Nada más y nada menos

Nada más y nada menos

El signo y la carne/2 – En las vocaciones verdaderas nadie es más grande que su destino y su nombre. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/12/2021

«La vida no es simplemente destino».

Amartya Sen, Identidad y violencia.

Los paradójicos nombres de los hijos de Oseas desvelan algo profundo de la lógica de la Biblia y de la paternidad, que es también el arte de liberar a los hijos de las cadenas.

En el mundo antiguo el nombre era tarea y promesa. Era destino. El nombre orientaba con decisión la vida desde sus comienzos. Por eso el nombre estaba cubierto con un velo. Revelar el nombre a alguien significaba dejar que se asomara al misterio de la propia intimidad velada. Una huella de este misterio permanece hoy en el nombre de la madre, del padre, de los abuelos o de los tíos, donde el nombre de la relación primera no deja pronunciar el nombre propio. Nosotros conocemos los nombres de mamá y papá, pero no los pronunciamos para conservar un poco de su misterio de amor. Los aprendemos porque los pronuncian los demás. Nosotros los descubrimos en su boca – muy pocas cosas hacen más daño a un niño que oír pronunciar el nombre de su padre o de su madre sin amor: es una profanación del corazón –. Hoy sabemos, al menos muchos de nosotros, que somos más grandes que nuestro nombre y que, gracias a nuestra libertad, podemos cambiar nuestro destino. Sabemos que podemos conseguir que nuestro nombre diga cosas distintas de las que tenían en la mente nuestros padres y la vida misma. Sin embargo, el hombre bíblico todavía no lo sabía. Tuvo que aprenderlo, con gran esfuerzo. Y algunas veces lo consiguió. 

«Gomer concibió y dio a luz un hijo. El Señor dijo a Oseas: –Llámalo Yezrael, porque muy pronto pediré cuentas de la sangre de Yezrael a la dinastía de Jehú y pondré fin al reino de Israel» (Oseas 1,3-4). La mujer infiel de Oseas, Gomer, da a luz un niño. Es Dios quien le da el nombre. Tras la orden de casarse con una “prostituta”, Dios sigue hablando a Oseas dentro de la carne de su carne. Como hizo con Isaías, cuyo hijo llevó inscrito en su nombre la estupenda profecía del padre – "Sear Yasub: un resto volverá" (Is 7,3). Los primeros diálogos entre Dios y su profeta son palabras de carne, palabras de casa, de modo que la profecía aprenda palabras de cielo bajo una tienda y que su primer vocabulario sea el léxico familiar. 

Los estudiosos siguen ofreciendo nuevas interpretaciones del significado del nombre Yezrael, un nombre vinculado a las terribles batallas que tuvieron lugar en la llanura de Yezrael, y a los delitos de sangre allí perpetrados por Jehú, el rey fundador de la dinastía reinante en tiempos de Oseas. El segundo libro de los Reyes hace una lectura de Jehú muy distinta de la de Oseas: «YHWH dijo a Jehú: –Por haber hecho bien lo que yo quería…» (2 Re 10,30). Por haber hecho bien lo que yo quería, es decir: el asesinato de Jorán, los setenta niños decapitados y el exterminio de todos los fieles a Jorán en Samaría. Una justicia que nosotros no entendemos, gracias a la misma Biblia que, madurando en el terreno de la historia, nos ha hecho superar la idea de justicia que ella misma contenía. Una justicia que tampoco Oseas comprendía. Nunca habría escrito una frase como la que acabamos de citar – la Biblia es grande, entre otras cosas, por las lecturas distintas y opuestas de los hechos que narra –. Así pues, el nombre del hijo es un nombre de sangre para un mensaje de sangre.

«Ella volvió a concebir y dio a luz una hija. El Señor dijo a Oseas: –Llámala “No-amada” porque ya no amaré ni perdonaré a la casa de Israel…» (1,6). No-amada, Lo’-ruhamah, un nombre que hace uso, pervirtiéndola, de la gran palabra raham (vísceras), raíz de la palabra misericordia (rahamim), que es la palabra del padre del hijo pródigo y del buen samaritano. No-amada, no digna de misericordia: una hija por la que no se conmueven las entrañas de la madre, ni del padre, ni de Dios. Así son los profetas. Para intuir un poco de su misterio no debemos quitar ni una coma de su paradoja. Oseas, para hablar en nombre de YHWH, debe dar a su hija – y sabemos lo que significan las hijas para los padres – un nombre perverso, que niega el sentido profundo de toda maternidad, paternidad o filiación, que niega la vida misma. Y debe hacerlo porque está a punto de suceder el delito más grande sobre la tierra: porque ya no amaré ni perdonaré a la casa de Israel. Y si YHWH – el único Dios verdadero, el padre del pueblo, el nombre más hermoso, tan hermoso que hay que protegerlo con una no-pronunciación – por nuestra infidelidad rompe la Alianza hecha con Adán, con Noé, con Abraham y con Moisés, si deja de amar al pueblo que había elegido y salvado de Egipto, si el Dios misericordioso deja de perdonar, entonces verdaderamente el sol se apaga, no queda nada de valor sobre la tierra y las vísceras de las madres ya no se mueven. Este es Dios en la Biblia – nada más y nada menos  –. La alianza no es un asunto religioso. Dios no es el Ser perfectísimo que aprendimos en el catecismo, en las fiestas de guardar y en los funerales. No. El Dios bíblico es el horizonte del ser, el fundamento de la vida, la luz que ilumina cada día. Si se apaga, todo lo que está vivo se seca. Esta es la profecía, estos son los profetas, que deben recordar al pueblo quién es de verdad el Dios bíblico. Si la Biblia ha resistido y resiste desde hace más de dos milenios los vientos de vanitas de la tierra, es porque los profetas han salvado a este Dios distinto y lo siguen salvando. No lo han convertido en un dios-respetable, un dios-educado, un dios-del-sentido-común. No. Lo han guardado dentro de su paradoja, y así ha seguido vivo.

El mensaje familiar de Oseas se vuelve aún más claro y fuerte con el tercer hijo: «Cuando destetó a No-amada, concibió y dio a luz un hijo. El Señor dijo a Oseas: –Llámalo No-pueblo-mío, porque vosotros no sois mi pueblo ni yo soy para vosotros El-Que-Soy» (1,8-9). El nombre del tercer hijo es No-pueblo-mío, Lo’-’ammî. La ruptura del pacto se hace definitiva. YHWH, El-Que-Soy revelado a Moisés se retira, el nombre se convierte en su opuesto: ya no soy El-Que-Soy. Se retira e invierte el pacto: vosotros no sois mi pueblo. Para Oseas el pueblo puede vivir (tal vez deba) sin rey, pero no será el mismo sin su relación especial y única con su Dios. Nos encontramos frente a la revelación de nuevas dimensiones de la profecía – y por tanto de muchas vocaciones auténticas –. Aquí Oseas no nos está explicando solo qué es la Alianza, ni cuál es la naturaleza profunda del pueblo de Israel. Tampoco nos está diciendo solo quién es el Dios bíblico. Nos está hablando de él mismo, nos está diciendo quién es verdaderamente un profeta.

Un profeta puede vivir sin “rey”, es decir sin poder, sin instituciones y sin estructuras. También puede vivir sin templo, es decir sin culto y sin religión. Pero muere si sale de la obediencia absoluta a la voz. Si sale de este diálogo, se pierde, se apaga. Y mientras siga vivo El-Que-Soy, el nombre-no-nombre de todos los nombres, debemos poner a nuestros hijos e hijas los nombres más hermosos y mejores, porque la paternidad consiste también en dar nombres maravillosos a los hijos, y después liberarlos del peso de los “nombres” que hemos elegido para ellos – y si no lo logramos, siempre podemos dormirnos con la esperanza de que otra mano completará la tarea –. Pero cuando muere El-Que-Soy, cuando se desvanece el Nombre, todos los nombres se vuelven viento; y entonces también podemos dar nombres absurdos a nuestros hijos, a nuestras criaturas, a nuestras obras, a nuestras empresas, a nuestros trabajos. Toda vocación verdadera, que no sea solo autoengaño, es tremenda y absoluta como los mandatos de Oseas. Nada más y nada menos. A las vocaciones verdaderas solo es posible obedecerlas. Solo es posible permanecer dentro de una paradoja de carne. Son una herida abierta, que sangra toda la vida. Por eso se trata de asuntos arcaicos, distantes del espíritu de la libertad de los modernos. Son solo y verdaderamente destino. En las vocaciones verdaderas no somos más grandes que nuestro destino, no somos más grandes que nuestro nombre. Diciendo “sí” libremente, renunciamos al control de nuestro destino y de nuestro nombre. Pero nuestros hijos no. Ellos no deben quedar atrapados dentro de los “nombres” que nosotros hemos elegido para ellos obedeciendo a una voz.

Pero he aquí que irrumpe en esta tiniebla uno de los cantos más luminosos de Oseas, que nos devuelve la promesa de Abraham y de Moisés: «El número de los israelitas llegará a ser como la arena de la playa… Y en lugar de llamarlos No-pueblo-mío, los llamarán Hijos del Dios vivo… Es el día grande de Yezrael. Llamad a vuestro hermano Pueblo-mío y a vuestra hermana Amada» (2,1-3). No sabemos quién escribió estos tres versículos, tan distintos de los anteriores (y de los posteriores). Probablemente fueron escritos mucho tiempo después de Oseas, después del exilio, cuando los israelitas tuvieron nuevamente experiencia de El-Que-Soy y de su misericordia. Y un escritor antiguo cambió el nombre de los hijos de Oseas. Hicieron falta varias generaciones para que estos tres tristes nombres pudieran resurgir. Un anónimo escriba, tal vez profeta también él, quiso añadir estos versos para liberar a aquellos niños de las cadenas de sus nombres. En realidad, los hijos de Oseas llevaron (creemos) esos nombres toda la vida. Pero la liberación póstuma realizada por la Biblia los ha liberado de verdad – y si así no fuera, la Biblia sería ficción –.

El sentido de los nombres a veces necesita tiempo y una mano distinta de la nuestra para desvelarse. La mano de un nieto escribe el verdadero sentido de la historia absurda de un abuelo, la de una hija desvela el sentido del sufrimiento indecible de una madre. El profeta no puede cambiar su propio nombre, porque las vocaciones solo pueden ser habitadas y obedecidas. Pero otro, o la vida misma, puede cambiar el nombre de nuestros hijos. El destino de los hijos está unido al nuestro, ciertamente. Pero no para siempre, porque hay una dimensión de su destino que no depende, y no debe depender, de los padres. Esto sirve para los hijos de carne y hueso y también para las obras de los profetas o de los fundadores de comunidades carismáticas. Sus obras nacen unidas a su destino, pero un día puede llegar otra mano que las libere, dándoles un sentido distinto del querido y pensado por el fundador, y las resucite a una nueva vida. Pero estas cosas solo las saben los profetas, y sus amigos que saben escuchar sus susurros.


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