El Reino es de todos los pobres

Regeneraciones/13 - Francisco y Job lo habitan juntos. Igual que los niños

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 25/10/2015

Logo rigenerazioni ridAy no quieres, te asusta  la pobreza. No quieres ir con zapatos rotos al mercado y volver con el viejo vestido. Amor, no amamos, como quieren los ricos, la miseria. Nosotros la extirparemos como diente maligno que hasta ahora ha mordido el corazón del hombre”.

Pablo Neruda, La pobreza

 El ‘sermón de la montaña’ lleva dos mil años intentando resistir a los ataques de todos aquellos que desde siempre han tratado de reducirlo a otra cosa, ridiculizarlo o transformarlo en un inútil ejercicio consolatorio. Esta lucha contra la sencilla radicalidad de las bienaventuranzas es muy evidente y fuerte en el caso de la bienaventuranza de los pobres.

Muy pronto se comenzó a redimensionar su alcance. Debido a nuevas y creativas exégesis del Evangelio de Mateo, “los pobres” fueron pasando cada vez más a un segundo plano para poner demasiado énfasis en las palabras “de espíritu”. Por eso, hemos dicho y hemos escrito que los ‘bienaventurados’ no son los verdaderos pobres, sino los que viven el desapego espiritual de la riqueza, los que comparten sus bienes o los usan para el bien común. Todo eso es verdad y está presente también en la Biblia, pero lo cierto es que nos ha alejado del sencillísimo y tremendo ‘bienaventurados los pobres’.

No es fácil entender y amar esta primera bienaventuranza. El primer obstáculo, casi insalvable, es la condición real y concreta de los verdaderos pobres: ¿Cómo podemos llamarlos bienaventurados cuando vemos cómo los deforma la miseria, cómo son explotados por los poderosos, cómo mueren en el mar o se apagan en nuestras periferias? ¿Qué felicidad conocen? Por eso, los más críticos con esta primera bienaventuranza son los que dedican su vida a liberar a los pobres de su miseria. Los más amigos de los pobres muchas veces acaban convirtiéndose en los mayores enemigos de “bienaventurados los pobres”.

Si queremos dejar que esta primera bienaventuranza nos alcance, nos ame y nos cambie, es necesario que entremos en su terreno paradójico, escandaloso e incluso manipulador. ¡¿Cuántos ricos han encontrado en la bienaventuranza de los pobres una coartada espiritual para dejar que sigan siendo bienaventurados en su condición de privación y miseria, o para auto-considerarse ‘pobres de espíritu’?! No debemos cometer el error, tan frecuente, de reducir el alcance de esta loca felicidad para permitir que encaje en nuestras categorías, amputándole, como en el mito, las piernas que sobresalen de nuestras camas demasiado cortas. Las paradojas del evangelio y de la vida no se resuelven reduciéndolas, sino ‘alargando la cama’, formando categorías que estén a su ‘altura’.

El primer indicio para entrar dentro de la primera bienaventuranza lo encontramos en el mismoJules Adolphe Breton The Song of the Lark 1884 Chicago texto: el Reino de los cielos. La felicidad de los pobres está enteramente en vivir ya en el reino. El reino “es” suyo ya hoy, no “será” mañana. La bienaventuranza de los pobres no necesita del “todavía no”. Los pobres son bienaventurados porque son habitantes del Reino de los cielos. Esta sola frase debería bastarnos para entender, o al menos intuir, el significado de esta bienaventuranza que, no por casualidad, es la primera. En tiempos de Jesús, entre los pobres llamados bienaventurados estaban los excluidos, los transeúntes, los que tenían que vivir con poco o nada. Pero también los leprosos, las viudas (y casi todas las mujeres), los huérfanos (y casi todos los niños), personas que no por casualidad eran los principales amigos y compañeros de Jesús durante su vida. Pobres eran la mayor parte de sus discípulos, que le habían conocido por los caminos de Palestina, personas corrientes, como nosotros, que se pusieron a caminar tras él y con él. Si no lo eran ya, se hicieron pobres encontrando otro reino, persiguiendo otra felicidad. Cuando Jesús decía ‘bienaventurados los pobres’, se dirigía a los suyos, como sigue haciendo hoy.

Sólo los pobres viven en el Reino de los cielos, ese reino habitado por los hombres y las mujeres de las bienaventuranzas: mansos, puros, perseguidos, misericordiosos, hambrientos de justicia, afligidos y pobres. Un reino muy distinto a los que gobiernan nuestras sociedades, pero que nunca ha dejado de estar en medio de nosotros. Un reino donde se conoce la providencia, que sólo los pobres experimentan: la providencia es para Lucía y no para Don Rodrigo. Las fiestas más hermosas son las de los pobres. Es probable que no haya en la tierra nada más alegre que las bodas y los nacimientos celebrados por los pobres entre los pobres. A los niños les gustan las fiestas y los regalos cuando son pobres y porque son pobres.

Los ricos no entran en este reino, no por castigo sino sencillamente porque no lo entienden, ni lo ven, ni lo desean. Están interesados en los reinos de la tierra y no en el de los cielos. Si el Reino de los cielos es de los pobres, no es de los ricos, a menos que se conviertan en pobres dejando sus ídolos. El reino de los cielos es el lugar de las relaciones no predatorias con las cosas y con las personas, donde la regla de oro es la gratuidad.

Algunos, a lo largo de la historia, han tratado de tomarse en serio esta bienaventuranza. Francisco de Asís es uno de ellos, el que mejor nos ha desvelado lo que significa ‘bienaventurados los pobres’. Francisco es la encarnación de esta bienaventuranza, esa palabra hecha carne. El camino de Francisco no es el único para entrar como pobres en el reino, pero después del “poverello” (pauperculus) ya no es posible prescindir de su pobreza para entender de verdad la de las bienaventuranzas. Si así no fuera, los carismas no pasarían de ser experiencias privadas, inútiles para la humanidad de todos y de siempre. Francisco es el gran y eterno maestro de la bienaventuranza de la pobreza, de la alegría distinta de un reino distinto. Cada vez que alguien vuelve a elegir hacerse pobre se encuentra con Francisco, aunque no lo reconozca (él se encontró con Jesús en el leproso y no lo sabía; todos los pobres por elección se encuentran con Francisco aunque no lo sepan).

No todos los cristianos ni todos los hombres eligen a la ‘señora pobreza’, pero la alegría típica de la pobreza verdadera y no ideológica sólo la conoce Francisco y los que son como él. La fraternidad cósmica, el cántico de las criaturas, la libertad absoluta, el beso en la boca y en las manos de los leprosos, la perfecta alegría, sólo pueden nacer de quien está dentro de esa bienaventuranza y vive en un reino distinto. No es obligatorio ser pobre, tampoco en la iglesia. Los ricos no están excluidos de los sacramentos, muchas veces los mismos pobres les alaban y les dan las gracias. Siempre han sido parte, legítima e importante, de las comunidades cristianas. Viven más tiempo, con mejor salud y educación, logran éxitos y aplausos. Pero no son habitantes de ese reino, no conocen esos cielos, no ven esas estrellas lejanas y espléndidas. En el mundo existe también esta justicia, y es grande.

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Es más: la alegría de Francisco nace de una pobreza elegida y su bienaventuranza es evidente para aquellos que la eligen y la ven. Pero a Jesús no le seguían sólo los que se habían hecho pobres por elección. Había muchos pobres-sin-más, personas que no habían elegido la pobreza, sino que se habían encontrado inmersos en ella desde su nacimiento o bien habían llegado a ella después de una enfermedad o una desgracia. Entre los pobres llamados felices había algunos como “Francisco” pero también muchos como “Job”, es decir pobres no por elección sino únicamente por destino o por desgracia. La asombrosa fuerza de la primera bienaventuranza está en que se dirige a los pobres-como-Francisco y a los pobres-como-Job. A ambos les llama habitantes de ese reino distinto. Y si el reino es suyo, allí no son súbditos sino soberanos.

Pero, mientras que nos resulta relativamente fácil entender la bienaventuranza de Francisco, llamar ‘bienaventurados’ a todos los “Job” de la tierra y de la historia es una operación muy difícil y dolorosa, que raya el absurdo y habita en la paradoja. Pero si no incluimos también a Job en la bienaventuranza de los pobres, su alcance se reduce mucho y se transforma en ideología. Debemos llegar a entenderla y repetirla en la alegría de Asís pero también al lado de los ‘montones de estiércol’ donde viven y moran los pobres-como-Job. La bienaventuranza debe ser verdadera también para los que no han elegido la pobreza sino que simplemente la sufren. El Reino de los cielos es, tiene que ser, el reino de Francisco y el de Job a la vez. Pobres-por-elección junto a pobres-sin-más, todos hermanos, todos bienaventurados. Lo que nos hace bienaventurados no es sentirnos felices. La bienaventuranza nace de la condición objetiva de ser pobre. No es un sentimiento: es ser, habitar. No hay amistad más grande y verdadera que la que se da entre los pobres, entre los pobres-como-Francisco y los pobres-como-Job. Para encontrarla no hay más que ir a cualquier misión en Africa, pero también a la estación Termini o a la Ostiense de Roma, donde estos pobres distintos viven, se abrazan y ‘bailan’ juntos, distintos e iguales, ciudadanos del mismo reino.

Job nos decía en su libro, pagando un precio muy alto, que también el pobre puede ser justo e inocente. No olvidemos que en aquel mundo, como en el nuestro, la riqueza era signo de bendición y la pobreza de maldición. El evangelio encuentra a Job y a todos los pobres y les anuncia algo nuevo e inmenso: también sois bienaventurados”. Los estercoleros no desaparecen, pero a partir de ese día llega la bienaventuranza, rescatando una historia infinita de pobres condenados por las religiones de los ricos de ayer y de hoy.

La bienaventuranza de la pobreza puede llegar tarde, muy tarde, a la vida de las personas justas. A veces es la última bienaventuranza. Para atisbar otro reino es necesario caminar mucho, y si la vida nos hace nacer y vivir en la riqueza y en la abundancia de bienes y talentos, hace falta mucho esfuerzo, muchas pruebas y mucho dolor-amor para lograr alcanzar la bienaventuranza de la pobreza. Muchas veces hace falta toda la vida, y a veces ni siquiera ésta es suficiente, para volver al fin a ser pobres, hijos y ‘desnudos’ como vinimos al mundo y recitar la oración más grande: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,20-21). Hacerse pobre, volver a la pobreza, es posible. Las puertas del Reino están siempre abiertas y nos esperan.

Creer que la primera bienaventuranza es también para esos pobres que no han recibido un carisma para entender la felicidad de la pobreza elegida, es un mensaje de gran esperanza. Pocos pueden convertirse en pobres-como-Francisco. Pero todos podemos convertirnos en pobres-como-Job. Así pues, todos podemos habitar el reino, aunque sólo sea en los últimos años, meses o días de nuestra vida. Y cuando en la última hora nos hagamos finalmente pobres, el salario del reino también será para nosotros. “Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos”.

‘Regeneraciones’ ha sido un recorrido inesperado, imprevisto, sorprendente y, para mí, espléndido. Desde las virtudes y no-virtudes de las empresas hemos llegado a las bienaventuranzas, pasando por palabras olvidadas y humilladas. A partir del próximo domingo comienzo, con renovado valor (del Director y mío) el comentario de otro gran libro: el Qohélet, esperando nuevas sorpresas y nuevos cielos. Para esta nueva aventura cuento con la compañía y la ayuda de los lectores, co-creadores conmigo de estas citas dominicales. Y gracias a los que me han seguido hasta aquí.

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