El otro verdadero nombre de los hijo

El otro verdadero nombre de los hijo

El signo y la carne/16 – Valen más que las cosas y hacen que nos parezcamos a Dios. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 20/03/2022

«Es evidente que vivimos en un periodo de transición. Pero ¿de transición hacia qué? Nadie tiene la menor idea. Si queremos atravesar esta época oscura, deberíamos abstenernos, como el Áyax de Sófocles, de calentarnos al fuego de esperanzas ilusorias».

Simone Weil, Opresión y libertad

Con un elogio del susurro de los labios y una reflexión sobre el tiempo (y la tierra) prometido y el papel esencial de los discípulos del profeta, termina el comentario al libro de Oseas. Solo queda un último gracias.

Uno de los mensajes más fuertes y constantes del libro de Oseas es el relativo a la ilusión de que la salvación se encuentra en el pasado. Nos ha dicho varias veces que la corrupción y la infidelidad de Israel comenzaron ya en sus primeros tiempos, los de los Patriarcas y Moisés. La salvación, por tanto, no está detrás sino delante, enfrente, más allá de la línea del horizonte. El presente es salvado por el futuro, porque es el lugar de la posibilidad real y concreta de cambio, el único tiempo donde podemos convertirnos en lo que no aún no somos y nunca hemos sido. Cada vez que buscamos en el pasado un camino de salida para situaciones tristes y oscuras, una imaginada e idealizada edad de oro a la que regresar para encontrar radicalidad, valores y pureza, tan solo estamos invirtiendo las pocas energías que nos quedan en los lugares equivocados. Esto vale para las comunidades, pero también para los individuos. 

Cuando la vida nos conduce a exilios y desiertos donde vacila todo, hasta el fundamento de nuestra historia, vocación y fe, es inútil y dañino volver a examinar el pasado con la memoria para saber si hemos sido engañados, o para recuperar la tierra que manaba leche y miel y desde allí poder partir de nuevo. El pasado recordado, aunque sea inmenso y luminoso, nunca es suficiente para seguir el camino hoy. El pasado solo sabe decir palabras de vida cuando se conjuga, aquí y ahora, con el futuro. La tierra prometida es la tierra de mañana. La historia, la vocación y la fe se salvan generando futuro – ya sea con veinte, con cincuenta o con noventa años –. El Jordán está delante. Detrás solo están el Nilo y los ríos de Babilonia. Cuando los profetas hablan de “volver a Dios”, siempre es un verbo de futuro: «Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios, que tropezaste en tu culpa. Tomad con vosotros palabras y volved al Señor; decidle: Perdona del todo nuestra culpa; acepta el don que te ofrecemos: no toros inmolados sino la alabanza de nuestros labios» (Oseas 14,2-3).

Al final de su rollo, Oseas retoma su gran polémica contra los sacrificios, y lo hace de la manera más hermosa: tocando uno de los vértices de su teología y de su poesía. Aquí la alternativa al sacrificio de los toros, que era el que tenía el costo-valor más alto (Lev 4,14), se pone en la palabra, en el movimiento de los labios. Y es estupendo, porque este es uno de los primeros testimonios del valor de la súplica oral como sustitutiva de los sacrificios. Decir que la “alabanza de los labios” supera a todos los sacrificios es una revolución de la religión y del culto, puesto que vuelve del revés la categoría del valor sagrado. El valor de un acto religioso se convierte en algo completamente espiritual, pierde su materialidad, sale del reino de la cantidad y empieza a ser un asunto de corazón (dirá Ezequiel) que tiene que ver con las personas y no con sus ofrendas. Ninguna “cosa”, ni siquiera la más grande y preciosa, vale tanto como un susurro humano. Este es el humanismo bíblico, que incluye nuestras liturgias y nuestras Misas, donde los bienes ofrecidos en el altar adquieren un valor infinito gracias a las palabras. Sin ellas serían cosas buenas, pero no dejarían de ser cosas. Y también las palabras que se dicen durante las liturgias – las plegarias, las lecturas bíblicas, incluso la humilde “paz contigo” – no son acompañamiento sino sustancia.

Pero en estos versos hay algo más, que se refiere directamente a la naturaleza de la palabra. Podemos usar las cosas y los bienes para comunicarnos entre nosotros e incluso con Dios. Algunas veces un bien, una cosa, es capaz de decir mucho, para bien y para mal. La bolsa muda con la compra que deja un amigo en la puerta de casa, la ropa que encontramos doblada sobre la cama, el aumento de sueldo para decir “gracias”, el paquete con lápices y cuadernos que llega con el camión. Todo es verdadero, todo es amor verdadero. Pero después de todo esto, después de todas estas cosas-palabras verdaderas, llega la palabra desnuda, llegan nuestros labios. Y comienza una época nueva, comienza la edad de las mujeres y de los hombres que hablan, y hablando pueden decir cosas que ninguna cosa puede decir. Ahí está la dignidad de la palabra, el valor inmenso de la palabra en la Biblia, una palabra tan estimada, apreciada y custodiada como para permitir un día escribir: la palabra se hizo carne.

Ahí está también el valor de la poesía, de la literatura, de las palabras escritas y de las dichas, que se desvanecen mientras las pronunciamos. Hay realidades humanas que valen porque permanecen – una obra de arte, un libro, una manufactura… – y su valor está contenido en su materialidad. Pero hay otras que valen mucho precisamente porque duran poco, porque mientras las pronunciamos se desvanecen y nos alimentan con su desvanecimiento. Son sublimes mientras se cumplen, son hermosas porque son efímeras – una puesta de sol, un arco iris, un te quiero y sobre todo el último gracias –. Ciertamente podemos materializarlas fotografiándolas o grabándolas, pero nosotros sabemos que han sido estupendas porque ya no están, porque solo quedan sus huellas – por eso la palabra es la imagen más verdadera de lo que es una persona, de lo que somos nosotros: efímeros, y sin embargo poco inferiores a los Elohim (Salmo 8) –. El adam creado a imagen de un Dios que “solo era una voz”, un día comprendió que la palabra era lo que más le acercaba a ese Dios suyo verdadero y distinto, que no se dejaba ver pero hablaba, y nosotros podíamos entrar en diálogo hablando. La dignidad bíblica de la palabra es antropológica: cuando hablamos es cuando más nos parecemos al Dios-voz. Los que hablamos y escribimos deberíamos recordarlo cada día, cada instante.

Oseas nos dice además que no hay perdón sin palabras – «tomad con vosotros palabras...» – porque el perdón hay que pedirlo. Otro día escuchamos que el Padre acoge a un hijo pródigo que vuelve y lo perdona antes de que haya hablado, y así descubrimos que somos imagen de Dios también porque a veces sabemos perdonar a quien no nos pide perdón (per-don).

Oseas terminó su discurso con un oráculo de condena sobre Israel, porque el pueblo se ha corrompido totalmente, ha creído en la riqueza, en los ídolos y en el socorro de las superpotencias extranjeras – «Samaría pagará la culpa de rebelarse contra su Dios» (14,1). Nos ha dicho que Dios seguía amando a su pueblo, pero que la salvación necesita la parte humana, una parte que no existía. Solo podía desvelar la cruda realidad.

Es muy probable que la profecía del hombre Oseas acabara con este juicio del primer versículo del capítulo 14, que sus últimas palabras fueran las de quien al final de su vida toma nota del fracaso de la Alianza y de su misión de profeta y acepta con mansedumbre no haber obtenido la conversión de su pueblo. No es raro – más bien es la norma – que las vocaciones proféticas acaben su existencia con una profunda sensación de fracaso, con la certeza de que la comunidad a la que han sido enviadas no ha escuchado su mensaje y ha hecho lo contrario. La existencia terrena del profeta termina muchas veces en una profunda noche oscura, sin sol y sin estrellas – no entenderemos a ningún profeta verdadero si pensamos que “felicidad” es una de las palabras de su abecedario –.

Pero, gracias a Dios, existen los discípulos de los profetas. Ya sea en vida o después de su muerte, los buenos discípulos pueden y deben continuar el libro. Como los que escribieron buena parte del capítulo 14 y, recorriendo las enseñanzas de Oseas, dieron un final distinto a su libro. Sintieron que las palabras de condena y desesperación, aun siendo verdaderas, no podían ser las últimas de Oseas, porque su maestro y el pueblo tenían derecho a un final distinto, inscrito en su profecía esperando simplemente ser escrito por una mano distinta. Los discípulos de los profetas son también el don de un final que los profetas no son capaces de escribir y sin embargo les resucitan de los sepulcros a donde les ha conducido el seguimiento fiel de la voz, y de los que nunca saldrían solos. Sin los discípulos, la palabra de muchos profetas sería demasiado dura, le faltaría la dulzura de los hijos y la pietas de los amigos. Los verdaderos profetas solo saben ser honestos, y en su honesta fidelidad a la voz no se conceden consuelo alguno, y ¡ay de ellos si así no fuera! Ellos nunca cambiarían los nombres tremendos de sus hijos («No-amada» y «No-mi-pueblo»). Debemos hacerlo nosotros. Las páginas de esperanza y de consuelo escritas por los discípulos de los profetas son el final de la reciprocidad y la gratitud, son otro nombre, el verdadero, de los hijos: «Curaré su apostasía, los querré sin que lo merezcan, mi cólera ya se ha apartado de ellos. Seré rocío para Israel; florecerá como azucena y arraigará como álamo; echará vástagos, tendrá la lozanía del olivo y el aroma del Líbano; volverán a morar a su sombra, revivirán como el trigo, florecerán como la vid, serán famosos como el vino del Líbano» (14,5-8). En un libro de Oseas dominado por figuras de animales (leones, caballos, osos, leopardos, leonas…), la conclusión se sitúa en un ambiente vegetal, en un nuevo Edén de árboles, vástagos, rocío, olivos, trigo y viñas, y nuestro corazón reposa en la mansedumbre de los árboles que tal vez roza la del que cuelga de un madero.

Igual de estupendo, también don de los discípulos de Oseas, es su último verso: «Quien sea sabio que lo entienda, quien sea inteligente que lo comprenda. Los caminos del Señor son llanos, por ellos caminas los justos, en ellos tropiezan los pecadores» (14,10).

Sería muy hermoso que nuestra lectura de Oseas fuera la de los amigos de los sabios y de los inteligentes, al menos en alguna página, en una sola: la de la fidelidad a la esposa infiel, el diálogo íntimo de amor en el desierto, las acusaciones a los sacerdotes que se nutren de los pecados del pueblo, su gran grito «misericordia quiero y no sacrificios», la crítica al becerro de oro y a todos los pedestales de estatuas, «de Egipto he llamado a mi hijo», el otro relato de la lucha de Jacob con el ángel, el don de lo inacabado. Si en un verso, en un solo verso, oímos una voz distinta que pronuncia nuestro nombre, nuestra obra habrá dado su buen salario, Y podemos concluir con la palabra más bella de todas: gracias.

Ha llegado el tiempo de despedirse también de Oseas, un profeta muy amado e inmenso, signo y carne, el más humano de los profetas, y quizá el que mejor ha desvelado la intimidad de Dios. Otra despedida, otra melancolía y una nueva alegría: la de seguir, tras una breve pausa (de una semana) con el comentario del profeta Daniel. Con el director Tarquinio, a quien nunca agradeceré bastante por falta de palabras, hemos pensado que la mejor compañía para este tiempo tremendo es la de los profetas. Gracias a quienes nos han seguido y a quienes lo seguirán haciendo.


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