El desafío más urgente es el de la desigualdad

El desafío más urgente es el de la desigualdad

Comentario - El tardo-capitalismo cada vez se parece más al tardo-feudalismo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/09/2012

logo_avvenireEl crecimiento es un desafío, pero aún lo es más el aumento de la desigualdad, que se está convirtiendo en el primer y más importante obstáculo para el desarrollo económico y social. A causa de la gran desigualdad que existe en cuanto a oportunidades, derechos y libertades, la riqueza dopada que hemos creado no es fecunda ni genera trabajo ni desarrollo auténtico. Por otra parte, ¿cómo cabría esperar que lo fuera?  Sólo el trabajo genera trabajo. Si repasamos el camino que hemos andado desde la revolución industrial hasta hoy, nos daremos cuenta de cuán preocupantes son para las economías de mercado los índices de desigualdad. Después de una importante disminución de las desigualdades en las economías occidentales del siglo XX, debida al paso de unas economías y estructuras sociales feudales a una economía de mercado mucho más dinámica, en las últimas décadas el capitalismo triunfante está haciendo que aumente de nuevo la desigualdad hasta niveles muy cercanos a los iniciales.

En los Estados Unidos, los primeros 500 altos ejecutivos del ranking ganan de media 10 millones de dólares al año y los 20 administradores más ricos de hedge funds (los fondos de inversión más especulativos) ganan en total más que entre todos esos 500 ejecutivos. Es más: la desigualdad de hoy dentro de los Estados Unidos es muy parecida a la de los países que están saliendo actualmente de estructuras sociales feudales. En definitiva, nuestro tardo-capitalismo se parece demasiado al tardo-feudalismo, como si dos siglos de desarrollo económico y de derechos no hubieran servido para nada o para demasiado poco, en términos de desigualdades. El exceso de mercado está produciendo los mismos frutos inciviles que la ausencia de mercado. Este es un mensaje urgente y grave, entre otras cosas, porque contradice la utopía reformista profundamente asociada al nacimiento de la economía política moderna, cuando los ilustrados veían el desarrollo de los mercados como el principal instrumento para superar el mundo feudal y encaminarse hacia la sociedad democrática de personas libres e iguales que ellos anhelaron, aunque no llegaran a verla.

Mientras que el desarrollo de los mercados supuso también el desarrollo del trabajo y de los derechos, la economía se mantuvo en su conjunto fiel a su vocación originaria; pero un capitalismo de última generación, basado en los rendimientos financieros y en la deuda, está llevando al mundo hacia una rígida polarización de clases que creíamos superada. ¿Por qué? En primer lugar, porque cuatro quintas partes de los llamados pobres absolutos (los casi 2.000 millones de personas que viven con menos de 2 dólares al día) ya no están en los llamados “países pobres”, sino en países de renta media y alta. Esto expresa un hecho nuevo y de enorme alcance: la línea de demarcación entre ricos y pobres ya no está tan ligada a la geografía (norte-sur) , sino que se ha desplazado al interior de cada país. La globalización ha cambiado profundamente la morfología de la pobreza.

Por este motivo, la relación entre el PIB de cada país y los distintos indicadores de bienestar y malestar cada vez es menos significativa y útil. Si tomamos el PIB de los países con renta per capita media-alta (por ejemplo, los países de la OCDE) y los cruzamos con índices fundamentales para la vida de las personas como la expectativa de vida, el bienestar de los niños, las enfermedades mentales, la obesidad, la criminalidad, los resultados escolares de los jóvenes o la movilidad social, descubrimos que la información que podemos extraer no es muy relevante, ya que los datos se parecen demasiado unos a otros. Pero las cosas cambian tremendamente si en lugar del PIB tomamos los indicadores de desigualdad (el famoso “Indice de Gini” es uno de ellos), ya que encontramos grandes diferencias en esos índices fundamentales dentro de estos mismos países.

En otras palabras, en términos de esperanza de vida, salud, capital humano o capabilities (como diría Amartya Sen), hay mucha más diferencia entre un oficinista inglés y una mujer inglesa de origen caribeño con trabajo precario y escasa educación, que vive en los barrios pobres de Londres y a lo mejor es madre soltera, que entre un oficinista inglés y otro peruano. Una diferencia que se hace aún más pequeña cuando comparamos un alto directivo inglés con otro sudamericano. La desigualdad es un grave mal público, padecido por toda la población de un país, incluida – como dicen muchos datos recientes – la clase más rica, porque con la desigualdad aumenta la envidia social, la mentalidad posicional, la inseguridad y la infelicidad de todos.

Así pues, volviendo a la actualidad de Italia y Europa, quienes amen de verdad el bien común y quieran trabajar por la auténtica recuperación económica, deben preocuparse un poco menos del PIB y mucho más de hacer que se reduzca la desigualdad. Si seguimos aumentando los impuestos sobre el trabajo, la gasolina, la primera vivienda, aumentando los impuestos indirectos sin gravar los grandes patrimonios, las rentas financieras y las rentas de cualquier naturaleza (incluidas las rentas de posición de las muchas categorías feudales protegidas), seguiremos atendiendo a los indicadores equivocados, confundiendo los efectos con las causas y midiendo cosas que nos distraen de los grandes retos de este momento crucial que estamos viviendo.

La esperanza está sobre todo en los jóvenes, que tienen una menor tolerancia hacia la desigualdad. A partir de su indignación y su falta de resignación, puede comenzar una nueva era económica y social, donde la igualdad, no sólo formal sino sustancial, vuelva a ser uno de los grandes valores de nuestra civilización.

 


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