La gratuidad crea innovación (pero ¿dónde están los profetas?)

Innovación - Léxico para una vida buena en sociedad/12

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 15/12/2013

Logo nuovo lessicoInnovación es la nueva palabra clave del siglo XXI. Pero, como ocurre con frecuencia, las cosas más interesantes y verdaderamente relevantes comienzan con los predicados, los verbos y los adjetivos. Si no somos capaces de articular un buen discurso alrededor de la innovación, pronto este fascinante sustantivo terminará como tantas otras palabras gastadas y en consecuencia banalizadas (como mérito, eficiencia y, dentro de poco, democracia).

El padre de la teoría de la innovación es Joseph A. Schumpeter, quien hace poco más de un siglo (La teoría del desarrollo económico, 1911) nos presentó una visión de la economía de mercado dinámica, histórica y capaz de explicar lo que le estaba ocurriendo de verdad al capitalismo de su tiempo. Ya sabemos que los clásicos son importantes, aunque lo son más por las preguntas que se plantearon que por las respuestas que dieron (que eran provisionales al estar sometidas a su tiempo histórico). Schumpeter se hizo algunas preguntas fundamentales: ¿Cuál es la naturaleza del beneficio y del empresario? ¿De dónde nace el desarrollo económico? ¿Qué función tienen el crédito y la banca? El centro lógico de estas preguntas es precisamente la categoría de la innovación, porque no habría verdadero desarrollo económico sin empresarios y banqueros innovadores, sólo con instituciones rutinarias y buscadores de rentas.

Pero sobre la semántica de la innovación hay mucho más que decir. Vemos señales inequívocas de que nuestro tiempo necesita innovaciones grandes, ‘de cima’: más de 26 millones de desempleados en Europa, muchos de ellos jóvenes, y demasiadas personas cada vez más vulnerables y tristes. Pero no se trata de las innovaciones que se enseñan en las escuelas de negocios ni las que se inventan nuestros pobres jóvenes para poder acceder a las complicadísimas becas europeas (convocatorias escritas la mayor parte de las veces por funcionarios que nunca han visto, olido ni tocado innovaciones de verdad fuera de la oficina), ni tampoco las que se cuentan en los aburridos libros o páginas web de buenas prácticas innovadoras.

Las grandes innovaciones no se aprenden en ninguna escuela, porque necesitan vocación y la vocación va de la mano con otro recurso cada vez más escaso y consumido por nuestro capitalismo que busca innovación: la gratuidad.

Muchas veces la innovación, tanto en la ciencia como en la economía y en la vida civil, aparece cuando se busca otra cosa. Así ocurrió con  algunos importantes descubrimientos científicos (como la penicilina) o en la investigación matemática, y así ocurre, de una forma más sencilla, cuando en una librería buscamos un libro y la vista se nos va hacia otro que nos abre un mundo nuevo (las librerías y las bibliotecas son indispensables también para esto). Se trata de una versión de lo que se conoce como serendipidity, que toma el nombre del cuento “Peregrinación de los tres jóvenes hijos del rey de Serendipo”, de Christoforo Armeno, viajero originario de Tabriz (Venecia, 1557). Otras veces las grandes innovaciones llegan como ‘reciclaje’, al dar un uso distinto a algo que nació originalmente para otras funciones. Es el fenómeno que los biólogos evolutivos llaman exaptation, que explica, entre otras cosas, la historia evolutiva de las alas, que se desarrollaron originalmente para regular la temperatura corporal y después se ‘reciclaron’ para el vuelo. Algo parecido ocurrió con Internet y con otras muchas cosas (desde el magnetófono a los cedés).

La serendipity y la exaptation son importantes, entre otras cosas, porque incorporan algo muy parecido a la gratuidad. La gratuidad no es lo que tiene un precio cero sino un valor infinito. No es el desinterés sino el interés de todos y para todos. Cuando se actúa con esta gratuidad no se sigue la lógica del cálculo instrumental medios-fines, sino que se ama esa actividad o persona concreta por ella misma y antes de los resultados, por una excedencia ética, antropológica y espiritual. Es muy difícil que haya grandes descubrimientos si el científico no se sumerge en sus investigaciones y se deja guiar por la ley intrínseca de la ciencia, o grandes obras de arte si el artista no ama su obra por sí misma, o empresas sin emprendedores apasionados por lo que hacen, u obras de santidad si el santo no se olvida del premio de la santidad y ama con agape. Tal vez sea posible hacer buenas personas, pequeñas obras e innovaciones ‘de valle’ como las que nacen cada día en los departamentos de investigación y desarrollo o de marketing. Pero en los centros de investigación y desarrollo no nace la Divina Comedia, ni la Sexta Sinfonía de Tchaicovsky, ni  Nelson Mandela se convierte en Madiba. Para estas innovaciones hace falta gratuidad, la excedencia gratuita que sabe crear valor infinito.

Las grandes innovaciones económicas y sociales también necesitan esta gratuidad. Sobre todo las innovaciones ‘de cima’ que, a diferencia de lo que ocurre con las innovaciones ‘de valle’, vienen de quienes se encuentran por vocación en las cimas de las montañas y desde allí otean nuevos horizontes. La excedencia gratuita de Benito rescató al trabajo de la esclavitud.  La de los franciscanos y la de muchos párrocos y cooperadores dio vida a la gran innovación de los bancos para los pobres. La gratuidad excedente de Francisco de Sales o de Camilo de Lellis inventaron el “estado social” para los desheredados de su tiempo. La de muchas fundadoras de escuelas para niñas pobres abrieron con el abecedario el largo viaje de la mujer hacia la igualdad de derechos y oportunidades, un largo viaje que continúa con muchas otras mujeres como Malala Yousafzai. La gratuidad excedente de Gandhi liberó la India y combatió el sistema de castas, dando vida a uno de los mayores milagros civiles y económicos de la historia. Para estas innovaciones hacen falta carismas religiosos y laicos, personas capaces de ver de otra forma, desde las cimas del agape, las piedras desechadas de su tiempo y transformarlas en piedras angulares.

De excedencia gratuita e innovadora está llena la tierra. Tal vez nadie pueda salvarse ni salir de la mediocridad sin realizar al menos una acción de excedencia gratuita en la vida. Pero hoy necesitamos grandes innovaciones ‘de cima’ que den un giro a nuestra historia. Y para estas innovaciones necesitamos la energía casi infinita de la gratuidad. Las innovaciones de cima son siempre mestizas, promiscuas, contaminadas y entrelazadas. Las innovaciones económicas, sobre todo, no nacen en los laboratorios sino que son fruto de la capacidad de engendrar que tienen los pueblos, las generaciones y las culturas. Para producir estas innovaciones en el terreno de la economía hay que saber mirar más alto y más allá de la simple economía y en ese ‘más allá’ encontrar también nuevos recursos económicos. En nuestra historia económica y civil ha habido innovaciones de cima cuando hemos sabido buscar, con la ayuda de los carismas políticos y económicos, en territorios donde nadie miraba o donde si alguien miraba sólo veía problemas.

Volveremos a hacer buena economía cuando seamos capaces de mirar en otros lugares y descubrir nuevas oportunidades para incluir a los excluidos de este sistema, que hoy se llaman inmigrantes, jóvenes, ancianos y todos los pobres de ayer y de hoy. La Iglesia del Papa Francisco está creando un ambiente adecuado para que se puedan producir de nuevo grandes innovaciones sociales y económicas de cima. Pero para que este ambiente se pueble de trabajo, derechos y vida, necesitamos la fuerza de Isaías y de Jeremías, o la fuerza de los carismas. Una Catalina de Siena, un Juan Bosco o un Martin Luther King hoy mirarían nuestras ciudades desde sus cimas y verían en las muchedumbres el hambre de trabajo y de vida auténtica junto al miedo por el presente y el futuro de sus hijos. Se conmoverían, amarían con su mirada distinta y alta, y se pondrían inmediatamente manos a la obra, innovando de verdad. ¿Pero dónde están hoy los profetas?

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