La era de la comunidad infinita

La era de la comunidad infinita

Lógica carismática/1 – Comienza aquí la exploración de la «gramática» de los movimientos y de las realidades comunitarias.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 21/08/2021

«La madre de Jesús y los hermanos le decían: Juan el Bautista bautiza para la remisión de los pecados: vayamos y hagámonos bautizar por él».

El evangelio de los hebreos, Evangelios apócrifos, p. 266

Hace falta una nueva pobreza: renunciar a la posesión de las personas. Y hace falta formar personas que no sigan hoy por los compromisos adquiridos ayer, sino por los sueños de mañana.

La palabra comunidad se ha vuelto central. La invocamos en la soledad y en la enfermedad. La buscamos y anhelamos cuando las “comunidades” virtuales nos agotan y sentimos la necesidad de respirar. Sus lazos cálidos y fuertes nos llaman y no nos dejan en paz. Pero la comunidad está cambiando de forma tan rápidamente que ya (casi) no la reconocemos. La metamorfosis se está dando en todas partes, pero resulta mucho más evidente en el ámbito de las religiones y las Iglesias, que sin comunidad mueren para convertirse en un estéril consumismo psicológico y emocional. Dentro de las Iglesias y las religiones es, efectivamente, donde más se advierte la nostalgia y la enfermedad de la comunidad, donde más fuerte se oye su grito de llamada, su SOS, su clamor. Ningún fruto de la experiencia espiritual y religiosa puede prescindir de una profunda reflexión, honesta, radical y valiente para llegar hasta sus últimas consecuencias, sobre la comunidad. Esto es lo que intentaremos hacer con esta nueva serie de artículos, en los que exploraremos la gramática de las comunidades, especialmente las nacidas de carismas espirituales. En años anteriores ya hemos hilvanado algunas piezas de este trabajo. Ahora continuamos, tomando como inspiración y punto de partida también la tradición bíblica, una mina de oro inagotable.

Hoy podemos afirmar casi con certeza que Jesús comenzó su actividad en el seno del movimiento de Juan el Bautista, donde permaneció durante un periodo no breve (meses o tal vez años). Jesús no era solo uno de los muchos bautizados por el Bautista, sino que también él bautizaba (Jn 3,22-24). Y a diferencia de lo que ocurría en la contemporánea comunidad esenia estable de Qumrán, en el Mar Muerto (cuya Regla ha llegado hasta nosotros), construida en torno a normas de vida en común muy concretas y estrictas, el movimiento de Juan era una realidad fluida, nómada, provisional, donde las personas iban y venían sin una auténtica vida en común. Quienes se acercaban al Bautista se preparaban para el bautismo, y una vez bautizados comenzaban una vida nueva en su ambiente, o en otro lugar. El bautismo los liberaba para levantar su propio vuelo libremente.
Cuando empezaron a florecer los monasterios, en los primeros siglos cristianos, estos imitaron a Qumrán (quizá sin siquiera conocerlo) y no al movimiento del Bautista, ni tampoco al de las primeras décadas del cristianismo. Aquellos que entraban en un monasterio se convertían en miembros de una institución, gracias a un vínculo muy fuerte de pertenencia. Se les ataba en corto, muy corto. Siglos después nació el movimiento franciscano, y realizó algo radicalmente distinto al monacato: una vida comunitaria no residencial sino mendicante; en el centro no estaba la regla sino la “forma de vida”. Francisco y sus compañeros se parecían mucho a Jesús, pero también se parecían mucho al Bautista. Los frailes no eran monjes pero más sencillos y pobres. Eran algo nuevo y distinto. Nadie, al principio, confundía sus comunidades con los monasterios. Era imposible.

La segunda mitad del siglo XX conoció una nueva “edad axial” de los carismas de la Iglesia, comparable al siglo XIII mendicante. Nuevos movimientos y comunidades trajeron importantes innovaciones (por ejemplo: el protagonismo de los laicos, los jóvenes y las mujeres), pero para los miembros más comprometidos (o “consagrados”) el paradigma de referencia seguía siendo el de los monjes y demás órdenes religiosas (con los siglos cada vez más parecidas a los monjes), hasta tal punto que tomaron de ellos los tres votos. Innovaron, pero poco en las formas de la vida comunitaria y en la relación individuo-comunidad. Por eso no debe sorprender que los movimientos y las comunidades, nacidos y florecidos hace solo unas décadas, afronten hoy la misma crisis que las órdenes religiosas tradicionales. Ciertamente todavía tienen alguna vocación más, una edad media un poco más baja y algunos jóvenes a su alrededor. Pero la tendencia es la misma, con algunos años de diferencia. ¿Por qué? Por muchos motivos, como sabemos.

Pero debemos reflexionar sobre un elemento específico y puntual. Muchos movimientos espirituales de la segunda mitad del siglo XX fueron concebidos en fuerte continuidad con el pasado. Sus fundadores eran hijos e hijas de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo, y con perfecta buena fe pusieron el vino nuevo de sus carismas en odres organizativos e institucionales viejos. De este modo, frente a los cambios epocales de estas dos o tres últimas décadas, los nuevos movimientos y comunidades son poco capaces de responder a los nuevos desafíos y a las nuevas necesidades espirituales. Sus innovaciones han sufrido una obsolescencia muy rápida, hasta tal punto que, para un observador externo, una comunidad de vida consagrada de Comunión y Liberación o de focolarinos no resulta hoy sustancialmente distinta de una casa salesiana o de una comunidad de monjas paulinas.
De ahí deriva un primer mensaje: las viejas y nuevas comunidades deseosas de tener futuro deberían comenzar a plantearse muy en serio la urgencia de un cambio importante en la vida comunitaria. Sin embargo, pocas lo hacen, creyendo que la renovación necesaria consiste en una vuelta al carisma de los primeros tiempos, o en una nueva radicalidad espiritual. De este modo, invierten las pocas energías que les quedan en batallas secundarias que acaban convirtiéndose en las únicas – cuando hay pocas fuerzas, equivocarse de batalla resulta fatal –. Hacen falta nuevas formas de vida comunitaria, más parecidas al movimiento del Bautista que a Qumrán. Pero no es fácil comprenderlo, porque la escasa “demanda” de vida comunitaria hoy procede muchas veces de personas frágiles que buscan una pertenencia fuerte, atraídas por el recuerdo de las comunidades de ayer. Sin embargo, en el nuevo ecosistema espiritual del siglo XXI solo sobreviven las realidades más líquidas y menos estructuradas, más descentradas y menos compactas, deltas y no estuarios, que no agregan a las personas mediante reglas y vínculos jurídicos sino con la fuerza del mensaje del carisma y de la experiencia concreta. Más tienda y menos palacio, más campamento y menos institución, más espíritu y menos ley, más huéspedes y menos dueños, más provisionales y menos estables, más promesas y menos votos.

Comunidades donde se ayuda a las personas a alcanzar una condición subjetiva de libertad y por tanto de autonomía con respecto a la comunidad misma. Comunidades que no buscan una identificación total y totalizadora con el carisma comunitario. Porque cuando esto ocurre (y ha ocurrido muy a menudo), pronto llega el día en que la persona, a base de decir “nosotros” ya no sabe decir “yo” y por tanto no sabe responder a la pregunta crucial: “¿quién soy yo?”. Ayer “soy un fraile” podía ser una respuesta suficiente. Hoy ya no, y no porque haya disminuido el carisma de Francisco, sino porque la historia, fecundada también por el cristianismo y por sus carismas, ha aumentado las personas y su conciencia. Así pues, al “soy un fraile” (que sigue siendo válido) hay que añadir otra cosa, algo íntimo que ninguna comunidad puede ofrecer en nuestro lugar y que cuando lo hace crea neurosis y burn-out.

La pregunta crucial es entonces la siguiente: ¿es posible dar vida a comunidades compuestas por personas libres y autónomas, pero evitando la disolución de la comunidad? La pregunta no es retórica, porque afecta al primer vulnus de las comunidades de ayer que, para sobrevivir como comunidades, debían reducir la autonomía de sus miembros. El origen de la palabra latina communitas oscila entre dos etimologías distintas y opuestas: cum-munus, es decir don común, y cum-moeni: muros comunes. Las comunidades (empezando por la familia patriarcal) han edificado sus construcciones colectivas usando precisamente los ladrillos de la escasa o inexistente autonomía de sus miembros. Libremente cada uno entregaba su propia libertad, que una vez entregada dejaba de existir, como en toda verdadera entrega. Y estas entregas acababan construyendo muros para “protegerlas”. Las comunidades levantaban alrededor de sus personas barreras de salida muy altas. Así, las personas que entraban no salían casi nunca (salvo con un coste muy elevado, insostenible para las mujeres). Muros físicos, espirituales y psicológicos. Aunque la puerta de la jaula se abriera, el pájaro se quedaba dentro, sin fuerzas para levantar el vuelo a un mundo demasiado desconocido, y a lo mejor por la puerta se colaba el gato.

Las comunidades de hoy tendrán vida si bajan las barreras hasta eliminarlas, transformando los muros en puentes, porque por esos puentes es por donde podrán entrar las nuevas vocaciones. Hay una necesidad urgente de una nueva pobreza, que se expresa como renuncia a la posesión de las personas. Esta es la pobreza más difícil de vivir en las comunidades, porque las personas son su única riqueza: cuanto más se vive la pobreza de los bienes, más crece la no-pobreza de las personas. Tendrán vida las comunidades que sepan habitar al borde de su propio precipicio. Una buena comunidad carismática en el siglo XXI solo puede ser una comunidad trágica, que se acuesta cada noche sin saber si al día siguiente se va a despertar como comunidad, y cada mañana da las gracias por seguir existiendo. Una comunidad que hace propia esta regla de oro: si quieres tener personas generativas, creativas y libres, debes generar una cultura donde las personas sean tan libres que no puedas controlarlas en los aspectos más importantes de su vida. Debes aprender a vivir en medio de un gran ir y venir de gente, que entra y que sale. Porque generar personas libres significa ponerlas en condiciones de que un día puedan incluso marcharse. Las comunidades, sobre todo las espirituales e ideales, deberían plantearse como objetivo formar personas que no se queden hoy por los compromisos adquiridos ayer, sino por los sueños de mañana. Es el futuro y no el pasado el espacio de las promesas capaces de liberar verdaderamente a las personas. No seguimos adelante por el recuerdo de un pasado que nos ha aprisionado, sino porque imaginamos un futuro que nos sigue liberando a nosotros y a los demás. Los “para siempre” que nos permiten vivir bien son los que miran hacia delante, porque los que miran hacia atrás solo saben crear estatuas de sal.

Un buen fundador de comunidades – al igual que un padre, un directivo o un profesor – deberían alegrarse cuando ven a “sus” mejores personas levantar el vuelo, sin consumirlas para sus propios (importantísimos) proyectos. Un indicador de la calidad ética y espiritual de una comunidad carismática es la relación entre las personas excelentes que han pasado por ella y las que se han quedado durante mucho tiempo: cuanto más alta, mayor es la calidad; cuanto más cercana a uno, más narcisistas son las comunidades. Siempre es muy triste ver líderes rodeados durante mucho tiempo de sus mejores alumnos, a veces hasta la jubilación – y aún es más triste ver a esos mejores alumnos de ayer apagarse con los años por falta de aire abierto y horizontes amplios –. Un día, un indefinido día, Jesús de Nazaret dejó el movimiento del Bautista para seguir su propia vocación, para dar vida a su comunidad distinta. La “comunidad” libre de Juan fue un terreno tan fértil como para generar la libertad infinita de Jesús. El Reino de los cielos es el lugar de las comunidades in-finitas.

 


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