Las Virtudes del mercado: el trabajo

Muchos economistas han llegado a la conclusión de que estos instrumentos producen el efectos contrario, ya que muchas veces entran en conflicto con las motivaciones intrínsecas de los trabajadores. Por eso, ha llegado la hora de encontrar nuevos mecanismos...

Trabajo: Motivar a las personas no es cuestión de incentivos

por Luigino Bruni

publicado en el semanario Vita del 18 de febrero de 2011

logo_virtudesEl trabajo entendido como virtud es una conquista de la modernidad. En el mundo antiguo (greco-romano y también oriental) trabajaban los esclavos. El hombre libre, el ciudadano, gracias a los esclavos (que trabajaban por él) podía liberarse de la necesidad de trabajar y dedicarse a actividades más dignas del hombre libre, como la filosofía, la política o la gimnasia. Durante el medievo cristiano el trabajo comienza a afirmarse como virtud (como actividad buena en sí misma, como camino de felicidad), gracias a los carismas monásticos que empiezan a ver al monje también como trabajador (este es uno de los significados del lema benedictino ora et labora).

El trabajo comienza lentamente a salir a la luz, pero tiene que conquistar su espacio en un mundo que seguía siendo demasiado “platónico”, es decir que asignaba a las actividades prácticas y manuales un estatus moral y espiritual inferior al de las actividades intelectuales. Ha habido que esperar hasta tiempos recientes (prácticamente hasta el siglo XIX) para que los trabajadores manuales pudieran votar y tener acceso a cargos públicos.

La economía de mercado ha contribuido sin duda a la emancipación definitiva del trabajo de su estatuto de inferioridad, convirtiéndolo en el gran protagonista del hombre libre y fundando sobre él la democracia y la República (art. 1).

Sin embargo, hoy el trabajo está sujeto a tensiones. Por una parte es alabado y exaltado y por la otra está sometido al consumo y a la especulación. En esta época de crisis económica y social, el trabajo es tal vez la cuestión más urgente, que nos llama a una reflexión más profunda y en gran parte nueva con respecto a los debates ideológicos del siglo XX acerca de la naturaleza del trabajo y de su lugar en la vida.

También en esta ocasión partimos de dos situaciones de la vida diaria. Me invitan a cenar, llevo una bandeja de pasteles y mi anfitrión me dice: “gracias”. Tomo un café en la estación y después de pagar le digo al camarero: “gracias”. Dos “gracias” pronunciados en contextos aparentemente muy distintos: don y amistad en el primero y contrato y anonimato en el segundo. Sin embargo la palabra que usamos es la misma: gracias. ¿Por qué? ¿Qué tienen en común estos dos actos aparentemente tan distantes, al menos para la cultura de nuestras sociedades de mercado? Lo primero que tienen en común es que son encuentros libres entre seres humanos. Nunca le diríamos “gracias” a la máquina del café. Sonreímos cuando se nos escapa un “de nada” como respuesta a la voz mecánica que nos da las gracias cuando pagamos con la tarjeta de crédito el peaje de la autopista.

Estoy convencido de que ese gracias, que no le decimos solo al amigo sino también al camarero, al panadero o al cajero del supermercado, no es sólo fruto de la buena educación o la costumbre, sino que ese gracias expresa el reconocimiento de que aunque no hagamos más que nuestro deber, en el trabajo siempre hay algo más, que transforma ese intercambio en un acto verdaderamente humano. Es más, podría decirse que el trabajo comienza de verdad cuando vamos más allá de la letra del contrato y ponemos lo mejor de nosotros a la hora de preparar una comida, apretar un tornillo, limpiar el baño o dar una clase. Trabajamos de verdad cuando delante del señor Rossi ponemos Mario, o cuando delante del profesor Bruni ponemos Luigino. Cuando, por el contrario, nos detenemos antes de dar ese paso, el trabajo se parece demasiado al de la máquina de café y queda fuera del umbral de la oikos (casa) de lo humano.

Aquí aparece una paradoja importante para las empresas y organizaciones actuales. Los trabajadores y directivos de cualquier empresa, si son buenos y honrados, saben que el trabajo es verdaderamente tal y da frutos de eficiencia y eficacia cuando excede al deber y al contrato, cuando es don (como nos recuerda el último libro de N. Alter, Donner et prendre). Sobre todo en las complejas organizaciones modernas, si el trabajador no dona libremente su pasión, su inteligencia y sus motivaciones intrínsecas, no hay control ni incentivo ni sanción que pueda conseguir que el trabajador de lo mejor de sí mismo, algo que además es un factor competitivo esencial para el éxito de la propia empresa.

Cada vez es más cierto que el éxito de las empresas en el contexto competitivo internacional depende sobre todo del capital humano, de las personas y de su inteligencia y creatividad. Las personas hacen que la empresa crezca y produzca riqueza cuando ponen en juego todas sus capacidades al desarrollar una determinada profesión o al realizar una tarea dentro de una organización. Cualquiera que trabaje en una  organización sabe que esta dimensión motivacional y, me atrevería a decir, espiritual del trabajo, no puede comprarse o programarse. Solo puede ser acogida por el trabajador como expresión de su reciprocidad, de su don. Podemos comprar con incentivos adecuados la prestación, pero no podemos comprar en el mercado de trabajo lo que verdaderamente necesita nuestra empresa para vivir y crecer. En otras palabras: podemos comprar y controlar cuándo se entra y se sale de la oficina, podemos comprobar qué se hace durante las ocho horas de trabajo, pero no podemos controlar ni comprar cómo se trabaja, si se pones o no el alma, con qué pasión y creatividad se vive la jornada laboral. Las cláusulas y las características de los contratos de trabajo se quedan precisamente a las puertas de lo verdaderamente importante para una relación humana de trabajo que dura años y que vive de todas esas dimensiones que ningún contrato puede prever ni especificar. Es como decir que con los contratos de trabajo normales y con los incentivos se consigue “comprar” sólo la parte menos importante del trabajo y del trabajador humano, la actividad que más se parece a la de las máquinas, pero no se pueden obtener las dimensiones más profundas y cualitativas de la actividad laboral, de las que depende en gran medida el éxito incluso económico de la empresa. Los distintos mecanismos de incentivos, puesto que son necesariamente instrumentos externos y extrínsecos, siempre serán parciales e imperfectos. En el peor de los casos (cada vez más frecuentes y muchos de ellos objeto de estudio por los economistas), estos instrumentos producen el efecto contrario, ya que los incentivos monetarios muchas veces entran en conflicto con las motivaciones intrínsecas de los trabajadores.

Aquí es donde surge la paradoja, al reconocer que (cada vez más) las empresas y las organizaciones en general, en estos dos siglos de capitalismo, han construido un sistema de incentivos y recompensas incapaz de reconocer el “plus” del don presente en el trabajo humano. Cuando, para reconocer el don que contiene el trabajo, las empresas usan los incentivos clásicos (como el dinero), el “plus” del don es absorbido por el contrato y se convierte en un deber, por lo que desaparece. Pero cuando las empresas y sus directivos no hacen nada para evitar la desaparición del don, con el tiempo también ese exceso desaparece, produciendo tristeza y cinismo en los trabajadores y peores resultados para la empresa. Creo que esta imposibilidad de reconocer el plus del trabajo es una de las razones por las que, en todos los trabajos (desde el obrero hasta el profesor universitario), después de los primeros años llega casi siempre una crisis profunda, cuando nos damos cuenta de que hemos dado durante años lo mejor de nosotros mismos a esa organización, sin sentir que se conoce y reconoce lo que se ha dado, que es siempre inmensamente más grande que el valor del salario recibido. Así nos sentimos mucho menos valorados de cuanto valemos, porque las organizaciones no encuentran el lenguaje adecuado para expresar todo lo que hay entre el sueldo y el don de la propia vida. Estoy convencido de que muchas veces una de las causas de un cambio de trabajo es la búsqueda continua de este reconocimiento que casi nunca llega.

En este cambio de época, que afecta también a la cultura del trabajo y de la empresa, el arte más difícil que deben aprender y cultivar los directivos de empresas y organizaciones es precisamente el arte de encontrar mecanismos que sepan reconocer, al menos en parte, el don que hay en el trabajo, en todo trabajo. Al mismo tiempo, los trabajadores no debemos pedir demasiado a nuestro trabajo, sabiendo que el trabajo es importante pero nunca podrá agotar nuestra necesidad de dar y recibir dones, nuestra vocación de reciprocidad. El trabajo tiene sus momentos tiene fecha de comienzo y de fin, conoce los tiempos de la enfermedad y la fragilidad, mientras que nuestra necesidad de reciprocidad nos acompaña y aumenta durante toda la vida, es anterior al trabajo y seguirá después de él. Si no sabemos reconocer y marcar el límite del trabajo en la economía de nuestra vida (y la de nuestras comunidades), el trabajo será siervo o patrón, pero nunca “hermano trabajo”.

Entonces, trabajamos verdaderamente, y el trabajo es plenamente virtud, cuando reconocemos en nosotros mismos y en los demás que el trabajo es más que la letra del contrato, y vivimos verdaderamente cuando reconocemos que la vida es más que el trabajo.

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