Las virtudes del mercado: Si el narcisismo gana, el mercado pierde

LECCIONES DE ECONOMIA. Luigino Bruni: una categorÍa clave para el bienestar

Hacer el trabajo que a uno le gusta puede ser una utopía. En realidad, hay que hacer el trabajo que el mundo necesita. Esta es una regla impuesta por el mercado. Siempre que se garantice la libertad y una sana reciprocidad.

por Luigino Bruni

Logo_Virtupublicado en el semanario Vita del 22 de octubre de 2010

Si observamos el mercado, las empresas y toda la vida económica, en seguida nos daremos cuenta de que se trata de una red de relaciones cada vez más tupida, global y compleja. Pero el mercado moderno no sólo ha hecho que las relaciones, los contactos humanos y la cooperación se multipliquen con respecto al mundo anterior. También ha cambiado su naturaleza, al situarse como un gran mediador que inmuniza las relaciones interpersonales y la vida en común, sustituyendo los fuertes y ambivalentes vínculos comunitarios por los débiles vínculos contractuales, el cash nexus.

No nos equivocaríamos mucho si interpretamos los últimos siglos, no sólo en Occidente, como una progresiva extensión de la cooperación de mercado y de su lógica relacional. Una extensión y un avance que presenta algunos aspectos muy problemáticos (o “vicios”), pero también las virtudes que estamos poniendo de relieve en esta sección.

La virtud sobre la que quiero llamar la atención esta semana es el “anti narcisismo”. No es de las que saltan a la vista cuando se observa una economía (o una sociedad) de mercado, pero personalmente la considero una clave para comprender nuestra sociedad.

Hacer lo que no agrada
Podemos entender el mercado, cuando funciona correctamente, como un gran mecanismo social que remunera o “premia” (como diría Giacinto Dragonetti) las actividades humanas útiles para la colectividad aunque sean escasas. En la vida en común de cualquier sociedad compleja, donde existe una división del trabajo y una división del conocimiento, hay muchas actividades o trabajos que no se desarrollan espontáneamente, simplemente porque no son remunerativos en sí mismos, no proporcionan remuneración intrínseca.

Para entender esta virtud, imaginemos una sociedad donde no exista el mercado como mecanismo de regulación de las actividades de las personas. ¿Podría funcionar una comunidad así?

Desde un punto de vista histórico, estas comunidades fueron la norma en el mundo antiguo; el mecanismo que permitía su funcionamiento era simplemente el mando o la jerarquía. Para alcanzar el orden social se sacrificaba la libertad individual e incluso la existencia misma de la individualidad. Otra posibilidad podría consistir en un sistema social en el que cada uno desempeñe las actividades que le gustan o a las que se sienta llamado. Estas actividades no las realizamos siguiendo una orden, sino porque nos gustan y nos producen alegría intrínseca.

¿Qué ocurriría en esta hipotética sociedad (que de vez en cuando aparece también en la historia)?

El escenario inevitable es el “desorden” social, ya que tendríamos un exceso (en relación con la demanda social) de actividades intrínsecamente remunerativas (artistas, poetas, jugadores de ajedrez, recogedores de hongos, estudiosos, economistas, místicos, atletas…) ya que producen alegría a quien las realiza. Pero tendríamos una oferta insuficiente de actividades poco remunerativas de por sí (barrenderos, porteros de noche, mineros, conductores de tranvía, trabajadores de autopista, reparadores de líneas eléctricas, guardias de seguridad, vigilantes carcelarios…), pero que a la sociedad le resultan extremadamente útiles.

Claro que se podría trabajar mucho en la ideología y el adoctrinamiento, para convencer al barrendero de lo bueno que es pasar ocho horas al día en medio del polvo como expresión de su vocación y de su daimon socrático, o para convencer a todos los enfermeros de  que su vocación consiste en cuidar a las personas solo por la alegría intrínseca que produce la acción de cuidarlas. Pero intuimos que este tipo de operaciones ideológicas no suele funcionar con todo el mundo ni durante mucho tiempo, porque es casi inevitable que terminen convirtiéndose en comunidades liberticidas y autoritarias.

Además, en esas comunidades el riesgo de no-comunicación y no-encuentro entre las personas sería demasiado alto. Todo el mundo estaría tan ocupado en seguir su propia vocación que no se preocuparía por interactuar con los demás en un plano de reciprocidad. A una sociedad así podríamos tranquilamente llamarla narcisista.

Pagar más al minero

¿Qué es, entonces, el mercado desde este punto de vista? Es un mecanismo que ofrece remuneración “extrínseca”, normalmente dinero, por realizar actividades que no desarrollaríamos, al menos en cantidad suficiente para la sociedad, si nos limitáramos a seguir nuestra vocación y nuestras aspiraciones. El mercado, mediante el mecanismo del precio, consigue remunerar no sólo las actividades que nos gustan, sino las que los demás, con quienes interactuamos y quienes nos remuneran por esas actividades, consideran útiles.

Por eso el mercado es también un sistema de señales que nos  indican si las cosas que nos gustan les interesan a alguien más o no. Esta es la razón por la que el intercambio de mercado puede entenderse también como una forma de reciprocidad y de vínculo social. Este permite que se realicen actividades útiles para el bien común con libertad y dignidad. Cuando elegimos un oficio o una actividad, el mercado nos lleva a ponernos en el lugar de los demás y a preguntarnos si lo que hacemos nos gusta solamente a nosotros o también le gusta y le es útil a alguien más, con quien me relaciono. En base a todo eso afirmaba Adam Smith (y muchos otros economistas) que había que pagar relativamente más a un minero que a un profesor universitario (que obtiene una recompensa intrínseca de su actividad que, en cambio, el minero no obtiene), una tesis que yo seguiría suscribiendo hoy.

La última palabra la tienen los demás
En este sentido, el mercado nos impulsa a mantener una actitud adulta y no narcisista. Desde este punto de vista no sería virtuoso el comportamiento de alguien que se queje de que sus obras (científicas o artísticas, por ejemplo) no tienen mercado. En algunos casos podría tratarse de artistas incomprendidos, pero muchas veces se trata de personas civilmente inmaduras, que no aceptan la idea de que en este mundo no somos normalmente nosotros mismos los jueces de la bondad y calidad de los que creamos y producimos, sino los otros, que nos lo expresan, entre otros modos (aunque no sean estos evidentemente los únicos) cuando compran nuestras obras.

Esto no quiere decir que tengamos que renunciar a cultivar nuestra vocación también en el mundo del trabajo. Solo tenemos que aprender que si no conseguimos vivir cultivando nuestro daimon, tendremos que aceptar, de manera no narcisista, el hecho de realizar otras actividades no vocacionales pero remuneradas (como un trabajo a tiempo parcial), que nos permitan cultivar la vocación en otros ámbitos (por ejemplo pintar).

Recuerdo a unos “estudioso” que estaban convencidos de que habían escrito el libro que cambiaría la historia, pero como no conseguían convencer a ningún editor de su profecía, publicaron el libro a su costa y, lo que es más fácil, obligaban a sus estudiantes a comprarlo.

Es cierto que los instrumentos o el lenguaje que el mercado usa para decir que tu trabajo o tu actividad me/nos gusta, es demasiado pobre (dinero o incentivos materiales), aunque quizá sean mejores que el ordeno y mando y la jerarquía dictatorial. Pero eso no anula el valor de esta virtud del mercado, que nos recuerda que el mundo es un lugar donde el agua baja de la montaña hasta el valle y donde las relaciones humanas se fundamentan en la ley de la reciprocidad, incluida esa forma de reciprocidad que es la relación de mercado.

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