¿Cuánto queda de la noche?

¿Cuánto queda de la noche?

El misterio revelado/9 – Preguntémonos si nuestro sueño de pequeños es más verdadero que la realidad adulta. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/05/2022

«Por la mañana han venido a verme para que les consolara un poco. Pero creo que soy un mal consolador. Sé escuchar, pero casi nunca logro decir algo».
Dietrich Bonhoeffer. Resistencia y sumisión, 1 de febrero de 1944.

Una inquietante visión del rey y la aparición en escena de la reina madre que invita a llamar a Daniel nos ofrecen algunas intuiciones sobre el mundo de las cosas y sobre la inteligencia de las mujeres a la hora de resolver conflictos.

No solo acompañan nuestra vida personas, animales, plantas, el mar y las montañas. También las cosas, los objetos, nuestras obras, poseen una misteriosa vida. Se impregnan de nuestra humanidad, se contagian de nuestros olores y perfumes, y nosotros de los suyos – todos hemos contenido el aliento alguna vez al abrir un viejo armario y encontrarnos con el abuelo en el olor inconfundible de una de sus viejas corbatas –. Las cosas alargan nuestra vida, dan color, sabor y fragancia a nuestros actos cotidianos. Hablan, cuentan, recuerdan, nos llaman. Habitamos el mundo enriqueciéndolo con cosas que se convierten en señales, lenguajes, compañías y palabras nuevas. 

El capitalismo ha multiplicado las cosas sin medida, y la tierra se ha encontrado llena de objetos. Pero las cosas, cuando se vuelven infinitas, pierden su olor, su espíritu, su alma y su vida. Si tengo pocas cosas, cada una de ellas es especial porque es única: la conozco, tiene una historia que me habla y un nombre propio. En cambio, si tengo veinte pares de zapatos y treinta vestidos, me rodean más cosas pero menos nombres – esta es una de las pobrezas de la opulencia, una miseria que nuestra contabilidad nacional registra al revés, pero que nuestra alma puede encontrar de vez en cuando en las soledades inundadas de objetos mudos –. El hombre antiguo era inmensamente más competente que nosotros en el lenguaje de las cosas, conocía su alma, sabía discernir los espíritus buenos y los malos. Estaba permanentemente inmerso en un jardín mágico, donde todo le hablaba con palabras de vida y de muerte, donde nada estaba silente. Un día nos despertamos y decidimos llamar sueño infantil a todo este mundo mágico y lo expulsamos de la realidad seria. Pero algunos siguieron soñando, no dejaron de vivir en un mundo poblado por ángeles y espíritus, en una tierra habitada por Dios. La Biblia es el reino invisible de los soñadores de Dios. ¿Y si un día descubrimos que el sueño que teníamos de pequeños era más verdadero que nuestra realidad adulta?

Después de la visión del rey de Babilonia, reducido a hombre lobo y posteriormente restablecido en su reino (cap. 4), la narración del libro de Daniel nos lleva a un ambiente totalmente distinto. Nos encontramos dentro de un gran banquete de la corte. Estamos al final del imperio babilónico. Baltasar es el rey (o el regente durante la ausencia del rey padre). Según el texto, Baltasar es hijo de Nabucodonosor, pero es probable que el autor confunda a Nabucodonosor con su yerno Nabónido, el último rey babilónico. Los datos históricos del libro de Daniel – como ya sabemos – están mezclados con la leyenda, si bien hoy, a la luz de nuevos descubrimientos arqueológicos, parecen menos fantasiosos de cuanto pensaban los exegetas del siglo pasado.

«El rey Baltasar ofreció un banquete a mil nobles del reino, y se puso a beber delante de todos. Después de probar el vino, mandó traer los vasos de oro y plata que su padre, Nabucodonosor, había robado en el templo de Jerusalén, para que bebiesen en ellos el rey y los nobles, sus mujeres y concubinas» (Daniel 5,1-2). La presencia del vino y las mujeres crea un ambiente orgiástico. El punto central del relato es el uso sacrílego de los vasos sustraídos del templo de Jerusalén, objetos sagrados del culto transformados en copas para el vino en un banquete placentero. La profanación o el sacrilegio es una de las formas que adquiere en la Biblia la idolatría. Los objetos creados y pensados para honrar a Dios son desnaturalizados y pervertidos por aquellos que quieren afirmar que son más grandes que la divinidad a la que esos vasos estaban reservados, y quieren hacerse dioses marcando el límite entre sagrado y profano.

A nosotros nos cuesta mucho entender la gravedad de este pecado, porque en nuestro mundo vacío de dioses hemos perdido el sentido mismo de la profanación. En cambio, el hombre antiguo tenía muy claro el límite esencial entre sagrado y profano, y era infinitamente sensible a la superación inapropiada de ese umbral.

Sin embargo, algún resto de aquel pecado queda, secularizado, en nuestra sociedad occidental, y en aspectos no tan secundarios. Todos entendemos lo que supone la profanación de las tumbas y todos nos damos cuenta de su gravedad no solo religiosa. También sabemos que no todas las cosas, no todos los objetos que nos rodean, son iguales. Algunos son distintos porque forman parte de nuestra identidad – personal, familiar, comunitaria – y tienen una naturaleza distinta escondida bajo su envoltorio material.

Entre ellos se encuentran, por ejemplo, algunos regalos. Mientras nos queremos y compartimos la vida, el libro y la cadena que nos han regalado son objetos como muchos otros, pero nosotros sabemos reconocerlos, porque tienen un crisma y una luz distinta. Están guardados, protegidos, separados (“santos”) de todos los demás. Una de las primeras señales de que ha llegado el día en que nuestra historia ha acabado para siempre es el retorno de estos objetos-regalo entre las cosas ordinarias: su luz especial se apaga, su crisma se borra. Se vuelve a recorrer el camino a la inversa, se cruza de nuevo el límite, y los regalos vuelven a ser cosas archivadas entre los objetos normales. O al menos lo intentamos, nos gustaría que cambiaran de naturaleza, que no estuvieran ahí reabriendo cada día la herida en los ojos y en el corazón. Pero las cosas tienen una misteriosa y resiliente autonomía, no es fácil borrar de ellas nuestro pasado porque nuestras relaciones las han cambiado para siempre. Por eso a veces acabamos destruyendo los regalos o, como se hacía antes, devolviéndolos, para que su demonio, que no deja de gritar, enmudezca para siempre. Quien tiene una biblioteca – por ejemplo – sabe qué libros le han regalado los amigos, los maestros, los compañeros, y cuáles ha comprado en el mercado. Un invitado solo ve libros. Sin embargo, nosotros vemos en algunos de ellos rostros, palabras, signos – quizá una definición de la fe sea el don de una mirada capaz de reconocer la naturaleza de los libros de la “biblioteca de la tierra”: la biblioteca es igual para todos, pero algunos dan un nombre al dador de algunos libros especiales sin convertirse en dueños de una sola de sus hojas –.

Una noche entraron en mi casa los ladrones. Robaron algunos objetos y algunas plumas. Una de ellas era la estilográfica que mi querido profesor Pier Luigi Porta me había regalado el día en que me convertí en profesor de plantilla en Milán, con mis iniciales grabadas. Me disgusté por los demás objetos robados, pero la palabra que me salió inmediatamente del alma para la pluma fue: profanación.

En mitad de los ríos de la fiesta, surge un acontecimiento inesperado y desconcertante: «De repente aparecieron unos dedos de mano humana escribiendo sobre el revoco del muro del palacio, frente al candelabro, y el rey veía cómo escribían los dedos. Entonces su rostro palideció, la mente se le turbó, le faltaron las fuerzas, las rodillas le entrechocaban» (5,5-6). También en esta ocasión, ante una visión inquietante, el rey convoca a los profesionales de la interpretación de los arcanos: «Acudieron todos los sabios del reino, pero no pudieron leer lo escrito ni explicar al rey su sentido» (5,8). Tras el enésimo fracaso de los magos de la corte, deberíamos preguntarnos por qué los reyes babilónicos seguían acudiendo a unos adivinos que no adivinaban nada. Tal vez porque todos los poderes políticos y religiosos tienen una necesidad esencial de magos y expertos (escritores de discursos, asesores, futurólogos y guionistas) que en tiempos ordinarios generalmente cosechan algún éxito. Pero en las grandes crisis los magos de profesión y los adivinos del régimen se revelan totalmente desastrosos. Cada crisis epocal es una “destrucción creadora” de asesores y expertos, de la que surge una nueva clase que acabará del mismo modo con la siguiente crisis. En las visiones y en los sueños extraordinarios hace falta al menos un profeta, pero casi nunca está porque ha sido eliminado por los éxitos de los falsos profetas en los tiempos fáciles.

Y he aquí un nuevo golpe de escena: «Al saber lo que les ocurría al rey y a los nobles, la reina entró en la sala del banquete y dijo: ¡Viva siempre el rey! No te turbes ni palidezcas. En el reino hay un hombre a quien Dios ha concedido espíritu de profecía … y ha demostrado tener un don extraordinario de ciencia y de penetración para interpretar sueños, aclarar enigmas y resolver problemas … Se trata de Daniel, a quien el rey puso el nombre de Belsazar. Que llamen a Daniel y nos dará la interpretación» (5,10-12). Entra en escena la reina madre, que según Heródoto (Anales I, 185-188) era la abuela de Baltasar: se llamaba Nitocris, madre de Nabónido.

Es la primera mujer que aparece en el libro de Daniel, hasta ahora dominado solo por figuras masculinas. La reina presenta algunas características que se encuentran a menudo en las mujeres de la Biblia. Llegan para resolver problemas difíciles cuando los hombres con sus típicos recursos han encallado. Resuelven el problema haciendo uso de la memoria, recordando lo que los hombres han olvidado.
Acuérdate es el primer verbo de estas soluciones distintas: acuérdate de las cosas buenas que has olvidado, de las cosas verdaderas realizadas por los padres. Recuerda las raíces, porque las raíces son tu futuro. Un “acuérdate” que en las grandes crisis de las relaciones humanas adquiere a menudo la forma de: “acuérdate de ti”: recuerda quién eres verdaderamente, porque solo desde ahí puedes encontrar la solución.

La reina, además, sabe reconocer la presencia del espíritu de profecía. Ella no cree en el Dios-YHWH de Daniel, sus dioses son otros, pero instintivamente sabe reconocer el espíritu bueno de Dios allí donde sopla, menos condicionada por los dogmas y los límites puestos por las religiones. Siempre ha habido una gran amistad entre los profetas y las mujeres, y la sigue habiendo en misteriosos encuentros de libertades distintas.

Para terminar, la primera dimensión del problema que la reina pone de manifiesto no está relacionada con el poder político ni con las estrategias de la corte. No te turbes ni palidezcas: es la condición personal del nieto lo que le preocupa, sus emociones, sus miedos. La solución del problema es inseparable del bien de personas concretas, la gestión de lo bueno y de lo justo no puede realizarse sin el cuidado de las emociones y de las relaciones.

¡Cuánta falta nos hacen las mujeres y las madres en los intentos de solución de los conflictos y las guerras! ¿Cuánto tiempo tenemos que esperar para que una mujer distinta entre en la escena de una guerra totalmente ocupada por hombres, y por sus alucinaciones amplificadas por sus expertos? Centinela: ¿Cuánto queda de la noche?


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