El valor de la cercanía

El valor de la cercanía

Una palabra clave para el futuro: subsidiariedad. Un principio válido desde para la educación al bienestar, a la cultura. Pero también a la gestión.

por Luigino Bruni

publicado en  Città Nuova n.8/2015 del 25/04/2015

ScuolaSubsidiariedad podría ser una palabra clave para los próximos años. Podría generar más bienestar y democracia en nuestra sociedad, si fuéramos capaces de aplicarla de verdad en el ámbito de la política (donde muchas veces se nombra pero rara vez se practica) y de extenderla a otras áreas que tienen una acuciante necesidad de ella. La profunda raíz ética de este principio se encuentra en una de las grandes conquistas de la modernidad: “la soberanía pertenece al pueblo, no a los gobernantes ni a los políticos”. Según este principio, cualquier decisión que tome un administrador y que produzca efectos sobre las personas implicadas, debe estar justificada en razones de bien común.

Es el pueblo soberano de los ciudadanos el que delega el poder hacia arriba. No son los gobernantes los que se lo conceden a los ciudadanos. Por eso decimos que la subsidiariedad es esencial para cualquier democracia verdadera que quiera tener ciudadanos y no súbditos. Así pues, la subsidiariedad es un principio fundamental para las relaciones sociales en las que intervienen varias personas que se encuentran a diferente distancia de los hechos y con diferente grado de información acerca del problema a afrontar.

El primer ámbito que nos viene a la mente cuando pensamos en la subsidiariedad es el político, donde ésta debería regular la organización “vertical” de una comunidad. La subsidiariedad es el principio en el que se basa la Comunidad Europea, que se fundó sobre la regla “que el nivel de poder político más distante del problema a resolver no haga lo que pueda hacer el nivel más cercano”. El poder más distante (el Estado) sólo debe intervenir en ayuda (subsidio) del más cercano (ciudad).

La subsidiariedad, además, es muy importante para ordenar las relaciones entre las instituciones y organizaciones que operan en un mismo territorio. Aquí nos sugiere otro criterio: “Que el Estado y el mercado capitalista no hagan lo que puedan hacer la sociedad civil organizada y las familias”, de forma que la decisión recaiga sobre las personas o instituciones que estén más cerca de las personas afectadas por el problema que haya que resolver. Así pues, si en un determinado barrio hubiera tres posibles alternativas para gestionar una guardería (el ayuntamiento, una empresa y una cooperativa de padres), el principio de subsidiariedad sugeriría elegir la cooperativa de padres. Esta subsidiaridad se llama “horizontal” y tiene un enorme valor para salvaguardar la libertad y la variedad de formas en la educación, la asistencia, la sanidad, el arte, etc. Es la primera garantía de salvaguarda de una biodiversidad civil, económica y cultural que, por el contrario, se está reduciendo fuertemente debido a la invasión de un verdadero pensamiento único global.

El principio de subsidiariedad nos dice, antes que nada, dos cosas fundamentales. La primera y más importante competencia, de la que debemos partir en todo proceso tendente a resolver problemas o a mejorar situaciones, es la que poseen las personas implicadas directamente en el problema. Por ejemplo: los más competentes en cuestiones de pobreza son los pobres, por su propia condición; no los políticos ni los administradores, que deciden sobre su destino a veces a gran distancia del problema y de sus competencias específicas. Una gestión subsidiaria del bienestar y de la pobreza de una ciudad o de un país debería reconocer, antes que nada, las competencias específicas de estas personas, y valorarlas como primer recurso para la solución de los problemas, teniendo en cuenta la sabiduría que contiene el antiguo refrán popular: “sólo tú lo puedes lograr, pero no puedes lograrlo solo”. Y, por coherencia, los pobres, los enfermos y los ancianos deberían formar parte de los órganos que se crean para resolver sus problemas. En cambio, esos órganos están cada vez más llenos de técnicos y consejeros incompetentes (aunque tengan licenciaturas y másteres), puesto que no están cerca de los problemas ni de las personas que los padecen. Si la gestión fuera realmente subsidiaria, en el Ministerio del bienestar habría franciscanos y monjas de la Madre Teresa, aportando sus carismas para amar, ver y comprender las pobrezas y transformar las heridas en bendiciones. Hay una segunda premisa antropológica y ética detrás del valor de la subsidiaridad: dar prioridad, reconociendo su importancia, a los encuentros cercanos y directos entre personas. Sólo debe haber mediadores si son necesarios y siempre como subsidio a los encuentros entre personas, que son esenciales para una vida buena y verdadera.

Pero hay otros ámbitos en los que la subsidiaridad es un principio fundamental para el bien común. Uno especialmente delicado y relevante es el de la educación. Todo proceso educativo virtuoso debe partir de la consciencia de que la primera competencia es la que posee la persona que aprende y, por tanto, todos los demás intervinientes deben estar al servicio (subsidio) de esta competencia primaria y esencial. En cambio, cuando la intervención del educador (profesor, padre…) sustituye a la competencia, a menudo latente pero real, de la persona que aprende (adulto, joven, niño…), el proceso pedagógico se obstaculiza y se desvía.

Otro lugar donde la subsidiariedad podría ser muy importante y aún se encuentra casi del todo ausente, es el de la gestión de las organizaciones y empresas. De hecho, algunos expertos empiezan a hablar ya de la “subsidiariedad gerencial”, según la cual el gerente sólo debería intervenir en las decisiones del grupo que coordina para aquellas actividades cuyo resultado sería peor sin su intervención de ‘subsidio’. Pero para que la subsidiaridad sea concreta y no mera retórica ideológica, es indispensable que los trabajadores y los grupos de trabajo experimenten una confianza auténtica, de la que incluso puedan llegar a abusar.

Es necesario que la gerencia se fíe de verdad de los grupos de trabajo y no quiera controlar todo el proceso, quizás considerando que su presencia es siempre indispensable para todas las decisiones importantes. Cuando los que reciben la ‘delegación’ perciben que en realidad esa ‘confianza’ es sólo instrumental, una técnica para obtener más beneficios, la subsidiaridad deja de producir sus efectos. Por este motivo, la subsidiaridad en las empresas requeriría que la propiedad tuviera una estructura democrática, donde la delegación no descendiera desde arriba (propiedad) hacia los trabajadores, sino que fuera en la dirección opuesta (como ocurre en la política, donde nació el principio de subsidiaridad). En cambio, la subsidiariedad que va de arriba abajo es otra cosa, que sólo funciona cuando los propietarios deciden que les conviene, y es poco resistente ante los fallos de la confianza genuina. La prueba de la subsidiaridad genuina es la resiliencia, la capacidad de superar las crisis motivadas por graves abusos de confianza.

Por último, la comunicación es otro ámbito donde la aplicación del principio de subsidiaridad podría ser muy importante. Aquí también la primera y más valiosa competencia sobre un hecho determinado la tiene quien está directamente en contacto con el hecho. Cualquier intervención más distante que puentee esta competencia primordial no hará más que empeorar la calidad de la comunicación. Esto vale no sólo para las crónicas o para las historias que se cuentan en los medios de comunicación, sino que tiene un carácter más general, que podríamos formular así: los instrumentos de comunicación son buenos si favorecen los encuentros directos entre personas y, en cambio, reducen la calidad ética de las relaciones cuando esos mismos instrumentos sustituyen a los encuentros personales, en lugar de subsidiarlos. Por poner un ejemplo: una red social que facilite y subsidie el encuentro cara a cara entre las personas sería plenamente coherente con la subsidiaridad; en cambio, si las relaciones en la red desplazan y hacen disminuir los encuentros completos entre esas mismas personas, la calidad humana y relacional de nuestros encuentros se empobrecerá. Pero aquí se abren infinitos escenarios sobre los que tendremos que volver.

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