Liberemos a los hijos de los demonios

Liberemos a los hijos de los demonios

Lógica carismática/3 – Las comunidades siguen vivan si los encuentros del camino las convierten. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/09/2021

«Hay noches
que nunca acontecen
y tú las buscas
moviendo los labios.
Después te imaginas sentado
en el lugar de los dioses.
Y no sabes decir
dónde está el sacrilegio».

Alda Merini, Hay noches que nunca acontecen.

Hasta Jesús cambia de idea, como en el episodio de Tiro. Y la civilización que el Evangelio sigue generando enseña fidelidad y superación a lo largo del camino, que es la historia.

Siguiendo nuestra analogía entre las comunidades carismáticas actuales y la primera comunidad cristiana, examinamos hoy un conocido episodio del Evangelio de Marcos: «Desde allí se puso en camino y se dirigió a la región de Tiro. Entró en una casa con intención de pasar inadvertido, pero no lo logró. Una mujer que tenía a su hija poseída por un espíritu inmundo se enteró de su llegada, acudió y se postró a sus pies. La mujer era pagana, siro-fenicia de nacimiento. Le pedía que expulsase de su hija al demonio. Jesús le respondió: –Deja que primero se sacien los hijos; no está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos. Ella replicó: –Señor, también los perritos, debajo de la mesa, comen de las migas que dejan caer los niños. Le dijo: –Por eso que has dicho, puedes irte, que el demonio ha salido de tu hija» (7,24-30). Marcos nos dice que Jesús se encuentra en tierra pagana (Tiro) sin intención de evangelizar, y es localizado por una mujer siro-fenicia que le pide la curación de su hija. En el diálogo entre ambos resuena un problema muy importante para las primeras comunidades cristianas: el vínculo entre la nueva comunidad cristiana y los no judíos (o gentiles). Este es un tema inmenso, que atraviesa todo el Nuevo Testamento, en una tensión nunca resuelta del todo. 

También en esta ocasión, como en el caso del endemoniado de Gerasa (Mc 5), un pagano sale al encuentro de Jesús, sin ser buscado por él. Aquí aparece el primer mensaje: Jesús no ha ido a esa región con el objetivo de hacer milagros o evangelizar. La mujer se presenta delante de Jesús y le pone ante una elección. La tradición da nombre a estas dos mujeres: Husta la madre y Bernike la hija (Pseudo-Clemente, Homilías) – gran parte de la tradición cristiana ha dado nombres a los personajes de los Evangelios, continuando de este modo el amor que Jesús sentía por ellos –. La frase pronunciada por Jesús ante la petición de una madre nos sigue pareciendo, también hoy, muy dura. Llamar a los no judíos perros (o “perritos”, que tampoco es un apelativo cariñoso), puede que fuera un lenguaje común en tiempos de Jesús, pero hoy nos molesta, aunque sea Jesús quien lo diga. Evidentemente, nos encontramos ante un pasaje reflejo de las acaloradas discusiones de la época. Pero entre sus líneas podemos leer un mensaje importante: nosotros no podemos usar todas las palabras de la Biblia, ni siquiera todas las de los evangelios, para decir nuestras mejores palabras. Algunas de ellas, como hijas de su tiempo, han sido cristianizadas a lo largo de los siglos por la historia irrigada por el acontecimiento cristiano, que ha hecho “más cristianas” las palabras mismas de los Evangelios. Gracias al desarrollo de la humanidad y gracias a la maduración de las palabras de Jesús en la Iglesia y en la historia, nosotros ya no usamos la palabra “perros” para referirnos a personas de otras creencias. También el Evangelio, y las palabras de Jesús, han sido mejoradas por la historia fecundada por la revelación, hasta el punto de olvidar algunas de ellas – aunque solo fuera esta –. La Biblia contiene muchas palabras mejores que las nuestras. La historia fecundada por esas palabras mejores nos ha hecho, con el tiempo, capaces de mejorar otras palabras bíblicas que han dejado de estar a la altura de la civilización generada por el Libro.

Un día, mi sobrina Beatrice leyó por primera vez en un cuadro de casa la motivación de la medalla de oro “premio a la bondad” que su madre recibió de niña. Dentro de este texto estaba la expresión “compañero de escuela minusválido”. Beatrice lanzó una especie de grito, porque la palabra minusválido para ella era una especie de palabrota. Una sola generación ha sido suficiente para que una palabra antes buena haya pasado a la lista de palabras malas. Algo parecido ha ocurrido con algunas palabras bíblicas, que la humanidad mejorada por la linfa espiritual de la propia Biblia ha hecho más bellas. Esta es una maravillosa ley de la historia. Es muy probable que esta misma historia, dentro de algunas décadas, haga aumentar mañana el número de palabras de los Evangelios superadas por el espíritu evangélico. Para algunos, esta superación supone una buena noticia. En realidad, muestra la misteriosa reciprocidad que existe entre la palabra de Dios y nuestras palabras: son hijas de la Palabra, pero, como todos los hijos buenos, si no se convierten en padres y madres de sus padres acaban siendo sus asesinos o, lo que es lo mismo, olvidándolos en la indiferencia. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Pero, gracias al Evangelio, nos damos cuenta de que no podemos usar algunas de esas palabras que no pasan si no queremos traicionarlo.

Si para decir nuestras cosas buenas no podemos usar todas las palabras de la Biblia, ni siquiera todas las palabras de Jesús, entonces, con mayor motivo, las comunidades carismáticas no pueden ni deben usar todas las palabras de sus fundadores. La sabiduría de cada generación de miembros de una determinada comunidad espiritual también radica en saber reconocer qué palabras usar y cuáles no, aun conservándolas todas en la tradición (como ha hecho la Iglesia). Pero mientras que las palabras de Jesús, que la propia maduración del cristianismo nos ha enseñado a dejar de usar, son verdaderamente muy pocas, las palabras de los fundadores que no deben usar las generaciones posteriores son muchas. Aquí el orden se invierte: las palabras “eternas” son pocas y las que esperan ser superadas son muchas. Cuando una comunidad no hace distinción y considera que todas las palabras de ayer están dotadas del mismo valor carismático, acaba, sin querer, haciendo envejecer rápidamente todas las palabras de los comienzos. Las palabras teóforas, además, son sal en la masa de todas las demás palabras. No existe un criterio para reconocer estas palabras-sal, y casi siempre nos equivocamos cuando intentamos reconocerlas, porque nos dejamos algunas de sal en la masa y viceversa. Pero el error verdaderamente mortal consiste en no intentar esta operación, y en combatir contra quienes lo intentan. A fin de cuentas, sabemos que la sal y la masa juntas forman el pan bueno, pero solo en la combinación adecuada.

En este episodio evangélico hay muchas más cosas. Jesús cambia de idea gracias a los encuentros que tiene al recorrer sus caminos. El camino, dimensión esencial de su misión, no es el telón de fondo sino el contenido de su paisaje existencial, que le enseña cosas nuevas. En este caso se encuentra con una mujer que le habla de su hija enferma y, gracias a esa mujer pagana con la que entra en diálogo, Jesús descubre una nueva dimensión de su misión: la universalidad. Cambia de idea. La insistencia de una mujer le hace cambiar de idea. No tenemos buenas razones exegéticas para pensar que este relato haya sido compuesto por Marcos y no se remonte a la antigua tradición oral. Si incluso el Hijo del hombre ha cambiado de idea dialogando con su gente, entonces el diálogo debe hacernos cambiar de idea también a nosotros. No cambiar nunca de idea no es una buena señal cristiana.

La primera respuesta que Jesús da a la mujer es una afirmación de sentido común, a partir del derecho natural de todas las civilizaciones: no es ético dar de comer a los más alejados sin haber alimentado antes a los cercanos; ocuparse de los demás sin haber resuelto los problemas de la familia. Es la praxis del buen padre de familia, de las madres, de las comunidades, de aquellos que no dan de comer a los que están fuera si no pueden alimentar a los que están dentro, de quienes no dan limosna en dinero si con ese dinero tienen que comprar lo necesario para un hijo. Sin embargo, Jesús, en el Evangelio de Lucas, narrará la parábola del Buen Samaritano, construida exactamente sobre la tesis contraria a esta del sentido común: el prójimo no es el cercano (los más cercanos a la víctima eran el sacerdote y el levita), y el deber de amar al prójimo no sigue la jerarquía de la cercanía afectiva o natural. Aquella mujer pagana, aunque no lo supiera, estaba contándole a Jesús la parábola del buen samaritano. Y Jesús se dejó convertir por su Evangelio contado por una madre.

El Evangelio y, después, la Iglesia están llenos de personas que se convierten a las palabras de Jesús. En este relato es Jesús quien se convierte (cambia su mirada) a las palabras de una mujer pagana. Y lo ha seguido haciendo a lo largo de la historia, cada vez que su Evangelio se ha convertido, a través de los siglos, a las palabras de mujeres y hombres que, cristianos o no, han explicado a la Iglesia su mismo Evangelio, con palabras que hablaban de derechos humanos, de respeto, de igualdad y de fraternidad. Y algunas veces la Iglesia ha aprendido, se ha convertido a su Evangelio, que se ha hecho “más cristiano” gracias a esas palabras en tierra “pagana”. La Iglesia no diría las palabras que dice hoy sobre las mujeres sin el movimiento feminista, que, a veces desde fuera, ha recordado a Pablo: «No hay hombre ni mujer», y lo ha explicado. Muchos economistas cristianos no entenderían hoy qué es la pobreza sin el magisterio laico de Amartya Sen y Muhammad Yunus. Es la espléndida reciprocidad entre tierra y cielo de la que habla el humanismo bíblico, donde el hombre aprende el cielo de Dios y Dios aprende la tierra de los hombres y de las mujeres.

Las comunidades descubren su carisma encontrando gente a lo largo de los caminos, sobre todo en los caminos más allá de las fronteras. Si leemos sus historias más hermosas, nos daremos cuenta de que casi siempre los fundadores han comprendido cosas nuevas, a veces opuestas a las que creían al principio, en los encuentros con personas concretas, que les han recordado y desvelado su propio ideal. Han comprendido dimensiones nuevas de su carisma porque alguien les ha contado parábolas del buen samaritano antes de que fueran escritas. Y las comunidades seguirán siendo igual de vivas y generativas si se dejan convertir por la gente que encuentran en el camino, si son capaces de cambiar de idea aun cuando estas conversiones parezcan llevarlas lejos de las palabras de los primeros tiempos, incluidas las palabras que ya fueron escritas como fruto de las conversiones de los fundadores. En cambio, las comunidades mueren, o declinan, si dejan de encontrar a las madres siro-fenicias fuera de sus fronteras, o si, sencillamente, dejan de salir de casa. Por miedo a escuchar las historias equivocadas y traicionar las raíces, no escuchamos a nadie y traicionamos el futuro. Las comunidades solo necesitan hijos capaces de amar a los “padres” ayudándoles a ser más grandes que sus palabras, viviendo con ellos la reciprocidad entre iguales que en vida casi nunca conocieron. ¿Quién sabe cuántas mujeres “paganas” nos están narrando hoy parábolas evangélicas, sin que nos enteremos? Y los demonios no dejan dormir a nuestros hijos: «Se volvió a casa y encontró a su hija tendida en la cama; el demonio se había ido».


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