Otra globalización es posible

¿Cuál es el problema de fondo? Generar riqueza y hacer que circule. Dando a todos carta de ciudadanía en el mercado global

entrevista a Luigino Bruni

publicada en missionline.org el 22/12/2008

Incluso los críticos tienen que reconocer, con las cifras en la mano, que la globalización ha traído más bienestar a la población mundial en su conjunto. En 1981 más del 40% de la población mundial se encontraba por debajo del umbral de la pobreza absoluta; hoy la cifra ronda el 21%. Sin embargo, a causa del crecimiento demográfico, el número de pobres en términos absolutos solamente ha bajado en 130 millones. Mientras tanto, el índice de Gini – que mide la desigualdad que hay en el mundo – ha aumentado durante los últimos años en 7 puntos, lo que equivale a un 20%. Esto quiere decir que el desarrollo ha conocido y conoce dinámicas muy distintas de un país a otro e incluso dentro de las fronteras de un mismo país. ¿Cómo podemos interpretar todo esto? ¿Y qué hacer para que la globalización sea lo más humana posible? De todo ello hablamos con Luigino Bruni, profesor de economía política en la Universidad Bicocca de Milán, además de teórico de la Economía de Comunión del Movimiento de los Focolares.

Profesor Bruni, el Producto Interior Bruto de muchos países en vías de desarrollo aumenta año tras año. Sin embargo, también aumentan las desigualdades en estos países, incluso en los llamados «nuevos tigres» (como, por ejemplo, Sudáfrica y Brasil). ¿Por qué?

Yo no me preocuparía demasiado, en primera instancia, por el aumento de las desigualdades. Este no es «el» problema central para las economías que se encuentran en las primeras fases del desarrollo (otra cosa es que hablemos de China, India o Brasil, evidentemente). La cuestión más importante en estas zonas es la reducción de la pobreza absoluta. Siempre es positivo en sí mismo que haya más personas que puedan satisfacer sus necesidades primarias. En todas las fases históricas del desarrollo siempre hay un momento en el que crecen las desigualdades. Ahora, la competición económica es buena porque estimula a los individuos y a los pueblos a expresar sus mejores energías. El problema es que la solución de las desigualdades no debe tardar mucho, porque de lo contrario se termina por recurrir a la violencia o a la ilegalidad.

Parece un discurso «liberal». Las cifras dicen que las diferencias interiores de país a país están aumentando. ¿Esto no es un problema?

Repito: la auténtica cuestión hoy es la reducción de la miseria absoluta, que es algo que sí puede pedirse en estos momentos a los mercados y a las empresas. Objetivamente es difícil construir un crecimiento equilibrado solamente con la lógica y las fuerzas de la economía. Cuando nos preocupamos sólo, o en demasía, por la desigualdad, corremos el peligro de bloquear ipso facto el desarrollo, impidiendo, por ejemplo, la llegada de multinacionales a un país. Mi experiencia en países pobres dice que por este camino no se va muy lejos. Pongo un ejemplo. He estado varias veces en Cuba y allí he visto un pueblo que vive en condiciones de pobreza a causa de una situación económicamente rígida. Insisto. Juan Pablo II propiciaba una «globalización de la solidaridad», pero las cosas no han ido por ahí…

El último informe del Banco Mundial señala que la pobreza está aumentando: 1.400 millones de personas viven con menos de 1,25 dólares al día. ¿Qué es lo que no funciona en este modelo de globalización?

La globalización aumenta las oportunidades de las personas. En general, cuanto más abierto está un país a los mercados, más posibilidades tiene su gente (al menos sobre el papel). El auténtico problema de la globalización está en los fenómenos que comporta. Pensemos en una familia africana tradicional. Hasta hace poco tiempo podía garantizar – aunque no sin dificultades – a sus miembros lo mínimo necesario para sobrevivir, al compartir lo poco que tenía cada uno de sus miembros. Con la urbanización salvaje, ese tejido de relaciones se está deshaciendo, con consecuencias devastadoras para el nivel de vida de las personas. La pobreza muchas veces es crisis de relaciones sociales. La socialidad entra en crisis por la urbanización y las personas se hacen más vulnerables porque les falta una red de relaciones. ¿Qué es lo que caracteriza a la pobreza en la era de la globalización? ¿Por qué es hoy más escandalosa que ayer? Hoy, a través de los medios de comunicación, el mundo se ha convertido en una aldea global, razón por la cual si antes una persona gozaba de algunos bienes en su aldea y esto le daba la sensación de que era relativamente rica, ahora ya no es así. Si la felicidad está ligada a la relación entre aspiraciones y medios, está claro que, con la expansión de la comunicación, aumentan también las aspiraciones y la diferencia entre los bienes que se persiguen y los que se alcanzan. En la competición por los bienes cada vez hay más perdedores y menos ganadores. Esto vale para Italia y para el sur del mundo. Los teléfonos móviles han llegado hasta el corazón del Africa profunda. La comunicación de masas llega a zonas y a clases sociales que hasta hace poco tiempo estaban excluidas. Siempre me ha llamado la atención, por ejemplo, la gran cantidad de antenas parabólicas que hay en las favelas de Filipinas o Brasil. Es una paradoja, sobre todo si se tiene en cuenta que en muchos casos sus propietarios no consiguen para ellos y sus familias más de una comida al día.

Una vorágine de la que no se puede salir, máxime cuando la publicidad machaconamente crea siempre nuevas necesidades…

Aquí entra en juego una cuestión educativa de fondo. Puedo decir que, en mi experiencia, las comunidades locales que tienen una dimensión de pertenencia fuerte no caen en la trampa. Es fundamental educar a la gente a usar bien el dinero, pero no desde un punto de vista paternalista. Conozco muchos casos, en la Economía de Comunión, de personas que, una vez que han alcanzado un nivel suficiente de renta, dicen: «Ahora ya tengo suficiente para seguir adelante, ayudad a otras personas». Esto quiere decir que se trata de personas educadas para no permanecer prisioneras del mecanismo infernal que crea necesidades falsas y un consumo inútil.

El PIB de los países pobres y la renta de una parte de las poblaciones del sur del mundo aumentan, pero muchas veces van acompañados de un fuerte incremento del coste de la vida, con lo que las estadísticas proclaman el éxito de la globalización pero la gente es más pobre…

Los economistas miden la calidad de la vida en relación con la “renta per capita”, pero eso no es suficiente; obedece a una lógica individualista que hay que abandonar. Imaginemos el recorrido inverso: si redujéramos la renta individual pero aumentando los servicios a las personas, resultaría que el PIB disminuiría pero la gente estaría mejor… Pues bien, en el pasado ha ocurrido exactamente lo contrario: el Fondo Monetario Internacional, muchas veces con un enfoque economicista, ha pedido a los países que cuadraran sus cuentas recortando fuertemente los gastos sociales (sanidad, educación, etc.)  Es un error gigantesco. Los bienes públicos representan una fuente de bienestar para toda la colectividad y hay que tutelarlos.

¿Está diciendo que la política juega un papel fundamental y que el mercado sólo no basta? El caso de Brasil (del que hablaremos después) es elocuente desde este punto de vista...

Hay que dejar que el mercado cumpla con su deber, pero le corresponde a la sociedad civil internacional presionar para controlarlo y corregir sus desviaciones. A la política le compete la tarea de «poner los límites» para que la globalización sea verdaderamente ética. En otras palabras, el mercado tiene que poder crear posibilidades de desarrollo, la sociedad civil vigilar y actuar en las conciencias y la política legislar para garantizar el respeto de los derechos de todos y cada uno, incluso de los excluidos del mercado. En el mercado solo «votan» los que tienen poder de compra. En los países pobres éste tiende a no ser democrático a menos que vaya acompañado de la política y la sociedad civil.

En algunas sociedades se registra cierta movilidad social, pero sigue habiendo esclavos, sobre todo en el sur del mundo…

Es cierto. Pero ¿cuáles son las alternativas? ¿Cerrar los mercados quizá? Decía Genovesi en el siglo XVIII: si impides que los ricos vivan en el lujo, les cierras la posibilidad de ser productores (tal vez inconscientes) de desarrollo. Como economista digo: hay que ver los efectos y no solo los motivos. A mí me preocupa más un paraíso fiscal como Mónaco – donde se refugian los ricachones (algunos de ellos italianos) para no pagar impuestos – que una multinacional que se deslocalice a Asia.

Usted dice que no es en el plano económico donde debemos buscar correctivos a las desigualdades…

Es evidente que si todos los empresarios actuaran por el bien común y no por el beneficio, muchos problemas no existirían (o serían menos dramáticos). Pero ¿podemos contar con las buenas intenciones de los ricos? Creo poco en ello. Se habla mucho de responsabilidad social de la empresa, pero yo creo más en la política y en la sociedad civil. A los empresarios les pido que creen desarrollo y movilidad social. Como decían los franciscanos en la Edad Media: la riqueza que no sirve es la que está estancada, como el agua en el pazo, que si no se mueve se pudre. Como economista cristiano juzgo los resultados objetivos de una economía determinada y no sólo las intenciones de quienes actúan en los mercados.

La economía crea desarrollo, pero generando desigualdades y estropeando el medio ambiente. A la política después le toca «arreglar» los males causados por la economía. ¿No le parece un poco reductivo?

La economía debe provocar desigualdades y, a la vez, sanarlas. Hay que crear riqueza y también distribuirla con conocimiento. No se trata de filantropía, sino de una tarea que forma parte de la misión de la economía y de las empresas. Pero repito: no podemos pedir que las empresas lo hagan todo. La vida buena es un juego de las partes: no debemos pasar del imperialismo de la política de los años 40-80 al imperialismo de la economía en la era de la globalización.

Pobreza y riqueza conviven en distinta medida desde hace 15-20 años: hoy también en los países pobres hay grupos de super-millonarios con un poder enorme (en Guatemala –según un obispo- una veintena de familias tiene en un puño al país). Los «nuevos ricos» muestran que no les importa mucho el bien común, igual que los colonizadores de un tiempo. Pensemos en los tesoros acumulados por algunos dictadores africanos (con la complicidad de gobiernos y empresas occidentales).

Es necesario adoptar una clave de lectura un poco más sofisticada para ciertos esquemas ideológicos. En relación con las culpas del colonialismo (nuevo y viejo) de Occidente, hay una fuerte responsabilidad de la clase política del sur del mundo.

Los economistas distinguen entre pobreza absoluta y pobreza relativa. Es cierto que muchos pobres han pasado del nivel de la miseria (1 dólar al día) al nivel superior (2 dólares al día). Pero eso, en contexto donde el coste de la vida ha crecido desmesuradamente, causa no pocos retrocesos. Sin embargo, los economistas no parecen darse cuenta de ello.

Los gobiernos optan por políticas dirigidas a los «pobres más ricos» (los que están entre 0,9 y 1). Porque es más fácil presentar políticamente un resultado como ese que invertir en una política para los «pobres más pobres», que sería, en cambio, la política más importante y urgente.

La pobreza está en el origen de un movimiento migratorio sin precedentes que tiene consecuencias sociales enormes. ¿No es un «coste» demasiado alto?

La emigración forzada a gran escala expresa una forma de pobreza, representa una herida para una comunidad porque es una fractura intergeneracional. Pero la emigración es también fuente de desarrollo. La globalización de los mercados puede reducir (en lugar de agravar) la emigración: la deslocalización lleva empresas a los países pobres. Pensemos en Rumanía: la presencia de muchas empresas italianas hace que muchas personas, en lugar de irse, se queden en el país.

Las desigualdades, cuando son tan descaradas, se convierten en fuente de inestabilidad. Las ciudades se blindad para proteger la riqueza de unos pocos.

Es una contradicción terrible, la de las «ciudadelas privadas», en las que se atrincheran los ricos en nombre de la seguridad. Las he visto en Brasil. Tenían razón los economista que, ya en siglos pasados, decían: no podemos ser felices rodeados de infelices. Si tienes que proteger tu felicidad con la fuerza, ya no es tal.

El desarrollo no es – en primer lugar – cuestión de dinero. ¿Cuál es la aportación específicamente cristiana a la lectura de la cuestión pobreza-riqueza?

Señalaría cuatro palabras clave. La primera es subsidiaridad y se explican con un eslogan de monseñor Giancarlo Bregantini: «sólo tú lo puedes lograr, pero no puedes lograrlo tú solo». La ayuda es subsidiaria, debe crear las condiciones para ponerse en marcha. Si se convierte en sustitutiva termina en paternalismo. La segunda dimensión del cristianismo es la proximidad: la pobreza se resuelve acompañando a personas concretas y arriesgando con ellas en las situaciones de la vida. La filantropía ya existía en tiempos de Séneca, pero el cristianismo introduce un elemento nuevo: pasa de hacer las cosas “por el pobre” a hacerlas “con el pobre”. El tercer principio clave dice que los bienes que no se comparten no pueden ser fuente de alegría. Para el evangelio la dimensión de la comunión es decisiva. Por último: un rico (ya sea un individuo o un país) no ayuda de verdad a otro menos rico si no es capaz de estimarlo, si no consigue verlo más que como un problema. Cuando eso ocurre, el otro no se involucra; por el contrario, se aprovecha porque se siente tratado como un objeto. El mecanismo de ayuda se convierte en un pacto cruel entre quienes se lavan la conciencia con la solidaridad y el pobre que explota la generosidad de quien posee.

«Demasiado pobres» o «demasiado ricos». Japón está en los primeros lugares por PIB y sin embargo tiene una cantidad descorcentante de suicidios cada año. Esto confirma que también los «demasiado ricos» pueden vivir mal. ¿Por qué?

En las procesiones medievales, donde los grupos se colocaban según el censo, los forasteros iban junto con los pobres porque, como tales, no podían tener amigos. Aristóteles nos enseñó una verdad antigua que sigue siendo válida todavía hoy: feliz el hombre que tiene amigos. La riqueza puede ser un obstáculo para conseguir la felicidad, como también puede ser un instrumento precioso si se comparte y se pone en circulación. En una comunidad que cuenta con empresarios acomodados (pienso en la realidad que conozco, la Economía de Comunión) es «natural» poner en común los bienes o parte de ellos.

¿Tienen razón los que dicen que la Iglesia presta demasiada atención a temas como el de la bioética y demasiada poca a temas sociales? ¿Seguimos siendo capaces de indignarnos como en los tiempos de la Populorum Progressio?

Una premisa. La Iglesia – no lo olvidemos – es una realidad mucho más amplia que la jerarquía y, desde este punto de vista, me parece que la acción y el pensamiento de muchos sujetos (movimientos, grupos, órdenes religiosas) muestra también hoy una Iglesia que se sigue ocupando de la pobreza, las injusticias y de pobres concretos. Es cierto –es un hecho- que desde la caída del comunismo, el magisterio de la Iglesia en temas socio-económicos es menos fuerte.

¿Por qué?

Hace veinte años en Occidente no se discutía la cuestión de la vida y sus fundamentos. Desde el momento en que, como ocurre hoy, hay un fuerte ataque contra las bases mismas de la vida, la vida se ha convertido en un «bien escaso», lo que explica el compromiso decidido en ese campo. Hay que decir también que la acción de la Iglesia ha hecho que se desarrollen nuevas sensibilidades en el ámbito político y social (ONG, agencias de la ONU, etc.). Pero, por contra, la Iglesia se ha quedado sola en la cuestión de la vida.

¿Qué espera de la encíclica social de Benedicto XVI, cuya publicación debería estar ya próxima?

Espero menos análisis económicos y más profecía. Espero una Iglesia capaz de indignarse, que se tome la libertad de decir lo que otros no pueden decir por respeto a los poderosos. La Iglesia no debe ser prudente, puede y debe “desequilibrarse”, no tiene que rendir cuentas ante nadie más que el Evangelio. Por eso tiene la libertad de servir a la verdad, no puede ser ideológica. Porque, a diferencia de otros, no tiene accionistas de referencia en esta tierra. Y por eso puede desempeñar una gran tarea cívica, para todos.

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