El primer nombre y el último

El primer nombre y el último

El misterio revelado/2 – También aquellos que nos clavan son actores esenciales en la historia de la salvación. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/04/2022

«Saluda las riberas del Jordán,
las torres asoladas de Sion
¡Oh, patria mía,
tan bella y perdida!
¡Oh, recuerdo, querido y fatal!
Arpa dorada de fatídicos vates,
¿por qué cuelgas muda del sauce?» 

Temistocle Solera, Va, pensiero del Nabucco de Giuseppe Verdi

El comienzo del libro de Daniel, situado en el contexto del exilio babilónico, introduce algunos temas decisivos del libro y nos recuerda el sentido bíblico del nombre. 

«El año tercero del reinado de Joaquín, rey de Judá, llegó a Jerusalén Nabucodonosor, rey de Babilonia, y la asedió. El Señor entregó a su poder a Joaquín de Judá y todo el ajuar que quedaba en el templo; se los llevó a Senaar, y el ajuar del templo lo metió en el tesoro del templo de su dios» (Daniel 1,1-2). 

Las primeras frases de los grandes libros son esenciales. En algunos casos lo son casi todo. El autor del libro de Daniel sitúa el comienzo en el exilio babilónico, a partir de la primera ola de la deportación, en 598-597 a.C., cuando el templo fue saqueado pero no destruido, algo que acontecerá diez años después con la segunda gran destrucción-deportación. En la primera ola fueron exiliadas las élites políticas, económicas y religiosas, entre las que se encontraba el profeta Ezequiel. Las referencias históricas no coinciden con las del Segundo Libro de los Reyes (24) ni con las de Jeremías (25,36,46), que son las fuentes históricas más fiables, pero sí son coherentes con el Segundo Libro de las Crónicas (36). Al autor, que escribe casi cuatro siglos después de los hechos que narra, no le importa el rigor de la cronología sino el contexto teológico: Daniel es un hombre del exilio; su vida y su acción profética se desenvuelven enteramente en Babilonia, desde el comienzo hasta el final decretado por el edicto de Ciro: «Daniel estuvo en palacio hasta el año primero del reinado de Ciro» (1,21).

Así pues, estamos en el exilio babilónico. La Biblia es también un mapa, tiene su geografía. El exilio es uno de sus puntos cardinales, que permite al hombre bíblico reconocer dónde están el norte y el sur, por dónde sale el sol y por dónde se pone. Es un mapa esencial para los largos viajes del alma individual y colectiva. Después del exilio nada volvió a ser como antes. La fe de Jacob-Israel salió de aquel combate nocturno herida y bendecida, con un nuevo nombre (Gn 32). YHWH se convirtió en un Dios distinto, dejó de ser el Dios “de los ejércitos”, una divinidad nacional guerrera que rivalizaba con otros dioses y moraba en su templo magnífico y con el que se dialogaba mediante las ofrendas de los sacrificios. Al encontrarse sin templo, sin patria y con un Dios derrotado por «dioses falsos y mentirosos», los hebreos lograron salvar su identidad. Comprendieron además que la casa de Dios era el mundo entero, que podían adorarlo en cualquier lugar en «espíritu y en verdad» y que la misericordia era más importante que los sacrificios de toros. Así pues, un día descolgaron las arpas de los sauces donde las habían colgado y reanudaron su canto (Salmo 137). El exilio fue una enorme destrucción creadora: las certezas teológicas y sociales de los primeros siglos del gran reino de David quedaron barridas y ellos se vieron humillados y pobres. Pero un día, a orillas de los ríos de Babilonia, comenzó una resurrección. Un “resto fiel” volvió. Tras setenta años de exilio solo regresó a casa una mínima parte de los que salieron de ella. Pero ese pequeño rebaño había conservado la fe, y por tanto había salvado todo – la fe-confianza es lo que hay que salvar en los exilios, lo único que importa –.

Así la carrera pudo continuar, hasta hoy. A orillas de los grandes ríos se empezaron a escribir los libros más hermosos: las historias de los patriarcas, muchos salmos, tal vez algunas páginas de Job y del Cantar, los capítulos del Siervo sufriente y el rollo de Ezequiel. Gran parte de la Biblia, algunos profetas enormes, y quizá el mismo shabbat, fueron el valioso patrimonio (don de los padres) del exilio. Y no hay que excluir la posibilidad de que el Salmo 22, la partitura sobre la que los evangelistas compusieron la sinfonía de la Pasión, naciera en el exilio, a partir del canto de un Dios reencontrado dentro del abandono. Los exilios no terminan hasta que un día empezamos a cantar en tierra extranjera.

En este comienzo del libro encontramos también algunos nombres bíblicos esenciales. El primero es Nabucodonosor, rey de los babilonios. Es un nombre análogo al Pilatos de los Evangelios, que a su pesar ha entrado en el relato decisivo e incluso en el Credo. Todos los relatos de la historia de la salvación contienen el nombre de este rey, recordándonos que en nuestras historias de salvación no deben estar solo los nombres de aquellos que nos han amado y salvado. Están, y deben estar, también los nombres de aquellos que nos han hecho sufrir, de aquellos que nos han clavado, porque nos recuerdan la verdad del dolor y de la historia. También ellos son memoria, actores necesarios en el drama de la salvación, aunque no lo sepan ni lo quieran.

Giuseppe Verdi escribió el Nabucodonosor (abreviado en Nabucco) mientras su pueblo, en otro exilio, luchaba para acabar con otra ocupación. Y cuando en el teatro La Scala se entonaba el Va, pensiero, la «patria bella y perdida» era la de los antiguos hebreos, pero sobre todo era la de los milaneses e italianos ocupados. Así entendemos mejor al “libretista” de Daniel: cuando los hebreos bajo la persecución de Antíoco IV Epífanes cantaban el nombre de Nabucodonosor, en realidad se referían a otro rey, a otra lucha, a otro exilio y a otra resistencia. Esta es también la fuerza de la palabra, la fuerza débil y extraordinaria del arte.

Otro nombre, que podría parecernos un detalle secundario e irrelevante, es el de «el país de Senaar». En el Génesis, Senaar es la región habitada por Nemrod, el «primer hombre poderoso de la tierra» (Gn 10,8-10). Por eso no resulta sorprendente leer que el lugar donde los supervivientes del diluvio construyeron la Torre de Babel fuera precisamente Senaar: «El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar, y se establecieron allí» (Gn 11,1-2). Babel, es decir Babilonia. Las primeras frases de Daniel nos sugieren que el libro que está a punto de comenzar es entre otras cosas una reflexión teológica y social sobre el poder, sobre cómo salvar el alma cuando estamos oprimidos por un gran poder y por un gran poderoso, sobre cómo salir inocentes de sus seducciones y tentaciones invencibles. El poder, en la Biblia, es siempre idolátrico, porque promete otra salvación, vinculada a la fuerza y a la grandeza y no a la voz pobre y nómada de un Dios deponente, que no ejerce el poder al modo de los poderosos de esta tierra porque, como hace el océano con los continentes, se retira para que emerjamos nosotros y nuestra libertad. Si de una lectura profunda de la Biblia no salimos con una crítica más radical a toda forma de poder y con un deseo de liberar a los oprimidos por los poderosos, nuestra lectura habrá sido vanitas.

«El rey ordenó a Aspenaz, jefe de los funcionarios de la corte, seleccionar a algunos israelitas de sangre real y de la nobleza, jóvenes, perfectamente sanos, de buen tipo, bien formados en la sabiduría, cultos e inteligentes y aptos para servir en palacio, y ordenó que les enseñasen la lengua y literatura caldeas … Su educación duraría tres años, al cabo de los cuales pasarían a servir al rey. Entre ellos había unos judíos: Daniel, Ananías Misael y Azarías» (1,3-6). Nos encontramos en un ambiente de corte. Cuatro jóvenes judíos de familia real o noble, miembros por tanto de las élites aristocráticas deportadas, son introducidos en la corte. Son jóvenes guapos, sanos, instruidos, inteligentes y sabios, características que en la tradición sapiencial van casi siempre juntas. Lo mejor de la juventud deportada. El aprendizaje de la cultura y de la lengua de los caldeos debía durar tres años, un bachillerato en ciencias y literatura. Los caldeos, en aquel tiempo, eran la élite cultural y científica de los babilonios, expertos sobre todo en técnica, adivinación y astronomía.

He aquí otro mensaje decisivo de este primer capítulo. Los hebreos quedaron muy impresionados, quizá embelesados, por la cultura y la ciencia de los babilonios. Aquella civilización superior desde muchos puntos de vista les aturdió, les sedujo profundamente, y no pocos hebreos decidieron abrazarla. El libro de Daniel es un gran ejercicio ético y de resistencia cultural de un pequeño pueblo pobre frente a la fuerza cultural y científica de un gran imperio. La primera tentación a la que tuvieron que hacer frente no era religiosa, no venía de la fascinación por Marduk y sus procesiones espectaculares. No, el pueblo de la palabra fue tentado por las palabras, el pueblo de la sabiduría fue tentado por otra sabiduría. Una tentación parecida a la que los escritores de Daniel advertían con respecto a la gran cultura y sabiduría helenística. Por eso, la lectura del libro de Daniel es un gesto esencial para quienes quieren custodiar una herencia pobre dentro de la riqueza, una debilidad bajo una potencia, porque sienten que esa pobreza y esa pequeñez son, sencillamente, su alma: son sencillamente él o ella.

Una de las mayores bendiciones del exilio babilónico (menor que la ocupación griega) fue una auténtica cuadratura del círculo: el pueblo fue capaz de conservar su identidad, pero se formó y se alimentó de la gran cultura y ciencia babilónica. De ahí nacieron los mitos bíblicos y muchas perlas de sabiduría repartidas por la Biblia, tan bien engarzadas en el edificio bíblico que hoy no es posible reconocerlas. Así pues, la gran esperanza que contiene el libro de Daniel está en la posibilidad de aprender también de los poderes enemigos, de crecer también dentro de las mayores desgracias, de vivir alimentándose de la comida de los artífices del propio fracaso.

Los nombres de los cuatro jóvenes son teóforos: “Dios ha juzgado” (Daniel), “YHWH ha mostrado gracia” (Ananías), “¿Quién es lo que Dios es?” (Misael), “YHWH ha socorrido” (Azarías). Pero «el jefe de los funcionarios de la corte les cambió los nombres, llamando a Daniel, Belsazar; a Ananías, Sidrac; a Misael, Misac, y a Azarías, Abdénago» (1,7). En la Biblia encontramos muchas veces la operación del cambio de nombre, que es de dos especies opuestas. A los babilonios les gustaban mucho estos ejercicios: «El rey de Babilonia, en lugar de Joaquín, nombró rey a su tío Matanías, y le cambió el nombre en Sedecías» (2 Re 24,17). Los egipcios habían realizado años antes un gesto semejante con el padre el rey Joaquín (2 Re 23,34). A los señores les gusta mucho cambiar el nombre a los súbditos, ya sean políticos o espirituales, porque el nuevo nombre es una marca de propiedad privada. En cambio, el Dios bíblico no nos cambia el nombre. Le gusta mucho nuestro nombre, porque no hay nada más bello que el nombre de los hijos. Y con ese es con el que nos llama: «Samuel», «Agar», «María». Y las pocas veces que lo cambia (Jacob, Simón) es para indicarnos el todavía-no de un amor aún más libre.

Es difícil atravesar los imperios conservando el nombre con el que hemos llegado a ellos. Son muchos los poderosos que intentan cambiárnoslo, quitarnos nuestro primer nombre libre de hijos para imprimirnos el sello del esclavo. Bienaventurado el que custodia el nombre del primer día porque el último lo oirá pronunciado por una voz buena.


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