Las palabras del cielo y de la tierra

Las parteras de Egipto/12 – Sólo una sinfonía de voces es adecuada para el diálogo con Dios

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 26/10/2014

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Logo Levatrici d EgittoLas montañas discutían para ver cuál de ellas tendría el honor de ser elegida como lugar de la revelación. “En mí morará la presencia divina, mía será la gloria”, exclamó una, y otra respondió con las mismas palabras. El monte Tabor dijo al Hermón: “Sobre mí se posará la Šekinah, mío será ese honor…”. La verdad es que el Sinaí fue elegido no sólo por su humildad, sino porque nunca había sido sede de cultos idolátricos, a diferencia de otras montañas que, por su altura, fueron elegidas para santuarios paganos.

 

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, IV

La primera reforma social y organizativa del pueblo de Israel llega de un consejo de Jetró, el suegro de Moisés, un extranjero de otra fe. Entre la salida de los ídolos de Egipto y el don de la Torah en el Sinaí, el Éxodo introduce la figura buena de un creyente no idolátrico, poniéndolo en el corazón de un acontecimiento crucial para la vida del pueblo. Es un mensaje de gran apertura y esperanza, que nos alcanza también hoy, cuando los creyentes en el Dios de la vida deberíamos estar más unidos y querernos más, para liberar y proteger a todos de los mil cultos idolátricos de nuestro tiempo.

 No hay duda de que los ancianos, Aarón y los sabios de Israel verían el cansancio de Moisés y sus dificultades para gestionar él solo un pueblo numeroso y complejo. Pero, para hacer realidad la nueva organización que preparará al pueblo para la gran teofanía del Sinaí, hacía falta la mirada distinta de un extranjero, alguien de otro pueblo y otra fe que, sin embargo, respetaba a YHWH, aunque no fuera su Dios.

Moisés no considera a su suegro como un idólatra. Sabe que no cree en YHWH, pero, a pesar de ello, le escucha y le obedece, porque reconoce una verdad en él. Moisés nunca habría escuchado y amado a un idólatra, y mucho menos le habría obedecido. Lo que nos hace idólatras no es tener una fe distinta. Jetró no es idólatra, entre otras cosas, porque respeta al Dios de Moisés. La primera señal que nos dice que estamos ante una idolatría y no ante una fe distinta, es el desprecio de la fe ajena. Hoy también podemos dialogar, encontrarnos e incluso rezar entre miembros de distintas religiones y fes, siempre que nadie crea que el Tú al que reza el de al lado es un ídolo; siempre que cada uno crea o espere que la fe del otro sea un reflejo auténtico del único Dios de todos, que es demasiado ‘otro’ como para que sólo ‘mi’ fe pueda expresarlo o poseerlo. La pobreza espiritual de nuestro tiempo no depende de la multiplicidad de fes que hay en nuestras ciudades, sino del impresionante crecimiento de los ídolos en el espacio que han dejado vacío las religiones y las ideologías. Hemos querido luchar contra la piedad popular y la fe sencilla de nuestros abuelos, pero, al despertar del ‘sueño de la razón’, nos hemos encontrado en un mundo poblado de nuevos tótems y no en la tierra de la libertad. La variedad de fes hace que el mundo sea más hermoso y colorido, y lo protege de la idolatría.

La reforma organizativa en el desierto de Refidim es un acontecimiento crucial para Israel. En ella se esconden muchos mensajes y muchas verdades. De su importancia da testimonio también la pluralidad de versiones que encontramos en los libros del Pentateuco. En el relato de la reforma que aparece en el libro de los Números, hay un elemento que nos descubre buena parte del significado profundo de aquella descentralización organizativa: “Salió Moisés y transmitió al pueblo las palabras de YHWH. Luego reunió a setenta ancianos del pueblo y los puso alrededor de la Tienda. Bajó YHWH en la Nube y le habló. Luego tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Y en cuanto reposó sobre ellos el espíritu se pusieron a profetizar” (Numeri 11,24-25).

Aquí hay algo de gran importancia para cualquier proceso de descentralización y delegación. Los que tendrán que desempeñar funciones de gobierno del pueblo reciben un mismo Espíritu. El principio del poder y de la sabiduría no se encuentra en el talento del profeta, sino el espíritu que se le ha dado con antelación y que ahora se comparte con otros. Esta descentralización y esta delegación requieren que el ‘profeta’ (fundador, responsable) no se sienta el detentor ni mucho menos la fuente del espíritu, sino el beneficiario de un don que no considera como una celosa posesión. El profeta reconoce que otros, llamados a gobernar con él/ella, tienen su misma luz y sabiduría, porque todos la han recibido de la misma fuente (el espíritu).

Así pues, la delegación y la corresponsabilidad, lejos de ser algo puramente técnico o pragmático, son una cosa seria, un acontecimiento espiritual. Lo son siempre, pero sobre todo en las organizaciones con motivaciones ideales y en las realidades carismáticas. Cuando la delegación no consiste en compartir o participar del mismo don-carisma, la descentralización no hace sino fortalecer las jerarquías dentro de la comunidad, porque la delegación aumenta la asimetría entre el que delega y el pueblo. Cuando se delega sin don y sin espíritu, la creación de muchos mandos intermedios sólo aumenta la distancia entre el jefe y la base. El número de castas y rangos en una sociedad o en una organización siempre es proporcional al grado de jerarquía. En las comunidades humanas, la creación de niveles intermedios de poder no es garantía de una mayor democracia y participación en el gobierno. Si los que delegan están convencidos (o han sido convencidos) de que su ‘espíritu’ es distinto y más puro que el que recibirán los elegidos para colaborar con ellos, el proceso de descentralización sólo creará nuevas castas y nuevos chamanes, que se convertirán en simples peldaños para aumentar la altura del trono del soberano supremo. El aumento de colaboradores al lado de los jefes muchas veces acaba por hacer a los jefes más poderosos y más distantes de la gente, aumentando los velos entre ellos y sus súbditos. Hay muchos responsables de comunidades que crean órdenes intermedias de gobierno con el único fin de aumentar la altura de su pirámide, en cuyo vértice siempre se encuentra el único y verdadero faraón.

Tras el episodio de Jetró, el espíritu compartido y la reforma, el pueblo llega por fin a las faldas del Sinaí: “Partieron de Refidim, y al llegar al desierto de Sinaí acamparon en el desierto. Allí acampó Israel frente al monte. Moisés subió hacia Dios. YHWH le llamó desde el monte” (Ex 19,2-3). YHWH habla de nuevo con Moisés en el mismo monte donde le había llamado por primera vez y donde le había revelado su vocación de libertador del pueblo oprimido en Egipto. La Biblia sabe que todos los lugares no son iguales para escuchar y comprender bien las voces. Ahora, después de las plagas, la liberación, el mar abierto, los himnos, el hambre, la sed y la guerra, Moisés vuelve al mismo monte y una vez más la Voz le habla: “Dijo YHWH a Moisés: «Mira: voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo, y así te de crédito para siempre»” (19, 9). Y le habla haciendo partícipe de su discurso también a la naturaleza. YWHW siempre había hablado recurriendo al lenguaje de la naturaleza: la zarza, las ranas, el granizo y, después, el mar abierto y el madero en Mará. Ahora, antes del gran acontecimiento de la Alianza, con la voz de YWHW llegan también la nube, los truenos, los rayos, el humo, el fuego y el sonido fuerte del cuerno. Sonidos naturales que se convierten en palabras, tonalidades de la misma voz que le había llamado por su nombre, le siguió hablando durante la liberación y el Éxodo, y le sigue respondiendo hoy: “Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. … El monte Sinaí humeaba, porque YHWH había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia. El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno” (19,16-19).

Al hombre bíblico, al Adam hijo del cielo (Elohim) y de la tierra (Adamah), no le bastan las voces humanas para poder hablar y vivir. En su diálogo quiere involucrar a todo el universo con sus múltiples voces. En las grandes teofanías (y la del Sinaí es ciertamente una de las más grandes teofanías de la humanidad), sólo una sinfonía de voces resulta adecuada para dialogar con el Dios de la voz. Para contar lo que está ocurriendo en ese monte, las palabras humanas no son suficientes. Ni siquiera las de YHWH son suficientes. Son también necesarias las palabras de la tierra.

La naturaleza participa en los acontecimientos de los hombres. No tenemos otro ambiente en el que dar vida a nuestras historias. Pero está presente de un modo especial durante la celebración de las alianzas (Moisés y el pueblo están aquí para renovar la alianza con YWHW), que son acontecimientos demasiado grandes como para poder ser expresados sólo con nuestras palabras. El discurso de la vida es un encuentro entre las palabras del cielo, las palabras de los hombres y las palabras de la tierra.

Un matrimonio, un pacto recompuesto después de años de dolor, llaman a la naturaleza, a la tierra y al cielo. Y todo habla y nos habla, y todo entra en las fotos y en los recuerdos. Y recordamos todo, detalles humanos y naturales. El arco iris posterior a la lluvia que mojó a la novia es un lenguaje tan fuerte como las palabras y las lágrimas que intercambiamos aquel día. La fraternidad en el mundo es más grande que la fraternidad entre los hombres: hermano sol, hermana luna.

Si la naturaleza es creación, entonces está viva, viva como nosotros. Y si está viva, comunica, habla, participa y acompaña todas las aventuras humanas. Pero necesitamos ojos capaces de ver las señales y oídos capaces de reconocer estos otros sonidos, demasiado sencillos y verdaderos como para ser comprendidos por nuestra cultura virtual y consumista. Aprendamos de nuevo a ver la naturaleza con los ojos de los niños, de los poetas, de los profetas y de los místicos, que saben ver y oír más cosas y cosas distintas. Porque la tierra y el cielo nunca han dejado de hablarnos, sólo esperan encontrar de nuevo nuestras palabras.

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