de que no serán saldados nunca. Entonces entra en crisis el “contrato narcisista” originario, y las gratificaciones de los primeros tiempos se transforman en decepciones y frustraciones. Comienza una fase de inseguridad e indiferencia, en la que uno se siente “perdedor” y la imagen de “trabajador ideal” construida hasta entonces, se cae. Se siente que no merecía la pena poner en juego la propia vida, una vida que a veces para entonces ya se ha consumido y apagado. Y el juego continúa con otros jóvenes, que pronto serán a su vez reemplazados por otros. Es impresionante el “consumo” (o el “sacrificio”) de juventud en estas organizaciones, como en los ejércitos y en los cultos paganos.

Las grandes palabras de la vida sólo dan fruto si no se instrumentalizan. Necesitan espacio y acogida en su complejidad y, sobre todo, en su polivalencia que las hace generadoras, vivas y verdaderas. Y no admiten a largo plazo el uso con fines de lucro. La historia humana nos ofrece multitud de ocasiones en las que las grandes palabras de la humanidad se han intentado usar para obtener ventajas privadas. Eso buscan la magia y la idolatría. Toda ideología es esencialmente un intento de manipular una o varias palabras grandes de la humanidad (libertad, fraternidad, igualdad), reduciendo su complejidad y ambivalencia para controlarlas y controlar personas y conciencias. La ideología directiva está manipulando la estima, el reconocimiento y la comunidad, porque las usa sin gratuidad y por lo tanto sin responsabilidad, por los costes emocionales y las heridas relacionales que la ambivalencia de estas palabras grandes inevitablemente produce.

Todos deseamos el paraíso, a todos nos gustaría gastar la vida de forma heroica, pero las empresas y sus objetivos no pueden ser los lugares donde estas promesas se cumplan. Su tierra tiene un cielo demasiado bajo, su horizonte es demasiado angosto para poder ser verdaderamente el de la tierra prometida.

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