En el vientre de la palabra/7 - El verdadero profeta le habla al pueblo, no a los poderosos. Y toda Nínive se convierte
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 31/03/2024
La Biblia no es un libro sobre Dios: es un libro sobre el hombre. Desde la perspectiva bíblica, el hombre es un ser en pugna con los sueños y los diseños de Dios.
Abraham Heschel, ¿Quién es el hombre?
El pueblo de Nínive se convierte con la predicación de Jonás: todos, “grandes y pequeños” (Jonás 3:5). No era un resultado predecible: es una sorpresa para Jonás, para el lector bíblico, quizás también para Dios: “¡Ay de ti, ciudad sanguinaria, llena de mentira y violencia; tu rapiña no tiene fin!...¡No hay remedio para tu herida; tu llaga es incurable! (Nahúm 3:1-19).
Después del pueblo, se convierte también su rey: “Cuando llegó la noticia al rey de Nínive, se levantó de su trono, se despojó de su manto, se cubrió de cilicio y se sentó sobre ceniza” (3:6). Una liturgia de conversión totalmente laica: no se habla de templos, de plegarias, de dioses, sino de cilicios que ocupan el lugar del manto y de cenizas que asumen el lugar del trono.
Profeta y pueblo, un cuerpo a cuerpo totalmente civil que tiene lugar en las plazas, en las calles, dentro de las casas. Jonás no va a donde el rey a anunciarle su mensaje. En lugar de eso, va entre la gente, allí habla y grita. Y el rey llega a saberlo por su gente, lo ve en su pueblo. Los falsos profetas se dirigen directamente al rey, y ese primer paso en falso es un indicador infalible para desenmascararlos. El verdadero profeta, en cambio, le habla a la gente, porque sabe por vocación y por instinto que la voz que le habla también está presente entre la gente. Sabemos que el pueblo invoca también a ‘Barrabás’, o sea, que puede escuchar las voces equivocadas; pero es siempre este mismo pueblo, que ayer siguió el espíritu equivocado, el que hoy puede y debe reconocer el espíritu bueno. Y hasta que ese encuentro bueno de espíritus no se cumpla, los verdaderos profetas pueden solamente esperar y sufrir, venciendo la tentación de ir directamente donde los jefes, que encontrarían de fiesta con Barrabás y sus amigos.
En esta conversión colectiva, al principio está la voz de un profeta, que es el factor decisivo que desencadena el proceso. Luego hay un pueblo entero que entiende que esa voz está anunciando un mensaje verdadero y decisivo, y se convierte. Por último, están el rey y los “grandes” del poder (solo faltan los sacerdotes, que quizás son parte de los “grandes”).
La conversión de Nínive es, pues, un ícono muy claro de la tecnología de los cambios colectivos eficaces. Y por eso es también una imagen de la subsidiariedad: al principio hay una voz desnuda, luego el pueblo y al final los jefes. Cuando, por el contrario, el cambio se inicia anti-subsidiariamente por los jefes, por los líderes -en las sociedades, en las comunidades, en las empresas-, los resultados no existen o son frágiles, emocionales, superficiales, porque las conversiones de los jefes casi nunca son sinceras, sino inducidas por diversas formas de intereses y estrategias. Si en cambio es el pueblo el que un día siente que llegó la hora de cambiar, se libera una fuerza casi irresistible. Este es un cambio que nace desde adentro, desde abajo, del medio, codo a codo, boca a boca. En este caso, no se actúa por incentivos, propagandas, persuasiones o manipulaciones: es el cuerpo que se mueve, son los cuerpos que reaccionan a un llamado profundo, primordial, carnal. Se actúa porque no se puede no actuar, porque se entiende que es una cuestión de vida o muerte, nada más y nada menos. Cuando esto sucede, a veces los reyes también acompañan, y este movimiento de segunda fase los convierte en igual a los demás.
La fraternidad, tal vez, está toda aquí; y cuando una revolución o un cambio se llevan a cabo en el signo de la fraternidad-sonoridad, nace y renace la comunidad de iguales, nace y renace la democracia auténtica porque los reyes, después de este renacer, ya no son los de antes (el problema luego es mantenerlos en este estado de gracia cuando se vuelve a la normalidad). Cuando Rosa Parks no cedió su asiento en el autobús a un hombre blanco y todos los negros de Montgomery fueron a pie al trabajo durante un año, quizás pasó algo así: se movieron primero los pies y luego la cabeza, esos pies cambiaron a los reyes y, enfin, el mundo. La resurrección fue algo así, porque se trataba de un cuerpo, de la carne. Esas mujeres y esos apóstoles se pusieron a correr por las calles de Palestina y del mundo antes de entender con la cabeza qué había sucedido realmente dentro de aquel sepulcro vacío.
¿Qué falta hoy en nuestras no-conversiones globales, desde la ecología hasta la paz? Los profetas que repiten desde hace tiempo "quedan cuarenta días..." están ahí, pero falta la carne del pueblo, falta el movimiento colectivo y global que vista el cilicio. Y faltan los "reyes", que siguen estando, pero cada vez más aislados en sus palacios, atrapados en sus razonamientos de muerte y poder, seducidos por mil falsos profetas. Faltamos nosotros, faltas tú, falto yo, entretenidos con muchos “circos” y pocos “panes”, distraidos por un capitalismo que inventa cada día nuevos pasatiempos inocuos para cubrir, confundir y ridiculizar las voces de los profetas que, gracias a Dios, siguen gritando. Y sin el pueblo que se mueva, organizaremos la enésima cumbre de reyes y de sus arúspices pero no sucederá nada, o demasiado poco.
En el mundo antiguo, las conversiones tenían sus signos, que se asemejaban a los del luto – cenizas, vestidos diferentes, pelos y barbas afeitadas, se comía diferente y menos, se interrumpían las fiestas, se lamentaba, se lloraba, se gritaba. Una conversión era asunto público, porque todos, también Dios, deben ver que se ha iniciado un proceso de cambio verdadero e importante. Cualquiera que observara debía entender a primera vista. La Biblia está llena de estos signos, tanto que podríamos contarla a través de las narraciones de sus lutos, penitencias, conversiones, desde Job hasta Mardoqueo, de David a Rispá, la eterna madre de los crucificados (2 Samuel 21:10). El hombre de la antigüedad sabía que en las cosas importantes la palabra sola no alcanza, la voz es impotente. Y en una Biblia que otorgó a la palabra un status espiritual casi infinito, cuando es necesario decir la vida y la muerte la palabra calla y deja espacio al cuerpo y a sus extensiones hechas de objetos; como si aquellas ‘cosas’ que en los asuntos ordinarios son casi mudas, en los días decisivos devinieran más elocuentes que las palabras. Nosotros lo estamos olvidando, pero lo recordamos a veces, cuando un mechón de pelo logra ocupar el puesto de las palabras vueltas mudas o silenciadas.
La Biblia sabía, y sabe, que una conversión no es una idea, es una realidad, por lo tanto es cuerpo, es un asunto social – lo social existe solo donde existen los cuerpos. Es escucha de una palabra que convence y la convicción se vuelve carne, palabra encarnada. Un día comprendemos – por una palabra distinta, por una intuición profunda, por un fuerte signo…- que tenemos que cambiar de vida, y que debemos hacerlo de verdad, porque si no cambiamos morimos nosotros y nuestra gente. Rara vez recordamos que para que esta determinación sincera sea eficaz y provoque un cambio, debe tocar la carne, no sólo la cabeza y la voluntad; que debemos cambiar de trabajo, de ciudad, de estilo de vida, de alimentación, de amistades, a veces cambiar muchas cosas para no perderlas todas; que no bastan las terapias psicológicas o el acompañamiento espiritual, porque para cambiar verdaderamente es necesario que todas las palabras se hagan carne, o que al menos algunas palabras se conviertan en un jirón de carne viva. Y luego recordarnos que todo esto no basta: para tratar de evitar la muerte, esa conversión debe volverse plural: lo que está sucediendo en nuestra persona y en nuestra carne debe volverse social, debo contárselo al menos a una persona, y quien está a mi alrededor e implicado en esa conversión lo debe ver y debe participar. Una penitencia pública es una promesa, un testamento.
El texto añade luego un detalle importante del decreto del rey: “Ninguna persona o animal, ni ovejas ni vacas, probará alimento alguno, ni tampoco pastará ni beberá agua. Cúbranse de cilicio hombres y animales, y clamen a Dios con fuerza, y vuélvase cada uno de su mal camino y de la violencia que hay en sus manos” (3:7-8). No sólo la conversión debe traducirse en justicia, economía y derecho (aquí está toda la tradición profética), también los animales están asociados a la conversión, también ellos “se cubren de cilicio”. Un pasaje verdaderamente profético (no hay nada de irónico) si pensamos que hoy, mucho más que en el tiempo del libro de Jonás, los animales están involucrados en el mismo destino que los humanos, sin ser responsables. Los animales – y las plantas...- no son responsables del deterioro ecológico de nuestro tiempo, pero no nos salvaremos sin la implicación de todas las especies vivas en la solución del problema. Por lo cual, el cilicio deben portarlo todos, culpables e inocentes, como sucede casi siempre en las verdaderas conversiones, donde también el que no tuvo subjetivamente culpa debe comportarse como si la hubiese tenido, porque la conversión de los solos responsables no es suficiente para sanar la plaga – es parte esencial del buen oficio de vivir aprender que cada tanto debemos participar en la reparación de culpas que no son nuestras. Esta participación de los animales en la conversión de Nínive es también humanismo bíblico, es expresión de la cultura del Shabat: si en el ‘séptimo día’ también los animales participan en el reposo de la creación, si en ese día también los animales dejan de trabajar, entonces los dos trabajos y los dos destinos están entrelazados y son inseparables.
Al final, el rey concluye su edicto con estas palabras: “¡Quién sabe! Tal vez Dios cambie de parecer y aplaque el ardor de su ira, y no perezcamos” (3:9). En los mil pasos necesarios para alcanzar la salvación, el profeta, el rey, el pueblo, los animales pueden hacer los primeros 999 pasos de conversión: el último, no obstante, no lo controlan. El último paso es el paso dado por Dios, por la Providencia, por la vida, por alguno que es externo al proceso – que además es el primero. Mientras podamos tener por fuera de nuestro dominio el último paso de los procesos de cambio, hay espacio en la tierra para la humildad verdadera, para la espera, para la esperanza, para la mansedumbre, para la oración. Gran parte de la fe bíblica está en la conciencia de este último paso decisivo que no controlamos, y por tanto, en la consciencia de que nosotros poseemos el inicio de los procesos, que somos libres de dar el segundo paso después del del profeta y luego caminar hasta el penúltimo paso. Los nuestros son el camino de las mujeres al sepulcro y el de los discípulos a Emaús: pero no somos nosotros los que vaciamos el sepulcro, no somos nosotros que creamos el tercer caminante. La fe en la resurrección se mantiene viva hasta que seamos capaces de creer en una palabra, ponernos en un camino de conversión, llegar hasta el final y allí, en el umbral, aprender el stabat, esperar el último paso de Dios. ¡Felices pascuas!