Raíces de futuro

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Raíces de futuro/10 - El dinero es una mercancía delicada y mala para los niños. Collodi nos lo recuerda. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 06/11/2022

El dinero es un bien delicado, generalmente malo para los niños. Collodi lo sabe, y nos lo recuerda en las espléndidas y eternas páginas económicas de Pinocho.

El dinero y los niños viven en mundos diferentes. El contacto entre ellos es siempre arriesgado y a menudo perjudicial. La única bolsa buena para los niños es la de sus padres. Su ley (nomos) en la casa (oikos) es el don, no el contrato ni el incentivo. Cuando necesitan dinero se lo piden a sus padres, y es en esta relación no económica donde se aprende el alfabeto de la economía. La dependencia económica de los padres es buena, porque el dinero, cuando es conocido primeramente como lugar de gratuidad amorosa, crea las premisas éticas para en el futuro dar el valor justo y adecuado a los contratos y al trabajo.  

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Dentro de casa, los niños aprenden que el dinero proviene del trabajo de sus padres, que pasan mucho tiempo por fuera para ganar ese dinero con el que vivir bien. Es esta primera gratuidad doméstica la que da la justa medida al dinero, al trabajo y a la economía. En cambio, el dinero de bolsillo, que hay que gestionar y administrar de forma autónoma, crea un contexto comercial parecido al del "pequeño contrabandista" (Garoffi) del libro Cuore, más acorde a Gigino, el "pequeño hombre precoz", de Collodi (Storie allegre). Cuando empezamos a utilizar el dinero como incentivo dentro del hogar y lo desvinculamos de la lógica del don, convirtiéndolo en un medio para motivar a los niños, distorsionamos tanto la familia como el dinero. La propina se convierte en el "por qué" una niña lava los platos y en el "por qué" hace los deberes. El dinero erosiona la gran ley de la educación: las acciones buenas y correctas hay que hacerlas solo porque son buenas y correctas, no por el incentivo monetario. Cuando no aprendemos la ética de la gratuidad en casa, será difícil algún día aprender la lógica diferente y complementaria del contrato. Los jóvenes de hoy no desarrollan una buena amistad con el mundo del trabajo porque la lógica económica entra en casa demasiado pronto, gracias al caballo de Troya de la responsabilidad. 

Los problemas de Pinocho comienzan con el dinero. Geppetto acaba de vender su abrigo para poder comprarle un libro de ortografía - el trabajo de los padres es quedarse en mangas de camisa para que sus hijos puedan estudiar: lo he visto y lo veo también en mi familia. Pinocho (cap. IX) queda cautivado por el llamado del flautista (curiosamente, "incentivo" deriva del latín incentivus: la flauta que afina y encanta), deja de lado su interés por ir a la escuela y decide entrar en el "gran teatro de marionetas". Le pregunta a un chico: "¿cuánto cuesta entrar?". Pinocho también conoce la ley básica de la vida fuera de casa: si quieres algo de alguien tienes que ofrecerle algo a cambio. No se va, lo acepta y trata de conseguir los "cuatro pesos". Al principio intenta hacer un trueque: ofrece en vano al chico su chaqueta de papel floreado, luego sus zapatos y su gorra de miga de pan. Finalmente, le ofrece su objeto más preciado: "¿Me darías cuatro pesos por este libro de ortografía?". 

Y aquí viene la respuesta decisiva del chico: "yo soy un niño, y no compro nada a los niños", un pequeño, comenta Collodi, que "tenía más criterio que él". Los niños no hacen contratos, no tienen que hacer intercambios monetarios. Pero he aquí el punto de inflexión: "Por cuatro pesos, el libro de ortografía me lo llevo yo - gritó un vendedor de ropa usada". Entra en juego un adulto, un comerciante, un profesional del dinero, que hace un gesto ilícito y establece una relación engañosa con el niño. Hay que proteger a los chicos de “los vendedores de ropa usada"; hay que sacar a los comerciantes del templo de los niños, porque tienen derecho a otra oikonomía donde la única moneda es la gratuidad. 

Gracias a esos cuatro pesos engañosos, Pinocho entra en la corte de Mangiafoco. Ya conocemos la historia, también acaba con más dinero: las infames "cinco monedas de oro" (capítulo XII), otra fuente de muchas de las desventuras de Pinocho. Este segundo episodio monetario, sin embargo, es diferente y, aparentemente, opuesto. Mangiafoco no hace un intercambio con la marioneta; le da, o mejor dicho, le regala las cinco monedas de oro -regalo es una palabra que viene de rey (rex, regis: regalie), y señala un origen asimétrico: el regalo es dado por (o al) poderoso. Pero, de nuevo, el dinero de un adulto no le da buenos frutos al niño. No es suficiente una buena motivación (como parece ser la de Mangiafoco) para hacer del dinero algo bueno para los niños. Tampoco el don/regalo es bueno si no se realiza dentro de las relaciones primarias, si no está, por tanto, mediado por la familia. El dinero que llega directamente a los niños sin esta mediación casera se desgasta.

Es la posesión de las monedas lo que, de hecho, expone a Pinocho a los abusos del gato y del zorro. Al encontrarlos en el camino, Pinocho les dice: "Me he convertido en un gran señor". Quizá exageraba, pero en la Toscana del siglo XIX, con cinco zecchinis de oro se compraban unos cinco quintales de trigo. No era un gran señor, pero ciertamente manejaba demasiado dinero. El niño, ingenuamente, habla de ello con dos desconocidos, dos adultos. Esta sinceridad y confianza respecto a los adultos forma parte de la belleza transitoria y maravillosa de los niños y jóvenes, y es también su primera vulnerabilidad: "Y sacó las monedas que había recibido como regalo de Mangiafoco". Como regalo, en efecto. Para Collodi, este abuso del gato y del zorro es tan grave que en la primera versión del cuento lleva a Pinocho a la muerte (capítulo XV); diciéndonos que para un niño equivocarse con el dinero es vital, es una cuestión de vida o muerte. 

"La bolsa o la vida", le gritan los asesinos - ¡qué desgracia poner a los chicos en este dilema! porque siempre son sus vidas las que se pierden. Collodi utiliza el registro del regalo y el altruismo para construir el diálogo manipulador del gato y el zorro: "Los quinientos que me quedan se los regalo", dice Pinocho. "¿Un regalo para nosotros? Gritó el zorro, indignado y ofendido - ¡Dios nos libre! No trabajamos por el vil interés: trabajamos para enriquecer a los demás" (capítulo XII). Y Pinocho le dirá al gato: "Si todos los gatos se parecieran a ti, afortunados los ratones" (capítulo XVIII). Pero hay más. En el episodio en el que Pinocho ocupa el puesto del perro guardián Melampo, la marioneta reconoce que hay algo que no funciona en la propuesta de soborno que le hacen las comadrejas (tú te callas, no ladras, y nosotros te damos como soborno una "gallina bonita y pelada para el desayuno de mañana": cap. XXII), y los denuncia ante el granjero. Las comadrejas utilizan el lenguaje del intercambio y del interés, y la marioneta descubre lo ilícito. El gato y el zorro, en cambio, más astutos y expertos en humanidad, utilizan el lenguaje del don y el desinterés: y lo "matan". No hay nada más grave que un adulto manipule el lenguaje de la gratuidad para engañar a un niño (o a cualquiera).

Los gatos y los zorros saben que los niños viven dentro del registro de regalos, es su lengua materna, y por eso hablan palabras de muerte con las buenas palabras del hogar. Aquí Collodi se muestra también como un buen conocedor del debate sobre el rol del egoísmo y del altruismo en la economía moderna, y tal vez tenía en mente la famosa frase de Adam Smith: "Nunca vi hacer nada bueno a quien decía comerciar por el bien común" (La riqueza de las naciones, 1776). Un signo que suele revelar la presencia de "asesinos" en una relación económica es su declaración de que sólo trabajan para enriquecer a los demás, sin ningún interés personal. Pinocho no podía saber que la verdadera y buena economía vive de la ventaja mutua, y que la ausencia de ventaja en cualquiera de las dos partes es señal de un vicio y de un engaño seguro cuando es teorizado por la parte que no tendría interés en el intercambio. Pero nosotros deberíamos saberlo.

Curiosamente, el gato y el zorro se adelantan en la novela temprana de Carlo Lorenzini (todavía no es Collodi), Los secretos de Florencia. El capítulo II, "Dos aves de rapiña", nos presenta al conde Calami y a la condesa Floriani lidiando con sus víctimas: "Hay que pelar la codorniz con un poco de humanidad", dijo el conde. "Toda la humanidad consiste en no hacerla chillar", dijo la condesa, cuyos ojos brillaban siniestramente como los de un gato salvaje" (Carlo Lorenzini, Los misterios de Florencia, p.33). El ambiente en el que se mueven las dos "aves de rapiña" (expresión que encontramos en Acchiappacitrulli, capítulo XVIII) es el del juego. El marqués Estanislao Teodori fue descubierto por ellas en las salas de juego, donde se arruinó jugando: "Lo vi llegar a la mesa con veinte paolos en el bolsillo, apostando medio paolo por turno. ¿Le hacemos jugar su palabra?" (p. 34). En Giannettino, el libro para niños de Collodi que precedió a Pinocho por pocos años, encontramos en el centro del libro la escena de Giannettino jugando a los dados con el dinero que su madre le había dado para comprar un atlas: "El más feo de la brigada dijo: 'propongo una cosa: jugamos una partida entre nosotros para ver quién tiene que pagar la cena de todos...". "Sí, sí, saquen los dados", gritaron los otros... "Y bien, dijo Giannettino, juguemos las cinco liras. Los jugó y los perdió" (Collodi, Giannettino, p. 238). Es probable que Collodi fuera un jugador. Parece que retomó la escritura de la segunda parte de Pinocho para pagar deudas de esta naturaleza: "Las apuestas seguían los altibajos de su billetera; y cuando, al salir de la sala de juego del Palazzo Davanzati al amanecer, oía tintinear algo de dinero en su maletín, se encogía de hombros y no hablaba de coger la pluma hasta que no se sentía más ligero" (M. Parenti, Rassegna Lucchese, 1952). De hecho, si leemos los capítulos dedicados al gato y al zorro, nos damos cuenta de que el clima es más del juego que de la economía de su tiempo: "¿Quieres de cinco miserables zecchini hacer cien, mil, dos mil" (Cap. XII). La lógica de ganar mucho dinero sin esforzarse - "para juntar honestamente un poco de dinero, hay que saber ganarlo con el trabajo de las manos o con el ingenio de la cabeza", recuerda a Pinocho el gran loro (cap. XIX)- fue y es la gran ilusión-desilusión del juego, y también hoy de ciertas finanzas que se le parecen demasiado. Hay mucho de Collodi en Pinocho. Pinocho es también la persona Carlo Lorenzini que buscó su propia redención sublimándose en una maravillosa historia. El arte también es capaz de esto, transforma nuestra suciedad en belleza para los demás. Las obras maestras necesitan de la fragilidad, es la fisura del alma desde la cual los artistas, un día un poco más luminoso, se asoman al paraíso.

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Raíces de futuro/10 - El dinero es una mercancía delicada y mala para los niños. Collodi nos lo recuerda. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 06/11/2022

El dinero es un bien delicado, generalmente malo para los niños. Collodi lo sabe, y nos lo recuerda en las espléndidas y eternas páginas económicas de Pinocho.

El dinero y los niños viven en mundos diferentes. El contacto entre ellos es siempre arriesgado y a menudo perjudicial. La única bolsa buena para los niños es la de sus padres. Su ley (nomos) en la casa (oikos) es el don, no el contrato ni el incentivo. Cuando necesitan dinero se lo piden a sus padres, y es en esta relación no económica donde se aprende el alfabeto de la economía. La dependencia económica de los padres es buena, porque el dinero, cuando es conocido primeramente como lugar de gratuidad amorosa, crea las premisas éticas para en el futuro dar el valor justo y adecuado a los contratos y al trabajo.  

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La gratuidad está en el abecedario

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Raíces de futuro/10 - El dinero es una mercancía delicada y mala para los niños. Collodi nos lo recuerda.  Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 06/11/2022 El dinero es un bien delicado, generalmente malo para los niños. Collodi lo sabe, y nos lo recuerda en las espléndidas y eternas páginas eco...
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Raíces de futuro/9 - En los grandes libros, el personaje se va y hace cosas que el autor nunca había pensado. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 30/10/2022

"Pinocho" es un libro sobre la libertad esencial de los niños y sobre los adultos que tratan de negarla. Y nos recuerda que trabajar duro no garantiza que salgamos de la miseria. 

Los niños no se ponen a sus padres en los hombros; los hombros de sus padres son, al contrario, su lugar preferido para observar el gran mundo y estar lejos del dinero y el trabajo.

En las pocas novelas que son verdaderamente grandes, los personajes se escapan de las manos del autor y comienzan a vivir una existencia libre. En los libros medianos, el autor es el dios de sus criaturas, es el artesano de sus marionetas que, inertes, ejecutan perfectamente las órdenes de sus dedos. Estos personajes-marionetas no enseñan nada a su escritor y, por tanto, tampoco a nosotros, porque las conclusiones de la historia ya están inscritas en sus intenciones. En cambio, en las grandes obras, el personaje, una vez traído al mundo, sale del libro, abandona su casa, empieza a correr libremente y hace cosas que su autor no pretendía ni pensaba. Aquí, el autor presta su pluma a un daimon, y sus diferentes criaturas viven, crecen, mueren y resucitan muchas veces, resucitando también a su autor, que es llamado a la vida con el grito de: "¡Sal de ahí!".

Las aventuras de Pinocho es uno de esos grandes libros, muerto y resucitado muchas veces. Pinocho es uno de esos personajes liberados, que se hicieron más grandes que su autor. En Pinocho hay mucho de Carlo Collodi, pero no hay sólo de Collodi. Porque lo que Collodi hace experimentar a Geppetto -que es incapaz de tener en casa a la marioneta que acaba de crear, y que patalea, se escapa, hace cosas que el creador no imaginaba ni quería- lo experimentó él mismo con su libro. La marioneta se ha escapado de las manos del titiritero. La virtud de Collodi está, sin embargo, en haber deseado que sus personajes sean diferentes a él. Así lo escribe en la nota introductoria de sus Occhi e Nasi, un libro de cuentos publicado en 1881, unos meses antes del primer episodio de Pinocho: "Lo llamé así, occhi e nasi (ojos y narices), para dar a entender que no es una muestra de figuras enteras... que el lector los termine por sí mismo". En ese "hueco" entre Pinocho y Collodi nació la obra maestra, y ese terreno libre y liberado ha generado las más dispares interpretaciones, incluidas aquellas osadas que vieron una especie de versión laica de la historia cristiana de la salvación (Biffi y Nembrini). La calidad de una obra de arte se mide también por su capacidad de decir cosas que el autor no pensaba, no quería o incluso detestaba.

Me he encontrado con Pinocho varias veces en mi vida. La última lectura para adultos me impactó y me conmovió. Me di cuenta de que Pinocho es, ante todo, un libro bellísimo. Luego me di cuenta también de que Las aventuras de Pinocho es esencialmente un libro sobre la libertad, sobre la vida como aventura, en particular sobre la libertad de los niños, necesaria y sin embargo negada por el mundo de los adultos. Geppetto talla su trozo de madera con la intención explícita de hacer una marioneta, pero muy pronto empieza a llamarlo "hijo". El mensaje inmediato del libro es, por lo tanto, claro y estremecedor: en aquella sociedad italiana de mediados del siglo XIX, que intentaba "hacer italianos" sobre la base de una pedagogía ilustrada y racionalista, los niños eran tratados como marionetas: maderas salvajes de corteza dura que, gracias a la educación, se convertirían algún día en buenos ciudadanos. Pinocho huye de un mundo de papás y maestros que intentan, con mucho sacrificio y esfuerzo, construir tenazmente niños-marionetas, enderezar esa "madera torcida" (Qoelet 1:15) con educación y con reglas. Pero Pinocho tiene una extraordinaria resistencia a la educación de los adultos y vive su libertad de forma salvaje, irresponsable, ingenua, arriesgada, imprudente y maravillosa. 

En una sociedad que fabricaba a los nuevos italianos como los artesanos fabrican los muebles ("para hacer una pata de mesa"), Collodi escribió un libro sobre la resistencia de los niños a la acción educativa de la sociedad. Pinocho no quiere ir a la escuela, y mucho menos trabajar, por lo que huye y se escapa de los únicos lugares en los que debe estar un niño bueno; aprende la vida en la calle (aquí hay una verdadera analogía con el humanismo bíblico), donde tiene experiencias extraordinarias, donde aprende el oficio de vivir - Pinocho tiene cuatro pies (dos quemados y dos reconstruidos) pero no tiene orejas: "En la furia de esculpirlo, se había olvidado de hacerlo". Pinocho es, entonces, un maravilloso y tenaz canto a la libertad de los niños y, por tanto, también un canto a la paternidad entendida como una dolorosa y necesaria pérdida de control sobre los hijos, que si no quieren convertirse en marionetas deben salir de casa. 

Pinocho es entonces la lucha continua entre el niño y la marioneta. Pinocho no está diciendo a sus lectores: "Chicos, vuelvan a casa, sean buenos y amables"; no, más bien está diciendo lo contrario: "Quédense chicos, mientras puedan, resistan y escapen de los adultos que quieren negarles su irreductible libertad: vuestra madera torcida es hermosa". "¿Quién es el que ha borrado a los niños de la faz de la tierra?" (Occhi e nasi). Y así leemos a Pinocho sin prejuicios y nos damos cuenta de que Pinocho está en constante huida de ese puesto en el mundo que los grandes -Geppetto, Mangiafoco, el hada...- habían pensado y reservado para él. La crítica sarcástica de Collodi a las hipocresías de su mundo neoburgués alcanzó su punto álgido con Pinocho, "una chiquilinada", como él la definía, un cuento infantil exento, por tanto, de una prudente reflexión filosófico-pedagógica -los libros para niños tienen la característica de liberar incluso a sus autores de las virtudes de sus ensayos y novelas serias, porque al escribir para el mundo encantado de los niños consiguen, de vez en cuando, volver a ser libres. Y así el crítico superó a la crítica, y nació esa obra maestra que nos ha enamorado durante ciento cuarenta años. 

En una sociedad que enfatizaba la naturaleza sociable del hombre, Pinocho es un niño solitario: sus amigos son los animales (y son estupendos), las marionetas y Lucignolo, con quienes no realiza actividades sociales ni acciones colectivas. Es un ser tremendamente solitario, incluso en los momentos decisivos de su historia, como su muerte por ahorcamiento, en lo que se suponía que era el final de la primera versión de la historia (cap. 15): "Oh, padre mío, si estuvieses aquí", pero su padre no estaba - y esta ausencia del padre es la diferencia decisiva entre la muerte de Jesús y la "muerte" de Pinocho. Y así nos recuerda que los niños están mucho más solos de lo que los adultos suelen creer.

En el mundo de Collodi había niños y hombres, no existía un término medio. Pinocho ya no es un niño, pero no es todavía un adulto: "Para hombre le falta algo, para niño hay algo más de lo necesario" (Occhi e Nasi). Pinocho inventó la adolescencia, que es la edad de las huidas y las carreras vertiginosas, de cuando se vuelve a casa feliz y se sale aún más feliz. La cercanía entre Pinocho y el "hijo pródigo" del Evangelio de Lucas se encuentra en el partir de la casa paterna, no en el regresar, o en el literario "hermano menor" del hijo pródigo (de André Gide) que en la noche del banquete para celebrar el regreso se pone los zapatos, se despide de su hermano recién regresado y parte en busca de la libertad que su hermano no había conseguido. Collodi está de parte de Pinocho, y siempre lo está, incluso cuando hace sus muchas travesuras, porque ceder a la tentación es un componente constitutivo de la adolescencia: ¿qué niño no seguiría a Lucignolo al País de los Juguetes? Uno llega a ser adulto no tanto por resistirse a las tentaciones, sino por aprender de sus errores, para luego retomar el camino - resistir a las tentaciones, después de haberlas llamado por su nombre, es en cambio el oficio esencial de la vida adulta. En Pinocho tenemos entonces el entramado no resuelto y, por eso, siempre vital, entre el Ulises de Homero y el Ulises de Dante, es decir, entre la nostalgia de volver a casa y el impulso irrefrenable de abandonarla recién acabados de regresar; y en el Collodi florentino, Dante le gana a Homero. Pinocho siempre corre, y a nosotros, que lo vemos correr, no se nos viene decirle: "Vete a casa", sino: "Continúa tu carrera libre".

En Pinocho, la economía es muy importante. Collodi era un gran observador y crítico con la ideología de que el trabajo (quizás en las fábricas) era la solución a la miseria de las masas en la era industrial y a la vagancia de los chicos, una sociedad en la que los pobres acababan con demasiada frecuencia en la cárcel. En Occhi e Nasi, en el cuento "El chico de la calle", escribió: "El hombre trabajador no está hecho a imagen y semejanza de Dios: porque Dios trabajó sólo siete [seis] días, y hace ya seis mil años que descansó". 

Sin la pobreza, el hambre, el trabajo, el dinero, no se puede captar la esencia de las aventuras de Pinocho, y por eso el Pinocho de Disney (1940), ambientado en un bello pueblo nórdico sin pobreza, es una traición a Collodi. Sin embargo, el nombre del protagonista lo dice todo: "Quiero llamarlo Pinocho". Este nombre le traerá suerte. Conocí a toda una familia de Pinochos: Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinochi los chicos, y todos la pasaban bien. El más rico de todos pedía limosna". La casa de Geppetto es un ícono de la pobreza absoluta, donde el fuego y la olla sólo están pintados en la pared. Pinocho siempre tiene hambre, siempre busca comida, y rara vez la encuentra. Sin la miseria y el hambre, no se puede entender si quiera el sentido del trabajo y del trabajar en Pinocho: "¿A qué se dedica tu padre?", le preguntó Mangiafoco - "Es pobre", respondió Pinocho. Geppetto trabajaba, pero era un pobre: trabajar no lo liberaba de la pobreza ni del hambre. A diferencia de la ideología de su época (y de la nuestra), que pensaba y sigue pensando que el trabajo vencería la miseria y el hambre, Geppetto trabaja pero es radicalmente pobre. Collodi sabía que no basta con trabajar para no ser pobre, y la realidad de estos años nos lo está recordando con mucha fuerza, aunque sigamos invocando un trabajo abstracto para condenar como malditos a los pobres concretos. 

Pinocho tiene una muy mala relación con el dinero, está en el origen de las desafortunadas páginas de su historia - lo veremos en las próximas semanas. No trabaja y no quiere trabajar. Sólo empezará a trabajar al final, cuando el novato Eneas haya salvado a su padre del tiburón, poniéndoselo a la espalda. Trabajará porque ya no será un niño. Los niños no suben sus padres a los hombros, sino que los hombros de sus padres son su lugar preferido para mirar el gran mundo y prepararse para levantar su vuelo libre. Sobre todo, tienen que alejarse del dinero y del trabajo, y cuando los adultos se lo proponen tienen que escapar, correr y nunca parar.

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Raíces de futuro/9 - En los grandes libros, el personaje se va y hace cosas que el autor nunca había pensado. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 30/10/2022

"Pinocho" es un libro sobre la libertad esencial de los niños y sobre los adultos que tratan de negarla. Y nos recuerda que trabajar duro no garantiza que salgamos de la miseria. 

Los niños no se ponen a sus padres en los hombros; los hombros de sus padres son, al contrario, su lugar preferido para observar el gran mundo y estar lejos del dinero y el trabajo.

En las pocas novelas que son verdaderamente grandes, los personajes se escapan de las manos del autor y comienzan a vivir una existencia libre. En los libros medianos, el autor es el dios de sus criaturas, es el artesano de sus marionetas que, inertes, ejecutan perfectamente las órdenes de sus dedos. Estos personajes-marionetas no enseñan nada a su escritor y, por tanto, tampoco a nosotros, porque las conclusiones de la historia ya están inscritas en sus intenciones. En cambio, en las grandes obras, el personaje, una vez traído al mundo, sale del libro, abandona su casa, empieza a correr libremente y hace cosas que su autor no pretendía ni pensaba. Aquí, el autor presta su pluma a un daimon, y sus diferentes criaturas viven, crecen, mueren y resucitan muchas veces, resucitando también a su autor, que es llamado a la vida con el grito de: "¡Sal de ahí!".

Las aventuras de Pinocho es uno de esos grandes libros, muerto y resucitado muchas veces. Pinocho es uno de esos personajes liberados, que se hicieron más grandes que su autor. En Pinocho hay mucho de Carlo Collodi, pero no hay sólo de Collodi. Porque lo que Collodi hace experimentar a Geppetto -que es incapaz de tener en casa a la marioneta que acaba de crear, y que patalea, se escapa, hace cosas que el creador no imaginaba ni quería- lo experimentó él mismo con su libro. La marioneta se ha escapado de las manos del titiritero. La virtud de Collodi está, sin embargo, en haber deseado que sus personajes sean diferentes a él. Así lo escribe en la nota introductoria de sus Occhi e Nasi, un libro de cuentos publicado en 1881, unos meses antes del primer episodio de Pinocho: "Lo llamé así, occhi e nasi (ojos y narices), para dar a entender que no es una muestra de figuras enteras... que el lector los termine por sí mismo". En ese "hueco" entre Pinocho y Collodi nació la obra maestra, y ese terreno libre y liberado ha generado las más dispares interpretaciones, incluidas aquellas osadas que vieron una especie de versión laica de la historia cristiana de la salvación (Biffi y Nembrini). La calidad de una obra de arte se mide también por su capacidad de decir cosas que el autor no pensaba, no quería o incluso detestaba.

Me he encontrado con Pinocho varias veces en mi vida. La última lectura para adultos me impactó y me conmovió. Me di cuenta de que Pinocho es, ante todo, un libro bellísimo. Luego me di cuenta también de que Las aventuras de Pinocho es esencialmente un libro sobre la libertad, sobre la vida como aventura, en particular sobre la libertad de los niños, necesaria y sin embargo negada por el mundo de los adultos. Geppetto talla su trozo de madera con la intención explícita de hacer una marioneta, pero muy pronto empieza a llamarlo "hijo". El mensaje inmediato del libro es, por lo tanto, claro y estremecedor: en aquella sociedad italiana de mediados del siglo XIX, que intentaba "hacer italianos" sobre la base de una pedagogía ilustrada y racionalista, los niños eran tratados como marionetas: maderas salvajes de corteza dura que, gracias a la educación, se convertirían algún día en buenos ciudadanos. Pinocho huye de un mundo de papás y maestros que intentan, con mucho sacrificio y esfuerzo, construir tenazmente niños-marionetas, enderezar esa "madera torcida" (Qoelet 1:15) con educación y con reglas. Pero Pinocho tiene una extraordinaria resistencia a la educación de los adultos y vive su libertad de forma salvaje, irresponsable, ingenua, arriesgada, imprudente y maravillosa. 

En una sociedad que fabricaba a los nuevos italianos como los artesanos fabrican los muebles ("para hacer una pata de mesa"), Collodi escribió un libro sobre la resistencia de los niños a la acción educativa de la sociedad. Pinocho no quiere ir a la escuela, y mucho menos trabajar, por lo que huye y se escapa de los únicos lugares en los que debe estar un niño bueno; aprende la vida en la calle (aquí hay una verdadera analogía con el humanismo bíblico), donde tiene experiencias extraordinarias, donde aprende el oficio de vivir - Pinocho tiene cuatro pies (dos quemados y dos reconstruidos) pero no tiene orejas: "En la furia de esculpirlo, se había olvidado de hacerlo". Pinocho es, entonces, un maravilloso y tenaz canto a la libertad de los niños y, por tanto, también un canto a la paternidad entendida como una dolorosa y necesaria pérdida de control sobre los hijos, que si no quieren convertirse en marionetas deben salir de casa. 

Pinocho es entonces la lucha continua entre el niño y la marioneta. Pinocho no está diciendo a sus lectores: "Chicos, vuelvan a casa, sean buenos y amables"; no, más bien está diciendo lo contrario: "Quédense chicos, mientras puedan, resistan y escapen de los adultos que quieren negarles su irreductible libertad: vuestra madera torcida es hermosa". "¿Quién es el que ha borrado a los niños de la faz de la tierra?" (Occhi e nasi). Y así leemos a Pinocho sin prejuicios y nos damos cuenta de que Pinocho está en constante huida de ese puesto en el mundo que los grandes -Geppetto, Mangiafoco, el hada...- habían pensado y reservado para él. La crítica sarcástica de Collodi a las hipocresías de su mundo neoburgués alcanzó su punto álgido con Pinocho, "una chiquilinada", como él la definía, un cuento infantil exento, por tanto, de una prudente reflexión filosófico-pedagógica -los libros para niños tienen la característica de liberar incluso a sus autores de las virtudes de sus ensayos y novelas serias, porque al escribir para el mundo encantado de los niños consiguen, de vez en cuando, volver a ser libres. Y así el crítico superó a la crítica, y nació esa obra maestra que nos ha enamorado durante ciento cuarenta años. 

En una sociedad que enfatizaba la naturaleza sociable del hombre, Pinocho es un niño solitario: sus amigos son los animales (y son estupendos), las marionetas y Lucignolo, con quienes no realiza actividades sociales ni acciones colectivas. Es un ser tremendamente solitario, incluso en los momentos decisivos de su historia, como su muerte por ahorcamiento, en lo que se suponía que era el final de la primera versión de la historia (cap. 15): "Oh, padre mío, si estuvieses aquí", pero su padre no estaba - y esta ausencia del padre es la diferencia decisiva entre la muerte de Jesús y la "muerte" de Pinocho. Y así nos recuerda que los niños están mucho más solos de lo que los adultos suelen creer.

En el mundo de Collodi había niños y hombres, no existía un término medio. Pinocho ya no es un niño, pero no es todavía un adulto: "Para hombre le falta algo, para niño hay algo más de lo necesario" (Occhi e Nasi). Pinocho inventó la adolescencia, que es la edad de las huidas y las carreras vertiginosas, de cuando se vuelve a casa feliz y se sale aún más feliz. La cercanía entre Pinocho y el "hijo pródigo" del Evangelio de Lucas se encuentra en el partir de la casa paterna, no en el regresar, o en el literario "hermano menor" del hijo pródigo (de André Gide) que en la noche del banquete para celebrar el regreso se pone los zapatos, se despide de su hermano recién regresado y parte en busca de la libertad que su hermano no había conseguido. Collodi está de parte de Pinocho, y siempre lo está, incluso cuando hace sus muchas travesuras, porque ceder a la tentación es un componente constitutivo de la adolescencia: ¿qué niño no seguiría a Lucignolo al País de los Juguetes? Uno llega a ser adulto no tanto por resistirse a las tentaciones, sino por aprender de sus errores, para luego retomar el camino - resistir a las tentaciones, después de haberlas llamado por su nombre, es en cambio el oficio esencial de la vida adulta. En Pinocho tenemos entonces el entramado no resuelto y, por eso, siempre vital, entre el Ulises de Homero y el Ulises de Dante, es decir, entre la nostalgia de volver a casa y el impulso irrefrenable de abandonarla recién acabados de regresar; y en el Collodi florentino, Dante le gana a Homero. Pinocho siempre corre, y a nosotros, que lo vemos correr, no se nos viene decirle: "Vete a casa", sino: "Continúa tu carrera libre".

En Pinocho, la economía es muy importante. Collodi era un gran observador y crítico con la ideología de que el trabajo (quizás en las fábricas) era la solución a la miseria de las masas en la era industrial y a la vagancia de los chicos, una sociedad en la que los pobres acababan con demasiada frecuencia en la cárcel. En Occhi e Nasi, en el cuento "El chico de la calle", escribió: "El hombre trabajador no está hecho a imagen y semejanza de Dios: porque Dios trabajó sólo siete [seis] días, y hace ya seis mil años que descansó". 

Sin la pobreza, el hambre, el trabajo, el dinero, no se puede captar la esencia de las aventuras de Pinocho, y por eso el Pinocho de Disney (1940), ambientado en un bello pueblo nórdico sin pobreza, es una traición a Collodi. Sin embargo, el nombre del protagonista lo dice todo: "Quiero llamarlo Pinocho". Este nombre le traerá suerte. Conocí a toda una familia de Pinochos: Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinochi los chicos, y todos la pasaban bien. El más rico de todos pedía limosna". La casa de Geppetto es un ícono de la pobreza absoluta, donde el fuego y la olla sólo están pintados en la pared. Pinocho siempre tiene hambre, siempre busca comida, y rara vez la encuentra. Sin la miseria y el hambre, no se puede entender si quiera el sentido del trabajo y del trabajar en Pinocho: "¿A qué se dedica tu padre?", le preguntó Mangiafoco - "Es pobre", respondió Pinocho. Geppetto trabajaba, pero era un pobre: trabajar no lo liberaba de la pobreza ni del hambre. A diferencia de la ideología de su época (y de la nuestra), que pensaba y sigue pensando que el trabajo vencería la miseria y el hambre, Geppetto trabaja pero es radicalmente pobre. Collodi sabía que no basta con trabajar para no ser pobre, y la realidad de estos años nos lo está recordando con mucha fuerza, aunque sigamos invocando un trabajo abstracto para condenar como malditos a los pobres concretos. 

Pinocho tiene una muy mala relación con el dinero, está en el origen de las desafortunadas páginas de su historia - lo veremos en las próximas semanas. No trabaja y no quiere trabajar. Sólo empezará a trabajar al final, cuando el novato Eneas haya salvado a su padre del tiburón, poniéndoselo a la espalda. Trabajará porque ya no será un niño. Los niños no suben sus padres a los hombros, sino que los hombros de sus padres son su lugar preferido para mirar el gran mundo y prepararse para levantar su vuelo libre. Sobre todo, tienen que alejarse del dinero y del trabajo, y cuando los adultos se lo proponen tienen que escapar, correr y nunca parar.

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El oficio de ser pobre

El oficio de ser pobre

Raíces de futuro/9 - En los grandes libros, el personaje se va y hace cosas que el autor nunca había pensado.  Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 30/10/2022 "Pinocho" es un libro sobre la libertad esencial de los niños y sobre los adultos que tratan de negarla. Y nos recuerda que trabajar dur...
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Raíces de futuro/8 – La instrucción de todos y para todos fue pensada y querida para reducir las distancias. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 23/10/2022

El libro “Corazón” es una reflexión sobre la escuela y sobre el trabajo, y nos proporciona palabras improbables y estupendas sobre lo que ambas cosas significan hoy para los niños y para la vida de los adultos.

De Amicis es capaz de regalarnos una frase que es el destilado de un mar de sabiduría: «A los pobres les gusta la limosna de los niños, porque no los humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen». 

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El libro Corazón habla sobre la escuela, y por tanto no es un libro sobre el mérito. La escuela, en su totalidad, nunca se ha fundado sobre el mérito. Si la miramos desde lejos y superficialmente, vemos las notas, algunos suspensos, y pensamos que la escuela se parece a la empresa: las notas serían como los salarios, y el aprovechamiento como el progreso en la carrera. Pero esta visión está muy alejada de lo que es la escuela (y la empresa). La ideología meritocrática, que está intentando, con éxito, ocupar también la escuela, se basa en el dogma de que los talentos son méritos y por tanto hay que premiar más a quienes más talento tienen. Sin embargo, todos sabemos que este dogma es un engaño, o por lo menos una ilusión, para la sociedad y aún más para la escuela. La razón es que los talentos son dones, y nuestro desempeño en la vida depende mucho de los talentos-dones recibidos y muy poco de los méritos (porque incluso la capacidad de esforzarse es un don). ¿Qué mérito hay en haber nacido inteligente, rico o incluso bueno? Por eso, la escuela se ha inspirado en valores que no solo son distintos a los de la meritocracia sino opuestos.

La escuela de todos y para todos ha sido pensada y querida para reducir las desigualdades sociales y naturales que, en cambio, la meritocracia, es decir la ideología del mérito, acrecienta. A la escuela van y deben ir todos los niños y niñas, no solo los merecedores. Todos deben tener la posibilidad de desarrollarse y alcanzar la excelencia, no solo los que más méritos tienen. Todos tienen derecho a recibir cuidados, aprecio, reconocimiento, admiración y dignidad, aunque no tengan muchos méritos o tengan menos que los demás. Además, la escuela es un maravilloso jardín con flores de talentos diversos: «Precossi, te corresponde la medalla. Nadie es más digno de llevarla que tú, no solo por tu inteligencia, sino también por tu buena voluntad. Te corresponde por tu corazón, por tu valor, por las cualidades de hijo bueno y valeroso. ¿No es verdad – añadió volviéndose a la clase – que también la merece por esto? ¡Sí, sí! Respondieron todos a una voz». Precossi era hijo de un herrero que bebía y de vez en cuando le pegaba. Pero él también recibió su medalla.

No era la medalla de Derossi, el primero de la clase. Era la medalla de una escuela distinta. Después de De Amicis vino María Montessori que eliminó las notas, y don Lorenzo Milani con la escuela de Barbiana. La democracia ha supuesto una multiplicación de las medallas de Precossi, que hoy reciben el nombre de inclusión escolar y profesores de apoyo. Hemos aprendido que en la vida de los niños no hay solo méritos: hay vida. El día en que alguien nos convenza de que también la escuela debe basarse en la meritocracia comenzaremos a dar medallas totalmente iguales y siempre a los mismos alumnos. Haremos escuelas especiales para los desmerecedores, las desigualdades harán explosión y la democracia cederá el paso a la meritocracia, que es el principal intento de legitimación ética de la desigualdad.

En Corazón se habla también mucho del trabajo. En la Italia de aquel tiempo trabajaban los pobres. En los campos, en los talleres, en las fábricas no había ricos, abogados ni profesores. Corazón nos ha dado palabras muy buenas sobre el trabajo de los obreros y de los artesanos. Esto escribe su padre a Enrique: «Cuando estés en la universidad o en la academia, irás a buscar a tus compañeros de clase a sus tiendas o a sus talleres…; no repares en diferencias de fortuna y de clase, porque solo las gentes despreciables miden los sentimientos y la cortesía por tales diferencias». La recién nacida Italia estaba intentando tomar en serio el principio de fraternidad, que también le gustaba a Mazzini, y esperaba que las personas pertenecientes a clases sociales diferentes pudieran aprender en la escuela a sentirse hermanos y ciudadanos por encima de las múltiples diversidades.

El albañilito. Es hijo de un albañil, uno de los compañeros más queridos de Enrique – que es de familia acomodada –. Un día le invita a casa: «El albañilito ha venido hoy, vestido con la ropa de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso». Corazón nos muestra a menudo al albañilito con su gesto más característico y simpático: es un fenómeno poniendo “hocico de liebre”, un recurso relacional que usa de vez en cuando para transformar un reproche severo del maestro en una sonrisa coral. Hablando y jugando, el albañilito «me hablaba de su familia. Viven en un desván; su padre va a la escuela de adultos, de noche, a aprender a leer; su madre no es de aquí». La descripción de la escuela nocturna de los obreros es una de las páginas más hermosas: «oían la lección con la boca abierta, sin pestañear». En estos hombres sedientos de saber he vuelto a ver a los jóvenes que he conocido en las escuelas de África y Asia, con la misma sed de conocimientos y de una vida mejor. Después comen juntos la merienda, en el sofá: «Cuando nos levantamos, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el albañilito había manchado de blanco con su chaqueta». De Amicis concluye el episodio con un párrafo de una carta del padre de Enrique, que contiene palabras sobre el trabajo que se cuentan entre las más bellas de nuestra literatura: «¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque limpiarlo mientras tu compañero lo veía era casi hacerle una reconvención por haberlo ensuciado … Lo que mancha trabajando no ensucia; es polvo, cal, barniz, todo lo que quieras, pero no suciedad. El trabajo no ensucia. No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo: va sucio». Estas páginas estaban en el alma colectiva de los italianos que décadas después fueron capaces de escribir: «Italia es una república democrática fundada sobre el trabajo» (Artículo 1).

Los pobres. Es otra carta escrita por el padre de Enrique: «No te acostumbres a pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano». Nosotros, en cambio, nos hemos acostumbrado perfectamente a la miseria del mundo. Luego hemos comprendido que esta indiferencia nuestra se ha convertido en una nueva gran pobreza de nuestro tiempo que nos impide sufrir por la pobreza de los demás por atrofia del alma. Ya no sufrimos por la miseria porque nos hemos vuelto moralmente míseros nosotros.

Luego, como un arco iris inesperado, dentro de estas palabras sobre los pobres encontramos palabras que me han atravesado el alma y la inteligencia con su belleza y verdad: «A los pobres les gusta la limosna de los niños, porque no los humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen». Esta frase es un destilado de un mar de sabiduría. Las pocas veces que un niño o un muchacho puede acercarse y encontrarse con una persona en situación de pobreza – hecho cada vez más raro, porque la separación de los niños de las pobrezas es uno de los rasgos de nuestro tiempo empobrecido, que piensa que inmunizar a los hijos de las pobrezas de la vida es para ellos una riqueza –, el cruce de sus miradas es uno de los espectáculos más admirables. Se crea una maravillosa e improbable fraternidad. Los niños y a veces los jóvenes no dividen a los adultos entre ricos y pobres: para ellos todos son “hombres”. Ciertamente ven las diferencias en su apariencia, pero es como si no las vieran, porque ven el alma. Por tanto, no experimentan ese sentimiento erróneo de compasión que humilla al compadecido. Por otra parte, el “pobre” (no me gusta usar la palabra “pobre” en general) sabe que el niño es tan pobre como él – «necesitan de todo el mundo» – y de ese modo experimenta una verdadera igualdad con él. En mi infancia, muchos pobres me han querido, y me han enriquecido con su pobreza, sin intención de quererme, sencillamente siendo lo que eran. Y yo también les he querido con mi infancia naturalmente fraterna y absolutamente sincera. Entonces es verdad que solo los niños pueden dar o hacer algo por los pobres sin humillarlos, junto con los adultos que han luchado toda su vida para salvar alguna dimensión de su infancia – de adulto me resulta muy difícil estar como hermano al lado de un “pobre”, pero cuando esto ocurre, resulta tan hermoso como en los días de mi infancia: «La limosna del adulto es acto de caridad; pero la del niño es al mismo tiempo un acto de caridad y una caricia. ¿Comprendes?». Sí, lo comprendemos.

El taller. Precossi, otro compañero, es hijo de un herrero al que su hijo consiguió redimir de una vida equivocada gracias a su medalla. El muchacho «estaba estudiando la lección» sentado «en un montón de ladrillos, con el libro sobre las rodillas». El padre estaba trabajando: «Levantó un gran martillo y comenzó a golpear la barra, apoyando la parte enrojecida tan pronto sobre un lado como sobre el otro, trayéndola a la orilla del yunque o llevándola hacia el medio». Entretanto «su hijo nos miraba con cierto aire orgulloso como diciendo: ¡Mirad cómo trabaja mi padre!».

El orgullo por el trabajo de los padres es como el pan bueno de los niños. El aprecio por el mundo y por los adultos comienza con el aprecio a nuestro padre mientras trabaja – que los padres trabajen es importante también para el aprecio de nuestros muchachos: los hijos saben que el padre y la madre son buenos aunque no trabajen, pero es el deber de una sociedad buena poner a todas las personas en condiciones de poder trabajar entre otras cosas para que los hijos puedan decir con aire majestuoso: “¡Mirad cómo trabaja mi padre!” –. Los hijos y las hijas se sienten orgullosos cualquiera que sea el trabajo de los padres. Tampoco en este caso hacen distinción entre los trabajos que la sociedad considera prestigiosos y los más humildes, porque es la belleza de sus padres la que embellece los trabajos que realizan – para los niños los padres son lo más bello del mundo –. Por eso tal vez no haya dolor mayor que el que experimenta un niño cuando se humilla el trabajo de sus padres. Es una profanación en el corazón. La meritocracia es también una fábrica de humillación de muchos trabajadores y de sus hijos.

De mayores, en el momento oportuno, los niños entenderán que no todos los trabajos son iguales, que no todos son dignos, que no todos son correctamente pagados. Pero de niños solo deben poder decir majestuosamente: “¡Mirad cómo trabaja mi padre!”.

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Raíces de futuro/8 – La instrucción de todos y para todos fue pensada y querida para reducir las distancias. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 23/10/2022

El libro “Corazón” es una reflexión sobre la escuela y sobre el trabajo, y nos proporciona palabras improbables y estupendas sobre lo que ambas cosas significan hoy para los niños y para la vida de los adultos.

De Amicis es capaz de regalarnos una frase que es el destilado de un mar de sabiduría: «A los pobres les gusta la limosna de los niños, porque no los humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen». 

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La medalla de otro mérito

La medalla de otro mérito

Raíces de futuro/8 – La instrucción de todos y para todos fue pensada y querida para reducir las distancias.  Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 23/10/2022 El libro “Corazón” es una reflexión sobre la escuela y sobre el trabajo, y nos proporciona palabras improbables y estupendas sobre lo que...
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Raíces de futuro/7 – La tarea difícil es encontrar la vida y Dios, ahí donde la vida y Dios no se encuentran. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 16/10/2022

«Pequeña mía,
por ti habría dado todos los jardines
de mi reino si hubiera sido reina,
hasta la última rosa, hasta la última pluma.
Todo el reino para ti.
Te dejo en su lugar barracas y espinas...
Estamos solamente confundidos, crees.
Pero sentimos. Todavía sentimos.
Somos todavía capaces de amar algo.
Seguimos sintiendo compasión.
Hay esplendor
en cada cosa. Lo he visto.
Ahora lo veo más.
Hay esplendor. No tengas miedo ».

Mariangela Gualtieri

El libro Corazón es un libro que, en algunas páginas, todavía nos habla. Nos recuerda lo que es realmente la escuela (y también la salud). Un ejercicio necesario para comprender qué virtudes de ayer hay que custodiar también hoy.

Cada generación debe decidir qué virtudes de ayer quiere conservar y cuáles olvidar. Muy pocas virtudes son virtudes siempre y en todas partes; todas las demás son virtudes aquí y ahora, y algunas con el tiempo se convierten en vicios (y viceversa). Las virtudes militares han sido grandes virtudes en las civilizaciones pasadas. Se transmitían en las familias, las religiones y las escuelas, narradas en fábulas y novelas. Esos relatos guerreros y patrióticos a veces nos conmueven todavía. Pero decidimos no detenernos y desviamos la mirada. Porque la historia de las guerras nos enseña que el árbol de la democracia nace, crece y da buenos frutos cuando se cultivan otras virtudes: la mansedumbre, el diálogo, la reciprocidad, la compasión, la tolerancia, la no violencia. Y así, palabras como "el enemigo" salieron del territorio de las virtudes para entrar en el de las palabras a guardar en el armario de ayer. 

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El libro Corazón, de Edmondo De Amicis, uno de los más leídos en Italia y en el mundo, habla muchísimo de la virtud, sobre las virtudes militares y el amor patriótico, virtudes que eran importantes para el joven Reino de Italia. ¿Quién puede olvidar la "Piccola vedetta lombarda" o el "Tamburino sardo"? Pero los chicos de De Amicis leían aquellos cuentos de pequeños soldados heroicos mientras estaban sentados en sus pupitres, y nos dijeron, quizá más allá de la intención del autor, que el buen lugar para los chicos es el patio de la escuela y no el campo de batalla. La primera crítica a esas virtudes bélicas era entonces intrínseca al libro mismo, que, al mismo tiempo que las narraba, las superaba para fundar una civilización diferente. 

Volví a leer Corazón como adulto. Me ha gustado mucho, sobre todo algunas páginas. No compartí el sarcasmo de Umberto Eco (Elogio de Franti, 1962) y aprecié el buen juicio de Benedetto Croce (La Critica, 1903). Un libro que habla de los niños, de la familia, de la pobreza y de mucho dolor, y que habla de los adultos y los maestros -es estupendo el retrato de la "maestra del bolígrafo rojo". Pero habla sobre todo de la escuela, de los primeros años de clase de los escolares (qué linda palabra, olvidada). Corazón es un libro que se interesa por los niños, en una sociedad que ni siquiera los veía. Y ahí empezó a verlos, en el gesto de ir a la escuela - y es siempre allí, mientras corren ligeros con sus pesadas mochilas, que cada generación debe aprender a verlos de nuevo, para entenderlos, para entender el presente y el futuro.

Nos situamos en la Italia de 1886, en Turín, en una escuela primaria, después de la Ley Coppino (1877) que había aumentado a tres el número de años de escolaridad obligatoria. Es la aurora de la escuela para todos, y como en todas las auroras la luz y el aire son diferentes y únicos. Corazón es un libro sobre la revolución civil y moral más grande de la modernidad. Antes (y hasta cierto punto después) sólo los hijos de la nobleza y de los ricos iban a la escuela. Aquellos de los pobres, en cambio, tenían que trabajar, trabajar mucho y mal -de mis cuatro abuelos y abuelas, sólo Domenico y Luigi sabían escribir sus firmas, porque -varones- habían hecho primero y segundo grado.

De Amicis es genial al ubicarnos entre los pupitres de aquellas primeras clases: "He nacido para ser maestro de escuela, y cuando veo cuatro pupitres y una mesita en una habitación, me emociono" (Pagine sparse, 1874). Desde allí nos hace entender lo que realmente fue y sigue siendo la escuela de todos y para todos. En aquella Italia y en aquella Europa, los hijos de los ricos iban a la escuela con los hijos de los pobres, las clases sociales diferentes se encontraban y confraternizaban gracias a la amistad y la fraternidad en los pupitres de sus hijos. Era en el aula donde se diluía la envidia social, la raíz de toda desarmonía social. Todos eran diferentes y, sin embargo, todos eran iguales. Una Italia todavía semifeudal que aprendió la cartilla de la democracia en las aulas, que no eran, ni son, menos importantes que las salas del parlamento. Si pudimos redactar los artículos proféticos de la Constitución fue porque habíamos vivido y escrito ese nuevo humanismo en los temas y en los dictados - nos basamos en el trabajo para que los niños pobres puedan ir a la escuela. También quisimos que los niños con problemas estuvieran en las clases de todos gracias a los profesores de apoyo (volví a ver a muchos de ellos en el libro Corazón), y alejamos la tentación de las "clases especiales". Las leyes raciales-racistas eran inhumanas bajo cualquier aspecto, pero también eran sacrílegas cuando expulsaban a los niños judíos de las escuelas. La salida por la puerta del salón de clases era para esos chicos y chicas no menos espantosa y terrible que la entrada por la puerta de los campos.

Las historias de Corazón son de chicos, varones, de entre 9 y 12-13 años. Una edad maravillosa, suspendida entre la infancia y la adolescencia. Cuando la inocencia de la infancia desaparece y en su lugar florece otra. Es una inocencia que, por ejemplo, se expresa en una nueva confianza en los adultos -los "hombres", como los llaman los chicos del Corazón, porque para ellos los adultos son habitantes de un mundo muy diferente. La confianza incondicional que quedaba del niño, se tiñe ahora de estima e imitación. Es la edad en la que los grandes, tíos y tías, maestros y maestras, son queridos por los pequeños. Ya no tienen el candor del niño, pero tienen otro, con más esplendor. También tienen una inteligencia típica y extraordinaria que en ciertas dimensiones desaparece con la adolescencia y que la fugacidad hace sublime - esta inteligencia diversa y efímera es patrimonio moral de la humanidad. Algunas páginas de Corazón están entre las más grandes de nuestra literatura. Algunos de sus relatos son novelas dentro de la novela - volveremos a algunos de ellos el próximo domingo.

De los Apeninos a los Andes. Es la historia de Marco, un chico genovese de trece años, que parte sólo hacia Argentina en busca de su madre. Volví a ver a Marco en los muchos chicos que todavía salen sólos, que se embarcan en nuestro mar, a veces llegan, algunos encuentran a su madre o a su padre o a ambos, otros encuentran los puertos cerrados, demasiados encuentran la muerte. Y cuando, tras un larguísimo y desesperado viaje, llega a Tucumán (De Amicis había estado en Argentina), Marco por fin encuentra a su madre enferma, leemos tres veces una palabra: "Dios, Dios, Dios mío", grita la madre al ver aparecer a su hijo. Se ha criticado a Corazón por la ausencia de religión: esta triple palabra exclamada por una madre llena el libro de una fragancia de alta espiritualidad; es el silencio de la religión lo que hace resonar la palabra "Dios". Es significativo que los libros infantiles más queridos e influyentes en la Italia católica hayan sido Cuore y Pinocho, libros que hablan muy poco de Dios y de la religión pero que saben hablar al alma de los niños (y de los adultos). Tal vez porque las obras nacidas de la intención de escribir un libro religioso rara vez son buenos libros (haría falta el inmenso y atormentado genio religioso de Manzoni o de Dostoievski); porque el mensaje se devora al arte, que tiene una necesidad absoluta de libertad y gratuidad. A Dios le gusta colarse en la vida sin que nos demos cuenta, para sorprender y sorprendernos: así se protege de nuestras ideologías. Pero ahí donde los libros ideológicos, incluidos los religiosos, nunca funcionan es con los niños y los jóvenes. Los niños sólo encuentran a Dios y su espíritu solamente en la vida, no en nuestras ideas sobre la vida. Vienen al mundo equipados de un sentido religioso que aportan consigo como un dote del mundo del que proceden y con el que permanecen en contacto vital y continuo durante años. Son compañeros de los ángeles y ciudadanos del Paraíso. Los adultos sólo podemos hablarles de Dios si entramos en su reino: "si no os volvéis como niños...". Es difícil transmitir la fe a los niños porque en lugar de intentar nosotros entrar en su reino diferente les pedimos que entren en el nuestro, mucho menos evangélico y religioso.

El enfermero del Tata. Quizás mi "historia mensual" preferida. Cicillo es enviado por su madre al hospital de Nápoles para visitar a su padre, tata, que ha vuelto de Francia y está hospitalizado allí. El enfermero le señala a un hombre muy enfermo: "Aquí está tu padre". Cicillo rompe en llanto, "pobre tata, cuánto había cambiado". Cicillo lo atiende, el enfermo casi siempre con los ojos cerrados. Y así Cicillo "comenzó su vida de enfermero": le acomodaba las mantas, le tocaba la mano, "le ahuyentaba los mosquitos". Tras cinco días de cuidados, un hombre entra en el dormitorio y grita: "¡Cicillo!". Era...su padre. El chico había estado cuidando a otro enfermo. Abraza de nuevo a su padre, pero no se mueve de la cama. Su padre lo invita a volver a casa, y Cicillo: "Ahí está ese viejo... Siempre me mira. Pensé que eras tú... Déjame aquí un poco más". Cicillo se queda, y "empieza a asistirlo de nuevo". Se queda con él durante unos días, siempre estrechando su mano. Finalmente, el hombre muere. Cicillo vuelve, pero busca un nombre para darle a aquel hombre: "Y de su corazón a sus labios volvió el dulce nombre que le había dado durante cinco días: Adiós pobre tata". Cicillo nos está revelando uno de los secretos de la existencia humana: se empieza amando a una madre y a un padre y a unos hermanos, se termina descubriendo a cada hombre y a cada mujer como "hermano, hermana, madre" y padre.

Cicillo es también una espléndida imagen, porque es niño, de las monjas, de las enfermeras y de los enfermeros de ayer y hoy. No sabían nuestro nombre, pero nos trataban como tatas, y siguen haciéndolo. Esta es la naturaleza profunda de la asistencia sanitaria, un mundo maravilloso de desconocidos que cuidan y se dan la mano con otros desconocidos que se parecen mucho, demasiado, a las personas de casa. Si nos fijamos bien, Cicillo sigue teniendo la mano y ahuyentando a los mosquitos de tata diariamente en nuestros hospitales, por esa compasión tan laica y religiosa que mantiene al mundo en pie. ¿Y cómo no oír en ese "He aquí a tu padre" de la enfermera a Cicillo un eco del "He aquí a tu madre" de Jesús a Juan? El trabajo más difícil es aprender a encontrar la vida dentro de la muerte, a ver el evangelio a donde no debería estar, tocar a Dios donde Dios no está.

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Raíces de futuro/7 – La tarea difícil es encontrar la vida y Dios, ahí donde la vida y Dios no se encuentran. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 16/10/2022

«Pequeña mía,
por ti habría dado todos los jardines
de mi reino si hubiera sido reina,
hasta la última rosa, hasta la última pluma.
Todo el reino para ti.
Te dejo en su lugar barracas y espinas...
Estamos solamente confundidos, crees.
Pero sentimos. Todavía sentimos.
Somos todavía capaces de amar algo.
Seguimos sintiendo compasión.
Hay esplendor
en cada cosa. Lo he visto.
Ahora lo veo más.
Hay esplendor. No tengas miedo ».

Mariangela Gualtieri

El libro Corazón es un libro que, en algunas páginas, todavía nos habla. Nos recuerda lo que es realmente la escuela (y también la salud). Un ejercicio necesario para comprender qué virtudes de ayer hay que custodiar también hoy.

Cada generación debe decidir qué virtudes de ayer quiere conservar y cuáles olvidar. Muy pocas virtudes son virtudes siempre y en todas partes; todas las demás son virtudes aquí y ahora, y algunas con el tiempo se convierten en vicios (y viceversa). Las virtudes militares han sido grandes virtudes en las civilizaciones pasadas. Se transmitían en las familias, las religiones y las escuelas, narradas en fábulas y novelas. Esos relatos guerreros y patrióticos a veces nos conmueven todavía. Pero decidimos no detenernos y desviamos la mirada. Porque la historia de las guerras nos enseña que el árbol de la democracia nace, crece y da buenos frutos cuando se cultivan otras virtudes: la mansedumbre, el diálogo, la reciprocidad, la compasión, la tolerancia, la no violencia. Y así, palabras como "el enemigo" salieron del territorio de las virtudes para entrar en el de las palabras a guardar en el armario de ayer. 

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El otro nombre del padre

El otro nombre del padre

Raíces de futuro/7 – La tarea difícil es encontrar la vida y Dios, ahí donde la vida y Dios no se encuentran.  Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 16/10/2022 «Pequeña mía, por ti habría dado todos los jardines de mi reino si hubiera sido reina, hasta la última rosa, hasta la última pluma. ...
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Raices del futuro/ 6 - El gran teatro ayuda a entender alguno de los rasgos conflictivos de la modernidad 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 09/10/2022

La segunda parte de "El mercader de Venecia" plantea una crítica a la sociedad comercial de la época, a sus hipocresías y contradicciones. ¿Y si en esta obra la víctima fuese el propio Shylock? Shakespeare, en la Londres de fines del siglo XVI, se convierte en un profeta del naciente mundo capitalista. La religión de la ganancia pretende que el consenso y el acuerdo mutuo sean los nuevos dogmas.

Una de las ilusiones de la cultura capitalista de los últimos tiempos es pensar que el dinero y los incentivos económicos pueden comprar casi todo, ciertamente las cosas más importantes. Las civilizaciones premodernas estaban dominadas por las pasiones. El interés económico, que siempre ha existido, desempeñó un papel importante pero no fue decisivo, porque eran las pasiones las que gobernaban el mundo, y las más importantes de ellas no conocían la conversión en dinero. Las pasiones como el honor, el respeto, la fama, la ira, la venganza no tenían equivalentes monetarios en el mundo de ayer. El advenimiento de la sociedad de mercado trajo consigo la promesa-utopía de reducir todas las pasiones a intereses económicos, esperando asignar a cada sentimiento humano un valor monetario correspondiente. 

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Quizás el carácter principal de la modernidad sea precisamente esta transformación de las pasiones en intereses, una transformación que, como nos enseñó el gran economista Albert Hirschman (en 1977), tiene algo de deseable. Porque mientras las pasiones, al no ser racionales, pueden ser devastadoras para los individuos y las comunidades, los intereses son menos peligrosos porque son predecibles y calculables. Si tengo buenas razones para creer que mi semejante se comportará según sus intereses, puedo predecir fácilmente sus maniobras y contramaniobras. En cambio, con el orgullo, la venganza, el honor, no sabemos contar, sobre todo con los efectos de las pasiones de los otros. Quizás una de las grandes dificultades que está teniendo la OTAN para gestionar y predecir la evolución de la guerra en Ucrania está en haber subestimado la fuerza que todavía tienen las pasiones en la sociedad rusa, engañándonos con que los intereses económicos tienen allí la fuerza y la naturaleza que tienen en nuestra sociedad capitalista.

Pero volvamos a Shakespeare, donde lo habíamos dejado el domingo pasado. Después del contrato carnal firmado entre los dos mercaderes, con la extraña pena de una libra de carne del deudor, en El mercader de Venecia sucede lo imponderable: todos los barcos del deudor, Antonio, naufragan. Y así, transcurridos los tres meses estipulados en el contrato, éste no está en condiciones de hacer frente a su deuda de 3.000 ducados. Shylock, el acreedor judío, exige la ejecución de la pena, ante el Dux de Venecia. Bassanio, el amigo despilfarrador por el que Antonio se había endeudado entra en profunda crisis por la desgracia de su amigo, se confía a su prometida Porcia, y ésta le pregunta: "¿Qué suma le debe al judío?", tres mil ducados, responde Bassanio. "¿Nada más? Dale seis mil, y liquida la deuda. Duplícalo, triplícalo".

También Porcia, aunque vive en el Belmonte medieval, se mueve en un mundo donde el dinero lo compra todo. Pero, paradójicamente, este no es el mundo del banquero Shylock. De hecho, lo más crucial es que la pena que exigió a Antonio no era en dinero, sino en carne. Así que, técnicamente, el suyo no era un contrato de usura, no había querido que el dinero prestado produjera más dinero. Entonces, Shylock se niega a que le cambien la carne por dinero: "A Shylock le ofrecen tres veces ese dinero" (Porcia). "He jurado, he jurado al cielo: ¿echaré sobre mi alma un perjurio?". Shylock sólo quiere la libra de carne: "¿Qué ganaría yo exigiendo que cumpla la condición pactada? Una libra de carne de hombre no vale una libra de carne de cordero, de buey o de cabra".

El mundo de Shylock estaba, pues, más cerca del mundo caballeresco y feudal de Belmonte que del mundo comercial y moderno de Venecia, donde todo estaba a punto de monetizarse. Porcia, una mujer del mundo antiguo, con su oferta de multiplicar el dinero para saldar la pena de la carne, se muestra en realidad como una mujer del nuevo mundo (sin la ambivalencia de sus personajes, no entenderíamos ni El mercader de Venecia ni Shakespeare). Así que Shylock por algunos rasgos está del lado de Venecia y de su comercio, cada vez menos ligado a la moral y la religión, pero por otros rasgos decisivos de carácter sigue estando en el mundo medieval, donde no todo puede (y debe) convertirse en dinero. Es este entramado multidimensional de lo moderno y lo antiguo, de lo cristiano y lo judío, de la religión y la laicidad, lo que hace que El mercader de Venecia sea tan hermoso y de tanta actualidad: "Si nos parecemos a ti en todo lo demás, también nos pareceremos en esto. Si un judío agravia a un cristiano, ¿qué hace el cristiano manso? ¡Venganza! Y si un cristiano perjudica a un judío, ¿qué hará el paciente judío, siguiendo el ejemplo cristiano? ¡Venganza! Practicaré la maldad que me enseñes, y me será difícil no hacerlo mejor que mis maestros” (Shylock). Hay un segundo aspecto importante. Porcia se presenta en el juicio disfrazada de un ilustre joven abogado, y comienza afirmando que el contrato con aquella penal carnal era legítimo: "la demanda que habéis presentado es extraña, pero regular, la ley veneciana no puede impedir que procedáis". Incluso Antonio había reconocido la imposibilidad de anular el contrato: "El Dux no puede impedir el curso de la ley: si se desautorizaran los privilegios comerciales que los extranjeros tienen en Venecia, se desacreditaría la justicia del Estado, que comercia y se beneficia con todas las naciones". Así que ese contrato consensuado es válido. En realidad, un contrato con pena de carne humana es un contrato nulo por objeto ilícito -lo sería hoy (art. 1346 CC), y lo era también ayer por el derecho romano. 

Famosa, de hecho, es la frase de Ulpiano contenida en el Digesto: "Nadie puede considerarse dueño de sus propios miembros" (Dig, 9.II.13). De hecho, el derecho romano y europeo se basaba en la distinción entre personas y cosas: las cosas podían enajenarse, las personas y sus cuerpos no. Esta regla se rompía en el caso de los esclavos, que eran asimilados a las cosas y, como tales, comprados, vendidos y no pocas veces asesinados por su propietario (con o sin causa justificada); ¿y si Shakespeare, entre otros muchos mensajes implícitos, nos estuviera diciendo que los deudores insolventes son los nuevos esclavos del nuevo capitalismo? ¿Por qué entonces considerar legítimo ese contrato? En esa no nulidad Shakespeare se muestra como un profeta del mundo que estaba emergiendo en su Londres de finales del siglo XVI, que luego se convertiría en el capitalismo. La religión de la ganancia pretende que el consenso y el acuerdo mutuo sean los únicos nuevos dogmas de la sociedad comercial, ningún obstáculo debe interponerse entre las dos voluntades.

Con ello llegamos directamente a la solución del dilema y a la conclusión de la obra. Porcia recurre a un tecnicismo legal: Shylock ha ganado el caso, y por lo tanto puede tomar legítimamente la libra de carne de Antonio. Pero, añade Porcia, "hay algo más. Esta obligación [bond] no te da una gota de sangre, dice expresamente 'una libra de carne'. Por lo tanto, Shylock deberá tomar esa carne con cuchillo sin dejar que salga una sola gota de sangre de Antonio. Una obvia imposibilidad práctica, en base a la cual Porcia afirma que la intención de Shylock oculta tras esa pena era la muerte de Antonio: "Has conspirado contra la vida del acusado". Y así condena a Shylock a donar la mitad de todos sus bienes a Venecia y la mitad restante a Antonio. El Dux le perdona la vida, pero lo obliga a "hacerse cristiano". El usurero es derrotado y arruinado gracias a un tecnicismo legal, las mismas argucias legales utilizadas en aquella época por los moralistas, juristas y teólogos cristianos en materia de usura, para condenar a los judíos y absolver a los banqueros y comerciantes cristianos (lucro cesante, daño emergente, interés "del" préstamo e interés "por" el préstamo, letras de cambio, encomiendas, contratos de seguro, etc., etc.). La ética ganadora en El mercader no es la del capitalismo reformado y calvinista del trabajo como vocación (beruf), sino aquella heredada a Londres de una Italia mercantil ahora decadente: "El inglés italianizado es un demonio encarnado" (proverbio citado por Roger Ascham, tutor de la Reina Isabel).

Por lo tanto, el ganador del caso es el proto-capitalismo veneciano y londinense con su hipocresía, que condenaba a los judíos por usura y se absolvía a sí mismo por crímenes más graves. Porcia había invocado la misericordia (mercy) de Shylock respecto a Antonio: "Entonces el judío debe ser misericordioso". Shylock responde: "¿Y tú me obligas a serlo?". Porcia: "La misericordia tiene esta cualidad, no se puede forzar [strained]". Aquel mundo cristiano le pedía al judío que practicara la misericordia, pero después era despiadado con el propio Shylock, a quien incluso obligó a bautizarse -la misericordia no puede forzarse, pero el bautismo sí. Shylock es, pues, derrotado, pero con armas morales impropias. La usura de Shylock ya no sirve para ese nuevo mundo comercial: ha desarrollado todos los mecanismos hipócritas dentro de la cultura y de la teología cristiana que le permiten procurarse préstamos sin incurrir en delitos religiosos o legales. Shylock es una de las víctimas del nuevo mundo despiadado que avanzaba velozmente en Europa: es quizás la principal víctima del Mercader.

Una pista decisiva a favor de estas hipótesis se encuentra en una referencia explícita a la Biblia en la obra. Cuando Porcia entra en el juicio disfrazada de abogada, su nombre es Baltasar. Y las palabras que pronuncia Shylock al oír a Porcia-Baltasar son: "Un Daniel, un segundo Daniel que viene a hacer justicia". De hecho, Baltasar es el nombre babilónico del profeta Daniel (Dan 1:7). El único lugar de la Biblia donde Daniel-Baltasar asume la función de juez justo es en el episodio de Susana, acusada por dos ancianos que querían violarla con engaños, a la que Daniel consigue liberar de un juicio injusto (Dan 13). Por lo tanto, Shylock nos es presentado por Shakespeare como una nueva Susana que espera que se haga justicia; también hay que notar que el capítulo 13 sobre Susana sólo es considerado por el canon cristiano y no por el judío, lo que pone de relieve que los destinatarios de estos mensajes éticos, que están implícitos pero muy fuertes eran cristianos, no judíos. El rol de Shylock en la obra es, sobre todo, poner de manifiesto las contradicciones internas de lo nuevo que avanzaba, que en cierto modo seguía siendo muy viejo (Belmonte no era muy diferente de Venecia), y que en sus nuevos componentes aparecía más explicado e injusto que el viejo mundo. ¿Dónde están hoy los nuevos Shakespeares para desvelar las contradicciones, las hipocresías y las víctimas de nuestro mundo, que no es muy diferente de aquel de El Mercader de Venecia, en sus intereses y pasiones?

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Raices del futuro/ 6 - El gran teatro ayuda a entender alguno de los rasgos conflictivos de la modernidad 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 09/10/2022

La segunda parte de "El mercader de Venecia" plantea una crítica a la sociedad comercial de la época, a sus hipocresías y contradicciones. ¿Y si en esta obra la víctima fuese el propio Shylock? Shakespeare, en la Londres de fines del siglo XVI, se convierte en un profeta del naciente mundo capitalista. La religión de la ganancia pretende que el consenso y el acuerdo mutuo sean los nuevos dogmas.

Una de las ilusiones de la cultura capitalista de los últimos tiempos es pensar que el dinero y los incentivos económicos pueden comprar casi todo, ciertamente las cosas más importantes. Las civilizaciones premodernas estaban dominadas por las pasiones. El interés económico, que siempre ha existido, desempeñó un papel importante pero no fue decisivo, porque eran las pasiones las que gobernaban el mundo, y las más importantes de ellas no conocían la conversión en dinero. Las pasiones como el honor, el respeto, la fama, la ira, la venganza no tenían equivalentes monetarios en el mundo de ayer. El advenimiento de la sociedad de mercado trajo consigo la promesa-utopía de reducir todas las pasiones a intereses económicos, esperando asignar a cada sentimiento humano un valor monetario correspondiente. 

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Entre pasiones e intereses

Entre pasiones e intereses

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Luigino Bruni.

Publicado en Avvenire el 01/10/2022.

«El Mercader de Venecia» es una obra fundamental para comprender el nacimiento del espíritu del capitalismo. Pero contiene ideas y mensajes que nos pueden sorprender. En el diálogo-lucha entre Shylock y Bassanio hay muchas bases de la modernidad. Sobre todo, la semilla del “evangelio de la prosperidad” que hoy se ha vuelto a poner de moda.

El arte es siempre una vía maestra para captar lo esencial de una civilización. El Mercader de Venecia, de William Shakespeare, por sí solo, lo dice todo acerca del nacimiento del espíritu del capitalismo. Estamos en Londres, a finales del siglo XVI. Shakespeare se encuentra en su madurez artística. Una vez más, entra en contacto con materiales narrativos italianos, en particular con la novela “Il pecorone” de Ser Giovanni Fiorentino, compuesta en la década de los ochenta del siglo XIV. Esta contiene todos los elementos del Mercader de Venecia, incluido el centro narrativo de la tragedia: el pago en carne previsto en el contrato entre el rico mercader de Venecia (Ansaldo) y el usurero judío de Mestre (novela I). Elio Toaf, en 1966, recogió un hecho realmente acontecido en Roma (narrado por G. Leti en 1852) durante el pontificado de Sixto V (1585-1590): el mercader romano Paolo M. Secchi apostó una libra de su carne con el «judío» Sansón Ceneda. Es posible que este episodio fuera conocido también en Londres. 

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La trama del Mercader de Shakespeare es famosa. Bassanio, un joven derrochador, necesita 3.000 ducados para participar en una especie de concurso amoroso (“los tres cofres”) y así poder casarse con la rica y bella Porcia. Por este motivo se dirige a su amigo Antonio, un rico mercader de Venecia (que da nombre a la obra) que no tiene dinero pero, puesto que ama locamente a Bassanio, intenta obtenerlo de un conocido usurero de Rialto: el judío Shylock.

Este, sin embargo, no le propone un contrato normal de usurero con interés. Le hace una oferta extraña y tremenda: si no devuelve el dinero al vencimiento, el usurero, como pago, arrancará «una libra de vuestra bella carne, de la parte del cuerpo que elija». Antonio acepta – la continuación de la historia la dejamos para la semana próxima –.

¿Por qué semejante contrato? ¿Por qué presentar a este usurero como un carni-cero? Mucho se ha dicho acerca de la presencia de un sentimiento antisemita en esta obra. En realidad, Shakespeare registra los sentimientos de su tiempo sin expresar su propio juicio sobre el tema – en las obras de arte, sobre todo en las obras maestras, la descripción del mundo es la primera crítica del artista –. Estudiando esta obra, y viéndola con los ojos del economista que soy, me he convencido de que es posible encontrar el juicio ético de Shakespeare, aunque tal vez nos sorprenda. Es verosímil que el Mercader contenga una descripción y una crítica del proto-capitalismo de Venecia y, sobre todo, del de Londres, su ciudad.

La figura de Shylock es compleja y ambivalente. Encontramos una primera clave de lectura en el diálogo inicial con Antonio, el mercader deudor: «Shylock: Pero escuchad: me parece que acabáis de decir que ni prestáis ni tomáis prestado a interés. Antonio: No lo hago nunca». Antonio es un mercader que desempeña también actividades bancarias, pero presume de prestar sin interés. Efectivamente, cuando le ve, Shylock piensa: «¡Qué fisonomía semejante a un hipócrita publicano! Le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía porque en su baja simplicidad presta dinero gratis y hace así descender la tasa de la usura en Venecia».

He aquí una primera tensión narrativa: por una parte, el usurero judío y por la otra, el filántropo cristiano. Ambos se conocen: «Shylock: Se mofa de mí, de mis negocios y de mi ganancia legítimamente adquirida, que él llama usura». Antonio le ofende en la plaza de Rialto. Por otro lado – dato importante – Antonio, que no presta a interés, sin embargo está aceptando un contrato de usura. Esta es una primera clave de lectura. Shylock cita la Biblia, concretamente el conocido episodio de la astucia de Jacob, gracias a la cual se enriqueció cuando estaba con su suegro Labán, un pagano (Génesis, cap. 30). Antonio comenta: «¿Y a cuento de qué viene ahora Jacob? ¿Prestaba a interés? Shylock: No había interés directo, como decís». El judío explica este episodio, central en la historia de Israel y en la historia del Mercader de Venecia: Labán quiere liquidar el salario de Jacob por el servicio que le ha prestado, pero la primera e importante respuesta de Jacob es: “No me des nada” (Gen 30,31). La respuesta se parece al “gratis” de Antonio. Jacob y Labán estipulan después un extraño contrato que al lector le parece casi una burla, no demasiado diferente del contrato entre Shylock y Antonio: establecen que todos los corderos nacidos con rayas serían para Jacob y los demás de Labán. El lector sabe que en un rebaño hay muy pocos corderos con rayas, y por consiguiente imagina que el contrato perjudica a Jacob, y casi piensa que el hecho de “no querer nada” es verdadero. Sin embargo, entonces llega el golpe de escena.

Jacob encuentra un recurso (sin realizar un hurto): cuando las ovejas más fuertes se aparean, las pone frente a unas varas peladas con rayas verticales, de manera que – según piensa – las ovejas, al ver palos rayados, paran corderos rayados (Gen 30,39). El recurso funciona, los corderos mejores nacen con rayas, y Jacob se hace muy rico.

La referencia a este episodio del Génesis es crucial en la economía del Mercader de Venecia (descuidado por los intérpretes). En primer lugar, en la saga de Labán y Jacob, el deshonesto es el suegro, que sigue sin respetar los pactos (los cambió «diez veces»: Gen 31,5). El estafador es el pagano: Jacob aquí es astuto, pero, a su manera, respeta los pactos. Además, Jacob no toma su salario en forma de dinero, sino que toma ovejas, que, sin embargo, le reportan un beneficio mucho mayor que el salario en dinero. Y Antonio entonces pregunta: «¿Esta historia justifica la usura? ¿Vuestro oro y vuestra plata son como las ovejas y las cabras de Jacob?». En realidad, la respuesta es: tus ovejas lo son. Shylock está diciendo efectivamente a Antonio: no hay ninguna diferencia ética entre tus “ovejas” (las ganancias de tus comercios) y mis intereses sobre el dinero. Somos iguales, pero tú eres hipócrita y estafador, como Labán, tan pagano como él.

Pero el sentido último de la cita de Jacob se pone de manifiesto al final: «Esta era una manera de prosperar [thrive] y Jacob fue bendecido, pues la prosperidad [thrift] es una bendición cuando no se roba». Thrift en inglés no significa beneficio ni mucho menos usura; significa prosperidad, ganancia, ventaja, e incluso parsimonia, y no tiene una acepción negativa. Para la ética de Shylock, prosperar con astucia es una bendición, no es un robo ni un comportamiento moralmente detestable. ¿Y si esta fuera también la ética de Shakespeare?

Hay un segundo elemento, igual de importante. Lo moralmente condenable podría ser la prodigalidad de Bassanio: «No ignoras, Antonio, hasta qué punto he disipado mi fortuna por haber querido mantener un boato más fastuoso del que me permitían mis débiles medios». En efecto, bien mirado, en la obra los obsesionados por el dinero son los cristianos (Bassanio el que más). Shylock pide una libra de carne, sin valor económico – su espíritu es parecido al de Mazzarò con sus propiedades –.

Las preguntas de la comedia-tragedia son: ¿Por qué prestar dinero a interés debería ser más inmoral que el beneficio de un mercader?: «Me habéis llamado descreído, perro malhechor… ¿todo por el uso que he hecho de lo que me pertenece?». Y ¿por qué los derrochadores como Bassanio son amigos, amados y respetados? ¿Es ético que Antonio arriesgue su propia carne para satisfacer los caprichos de un amigo pródigo? ¿De parte de quién está, entonces, la ética buena?

He aquí una primera conclusión. Con el Mercader estamos en un momento de cambio de la ética económica con el nacimiento del capitalismo – hay que señalar que la palabra usada para el contrato de la libra de carne es «bond» –.

En este diálogo-conflicto entre Shylock y Bassanio hay muchas raíces de la modernidad. Por una parte está la semilla del “evangelio de la prosperidad”, ideología centrada en la bendición de la riqueza que hoy vuelve a estar de moda, sobre todo en los países de cultura protestante. Otra raíz es esa visión romántica del dinero que solo es bueno cuando se gasta, de una riqueza que solo es ética si se consume, sin importar si ese dinero es tomado a préstamo de las instituciones financieras que condenamos. También hay un icono del declive del primer proto-capitalismo italiano del Renacimiento. La Italia que entró en la puritana Inglaterra no era la de los mercaderes parsimoniosos del siglo XIV, sino la de Francesco Benni: «No hay en el mundo vida más bella que la de un deudor, quebrado, arruinado y desesperado. A este se le puede llamar bienaventurado. Haced, pariente mío, préstamos, tomad dinero a crédito, a interés, y dejad las preocupaciones a otros, porque uno urde la tela y otro la teje» (In lode del debito, 1548).

El Mercader es una obra bisagra entre dos mundos. En el Londres isabelino de Shakespeare aún sigue viva una ética feudal cristiana que elogia el consumo, la tierra y la nobleza, y permite tomar prestado, pero condena dar en préstamo – es verdaderamente curioso que la condena del préstamo a usura no se corresponda con una condena igual de firme del débito a usura, una práctica muy popular y extendida –. Aquella ética cristiana aprobaba endeudarse por el lujo, y apreciaba a los mercaderes, como Antonio, que acumulaban grandes riquezas de sus comercios y podían permitirse incluso prestar gratis, pero condenaba y maldecía el préstamo a interés de los judíos que con su dinero permitían que los mercaderes cristianos se enriquecieran e hicieran beneficencia y lujos: «¡Qué fisionomía semejante a un hipócrita publicano!». Quien prestaba dinero era “como Judas”, quien lo tomaba prestado para el consumo o para los negocios era en cambio un “buen cristiano”, que imitaba a la “Magdalena” que “derrochó” un perfume que valía 300 denarios. No se entiende la Europa moderna sin estas ambivalencias e hipocresías, y pocos nos lo muestran con tanta claridad como Shakespeare.

En la primera parte del Mercader la ambivalencia decisiva es completamente interna a Shakespeare y a su época, que combate entre el viejo mundo y el nuevo espíritu capitalista. Hasta el contrato de carne, la tragedia-comedia permanece totalmente abierta: ¿cuál de las dos éticas prevalecerá al final?

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Luigino Bruni.

Publicado en Avvenire el 01/10/2022.

«El Mercader de Venecia» es una obra fundamental para comprender el nacimiento del espíritu del capitalismo. Pero contiene ideas y mensajes que nos pueden sorprender. En el diálogo-lucha entre Shylock y Bassanio hay muchas bases de la modernidad. Sobre todo, la semilla del “evangelio de la prosperidad” que hoy se ha vuelto a poner de moda.

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La fábula del buen consumo

La fábula del buen consumo

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Raíces de futuro/4 - Sucede que se encuentra un segundo buen samaritano. Y es decisivo.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 24/09/2022

El encuentro entre Jean Valjean y Gervasillo en "Los Miserables" es una reflexión sobre cómo se producen las resurrecciones en la vida y el papel que juegan los niños en ello. A veces, lo que parece una recaída en la vieja vida es sólo el primer paso de la nueva.
Para las conversiones verdaderas y duraderas, comprender con la cabeza no basta: la racionalidad y la inteligencia son demasiado frágiles. Estos eventos dependen muy poco de nuestras intenciones. Simplemente suceden.

Hubo mucho tiempo en que los niños y jóvenes no crecían dentro de sus casas. La miseria generaba muchos pequeños vagabundos. Algunos escapaban de los orfanatos, otros sin familia iban de un lado a otro buscando trabajos de temporada, algunos inventaban pequeños espectáculos itinerantes para juntar algo de dinero. Todos expuestos a la violencia de pobladores y viajeros. En el siglo XIX, todavía se encontraban muchos en Europa. Y todavía se encuentran demasiados en muchas ciudades del mundo. En Brasil se los llama meninos de rua, en otros países no tienen nombre, viven en la calle, sin hogar y sin familia, expuestos en las plazas de la privación. 

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Con uno de estos chicos vagabundos se topó Jean Valjean. Gervasillo iba a ser su segundo buen samaritano. Acababa de ser "redimido" por el obispo Myriel, que en respuesta a su robo de la vajilla de plata le había hecho el segundo regalo extraordinario de los candelabros y de la libertad. Ahora vaga por los campos, confundido, preso de mil pensamientos: «Sentía una especie de rabia; no sabía contra quién» (Los Miserables, I,13). Encontrar el ágape de Myriel después de veinte años de prisión fue para él un acontecimiento a la vez maravilloso y terrible: «Al salir de esa cosa deforme y negra llamada cárcel, el obispo había herido su alma como una luz demasiado brillante lastimaría sus ojos al salir de la oscuridad». Ese don excesivo recibido por parte de Myriel después del robo hizo que Jean Valjean viera con nuevas fuerzas el robo que había sufrido de su propia existencia: «Como un búho que ve salir el sol de repente, el preso quedó encandilado y cegado por la virtud». 

Cualquiera que haya sido alcanzado por un amor grande y gratuito dentro de una condición de error y pecado sabe que el encuentro con esa luz agápica hiere el alma: «Le parecía ver a Satanás a la luz del paraíso». Vemos más, entendemos más, sufrimos más: la luz nos hace ver nuestra oscuridad en toda su tremenda grandeza, esta nueva visión del pasado nos da miedo, y el miedo puede volverse angustia. Por eso, a veces, muchas veces, un encuentro con el auténtico amor gratuito no es suficiente para empezar de verdad una nueva vida: aquella gran luz no nos libera de nuestro pasado, que, paradójicamente, nos pesa más ya que vemos toda su gravedad.

En esta batalla interior de luz y oscuridad, Jean Valjean se sentó detrás de un arbusto: «Volteó la cabeza y vio bajar por el sendero a un pequeño saboyano de 12 años que cantaba, con la zanfoña [pequeña guitarra] en la cadera y la caja de la marmota en la espalda, uno de esos niños dóciles y alegres que van de un país a otro, mostrando las rodillas por los agujeros del pantalón». El niño no sabía que lo estaban observando y jugaba lanzando sus pocas monedas y recogiéndolas con el dorso de la mano. Una moneda de cuarenta se le escapó y rodó hacia el arbusto, hasta donde estaba Jean Valjean. Jean Valjean puso el pie sobre ella. El pequeño se le acerca: «Señor -dijo el pequeño saboyano con la confianza de la infancia, compuesta de ignorancia y de inocencia-, ¡mi moneda!». Jean Valjean le pregunta el nombre: «Gervasillo (Petit-Gervais), señor». «Vete - dijo Jean Valjean». «¡Mi moneda!», gritó el niño, «¡Mi moneda!, ¡mi dinero!... El niño lloraba». En un momento dado, «¿Todavía eres tú?», dijo Valjean, y levantándose bruscamente, con el zapato aún apoyado en la moneda de plata, añadió: «¿Quieres irte o no?». En ese momento, «el chico lo miró asustado y empezó a temblar de pies a cabeza y, tras unos segundos de estupor, emprendió la huida, corriendo con todas sus fuerzas».

Jean Valjean se quedó sentado. Estaba oscureciendo. Cuando se agachó para recoger su bastón, vio la moneda: «¿Qué es esto?». «Se puso a mirar lejos en el llano... Y gritó con todas sus fuerzas: Gervasillo, Gervasillo». El chico ya estaba lejos, y Jean Valjean seguía gritando: «Gervasillo, Gervasillo». Se encontró con un sacerdote, le preguntó por el niño, en vano. Continuó su carrera desesperada: «Gervasillo, Gervasillo, Gervasillo, gritó por última vez». Entonces cayó exhausto, y «con el rostro entre las rodillas gritó: soy un miserable». Su corazón estalló: «Era la primera vez que lloraba en diecinueve años». Y llegó una segunda luz fuerte, una luz diferente. No vino del ágape del obispo; vino de la "ignorancia e inocencia" de un niño de la calle. La violación de esa inocencia ignorante es la continuación de la resurrección iniciada por el don de Myriel. El nombre de ese niño -Gervasillo- repetido obsesivamente muchas veces, gritado con desesperación, está a punto de remover la piedra del sepulcro.

Para las conversiones verdaderas y duraderas, comprender con la cabeza no basta: la racionalidad, la inteligencia son demasiado frágiles. Esos pocos, poquísimos acontecimientos que realmente nos cambian -a veces sólo uno- no son fruto de nuestra voluntad, dependen muy poco de nuestras intenciones. Simplemente ocurren: nos esperan detrás de un arbusto mientras deambulamos confusamente sin buscar nada. Jean Valjean ya estaba dentro de un proceso de conversión, su resurrección ya había comenzado en la puerta de Myriel. Pero para concluirse necesitaba de un encuentro con la inocencia violada de un inocente. Si esa moneda de plata la hubiera lanzado un adulto, el efecto no habría sido el mismo. Los niños contienen y guardan un misterio de absoluta gratuidad e inocencia. Cuando un adulto roba dinero a un niño, ese robo es de otra naturaleza: es un robo de vida. Es la condición de adulto la que nos enseña a distinguir a las personas de sus cosas (sin conseguirlo nunca del todo). En cambio, las cosas bellas de los niños están entrelazadas con su carne. Por eso sus bienes, incluso sus pocas monedas, no son las de los adultos: la materia (la res) es la misma, pero cuando las cosas llegan a manos de los niños esa materia cambia de "sustancia" aunque no cambien sus "accidentes": las manos de los niños realizan "transubstanciaciones" diferentes, pero no menos reales que las realizadas por las manos de los sacerdotes. Violar sus pertenencias es un sacrilegio. En la oikonomía de la vida, el valor de las monedas que manejan los niños es diferente, su curso es otro: ruedan de otra manera. Y así nos recuerdan que las monedas, todas las monedas, toman su verdadero valor por las relaciones dentro de las cuales se usan, se abusan, se donan, se roban. Ayer y hoy, en la literatura y en la vida. 

Jean Valjean, por una auténtica gracia -Víctor Hugo nos está haciendo un tratado de teología encarnada de la gracia-, toma consciencia repentinamente de haber cometido un sacrilegio, de haber violado un lugar sagrado, de haber profanado una hostia. Porque el corazón de cada niño es un sagrario, el corazón de cada persona lo es. No habría podido entender este sacrilegio sin el don agápico del obispo; pero ese don extraordinario no habría dado sus frutos de vida sin la profanación del misterio de esa moneda infantil. El corazón de Jean Valjean fue capaz de sentir terror y angustia por esa moneda robada porque antes había estado herido por el regalo de Myriel. La experiencia de ser amado con un amor-ágape comienza con un tajo en el alma que crea una fisura por donde puede entrar un nuevo dolor y que antes no podíamos conocer porque el corazón estaba demasiado endurecido. Cuando se inicia una resurrección, el amor y el dolor conviven, y lograr experimentar una nueva calidad de dolor moral es la primera señal de que el corazón ha cambiado realmente. 

Y dentro de este dolor agudísimo, Víctor Hugo hace decir a Jean Valjean una de sus frases más hermosas: «Una voz le dijo al oído que había atravesado la hora solemne de su destino, que no había más punto intermedio para él, que si no se convertía en el mejor de los hombres sería el peor». En los días ordinarios de la vida se nos presentan elecciones cuyo resultado nos hará un poco mejores o un poco peores, pero hay algunos días diferentes. Son los días del gran juicio sobre nuestras vidas, y nosotros somos el juez. Ese día se elige entre el cielo y el infierno: no hay purgatorio. Se siente con una claridad infinita que o tratamos de convertirnos en los mejores o ciertamente nos convertimos en el peor de los hombres de la tierra. Fue el día del padre Kolbe, el día de Cristo en el Gólgota, el de Francisco ante su padre y el obispo de Asís; y es también el día de tantos de nosotros, mujeres y hombres comunes y corrientes, que vivimos alguna vez un día extraordinario. Con estos días está relacionado el verdadero significado de la palabra "salvación" y de la otra, simétrica: "perderse". Se pueden cometer errores y vivir una vida equivocada porque no vemos el mal que estamos haciendo: pero si un día, por una gracia, vemos finalmente ese mal y no elegimos no volver a hacerlo, el mal de ayer se convierte en el infierno de mañana. En este desencuentro entre el exconvicto y el pequeño saboyano hay un último mensaje precioso, para nosotros y para las personas que amamos. Cuando una persona que ha sido muy amada comienza una nueva vida es frecuente la fase que va desde la puerta de Myriel hasta el arbusto de Gervasillo. Había recibido una auténtica gracia, la vemos caer de nuevo y pensamos que ese primer don y esa esperanza se desperdiciaron, que fueron sólo ilusiones. Víctor Hugo nos dice: ¡cuidado! Tal vez estás observando a Jean Valjean entre la puerta de la curia y el arbusto. Aquella maldad que no debería hacer y sin embargo hace, puede ser el primer paso de la nueva vida. Ya es un hombre nuevo, aunque todavía esté revestido del dolor del hombre viejo: «Al robar el dinero a ese niño había hecho una cosa de la que ya no era capaz».

Muchas veces no comprendemos y condenamos porque no le damos tiempo a Jean Valjean de gritar desesperado: "¡Gervasillo!". Ya está en el buen camino, pero para continuar en él necesita también nuestra confianza. Jean Valjean fue salvado por Myriel y fue salvado por Gervasillo, juntos: por la inocencia nacida de la virtud de un viejo y la inocencia natural de un niño pobre. La gran literatura nos hace atravesar esta experiencia hasta el final, y luego nos repite: "Ve y haz tú lo mismo". Finalmente, es fuerte ver hoy -entre los chicos y chicas de Fridays for Future y la Economy of Francesco- los ojos de Gervasillo pidiendo su dinero robado. ¿Cuándo oiremos de nuevo su grito? ¿Cuándo levantaremos nuestro pesado pie de la tierra? ¿Cuándo le devolveremos su moneda infantil?

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Raíces de futuro/4 - Sucede que se encuentra un segundo buen samaritano. Y es decisivo.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 24/09/2022

El encuentro entre Jean Valjean y Gervasillo en "Los Miserables" es una reflexión sobre cómo se producen las resurrecciones en la vida y el papel que juegan los niños en ello. A veces, lo que parece una recaída en la vieja vida es sólo el primer paso de la nueva.
Para las conversiones verdaderas y duraderas, comprender con la cabeza no basta: la racionalidad y la inteligencia son demasiado frágiles. Estos eventos dependen muy poco de nuestras intenciones. Simplemente suceden.

Hubo mucho tiempo en que los niños y jóvenes no crecían dentro de sus casas. La miseria generaba muchos pequeños vagabundos. Algunos escapaban de los orfanatos, otros sin familia iban de un lado a otro buscando trabajos de temporada, algunos inventaban pequeños espectáculos itinerantes para juntar algo de dinero. Todos expuestos a la violencia de pobladores y viajeros. En el siglo XIX, todavía se encontraban muchos en Europa. Y todavía se encuentran demasiados en muchas ciudades del mundo. En Brasil se los llama meninos de rua, en otros países no tienen nombre, viven en la calle, sin hogar y sin familia, expuestos en las plazas de la privación. 

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Devolver la moneda infantil

Devolver la moneda infantil

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Raíces de futuro/3 - Hay libros que nos dicen todo acerca de la vida y nos enseñan lo que es el ágape

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/09/2022

Los Miserables de Víctor Hugo contiene una gran enseñanza sobre el ágape como curación de la miseria. A partir del encuentro entre Valjean y el obispo Myriel, Dios nos hace inocentes con la mirada, y algunos escritores, con la pluma del alma. El arte es la vía invisible entre el Gólgota y la tumba vacía.

Existen muy pocos libros capaces de decir por sí solos todo lo que hay que decir sobre la justicia, sobre el dolor moral, sobre la vida. Como todos, son hijos de su tiempo y de su lugar, pero poseen el privilegio casi divino de la eternidad. Sus personajes son más contemporáneos que nuestros colegas, son amigos y son familia: somos nosotros, son la parte más verdadera de nuestros corazones. Mientras fluyen las páginas de estos libros y de estos poemas, releemos nuestras vidas y se iluminan rincones invisibles u ocultos. Esas palabras logran decir el dolor indecible. Leemos las historias de los personajes y esas historias nos leen y nos desvelan el alma del alma. 

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Los Miserables de Víctor Hugo es uno de esos libros. El protagonista es Jean Valjean, pero la novela comienza con un obispo, monseñor Myriel, al que se dedican unas de las páginas más bellas e intensas de la historia de la literatura. Páginas que emocionan, conmueven, convierten. 

Estamos en 1815, el mismo año en que comienza la historia de otra obra maestra francesa: El Conde de Montecristo. Nos encontramos con un obispo, ya anciano, que en su juventud había sido hijo de un aristócrata. La Revolución marcó su ruina económica y social. Tuvo que emigrar a Italia con su joven esposa, que murió durante ese exilio. Este fracaso en los proyectos de juventud produjo un punto de inflexión: el sacerdocio. El obispo se nos presenta como el ícono del Evangelio vivido. Tan pronto es nombrado, dona su gran residencia episcopal al hospital de Digne, y luego se nos describe su presupuesto personal, todo gastado en los pobres. Por eso, lo vemos desplazarse a lomo de burro y nunca en carroza.

Una tarde de invierno, llegó a la casa de este obispo el vagabundo Jean Valjean, recién salido de la cárcel. Había sido liberado después de diecinueve años en prisión. Había terminado allí porque estaba sin trabajo (era podador): desesperado por el hambre de los siete hijos de su hermana viuda, robó una barra de pan en una panadería: «Entró taciturno; salió desesperado». Víctor Hugo nos explica las razones de esta desesperación. En la cárcel: «La luz natural brillaba en su interior», y «la desgracia, que tiene también su luz» se le había acrecentado. Bajo esa luz desventurada, Jean Valjean se convirtió en un «tribunal para sí mismo», y «reconoció que no era un inocente castigado injustamente». El pan lo había robado de verdad, no había sabido soportar el hambre, no había sabido esperar - pensaba mientras estaba encadenado. Pero luego pensó también: «¿Éra el único que se había equivocado en su fatídica historia?». Y respondió que no. Se dio cuenta de que la sociedad también tenía la culpa, primero al hacerle perder su trabajo, luego en hacerle pasar hambre a él y a sus nietos, y finalmente en mantenerlo en prisión diecinueve años por haber robado una hogaza de pan. Y así «juzgó a la sociedad y la condenó: la condenó a su odio». Se dijo a sí mismo «que no había equilibrio entre el daño que él había causado y el daño que él había recibido». Por eso, «Jean Valjean se sentía indignado».

Los Miserables es también una gran reflexión sobre la inocencia del ser humano. Aunque Jean Valjean reconoce su culpabilidad, creemos que es inocente. Porque la inocencia que cuenta no es la falta de culpa ni la inocuidad (como veremos pronto): si así fuera, ninguna persona sería inocente. La inocencia de esta novela, profundamente bíblica y evangélica, tiene que ver con la pureza de corazón, con la sinceridad, con la honestidad hacia uno mismo y hacia los demás. Jean Valjean «no tenía una naturaleza malvada. Aún era bueno cuando llegó a la cárcel». Y el escritor se pregunta: «¿Puede el hombre, creado bueno por Dios, convertirse en malo por obra del hombre?»; ¿puede la maldad de los demás y de él mismo «borrar la palabra que el dedo de Dios ha escrito en la frente de cada hombre: Esperanza?». La respuesta de Víctor Hugo es un claro "no". Esta profunda inocencia no es vista por la justicia, tampoco nosotros la vemos en los demás ni en nosotros mismos. Es la inocencia del hijo pródigo, la inocencia de Job: es la inocencia que ve Dios, la que al menos Dios debe ver. La imagen de Dios, la vocación al amor y a la relación, sigue viva y operando en nuestra médula a pesar del acto de Caín. La mirada del escritor, cuando alcanza a las víctimas de su historia, las toca con la pluma del alma, y al tocarlas, las hace inocentes. El arte es el camino invisible que lleva a las víctimas del Gólgota a la tumba vacía. La Biblia nos dice que Dios, mirándonos y tocándonos en nuestra miseria, nos hace inocentes con su mirada, desde nuestro primer aliento hasta el último, cuando entre los brazos del ángel de la muerte sentiremos la misma inocencia con la que vinimos al mundo.

Con ese odio e indignación Jean Valjean llegó a Digne. En la ciudad, se lo reconoce como exconvicto y, por ello, es echado de las posadas. Hasta que, resignado a dormir con hambre y a la intemperie, llega a la puerta de Myriel. El obispo lo recibe, prepara la mesa con los cubiertos de plata. Y cuando se dirige a Jean Valjean con la palabra "señor", Víctor Hugo nos regala una de sus más bellas frases: «La ignominia tiene sed de consideración».

Después de esta cena de ágape fraternal, llega la noche. En la mente de Jean Valjean vuelven los fantasmas del odio, de la rabia y de la indignación: «Esos seis cubiertos de plata lo obsesionaban". Se levanta, se dirige al armario, y entonces "metió los cubiertos en su mochila, cruzó el jardín, saltó el muro como un tigre y huyó».

A la mañana siguiente, la sirvienta descubre el robo y alerta al obispo. Y éste: «¿Era nuestra esa vajilla de plata? Pertenecía a los pobres. ¿Quién era ese hombre? Evidentemente, un pobre». Llamaron a la puerta: «Tres hombres sujetaban a un cuarto por el cuello del blusón. Los tres eran gendarmes, el otro era Jean Valjean». Y he aquí lo inesperado: «Ah, ahí estás, me alegra verte. Bueno, pero te di también los candelabros de plata: ¿cómo no te los llevaste con los cubiertos?». La respiración se detiene. La hospitalidad es un gesto vulnerable. El huésped puede ser un ángel (Heb 13:2), pero el que llega puede ser Ismael, que asesinó a Godolías, es decir a quien lo había acogido, mientras "comían juntos" en la casa (Jer 41:1). Siempre hubo, hay y habrá anfitriones "asesinados" por aquellos que son albergados. Cuando recibimos a alguien en casa no podemos saber lo que va a pasar durante la noche; especialmente cuando el que entra es el hombre herido, humillado e indignado. Myriel fue imprudente: no fue virtuoso, la ética del ágape no es la ética de la virtud. Nosotros desaprobamos la acción de Jean Valjean; pero el ejercicio de empatía de Víctor Hugo no se acaba con la recomendación: "no recibas al futuro Jean Valjean"; por el contrario, termina aumentando en nosotros el imprudente deseo de abrir una puerta más, al menos la de nuestra propia casa. Hemos dejado de leer la Biblia y Los Miserables, hemos cerrado las puertas y los puertos a nuestros viajeros, y nos hemos convertido en los nuevos miserables. 

Myriel nos enseña lo que es el ágape. Llega un desconocido, tal vez un condenado, se vuelve uno más de la casa, sacamos los mejores cubiertos para él. Sabemos muy bien, somos expertos en humanidad, que esa vista reluciente después de tanto dolor y maldad puede convertirse en una tentación invencible para ese pobre hombre. Pero el honor que hay que darle al huésped supera el miedo de la tentación: no debemos maldecir cada nube cargada de agua por el recuerdo de la tormenta asesina.

Esta forma especial de dar (maravillosa y esencial) empieza con una transgresión: en lugar de hacer dormir al huésped inquietante en un hospicio, le da la buena cama de su casa; no lo manda al comedor social, lo invita a la mesa íntima. Para honrar al invitado le ofrece cubiertos de plata y lo llama "señor". La belleza es la primera cura de toda miseria. Luego se acuesta sabiendo que arriesga sus posesiones e incluso su vida (la ingenuidad del ágape no es estupidez), pero sabiendo que esas posesiones, como la vida, no son propiedad privada, son ya un don y por tanto pueden/deben ser donadas. Luego llega la experiencia de la traición: estamos decepcionados, pero no nos sentimos defraudados. Y vuelve el huésped: uno espera la condena y el insulto, pero en su lugar encuentra el per-dón. O sea, en lugar del regalo robado encuentra otro regalo: el anillo en el dedo, la fiesta.

Pero ¿por qué también los candelabros? ¿No bastaba la "mentira" buena del regalo de los cubiertos? (Nota: las reglas abstractas como "las mentiras nunca se dicen", son casi siempre erróneas). Quizás porque la traición de los que han cometido errores se cura mirando al futuro, generando esperanza con un nuevo don. El excedente gratuito donado por el otro es el que, después del error, nos hace capaces de lo necesario. Sólo un nuevo don puede curar el robo de un primer don. El eros no es suficiente para una acogida vulnerable. La amistad (philia) puede dar la cena y la cama y hasta llegar a los tres gendarmes, pero allí le dice al huésped: "malhechor e ingrato". Sólo el ágape llega hasta los candelabros. Es cierto que es difícil, hoy en día imposible, construir todo un sistema social y penal basado solamente en el ágape. Pero cuando las construimos sin el ágape, nuestras sociedades y nuestras cárceles acaban pareciéndose demasiado a las de Polifemo y de los benjaminitas de Gabaá (Jueces 19-21). 

Sin embargo, es en la vida ordinaria del obispo donde se encuentra la dimensión decisiva de la gramática del ágape. Myriel reaccionó de ese modo ante la traición del don -el don agápico incluye desde el principio la posibilidad concreta de la traición-, porque toda su existencia estaba alimentada por el ágape. Eso que puede parecer una respuesta emocional es, en realidad, el fruto de toda una vida de ejercicio diario de ágape. Como cuando veo a alguien ahogándose en el mar tormentoso: si me lanzo instintivamente a las olas agitadas, es casi seguro que me ahogue con él; si el que se sumerge es, en cambio, un nadador profesional, el probable rescate es resultado de toda una vida de entrenamiento. El ágape no es improvisación: es hábito conquistado, es disciplina dura: "Cuando pienses en la ligereza de la bailarina, mírale los pies" (Carla Fracci). No todos pueden vivir la hospitalidad agápica todos los días, pero alguien tiene que hacerlo: al menos uno, al menos yo, al menos una vez. Un solo gesto de ágape puede rescatar una vida, por lo tanto, puede salvar el mundo - lo veremos el próximo domingo, cuando sigamos con Jean Valjean. Pero ahora dejemos descansar nuestros corazones en la belleza del ágape.

Dedicado a los prisioneros inocentes como Jean Valjean, que a la luz de su desgracia supieron custodiar una verdadera inocencia.

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Raíces de futuro/3 - Hay libros que nos dicen todo acerca de la vida y nos enseñan lo que es el ágape

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/09/2022

Los Miserables de Víctor Hugo contiene una gran enseñanza sobre el ágape como curación de la miseria. A partir del encuentro entre Valjean y el obispo Myriel, Dios nos hace inocentes con la mirada, y algunos escritores, con la pluma del alma. El arte es la vía invisible entre el Gólgota y la tumba vacía.

Existen muy pocos libros capaces de decir por sí solos todo lo que hay que decir sobre la justicia, sobre el dolor moral, sobre la vida. Como todos, son hijos de su tiempo y de su lugar, pero poseen el privilegio casi divino de la eternidad. Sus personajes son más contemporáneos que nuestros colegas, son amigos y son familia: somos nosotros, son la parte más verdadera de nuestros corazones. Mientras fluyen las páginas de estos libros y de estos poemas, releemos nuestras vidas y se iluminan rincones invisibles u ocultos. Esas palabras logran decir el dolor indecible. Leemos las historias de los personajes y esas historias nos leen y nos desvelan el alma del alma. 

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La gramática del (per)dón

La gramática del (per)dón

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Raíces de futuro/2 - El consumismo traiciona también la civilización meridional de las propiedades.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 10/09/2022.

La novela de Verga “La roba” nos aporta intuiciones sobre el sistema económico de nuestro tiempo y sobre su triste epílogo, si no somos capaces de invertir la marcha. La acumulación de cosas y bienes se realiza “a la vista de los demás” y hace crecer la envidia a los jóvenes en quienes la persiguen y en las sociedades donde se realiza.

«–¿Esto de quién es? Oía responder: –De Mazzarò. Y al pasar cerca de una granja tan grande como un pueblo: –¿Y esto? –De Mazzarò... Después venía un olivar como un bosque. Eran los olivos de Mazzarò. Todo era propiedad de Mazzarò».
La roba [las propiedades] es una de las novelas más bonitas de Giovanni Verga y de la literatura italiana. La escribió en 1880, mientras ultimaba su obra maestra, I Malavoglia. El capitalismo aún no existía, sobre todo en la campiña siciliana, aunque posiblemente se veían ya sus primeros y tenues albores. Pero Verga, desde la torre de su poesía, en algunas límpidas mañanas, fue capaz de entrever nuestro mediodía. 

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Su crítica a aquel proto-capitalismo sigue viva, porque es antropológica. Es una reflexión radical sobre los efectos que la búsqueda de la riqueza produce en las personas encantadas y encadenadas por el totem de las propiedades. En esta fascinación irresistible y casi religiosa se da algo parecido al «fetichismo de la mercancía» del que hablaba pocos años antes Marx. Pero la mirada del escritor siciliano es poética, dramática, y está atravesada por una gran pietas por las víctimas de sus historias, por los vencidos que deja la riada del progreso. Y de este modo nos desvela dimensiones fundamentales y generales del espíritu meridional, mediterráneo y católico de algo nuevo que pronto recibirá el nombre de capitalismo. Este espíritu es distinto del de la Europa del Norte, pero también del de los primeros comerciantes medievales.

Verga intuye que los vientos de la modernidad están trayendo algo nuevo también al sur de los Alpes. En efecto, Mazzarò no es un aristócrata terrateniente («con su cabeza como un brillante había acumulado todas aquellas propiedades»), pero tampoco un moderno capitán de industria. Ni siquiera se siente atraído por el dinero como los avaros de todos los tiempos: «A él no le importaba el dinero; quería propiedades, y en cuanto conseguía ahorrar un poco, en seguida compraba un trozo de tierra». Mazzarò no acumula dinero, acumula propiedades. En la civilización católico-meridional de la vergüenza, distinta de las civilizaciones protestantes de la culpa, la riqueza solo vale si los demás la ven. El ojo del "viandante", que abre la novela y pregunta «¿esto de quién es?», es una presencia necesaria en todo el ciclo de los vencidos. Porque la riqueza no vale y no sirve si nadie la ve. Las propiedades son la riqueza vista por los demás. Esta visibilidad es orgullo y rescate social: «Todos se acordaban de los que le habían dado patadas en el trasero, los mismos que ahora lo trataban de excelencia». O mejor dicho: es ilusión de rescate.

Los milagros económicos y sociales del siglo XX meridional fueron sobre todo el resultado de la acción de muchos Mazzarò – de los que quedaron en la agricultura y de muchos que emigraron de la tierra a la pequeña y después gran industria familiar –. Una riqueza invertida en granjas y fábricas, entre otras cosas para que fuera vista por los demás, y por tanto objeto de admiración, elogios y envidias. Y una gran laboriosidad: «No había dejado pasar ni un minuto de su vida sin emplearlo en tener propiedades». Una ética del ahorro y casi una mística del no derroche: «¿Veis lo que como? Respondía él – ¡pan y cebolla! Y eso que tengo los almacenes llenos a rebosar y soy dueño de todas estas propiedades».

Los primeros empresarios meridionales no eran hedonistas, no buscaban placeres ni diversiones a través del dinero. No les gustaba el consumo que reducía las propiedades, sino la inversión que las aumentaba y atraía las miradas. Con las propiedades desarrollaban una relación casi matrimonial. No por casualidad las propiedades eran también la dote de las esposas: «No había tenido más mujeres a cargo que su madre». En realidad, más que matrimonial la relación de Mazzarò era incestuosa, como la de un padre que quiere que su hermosa hija sea admirada y envidiada, pero sin darla en matrimonio a nadie.

Verga sabe que las propiedades no son capaces de mantener sus promesas. Conoce también las teorías económicas liberales de su tiempo que, después de Galiani y Smith, confiaban en la «mano invisible» de los efectos indirectos positivos del engaño-ilusión de la búsqueda individual de la riqueza. Las conoce, pero no cree en ellas, porque él se fija en los descartados, en los vencidos. Se interesa por «los débiles que se quedan por el camino, por los flojos que dejan que la ola les sobrepase» (Prólogo de I Malavoglia). La primera carcoma de la civilización de las propiedades es intrínseca a las propiedades mismas. Si el capitalismo se convierte en el reino de la cantidad y la extensión, solo res extensa, no puede conocer límite ni freno alguno. Pronto se vuelve ilimitado y desenfrenado: «Mazzarò quería llegar a tener tanta tierra como el rey». Si la bendición no se encuentra, como pensaban los calvinistas, en el trabajo entendido como vocación (>beruf) sino en las propiedades, en particular en las que los demás pueden ver y envidiar, entonces la carrera para superar a otros en cantidad y extensión no tiene fin: «Los vencidos levantan los brazos con desesperación, y doblan la cabeza bajo el pie brutal de los que llegan, los vencedores de hoy, los que se apresuran y están ávidos de la meta, y serán adelantados mañana» (Prólogo). Primera sorpresa: el “espíritu” del capitalismo “vencedor” (¿o vencido?) en el siglo XXI no es el calvinista del trabajo/beruf; es inesperadamente el meridional de las propiedades. Pero solo para el consumo, no para la inversión y la acumulación. El consumo, y no el trabajo, es el protagonista de la economía global de hoy que, no por casualidad, está creciendo y crecerá sobre todo en las culturas comunitarias de la vergüenza (Asia, África), más cercanas al espíritu de Mazzarò.

Pero el golpe más genial de la novela de Verga se encuentra en su espléndida y “desesperada” conclusión, donde se encuentra su clave de lectura. La derrota de Mazzarò es introducida por algunos detalles de la última parte de la novela: «Él no tenía hijos, ni sobrinos, ni parientes; no tenía otra cosa que sus propiedades». La suya es una economía de las propiedades sin hijos ni futuro. El capitalismo meridional de las propiedades funcionó (en parte) y generó también valores y virtudes civiles, mientras no dejó de ser un capitalismo de la familia, donde la fábrica era sobre todo la cuerda que unía a las generaciones y a las clases: las propiedades se acumulaban sobre todo para los hijos. Por eso, la economía de Mazzarò supone también la traición de ese mismo espíritu meridional de las propiedades, que había nacido profundamente familiar, comunitario e intergeneracional.

La gran ilusión-desilusión de esta (des)economía solo se revela con claridad al final. La encontramos en la torsión narrativa final y decisiva de la novela: «Solo le dolía una cosa, empezar a envejecer y tener que dejar la tierra allí donde estaba. ¡Esto es una injusticia de Dios, que después de haber consumido la vida adquiriendo propiedades, cuando llegas a tenerlas y todavía quieres tener más, tienes que dejarlas!» En este epílogo hay un segundo detalle, tremendo y magnífico: «Y si un muchacho semidesnudo pasaba por delante de él, curvado por el peso como un burro cansado, le lanzaba el bastón entre las piernas, por envidia». Esta economía de las propiedades sin hijos envidia a los jóvenes y a los niños. En una cultura de la vida, los jóvenes son el paraíso; en una cultura de la muerte, son el infierno. Esta es la nota más tremenda de la civilización de Mazzarò. Tremenda y profética, porque lo que Verga, gracias a su genio artístico, entreveía, ahora es cada vez más evidente. Los protagonistas de nuestro sistema de desarrollo, que cada vez se parece más a la economía de Mazzarò, no teorizan y mucho menos admiten la envidia a los jóvenes. Pero hay un lugar donde la envidia de Mazzarò es ya demasiado evidente como para ser negada: la gestión de la tierra. Solo una economía de la muerte que envidia a los jóvenes, es decir que los ve con mirada torcida, puede dejarles un planeta devastado, una tierra herida por la búsqueda neurótica, ilimitada y desenfrenada de propiedades.

Esta envidia rabiosa explota en toda su desesperada belleza en las últimas líneas de la novela, que son su obra maestra: «Así que cuando le dijeron que era el momento de dejar sus propiedades para pensar en su alma, salió al patio como un loco, tambaleándose y matando a golpes de bastón a los patos y los pavos, mientras gritaba: ¡Sois míos y vendréis conmigo!». Un capitalismo de las propiedades sin hijos y sin paraíso mata la última gallina en su último día de vida, consume el último metro cúbico de gas para su último respirador. La crisis demográfica nos dice que ya nos hemos convertido en el capitalismo sin futuro de Mazzarò. El capitalismo de Mazzarò se lleva consigo a la tumba sus bosques, sus mares, sus ríos, sus glaciares, porque no ve nada de valor que dejar en herencia a los jóvenes a los que envidia y no ama. Las propiedades se han convertido en la tierra apaleada y golpeada hasta la muerte.

Años después, Mazzarò se convertirá en Don Gesualdo: «Entonces, desesperado porque tenía que morir, [Don Gesualdo] se puso a golpear a los patos y a los pavos, y a arrancar yemas y simientes. Le habría gustado destruir de un golpe toda la abundancia que había acumulado poco a poco. Quería que sus propiedades se fueran con él, desesperadas como él». Llevamos ya varios años apaleando patos y pavos, seguimos arrancando simientes que deberían alimentar a los hijos que no tenemos y no queremos. Verga sabía que esta economía era una economía desesperada – nosotros todavía no nos hemos dado cuenta. Solo nos salvará una economía que cría patos y pavos, y cuida de las plantas y simientes mientras Mazzarò sigue dando golpes – ¿Estamos aún a tiempo?

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Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 10/09/2022.

La novela de Verga “La roba” nos aporta intuiciones sobre el sistema económico de nuestro tiempo y sobre su triste epílogo, si no somos capaces de invertir la marcha. La acumulación de cosas y bienes se realiza “a la vista de los demás” y hace crecer la envidia a los jóvenes en quienes la persiguen y en las sociedades donde se realiza.

«–¿Esto de quién es? Oía responder: –De Mazzarò. Y al pasar cerca de una granja tan grande como un pueblo: –¿Y esto? –De Mazzarò... Después venía un olivar como un bosque. Eran los olivos de Mazzarò. Todo era propiedad de Mazzarò».
La roba [las propiedades] es una de las novelas más bonitas de Giovanni Verga y de la literatura italiana. La escribió en 1880, mientras ultimaba su obra maestra, I Malavoglia. El capitalismo aún no existía, sobre todo en la campiña siciliana, aunque posiblemente se veían ya sus primeros y tenues albores. Pero Verga, desde la torre de su poesía, en algunas límpidas mañanas, fue capaz de entrever nuestro mediodía. 

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Capital sin hijos ni futuro

Capital sin hijos ni futuro

Raíces de futuro/2 - El consumismo traiciona también la civilización meridional de las propiedades. Luigino Bruni. Original italiano publicado en Avvenire el 10/09/2022. La novela de Verga “La roba” nos aporta intuiciones sobre el sistema económico de nuestro tiempo y sobre su triste epílogo, si ...
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Raíces de futuro/1 – El «Aut Aut» de Kierkegaard y otras grandes ideas para este tiempo de crisis.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 03/09/2022.

Las empresas, en cuanto vendedoras, buscan consumidores sugestionables, y en cuanto productoras, trabajadores fieles. Pero son las mismas personas. Y el conflicto es incipiente pero ya grave. La crisis ambiental y energética ha desenmascarado el bluf definitivamente: el tiempo se ha cumplido. Hace falta arrepentimiento: no una transición lenta sino una conversión fuerte.

«Imagina un capitán en su barco en el momento de dar la batalla. Puede pensar: “hay que hacer esto o aquello”. Pero mientras no decida, el barco sigue avanzando. Ocurre lo mismo con el hombre: llega un momento en que ya no tiene libertad de elección, no porque haya elegido, sino porque no lo ha hecho». Esta página del libro Aut-Aut del filósofo danés Søren Kierkegaard, una obra maestra del pensamiento moderno (1843), nos sitúa automáticamente frente a una encrucijada decisiva: «Aut-Aut: vivir estéticamente o vivir éticamente». La estética «es aquello por lo que el hombre espontáneamente es lo que es; la ética es aquello por lo que se convierte en lo que puede llegar a ser». Quien vive estéticamente dice: "hay que disfrutar de la vida". El icono de la vida ética es el marido, el que ha hecho una elección y vive su existencia en la fidelidad a un compromiso y a un pacto. La imagen de la vida estética es el seductor, el donjuán que va de flor en flor, cogiendo todas las frutas que encuentra a lo largo del camino. Se alimenta de emociones, está totalmente absorbido y perdido en el presente. No necesita relacionar las decisiones de hoy con ningún vínculo del ayer. El esteta, tal y como lo define Kierkegaard (todo gran autor reinventa sus palabras), vive disperso en lo múltiple, en un perenne «estado de indiferencia», porque «la elección estética no es una elección», sino un flujo. El esteta no se da ninguna tarea, ningún trabajo que no sea el que surge instante tras instante. Nunca se siente saciado; siempre está hambriento de nuevas emociones que consumir, en una búsqueda espasmódica de la felicidad, que nunca llega porque es devorada por el placer. 

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No es difícil reconocer en nuestra sociedad de consumo la realización perfecta de la vida estética descrita por Kierkegaard. El ciudadano habitante de la ciudad global capitalista es tanto más perfecto cuanto más va de flor en flor, chupando las oportunidades que se le presentan. La infidelidad y la traición son cualidades necesarias del homo consumens, porque cualquier forma de condicionamiento que una elección pasada ejerce sobre las presentes es un vínculo ineficiente del que hay que liberarse. El consumidor ideal es aquel que renace cada día, sin pasado ni futuro, totalmente inmerso en el presente, donde satisface al máximo sus gustos. Pactos, promesas y fidelidades son verdaderas fricciones del sistema, porque lo que proporciona fluidez y eficiencia al capitalismo es precisamente la velocidad de reacción de los consumidores frente a la mínima variación de calidad y precio.

Las empresas, por su parte, se presentan ante los consumidores como agencias de ofrecimiento de infinitos objetos de placer. Desde siempre, en los mercados, los seductores son los vendedores y los seducidos son los clientes, conquistados y encandilados por los bienes ofrecidos. Las mercancías son los instrumentos con los que se ejerce la gran seducción. Consumidores insaciables – la falta de saciedad es un axioma de la teoría económica del consumo – continuamente buscados, seguidos y seducidos por las mercancías. En el pasado, esta seducción dependía también de los gestos, de los guiños, de la voz y de las palabras de los vendedores; sus lugares eran sobre todo las ferias y los mercados de las plazas de las ciudades. Siempre ha habido una analogía entre eros y comercio, entre la seducción amorosa y la mercantil, pero en los mercados mestizos de las generaciones pasadas junto al eros comparecían la philia y el agape, que liberaban al eros de su jaula de eterno presente. Hoy la seducción se construye en los centros de estudios y de marketing de las grandes multinacionales, y se realiza sobre todo en los medios de comunicación y en la red, y por tanto sin cuerpos. En todo caso, la tendencia seductora de la economía ha ido en aumento, y el mercado se está convirtiendo cada día más en un gran mecanismo de seducción anónima de masa, en un enorme sistema de cortejos. Pero se trata de la seducción de un eros sin cuerpo – y por tanto no debemos asombrarnos si en un mundo cada vez más seductor y “erótico”, centrado en la búsqueda de la salud y el bienestar del cuerpo, en realidad el deseo de cuerpos de verdad está disminuyendo, acostumbrados como estamos a cuerpos imaginados y no tocados.

El capitalismo es un inmenso jardín de las delicias, con infinitos seductores y seducidos hundidos en el instante que pasa, nuevos lotófagos sin memoria del pasado y menos aún del futuro. El siglo XX conoció un éxito enorme e imprevisto de la civilización de la estética. En un mundo que aún vivía en la escasez generalizada, el crecimiento exponencial del consumo permitió un bienestar extraordinariamente amplio, sobre todo en el Norte y en Occidente. Este bienestar de las mercancías ha seducido primero nuestro cuerpo y después nuestra alma. En el crepúsculo de los dioses han surgido nuevos-antiguos ídolos brillantes de oro y de plata. Así es como el capitalismo se ha convertido en la nueva religión, totalmente estética, sin infierno y con una nueva vida eterna: solo paraíso sin tiempo. La categoría de la tentación ha sido completamente borrada y ridiculizada, porque es incompatible con la civilización estética, que la ve como una indebida limitación de las oportunidades aquí y ahora. Un culto cotidiano e instantáneo, cuya dimensión efímera determina su éxito asombroso: si su paraíso solo puede ser disfrutado en el momento mismo de su consumo, la única manera de permanecer en esta felicidad es no dejar de comprar, mejor si es a débito, porque las nuevas finanzas han pervertido el sentido económico del tiempo. En el pasado, el crédito permitía que el presente se convirtiera en futuro, ahora el crédito al consumo transforma el futuro en presente. También la ética de las virtudes conoce el valor del presente, pero su presente es el lugar donde se encuentran pasado y futuro, impidiendo que el presente se hunda en la nada.

Una primera señal fuerte de crisis del capitalismo estético surgió del propio mundo de las empresas. Las empresas, en cuanto vendedoras, necesitan consumidores estéticos, pero las empresas, en cuanto productoras, necesitan trabajadores capaces de ética, fidelidad y lealtad. Pero los consumidores y los trabajadores son las mismas personas, solo cambia la máscara en escena. Nace así un conflicto interno dentro del capitalismo que es todavía incipiente pero grave: para poder vender y crecer, las empresas alientan la cultura estética de los consumidores, pero cuando estos cruzan la puerta de las empresas, cada vez están más desprovistos del capital ético del que las empresas tienen una necesidad vital. Detrás del reciente movimiento de la “gran dimisión” en el mundo del trabajo hay muchos factores, entre ellos una sociedad que está erosionando en el altar del consumo sus patrimonios civiles. El resultado son jóvenes “estetas” incapaces de soportar el impacto con el trabajo, que sigue siendo un lugar de sacrificio, de resistencia y de cansancio. El capitalismo nos quiere adolescentes en el consumo y adultos en el trabajo, y está “adolescentizando” el mundo adulto. 

Pero quien ha desenmascarado definitivamente el bluf del capitalismo estético ha sido el medio ambiente. La crisis ecológica, del que la crisis energética es una expresión directa, trae al centro de la escena económica y política la gran pregunta de Kierkegaard: Aut-Aut. Una opción fundamental que hoy tiene un inédito alcance colectivo y global, porque por primera vez afecta a cada habitante del planeta. El tiempo se ha cumplido: ya no es posible seguir en la indiferencia de la vida estética.

Kierkegaard nos dice en Aut-Aut que la etapa intermedia obligada para pasar de la estética a la ética se llama desesperación. No se pasa de la ética a la estética con una lenta transición ecológica. La desesperación es un instante, un cambio de mirada: no es ascesis sino metanoia, es decir conversión radical. «La condición de tu desesperación es bella. Elige pues la desesperación». La desesperación nace del arrepentimiento: «La verdadera salvación del hombre pasa por desesperar». Kierkegaard opone la desesperación a la duda: «La desesperación es la condición de toda la persona, la duda solo del pensamiento». La duda involucra a la razón, la desesperación a la existencia entera. Pensar la crisis no basta, a menudo es la enésima ilusión. Llevamos décadas deleitándonos en las dudas sobre la sostenibilidad: congresos, comisiones, debates infinitos, llamadas, discusiones… La edad de las dudas debe dar paso a la del arrepentimiento colectivo y por tanto a la desesperación, preludio de una nueva elección ética: «Desespera y el mundo volverá a ser hermoso y llego de alegrías para ti, aunque lo verás con unos ojos distintos de antes». Es necesario desesperar con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, pero juntos: una justa desesperación colectiva es la salvación.

Necesitamos actos simbólicos fuertes y colectivos de arrepentimiento, debemos pedir perdón al presente y al futuro, ya. Y después sentir la desesperación, porque la desesperación es la comadrona de una esperanza no vana tras la edad de la ilusión. Solo una economía arrepentida y desesperada puede convertirse en una economía ética.

En este proceso colectivo vital y necesario de arrepentimiento-desesperación-ética tenemos una necesidad primordial de verdaderos maestros. Solos no lo conseguiremos. Necesitamos palabras distintas de las nuestras. Muchas las hemos encontrado estos años en la Biblia, y las usaremos. En esta nueva serie de reflexiones, Raíces de futuro, mendigamos palabras más grandes en escritores, filósofos y poetas, personas-raíz que han advertido la desesperación de su tiempo y han intentado ver otro tiempo “con otros ojos”. Buen camino.

 

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Luigino Bruni.

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«Imagina un capitán en su barco en el momento de dar la batalla. Puede pensar: “hay que hacer esto o aquello”. Pero mientras no decida, el barco sigue avanzando. Ocurre lo mismo con el hombre: llega un momento en que ya no tiene libertad de elección, no porque haya elegido, sino porque no lo ha hecho». Esta página del libro Aut-Aut del filósofo danés Søren Kierkegaard, una obra maestra del pensamiento moderno (1843), nos sitúa automáticamente frente a una encrucijada decisiva: «Aut-Aut: vivir estéticamente o vivir éticamente». La estética «es aquello por lo que el hombre espontáneamente es lo que es; la ética es aquello por lo que se convierte en lo que puede llegar a ser». Quien vive estéticamente dice: "hay que disfrutar de la vida". El icono de la vida ética es el marido, el que ha hecho una elección y vive su existencia en la fidelidad a un compromiso y a un pacto. La imagen de la vida estética es el seductor, el donjuán que va de flor en flor, cogiendo todas las frutas que encuentra a lo largo del camino. Se alimenta de emociones, está totalmente absorbido y perdido en el presente. No necesita relacionar las decisiones de hoy con ningún vínculo del ayer. El esteta, tal y como lo define Kierkegaard (todo gran autor reinventa sus palabras), vive disperso en lo múltiple, en un perenne «estado de indiferencia», porque «la elección estética no es una elección», sino un flujo. El esteta no se da ninguna tarea, ningún trabajo que no sea el que surge instante tras instante. Nunca se siente saciado; siempre está hambriento de nuevas emociones que consumir, en una búsqueda espasmódica de la felicidad, que nunca llega porque es devorada por el placer. 

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Más allá del capitalismo estético

Más allá del capitalismo estético

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